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Authors: Clive Cussler,Jack du Brul

Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción

La selva (20 page)

BOOK: La selva
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Era casi primera hora de la tarde cuando Juan redujo la potencia para que la embarcación avanzara muy lentamente a contracorriente. La brusca disminución del ruido del motor hizo que les pitaran los oídos durante un momento.

—Estamos a unos dieciséis kilómetros de las últimas coordenadas conocidas de Soleil. Seguiremos con el motor puede que otros ocho y luego sacaremos los remos.

Todo el mundo atento. No tenemos ni idea de lo que vamos a encontrar, pero Soleil estaba convencida de que no estaba sola en la selva. Cabrillo no fijó la mirada en ninguno durante demasiado tiempo, sino que escudriñó la selva al frente y a ambos lados, consciente de que alguien podría estar observándolos con total impunidad.

No sabrían si se trataba de rebeldes, de traficantes de drogas o de una patrulla del ejército hasta que no cayeran en la emboscada. Tuvo que reprimir el impulso de mirar por encima del hombro. Sabía que Linda les cubría la espalda, pero no podía librarse de la sensación de que alguien les observaba.

El graznido de un pájaro en lo alto de un árbol cercano liberó una buena dosis de adrenalina en su torrente sanguíneo. Linda ahogó un grito y vio que MacD se sobresaltaba. Solo Smith se mantuvo impertérrito. Juan comenzaba a sospechar que ese hombre tenía agua helada corriendo por sus venas. Cuando recorrieron los ocho kilómetros establecidos,

Juan apagó el motor y sacó el fueraborda del agua para que no actuara como un lastre. Comenzaron a remar situándose dos a cada lado de la LNFR. Smith había achicado la mayor parte del agua de la cubierta, pero la lancha era grande y, por débil que fuera, seguía habiendo corriente. En momentos como aquel solían utilizar un pequeño motor eléctrico que podía impulsarlos en silencio, pero al igual que habían hecho con otro equipamiento, lo habían dejado en el
Oregon
a fin de aligerar peso.

La gente que jamás ha remado junta en un bote suele tardar unos minutos en ajustarse al ritmo de los demás. Pero eso no les sucedió a ellos. A pesar de que Smith y MacD eran prácticamente unos desconocidos, los cuatro impusieron un ritmo de forma instintiva y manejaron los remos de fibra de carbono con la sincronía de una tripulación de Harvard.

Juan comprobaba su GPS manual cada pocos minutos, y cuando divisó un poco frecuente claro por delante de ellos en la orilla derecha, supo que su tiempo en el río había terminado. Era una senda natural hacia el interior de la selva, y sospechaba que Soleil y su acompañante, cuyo nombre Cabrillo no acertaba a recordar, habían desembarcado en ese punto. Se aproximó hasta el pequeño claro, percatándose de que estaba atravesado por un pequeño reguero de agua. Más allá se elevaba un muro de abundante vegetación.

La última vez que Soleil se había puesto en contacto se encontraba a menos de cinco kilómetros de ese punto. Orillaron la lancha sobre unos juncos que flanqueaban el afluente, empujándola para ocultarla lo mejor posible. Smith se puso la metralleta contra el hombro en cuanto se detuvieron, y se dedicó a peinar el área a través de la mira. No se oía nada salvo el zumbido de fondo de insectos y pájaros y el murmullo del agua al pasar por el mamparo de popa de la LNFR.

Tardaron unos minutos en recoger el equipo. Todos llevaban mochilas cantimplora con agua y ligeros macutos de nailon; el de Linda pesaba once kilos, y más de dieciocho el de Cabrillo y los otros dos hombres. Con un poco de suerte, no necesitarían nada más aparte de agua. Cabrillo volvió la vista hacia la LNFR para asegurarse de que estaba bien escondida. Se distanció un par de pasos de los demás para inspeccionar desde un ángulo distinto y entonces vio una cara.

Le estaba observando con los ojos entornados y fijos. Su cerebro tardó un alarmante momento en comprender qué era lo que estaba viendo. Se trataba de la cabeza de una estatua de Buda que había caído al suelo justo en la parte superior de la orilla del río. Detrás de ella, envuelto por plantas trepadoras y enredaderas, había un edificio de piedra muy parecido a los templos piramidales de Angkor Wat en la vecina Camboya, aunque no a tan impresionante escala.

La estructura tenía una altura aproximada superior a los nueve metros, con la cabeza de Buda, que antiguamente estaba en el tejado del piso más elevado. Parecía que no habían pasado los años, como si el complejo llevara allí desde tiempos inmemoriales y la selva hubiera crecido a su alrededor.

—Creo que estamos en el sitio correcto —farfulló.

—¡No me digas! —repuso Linda—. Mira. Juan apartó la mirada del templo piramidal y vio que Linda había separado una frondosa rama dejando a la vista dos kayaks individuales de plástico. Las aerodinámicas embarcaciones podían comprarse en comercios de todo el mundo. Esas dos eran de color verde oscuro y resultaban una elección lógica para ir río arriba, ya que podían sortear obstáculos con el remo.

