La reliquia de Yahveh (29 page)

Read La reliquia de Yahveh Online

Authors: Alfredo del Barrio

BOOK: La reliquia de Yahveh
3.95Mb size Format: txt, pdf, ePub

Ninguno de los obreros se había extrañado al comprobar que el sol, ya indefenso, entraba por los múltiples agujeros de la angosta habitación en la que estaban trabajando. Por supuesto, habían deducido por sí solos que debían estar en la cima de la montaña, pero no veían nada anormal en excavar una catacumba con luz natural, tampoco parecían requerir o demandar ningún tipo de declaración que les explicase el chocante fenómeno.

Alí, por su parte, agradecía como nadie las diáfanas filtraciones de la bóveda, podían trabajar sin usar las linternas y la claridad le hacía olvidar casi completamente que estaba en el interior de una tumba, a casi 50 metros de la salida más cercana.

La francesa vigilaba preocupada todos los pasos de los Zarif, si habían encontrado una trampa todo hacía suponer que podían hallar más.

La segunda lámina de piedra estaba casi desmantelada. Se podía advertir a continuación un gran hueco cuadrado, el agujero por donde había caído a plomo el gran bloque que había liberado Marie al accionar la palanca de la trampa.

Estudiar el mecanismo que casi les había hecho perder la vida se prometía interesante para cualquier arqueólogo, pero tendrían que ser otros los que desentrañasen las habilidades de los arquitectos e ingenieros del faraón. Ellos tenían prisa.

Marie pidió a los cuatros trabajadores que buscasen en el campamento unas tablas o planchas de madera o hierro para tapar el orificio y evitar que alguien se cayese dentro. Los Zarif no discutieron las órdenes pero, ahora sí, se extrañaron que sus jefes dejaran sin sondear lo que parecía un pasadizo, sin preocuparse de explorarlo o de tantear siquiera su profundidad. Experimentaban una rara sensación, como si pensaran que los arqueólogos ya habían estado allí antes y conociesen de sobra dónde desembocaba la recién descubierta cavidad.

Ahora, Marie y Alí, tenían ante ellos otro largo pasillo, otro lugar que no había pisado nadie en 3.000 años. La agitación volvió a hacerse dueña de la situación, volvió a zarandear sus corazones, volvió a nublar su entendimiento.

No se atrevían a dar un paso. Marie se había plantado en medio de las tablas que ahora cubrían el suelo y meditaba sobre lo que sería más acertado para emprender el reconocimiento de este nuevo segmento de catacumba. Ante ella empezaba un tramo de corredor descendente con la irregular mezcla de rampa y escalones ya vista anteriormente. No se veía el final del mismo y era aparentemente de igual forma y factura que el que les había conducido hasta la cumbre del montículo desde la sala columnada: poseía el mismo tejado a dos aguas, las mismas dimensiones y el mismo nivel de inclinación. Debían ser casi simétricos, un pasadizo de subida hasta la cima de la colina y otro de bajada que te devolvía otra vez a las entrañas de la tierra, eso si habías conseguido sobrevivir a la trampa presidida por la efigie de Ra, el dios sol.

Marie reflexionaba antes de adentrarse en lo desconocido, estaba segura de una sola cosa, quería a John a su lado. Algo en lo más recóndito le decía que no debía fiarse de Alí, quizá sería porque había entrevisto durante la prueba de Ra la máscara de enloquecido que había dominado las facciones del egipcio. Sin embargo, pronto desecho esa ilación de pensamientos por infantil y ridícula, aunque no la conclusión.

—Bueno Alí —dijo—, parece que otra vez toca adentrarse en el corazón de la montaña.

—Ya veo —indicó lacónico el egipcio.

—¿Hueles lo que yo? —preguntó la arqueóloga.

—Sí, lo huelo —confirmó Alí.

—Mal asunto.

—Sí, bastante feo.

—Creo que no voy a introducir a los trabajadores en este pasadizo, el camino parece despejado de obstáculos, así que mándales al exterior a descansar. —De acuerdo.

Alí se volvió y dijo algo en árabe a Ahmed, que estaba justo detrás de él. Éste transmitió al resto de su familia que tenían un par de horas libres y que fuesen saliendo de allí.

—Voy a buscar a John —declaró Marie dejando a Alí solo frente a la embocadura del corredor.

El inglés ya casi había acabado de filmar los pictogramas del techo. La francesa se le acercó por detrás.

—John, ¿qué tal vas?

Para no perder la continuidad de la imagen, el interpelado contestó sin volverse y sin dejar de grabar.

—Bien, me queda muy poco para terminar de recoger todos los jeroglíficos, aunque para traducirlos tardaré bastante más. Esto parece una Biblia.

—John, hemos abierto la segunda lápida —anunció Marie con frialdad.

—Estupendo. ¿Qué os habéis encontrado?

—Una escalinata de bajada, casi un reflejo de este pasillo —contestó Marie.

—Todo lo que sube, baja.

