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Authors: Alfredo del Barrio

La reliquia de Yahveh (34 page)

BOOK: La reliquia de Yahveh
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—¡Ya está bien John! —censuró—. Esas teorías tuyas sobre la magia son muy sugerentes, pero terriblemente arriesgadas. Vamos a ceñirnos a los hechos, a los datos históricos.

John sabía que, en el fondo, Marie tenía toda la razón del mundo en sus reproches, no era nada serio dar valor a presunciones que estaban lejos de ser probadas.

—Estoy de acuerdo —se mostró conciliador—. Me he pasado de inferencias, olvidémonos de la magia y sigamos con la historia.

—Además te has adelantado —dijo la profesora como si John fuese todavía su alumno—, hemos dejado a Sheshonk en disposición de conquistar su trono.

—Es totalmente cierto —consintió John, aunque no sabía en qué momento le habían elegido primer ponente de las ya acostumbradas reuniones nocturnas de trabajo. Se sintió obligado por el silencio de los demás a continuar hablando él.

—Sheshonk parece que logró organizar un cuerpo de ejército de procedencia líbica e invadió y conquistó una parte de Egipto, siendo seguidamente proclamado o autoproclamado faraón, además recuperando el abandonado símbolo real de las dos coronas del Bajo y Alto Egipto.

—Curioso —advirtió Alí—, un faraón que no debía dominar realmente ni la cuarta parte de Egipto se proclama como emperador de toda la extensión del Nilo, equiparándose a los ilustres soberanos de la época dorada.

—Sería precisamente por eso —dijo Marie—, un faraón novato y en competencia con otros poderes tendría que acaparar para sí todos los símbolos divinos que estuviesen a su alcance. Los deseos siempre van más lejos que lo que dicta la áspera realidad.

—En todo caso —continuó John desglosando el texto—, su reinado no fue tranquilo. Aquí dice que en el norte y en el sur, en el Delta del Nilo y en la primera catarata tenía problemas con potencias rivales. El mismo reconoce que lo de las dos coronas era más una utopía que una realidad, aunque no dejase de lucirlas por todas partes como, por ejemplo, en esta tumba.

—Sí, la verdad es que la época debía ser bastante confusa —admitió Marie—, como muestra la colección de prodigios que recoge el faraón en las siguientes líneas.

—Hasta que Nefiris venció a la Serpiente del Caos —espetó Alí.

Mal que le pese a Marie, la indescifrable Nefiris volvía a hacer acto de presencia en la narración y se convertía en la protagonista absoluta de los últimos párrafos del relato. Marie lo comprobó por sí misma ojeando rápidamente las notas que había escrito John.

—Bien John —dijo la francesa mientras devolvía al inglés los papeles que le había quitado anteriormente, los de la traducción y los de actor principal—, creo que tú explicaras mejor que yo esta parte, eres el que mejor domina la historia bíblica y además aparece tu hechicera favorita.

—Prometo tratar de ser fiel a la Madre Historia, esposa del Padre Tiempo —juró solemne, aunque claramente bromeando.

John cogió los legajos que le tendía Marie. Cada vez le gustaba más la sonrisa de la francesa, tendría que hacer más a menudo de bufón para disfrutarla por más tiempo.

—Ante las dificultades presentadas —dijo sin solución de continuidad—, Sheshonk optó por pedir ayuda al soberano del estado más cercano, aunque tenía que estar lo suficientemente alejado como para no interferir en la difícil política interior de Egipto. Un reino suficientemente próspero y razonablemente limítrofe era la, por entonces, floreciente nación de Israel.

John paró su exposición, parecía hacer esfuerzos por recordar algún dato.

—¿Qué fecha adjudican los estudiosos al reinado de Sheshonk I? —dijo dándose por vencido y pidiendo ayuda a sus dos compañeros.

—Se estima que reinó del 951 al 913 antes de Cristo, aunque la fecha es una mera conjetura —expuso Alí.

—Está bien —volvió a retomar John—, por los datos que tenemos debemos suponer que ambos, Sheshonk y Salomón eran casi contemporáneos, el rey hebreo un poco más viejo que el egipcio. Salomón reinó desde el año 961 al 922 antes de Jesucristo. Cuando Sheshonk acudió a pedir ayuda a Salomón, éste ya debía gobernar en Jerusalén desde hacía por lo menos diez años. Probablemente estaría terminando la construcción del Templo que llevaría su nombre y, seguramente, ya le había dado tiempo a hacer de su país uno de los más ricos de la zona merced a unas buenas y acertadas alianzas comerciales.

—Así que el sabio Salomón nadaba en oro —Marie afirmaba más que preguntaba.

—Efectivamente —confirmó John—, según la Biblia el peso del oro que le llegaba anualmente era de 666 talentos, unas 22 toneladas de reluciente metal.

John sabía que semejante caudal era difícil de imaginar para una persona corriente y eso que los Textos Sagrados especificaban que en ese monto no se contaban las contribuciones que recibía el rey de los comerciantes viajeros, ni el impuesto sobre las transacciones mercantiles, ni el tributo que le mandaban los reyes de Arabia, ni siquiera el dinero recaudado por los gobernadores civiles del país.