—Debieron de transportarlos por tierra desde Bangladesh —dijo Smith. Cabrillo meneó la cabeza.

—Es más probable que accedieran al río a través de su desembocadura en el mar. Debieron de tomar un barco en Chittatong para realizar la primera parte del viaje. Es evidente que Soleil tenía un destino en mente. Sabía perfectamente adónde se dirigía. Mirad eso.

Todos siguieron con la mirada su dedo, que apuntaba hacia la cabeza; los últimos rayos del sol incidieron sobre ella de modo que durante unos breves segundos el rostro de piedra gris pareció resplandecer. Linda se llevó la mano a la boca para sofocar un grito de sorpresa.

—Es precioso —dijo con voz entrecortada.

—Supongo que no estamos en Lafourche Parish después de todo —adujo Lawless. Smith no hizo comentario alguno. Miró el templo durante un segundo antes de colocarse la metralleta bajo el brazo y dirigir la vista hacia Cabrillo, con una expresión que decía que quedarse embobado contemplando antigüedades no entraba dentro de sus planes. Juan no dudaba de la lealtad de Smith hacia Roland Croissard, ni de su deseo de rescatar a la hija de su jefe, pero pensaba que el ex legionario necesitaba relajarse un poco y disfrutar de las sorpresas que en ocasiones te deparaba la vida. Era muy posible que el templo lo hubiera visto menos de un puñado de extranjeros.

Esa certeza le provocó una descarga de adrenalina, e hizo que solo tuviera ganas de explorar sus misterios. Pero también sabía que Smith estaba en lo cierto. Tenían una misión que cumplir, y estudiar tesoros arqueológicos no formaba parte de ella. Podían recorrer los kilómetros que les separaban del lugar de destino del GPS antes de que oscureciera demasiado como para ver en la selva. Dejó que Linda tomara algunas fotografías y que se guardara el teléfono móvil con cámara en la manga impermeable antes de darle la orden de que se pusiera en marcha.

10

Juan había pensado que el modo más fácil de viajar sería seguir el pequeño riachuelo, pero era una ciénaga en la que se les hundían las botas. Cuando sacó la bota del barro, estaba cubierta de pegotes hasta el tobillo, que parecían acumularse con cada paso que daba. Después de una docena de pasos apenas podía sacar las piernas del fango. Aquello les obligó a abandonar el lecho del riachuelo y a adentrarse entre la vegetación.

Juan supo de inmediato a qué se habían enfrentado los soldados en las trincheras alambradas que lucharon en la Primera Guerra Mundial. Las cortantes hojas se le enganchaban en la ropa y la desgarraban, produciéndole cortes superficiales aunque dolorosos en los brazos y la cara. No había sendero alguno. Tuvo que abrirse paso por la fuerza entre la maraña de enredaderas y matas, con la delicadeza de un toro en una tienda de porcelana.

MacD, que marchaba justo detrás de Cabrillo, le dio en el hombro y con un gesto le dijo que él debería ir primero. Cabrillo reconoció que tenía razón. Lawless se puso delante del director, estudió la pared de vegetación que tenían frente a ellos y se apartó unos pasos a la izquierda, acercándose hacia donde los troncos apenas se vislumbraban. Comenzó a avanzar retorciendo el cuerpo como un contorsionista. Parecía un tanto difícil, pero consiguió triplicar su paso; el resto de los integrantes del equipo imitaron sus movimientos.

Y si bien Cabrillo había dado la impresión de ser un rinoceronte atravesando la selva, Lawless parecía moverse con el sigilo de una serpiente. Pese a todo, avanzaban con extrema lentitud, y media hora más tarde era tan escasa la luz del sol que lograba filtrarse a través de las copas de los árboles que parecía que estuvieran a quince metros bajo el agua.

—Deberíamos parar a hacer noche —susurró MacD—. No veo nada.

—De acuerdo —convino Juan. Al levantar la cabeza se dio cuenta de que era imposible ver la luz del día—. Nos pondremos de nuevo en marcha en cuanto empiece a clarear. Lo primero que hicieron fue sacar las bolsas FRH de sus raciones de campaña para calentar químicamente la comida.

Lo siguiente fue desplegar los sacos de dormir de nailon con mosquitera incorporada. Encontrar zonas lo bastante amplias como para tumbarse cómodamente en la frondosa selva era un latazo de por sí, de modo que dieron buen uso al único machete que MacD había llevado consigo.

Cuando la comida estuvo lista, todos tenían sus sacos extendidos, pero bien cerrados para evitar que los insectos, que les habían asediado desde el momento en que la LNFR se detuvo, les aguaran la noche. Nadie dijo una palabra en todo el tiempo. Cuando terminaron de comer, Juan señaló a Smith, después a sí mismo y a MacD, y por último a Linda, estableciendo así los turnos de guardia. Echó un vistazo al reloj calculando cuántas horas pasarían hasta que saliera el sol, y levantó dos dedos.

Todos asintieron comprendiendo lo que eso significaba. Cabrillo le dio el primer turno de vigilancia a Smith a propósito porque sabía que podía mantenerse despierto para asegurarse de que el legionario cumpliera con su tarea.