—Ya —expresó resignada Marie—. He mandado a los trabajadores fuera, no quiero exponerlos, puede que nos encontremos con más sorpresas allí abajo.

—Bien, mientras menos gente tenga ocasión de tirar de la primera palanca que encuentre, mejor —profirió John malicioso.

—Eres muy gracioso —respondió la francesa con fastidio.

—¿Hay más jeroglíficos? —preguntó interesado John.

—No, no creo —declaró Marie insegura—. Lo que parece que hay son pinturas.

—¿Pinturas?

—Sí, pero no se pueden distinguir demasiado bien. Están muy deterioradas.

—¿Deterioradas? —John expresaba incredulidad— ¿Por qué? ¿Hay algún derrumbamiento?

—No, hay humedad —dijo compungida Marie—. Mucha humedad.

John apagó el potente haz de luz de la videocámara y se dio la vuelta para mirar a Marie.

—¿Humedad? No puede ser, estamos en medio del desierto —la cara de John exteriorizaba su perplejidad de igual manera que sus palabras.

—Será alguna infiltración de aguas subterráneas —esbozó Marie a modo de primera explicación.

—Vaya, mala suerte.

—Ven cuando puedas, Alí y yo te esperaremos para efectuar un primer sondeo.

—Voy en un minuto —dijo mientras volvía a encender otra vez el aparato y dirigir el objetivo hacia el techo.

La aparición de la humedad en un yacimiento arqueológico era una pésima noticia siempre. El agua era un agente de erosión tremendamente potente, el buen estado de conservación de los frescos que habían tenido la suerte de disfrutar hasta ahora sería imposible de encontrar en esa nueva sección del monumento mortuorio.

Inmediatamente después de los diez minutos que tardó John en acabar su filmación, los tres arqueólogos estaban dispuestos a empezar la nueva exploración. John comprobó con sus propios nervios olfativos el gran olor a salitre que desprendía la entrada del pasadizo.

Las pinturas del techo y las paredes estaban en su mayor parte desprendidas de los muros de piedra, colgando muchos fragmentos, en el suelo multitud de porciones de la capa original de yeso pintado que seguramente había cubierto por entero la profunda y declinante galería.

La persistente humedad había tenido como efecto que gruesas capas de nitrato de potasio emergiesen de la piedra caliza, un tipo de roca que suele presentar un gran porcentaje de sales en su composición mineral. El continuado contacto con el agua y el aire había provocado que dichas sales presentes en la roca cristalizasen. Al cristalizar habían aumentado su tamaño formando costras y habían empujado grandes fragmentos de la capa de yeso pintado hasta desgajarlos de la piedra y lograr que éstos cayesen al suelo por su propio peso.

El mismo proceso que ahora contemplaban abatidos los tres investigadores había sucedido en muchos otros yacimientos y era el pan de cada día de los arqueólogos de otras latitudes más lluviosas, aunque en Egipto tampoco era infrecuente. A pesar del clima extremadamente seco podía llover torrencialmente durante unos cuantos días al año, suficientes para acabar con las pinturas de un buen número de tumbas si las riadas y torrenteras conseguían filtrar su mojada carga en el interior de los enterramientos.

Eso en cuanto a los elementos climáticos imposibles de controlar, pero otro peligro más sutil amenazaba el buen estado de preservación de los murales pintados de los innumerables templos egipcios: los turistas, más concretamente el hálito de los millones de visitantes que volaban al país del Nilo a contemplar los esplendores de épocas pasadas. El aliento de tantas bocas y el sudor de tantos cuerpos transformaban el seco ambiente, ideal para la conservación de los restos, en una atmósfera con un alto grado de humedad que contribuía a generar los mismos cristales salinos y la misma devastación que ahora contemplaban los apenados egiptólogos.

Los expertos ya habían avisado al gobierno egipcio de los resultados de las aglomeraciones humanas si no se instalaban los adecuados aparatos de ventilación y dispositivos medidores de la calidad del aire. La atmósfera seca que había contribuido a mantener inalterables los restos durante milenios se trocaba, fruto de tantas visitas descontroladas, en un ambiente cargado de letal humedad y esto tenía consecuencias devastadoras.

Muchas tumbas habían tenido que cerrar, al poco tiempo de ser abiertas al público, para su restauración inmediata ante el peligro que corrían las pinturas. Pero el gobierno egipcio no tenía medios para impedir el libre deambular de tantos viajeros ávidos de contemplación artística. Era tanta la riqueza que no había manera de protegerla íntegramente.

Ante Marie, John y Alí se presentaba un terrible dilema. Generalmente, en una situación normalizada y en una excavación estándar, el procedimiento a seguir sería recoger con cuidado todos los fragmentos esparcidos por el suelo, clasificándolos y precisando el lugar de recuperación de los mismos. En una segunda fase había que volver a pegar los trozos que colgaban de las paredes y que estaban a punto de desprenderse. Seguidamente, había que fijar todas las porciones de decoración, tenían que ser cepilladas, sopladas y limpiadas metódicamente con varios productos químicos hasta conseguir disolver por entero la sal acumulada. El último paso era reconstruir en un ordenador, con toda la información disponible, el conjunto completo de las escenas que habían mostrado originariamente los frescos.