El oro debía llenar todos los rincones de su Templo, incluso los miembros de su guardia personal portaban excesivos escudos de oro macizo, los mismos que habían contemplado en los frescos de la tumba de Sheshonk siendo saqueados por los soldados egipcios. Según la Biblia, Salomón había hecho fabricar 200 escudos grandes, cada uno con 8 kilos de oro, y 300 más pequeños, utilizando 4 kilos de oro en la fundición de cada unidad producida. Si todos esos áureos objetos descansaban en esta tumba tendrían ante ellos el mayor tesoro que nadie hubiese descubierto jamás.

John solamente de pensarlo tiritaba, incluso el interés de Osama y de Alí pareció despertar de su somnolencia. No había nada como la mención del oro para estimular la atención.

A pesar de los vértigos y mareos, el inglés reanudó su exposición.

—Salomón era, además de perspicaz, un efectivo administrador, no por nada llevaba el singular título de sabio entre los sabios. También era considerado como un consumado poeta, autor de las canciones del Cantar de los Cantares, y de muchos de los proverbios y salmos que aparecen recogidos en la Biblia. Asimismo, ha sido distinguido por multitud de antiguos textos musulmanes y hebreos como un hombre capaz de dialogar con los espíritus y de controlar el mundo invisible.

Antes que Marie pudiera revolverse por la clara referencia de John a la práctica del ocultismo por parte de Salomón, éste dirigió una ojeada suplicante a Alí. El egipcio entendió al vuelo la mirada de inteligencia del inglés.

—Eso es cierto —corroboró rápidamente el conservador del Museo de El Cairo—, la tradición islámica siempre ha tenido a Salomón como un personaje versado en los más profundos misterios de la naturaleza.

Marie callaba, pero no se la veía precisamente contenta. Como maniobra de distracción John cogió la Biblia que tenía en el bolsillo, buscó un pasaje concreto que ya tenía marcado previamente y se dispuso a leer.

Dios concedió a Salomón sabiduría y discreción inmensas y un corazón tan dilatado como las arenas que hay a orillas del mar. La sabiduría de Salomón aventajaba a la de todos los hijos de oriente y a toda la sabiduría de Egipto. Era el hombre más sabio de todos los hombres.

(1 Re 5, 9-11)

Marie contraatacó, trataba de encauzar otra vez la conversación para que no abandonase los marcados cauces de la historia.

—¿Dice la Biblia si vuestro erudito se desposó con alguna princesa egipcia?

—Pues sí —John no pudo ser más sucinto y esto provocó una normal reacción de impaciencia.

—¿Sí? ¿De veras? —exclamó Marie estupefacta— ¿Se casó con una egipcia?

—¿Con Nefiris? ¿Se casó con Nefiris? —preguntó Alí no mucho menos apasionadamente que la francesa porque tampoco hizo nada por disimular su excitación.

A ambos les sorprendió mucho la coincidencia. Los dos investigadores no esperaban esa confirmación bíblica, las piezas parecían encajar aunque no estaban muy seguros de la imagen final que obtendrían.

La arqueología, las más de las veces, era como recomponer un rompecabezas sin modelo, como completar un crucigrama sin definiciones previas, de ahí venía buena parte de su aura magnética que actuaba como poderoso factor atractivo para las mentes más inquietas, intuitivas y penetrantes.

John trató de ser más explícito.

—No se menciona ningún nombre concreto, os leo el pasaje para que juzguéis por vosotros mismos.

Salomón emparentó con el Faraón, rey de Egipto, tomando por esposa a la hija del Faraón. Y la trajo a la ciudad de David hasta que él terminara de construir su palacio, el templo de Yahvéh y las murallas alrededor de Jerusalén.

(1 Re 3, 1)

Marie se dio cuenta inmediatamente de la patente incoherencia. Alí ni siquiera lo advirtió.

—Pero…, según esta cita, con quién casó Salomón no fue con la hermana del Faraón, sino con una supuesta hija del mismo —mostró decepcionada.

La doctora Mariette tenía razón, ambas crónicas, la de la Biblia y la expuesta en las paredes del enterramiento de Sheshonk eran claramente incongruentes, aunque no necesariamente contradictorias si se reinterpretaban más laxamente.

John trató de desmontar las objeciones de Marie, tenía una intuición y ésta le decía que había más verdad en el testamento del faraón que en esos pasajes sacrosantos de la mismísima Biblia.

—Nefiris también era hija de Shiskag y, por lo tanto, hija de faraón e hija del dios, como bien nos recuerdan los pictogramas una y otra vez —objetó John—. Además, el texto de la Biblia no es muy explícito, tal vez sea algún error de la fuente de información o de la transcripción posterior. Quizá, se me ocurre, Nefiris fuera presentada con el rango de hija del faraón en vez de como simple hermana, probablemente para ganar notoriedad ante los ojos de Salomón. Aunque, verdaderamente, no lo sé.