La noche pasó de forma tranquila, aunque no precisamente cómoda. Por la noche en la selva se escuchaba una ensordecedora sinfonía compuesta por los sonidos de pájaros y monos, con un incesante coro de insectos de fondo. La preocupación de Juan sobre Smith resultó ser infundada. Un bochornoso vaho se adhería al suelo cuando despertaron, amortiguando los sonidos de la floresta y cubriéndolo todo con un extraño y sobrenatural velo.

Levantaron el campamento tan silenciosamente como lo habían montado, y diez minutos después de que hubiera luz suficiente emprendieron la marcha, con MacD al frente y Cabrillo en la retaguardia. Gracias a Dios la selva empezaba a hacerse menos densa, y cuando MacD encontró una trocha, pudieron moverse casi a paso normal.

Lawless se detenía breves momentos para escuchar, pero también para buscar rastros de que algún humano hubiera transitado recientemente por allí. Dada la cantidad de lluvia que caía cada día, Cabrillo dudaba que fuera a encontrar algo, y se sorprendió cuando después de adentrarse en la maleza regresó con una bola de papel plateado. Un envoltorio de chicle. Lo desplegó y se lo acercó a Cabrillo a la nariz. Aún podía oler la menta.

—Está claro que si va tirando papeles así, la señorita Croissard no es ecologista —susurró. Lawless se guardó el envoltorio en el bolsillo mientras Juan echaba un vistazo al GPS.

Aún les quedaban cuatrocientos metros por recorrer. Las paradas se hicieron cada vez más prolongadas y frecuentes a medida que se acercaban, y todos tenían las armas a punto, pues no sabían qué se encontrarían. Era buena señal que las aves y los animales que vivían en los árboles juguetearan en las copas.

Por lo general era un signo evidente de que no había nadie por allí. La selva se abrió de pronto en un pequeño claro de hierba crecida. Se detuvieron en el borde, como nadadores contemplando la posibilidad de arrojarse a un estanque, y reconocieron el área. Una suave brisa hacía que las briznas de hierba se mecieran y bambolearan, pero, por lo demás, nada se movía. Cabrillo calculó que Soleil había realizado su última transmisión desde el margen derecho del campo abierto donde la selva comenzaba de nuevo. En vez de cruzar el claro, volvieron sobre sus pasos hacia la vegetación y se aproximaron al lugar desde un lado.

Cuando estaba a unos cuatro metros y medio de las coordenadas del GPS, Cabrillo divisó residuos en el suelo al borde del campo. Se percató en el acto de que se trataba de los restos de un campamento. Vio una gran tienda de campaña verde que había sido rajada en dos, su ligera estructura estaba completamente irreconocible. El relleno de los sacos de dormir destrozados había formado bolas. También había otros objetos: un pequeño cámping gas, platos de plástico y prendas de ropa, un bastón de senderismo.

—Parece que llegamos demasiado tarde —dijo Smith en voz baja—. Quienquiera que los atacó hace mucho que se ha marchado. Cabrillo asintió. No imaginaba qué podría encontrar, pero aquello confirmaba sus peores temores. Lo único que quedaba era hallar lo que los animales hubieran dejado de los cuerpos. Era un paso terrible, pero necesario para demostrar a Croissard que su hija estaba realmente muerta.

—MacD y tú vigilad el perímetro —ordenó Juan—. Linda, tú conmigo. Con los dos hombres montando guardia, Linda y Cabrillo se acercaron al pequeño campamento. Al hacerlo vieron que la tienda había sido acribillada a balazos. El nailon estaba lleno de pequeños agujeros cuyos bordes estaban chamuscados por el calor de los proyectiles.

Linda se acuclilló para abrir la cremallera de la tienda caída, acercando el brazo a la lengüeta como si tuviera puesto el piloto automático. Su expresión decía que desearía estar en cualquier otro lugar menos allí, haciendo eso. Juan se agachó detrás de ella. La serpiente de cascabel se encontraba descansando a la fresca sombra de la tienda, oculta de la vista, cuando las vibraciones del latido del corazón de dos animales de gran tamaño y de sus pulmones al respirar la habían despertado segundos antes, de forma que cuando atacó lo hizo con furia por haber sido molestada.

Se movía tan rápido que se habrían necesitado cámaras de alta velocidad para capturar su ataque. Cuando abrió la boca y desplegó sus afilados dientes, gotas de veneno transparente ya se habían formado en los extremos.

Era una de las más poderosas neurotoxinas del planeta y actuaba paralizando el diafragma y provocando un fallo respiratorio. Sin antídoto, la muerte sobrevenía unos treinta minutos después de la mordedura. La velocísima serpiente se lanzó como una flecha a por el antebrazo de Linda, y estaba a solo siete centímetros de cerrar la mandíbula sobre su piel y hundirle los colmillos en la carne cuando la mano de Juan la agarró del cuello y utilizó la asombrosa fuerza de su cuerpo desenroscado para redirigir el golpe y arrojar la serpiente a la selva. El episodio entero se desarrolló en un solo segundo.

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