Era como un gran rompecabezas y todo se hacía muy despacio, centímetro a centímetro, para no extraviar ningún elemento de las valiosas decoraciones. Sí, los tres arqueólogos tenían una disyuntiva bastante embarazosa a la que tenían que dar cumplida respuesta antes de continuar adelante.

—Bueno —Marie empezó el debate— ¿Qué hacemos?

—No creo que tengamos mucho margen de actuación —insinuó Alí.

—Es una irresponsabilidad deambular por este pasillo sin haber recogido todos estos fragmentos desperdigados y marcado antes su posición —denunció Marie bastante efusivamente.

—Pero eso nos llevaría días, meses, no nos lo van a permitir de ninguna de las maneras —insistió el conservador del Museo de El Cairo.

Marie trató de pensar. El egipcio tenía razón, ahora que Osama conocía la localización de la tumba, nada impedía al gobierno egipcio sustituirles por otros arqueólogos menos escrupulosos que ellos. A la francesa no le gustaba nada, pero tendrían que olvidarse de rescatar esos fragmentos de yeso pintado; además, los tres habían recibido órdenes explicitas, no deberían sacar del yacimiento nada más que el Arca, si es que ésta reposaba allí, claro. Pero la investigadora no se resignaba.

—¿Qué podemos hacer? —Marie volvió a pedir ayuda.

—Bueno —opinó John—, creo que Alí tiene razón, no nos dejarán sacar estos restos.

—¿Y qué sugieres? ¿Qué pasemos por encima y los acabemos de machacar? — dijo Marie señalando a la multitud de fragmentos que alfombraban el suelo del pasadizo.

—Eso sería poco profesional —dijo Alí.

—Sería de bárbaros —convino Marie.

—Pues hay que decidirse —John metía más presión a la olla— ¿Llamamos a nuestros contactos y les decimos que vamos a necesitar un par de meses para restaurar unas pinturas que nos hemos encontrado esparcidas por el suelo?

—Está bien, está bien —accedió Marie—. Tendremos que optar por la solución menos mala, la que no suponga ninguna perdida de tiempo.

—Apartar a un lado los fragmentos —adivinó John.

—Exacto —confirmó Marie—. Hay que ir a por una pala y, conforme vamos recorriendo el pasillo, retiraremos a los lados las porciones de pintura. Puede que una expedición posterior hasta pueda restaurar el mural.

—¿Y los fragmentos a punto de desprenderse? —preguntó Alí.

—Si penden de un hilo, lo mejor es ahorrar el trabajo al padre tiempo y depositarlos en el suelo, pero solamente si corren el riesgo de caerse con el mero sonido de nuestras pisadas o el eco de nuestra voz. Si parece que aguantan ni los tocaremos.

Era la mejor decisión posible, pensaba Marie, aunque imaginaba las feroces críticas que tendrían que hacerles cumplidamente y obligatoriamente los arqueólogos que se ocupasen posteriormente de la sepultura. Seguro que los tacharían de irresponsables, de usar métodos propios del siglo XIX, y con razón.

John fue a por una pala al campamento. Aprovechó para dejar la videocámara dentro del camión, informar a Osama de lo que habían encontrado y para decir a los trabajadores que no tendrían faenas que acometer por lo menos hasta después de la comida, a no ser que el teniente les quisiera emplear para realizar algún quehacer en el exterior. A continuación volvió a adentrarse en el interior de la tumba.

Cuando llegó a la altura de Alí y Marie los encontró sentados, inmóviles y sin hablar entre ellos, parecían desanimados.

—Bien, ya estoy aquí —profirió en voz alta para que advirtiesen su presencia.

—Estupendo —dijo Marie irguiéndose del suelo.

—¿Quién irá primero? —preguntó el egipcio.

—Yo lo haré —dijo Marie segura de sí misma cogiendo la pala que traía John.

—Bien, pues yo me encargaré de desprender de la pared los trozos más inestables y depositarlos en el suelo —manifestó John.

—Yo haré de coche escoba, arrimaré todavía más los fragmentos a la base de la pared si esto es posible —concluyó Alí.

Los tres empezaron la tarea, caminando sumamente despacio, tratando de adivinar, por las porciones de pintura todavía sin desprender de los estropeados tabiques de piedra caliza, el contenido y motivo de los frescos. No parecían extremadamente originales y esto les consolaba un tanto. Eran, más que nada, escenas de la vida cotidiana del faraón, cazando, pescando, disfrutando de la plácida vida de la corte, contemplando despreocupadamente cómo trabajaban el campo sus criados o cómo cuidaban de su ganado.

Other books

Wives and Champions by Tina Martin
Generation Next by Oli White
The Quirk by Gordon Merrick
Five Roses by Alice Zorn
Daisy's Defining Day by Sandra V. Feder, Susan Mitchell