Alí estaba casi convencido de las teorías de John, sonaban razonables, aunque Marie, como buen perro policía, no estaba dispuesta a dejar de morder el resbaladizo hueso de la duda tan pronto.

—¿Aparecen más referencias en la Biblia sobre la esposa de Salomón? —preguntó, inquisidora, la francesa.

—Nefiris es nombrada por ese apelativo de "hija del faraón" en varios sitios más de la Biblia, pero siempre de pasada y nunca se menciona su verdadero nombre, ni el de su supuesto padre.

John tenía la incómoda sensación de que estaba ante un tribunal. Las siguientes palabras de Marie le confirmaron esa molesta impresión. Parecía que su antigua profesora le había leído el pensamiento; tal vez también poseía poderes extrasensoriales, igual que Nefiris.

—Bien, pues si no hay ninguna prueba en contra, tendremos que dar crédito a las palabras del encausado —determinó Marie ostentosamente—. Por ahora daremos por válida la suposición de John, Nefiris fue a Israel a casarse con Salomón para conseguir ayuda monetaria con vistas a que su hermano Sheshonk pudiera hacer frente a sus numerosos adversarios y poder así mantenerse más tiempo en su vacilante trono. ¿Estás de acuerdo Alí?

—Sí, del todo. Parece que estamos ante personajes históricos de primer orden.

—Frecuentemente —comentó John—, los fundadores de las nuevas líneas dinásticas acostumbran a ser dignatarios bastante excepcionales, suelen ganarse un puesto en la historia haciendo gala exclusivamente de sus propios méritos. Luego, los herederos, ya se encargan ellos solos de dilapidar vertiginosamente todo el buen nombre y cuantiosa fortuna que suelen acopiar los fundadores de cada estirpe regia.

—¿Y el otro nombre propio que aparece? —requirió Marie— ¿Cómo se llama?

—Yeroboam —respondió John.

—¿Alguien le conoce? —preguntó la francesa segura de que nadie diría que sí porque a ella ni siquiera le sonaba.

—Pues me temo que sí es conocido —confesó John soltando el aire, como resignado.

Marie le miró divertida.

—No me digas más —sonrió—, también aparece en la Biblia. ¿A que estoy en lo cierto?

—En efecto —replicó el interpelado.

—Pues tendrás que contarnos su historia, porque a mí ese nombre no me dice nada —decretó la francesa.

—Todo el mundo tiene una historia, aunque no esté escrita —divagó el inglés—, por suerte la vida de Yeroboam, o Jeroboam, sí que lo está y profusamente.

—Somos todo oídos —invitó Marie y, seguidamente, se repantigó en su asiento, como esperando otra larga parrafada por parte de John.

—Yeroboam fue un alto funcionario del rey Salomón —empezó a relatar el inglés— , aunque debió iniciar su carrera como humilde obrero. La Biblia dice que se ganó la confianza del monarca cuando éste le vio trabajar rellenando el terraplén de Jerusalén, seguramente era una obra de nivelado de la cima donde se asentaba la ciudad con vistas a su posterior ampliación.

—Un hombre hecho a sí mismo —aprovechó a decir Alí mientras John consultaba de nuevo su ya gastada Biblia.

—Ciertamente —continuó el inglés—, porque según reza más abajo acabó siendo rey de Israel.

—¿Le proclamaron rey? ¿Quién le proclamó rey? ¿Sheshonk le proclamó rey cuando invadió Jerusalén? —tableteó la francesa.

A Marie la avalancha de nuevos datos le superaba. Ahora echaba en falta no haber estudiado más en profundidad la historia del reino de Israel. Durante la preparación de la expedición había dedicado casi toda su capacidad mental a informarse sobre el Tercer Periodo Intermedio egipcio y a ponerse al corriente sobre la historia del Arca, pero no de la historia real y aceptada, como hubiese hecho todo buen historiador, sino de la esotérica y oculta.

Estaba avergonzada, reprendía a John cada vez que hacía alusión a los aspectos mágicos del Arca sabiendo que ella había malgastado su tiempo en París escudriñando absurdas teorías místicas.

Recordó las insensatas especulaciones que había aventurado ante el legado del Vaticano, Carlo María Manfredi, sobre los templarios y su enigmático interés por el Arca. Esas estupideces habían demostrado ser una vía estéril de información y tendría que haberlo sabido antes de fijar su atención en ellas. Seguro que el cardenal se había reído con gusto de ella, de lo poco científica que se había mostrado.

Ahora John le llevaba la delantera en cuanto al establecimiento de hipótesis de investigación. Pero Marie no estaba dispuesta a renunciar como directora y primera responsable de la excavación, sí a rectificar. A partir de ahora haría un poco más de caso a las teorías de John, el inglés había demostrado sobradamente que dominaba la historia del Israel de esos lejanos años y sabía dónde encontrar cualquier dato entre las numerosas y farragosas páginas de la Biblia, un libro que se había confirmado como esencial para sondear los enigmas del extraordinario hipogeo de Sheshonk.

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