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Authors: Alfredo del Barrio

La reliquia de Yahveh (32 page)

BOOK: La reliquia de Yahveh
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Marie decidió que lo mejor sería cambiar de tema. De lo que no se sabe nada, mejor no decir nada. Entrar en especulaciones sobre lo que podían o no encontrar era absurdo, máxime cuando la tumba parecía sufrir una inundación que seguramente habría acabado con el 90 % de sus tesoros artísticos.

—¿Dónde has estado excavando anteriormente?

Alí volvió a la tierra y dejó a la nube despistada continuar con su soledad y su insólito peregrinaje.

—Estuve en la zona de Luxor —dijo con algo más de ánimo reincorporándose en el asiento del coche—, en el Valle de los Reyes al principio, pero casi enseguida pasé a Abidos. Allí hice mi doctorado, y luego continué estudiando varios yacimientos durante cuatro o cinco años, hasta que me ofrecieron la plaza de profesor en la Universidad.

Marie no quería examinar al egipcio, pero tentada estuvo de preguntarle de qué trataba su tesis doctoral.

—¿Descubriste algo interesante? —formuló en cambio.

—No mucho, la verdad, un par de esculturas de barro cocido y, bueno, mucha cerámica.

—Sí, eso fue lo único que logré desenterrar yo, trozos de cerámica —confesó la arqueóloga.

—Bueno, es normal —consideró el egipcio—, todo el mundo ha roto un plato alguna vez.

Ambos rieron con ganas.

Alí especuló por un momento, viendo lo abierta y comunicativa que se mostraba Marie, si no sería mejor contarle a la directora de la expedición el accidente que había sufrido cuando era joven y los problemas que arrastraba desde entonces cuando entraba en un espacio cerrado. En el par de percances que habían sufrido en la tumba de Sheshonk los demás ya habrían tenido que advertir su invencible aprensión.

Pero su orgullo fue más fuerte, no dijo nada. Intentaría aguantar. Quizá el yacimiento no diese más de sí, lo más lógico si estaba tan anegado como parecía.

—¿Y Osama? —Marie aprovecho el instante de camaradería para ver si podía enterarse de algún detalle que desconociese.

—¿Osama? —a Alí se le cortó la sonrisa.

—Sí, el teniente Osman, ¿os conocíais ya?

El egipcio se mostró cauteloso, no porque sintiera recelo de las preguntas de Marie, sino porque no sabía qué le habían contado a la francesa o qué se suponía podía contar él y qué no.

—No, no le había visto en mi vida —contestó.

Decidió escabullirse del escabroso tema no defendiéndose, sino pasando al ataque.

—Tú sí conocías a John, ¿no es cierto? —preguntó malicioso.

—Bueno, sí —admitió Marie—, pero muy poco, fue alumno mío durante unos meses hace años.

—Alumno aventajado supongo, tiene un verdadero don para la traducción de jeroglíficos.

—Te puedo asegurar que estoy tan sorprendida como tú, no le recuerdo como estudiante destacado, es más, casi ni le recuerdo.

Marie decidió insistir con el egipcio, no le estaba sonsacando mucha información.

—¿Por qué te eligieron para la expedición? —curioseó Marie.

—Pues, francamente, no lo sé.

Alí no estaba dispuesto a contar el mecenazgo de su tío Ayman ni cómo funcionaban las cosas en Egipto. La conversación se tornaba incómoda, pero una polvareda lejana vino a rescatarle. No podía ser otra cosa que el camión de Osama que regresaba de hacer las extrañas compras que le había encargado el grupo de arqueólogos. Alí abrió la puerta para salir del 4x4, pero antes dirigió una última reflexión a Marie.

—No sé por qué estoy aquí, creo que hay mucha gente más capacitada que yo que debería haber venido en mi lugar, quizá haya sido el destino.

—Habrá sido el destino, como tú dices —suscribió Marie recordando que había sido ella la que le eligió de entre todos los arqueólogos egipcios que aparecían en la lista que le habían mostrado.

—A veces las cosas suceden porque suceden. No temas no soy un agente secreto, no tengo ninguna cualidad, ya deberías haberte dado cuenta.

Alí dijo esto y salió a recibir a su compatriota, ya estaba atardeciendo, era el único momento del día donde se podía disfrutar del paisaje sin maldecir el esquizofrénico clima. Marie no tardó en imitarle.

Osama cubrió el hueco que había dejado cuando se llevó el camión. Venía solo.

—He dejado a los dos sobrinos en la aldea, me pillaba de paso —dijo antes que nadie le preguntara.

—¿Y los materiales? —preguntó Marie—. ¿Ha habido suerte?

—Bueno, a medias —declaró el teniente—. He traído todo menos la bomba de agua, tienen que encargarla, tardará por lo menos una semana.

Alí se alegro secretamente, casi daba por asegurada el fin de su participación activa en el yacimiento. A partir de ahora era el turno del inglés y su traje de buceo.

Entre los tres descargaron la caja del camión para desembarazarla de bultos, todavía había tiendas vacías que servirían para almacenar los nuevos equipos.

John, mientras tanto, seguía trabajando obstinado y frenético en la traducción de los nuevos textos de la tumba, ni siquiera salió del coche que ocupaba cuando vio llegar al teniente.

El centro de mando portátil volvió a ser montado y Marie se dispuso a enviar la crónica de la inundación de la tumba. Como había hecho anteriormente, se decidió por enviar un simple correo electrónico a Legentil:

Explorado otro segmento del agujero, ninguna novedad. Para la próxima sección nos hemos encontrado un problema. Hay galerías inundadas. Vamos a examinarlas con equipos de buceo. Esto nos llevará tiempo. Saludos hasta la próxima comunicación.

Mientras Marie salía del camión se encontró con John.

—Hola John —dijo alegremente—. ¿Has terminado ya con el nuevo volumen de poesías?

—No te rías de mí —John simuló estar enfadado.

—Perdona, no he podido evitarlo.

—Esta vez no hay versos, es pura y cristalina prosa —anunció el inglés con una agitación que no podía esconder.

—¿No son más pasajes del
Libro de los Muertos?

—Pues no, es una historia, la historia de nuestro querido Sheshonk —dijo John triunfante.

—¿Su historia? —el acento de Marie traicionaba su incredulidad.

—¡La historia de su vida, una biografía casi novelada!

John estaba entusiasmado y se le notaba, incluso cogió a Marie por los codos cuando le daba la noticia de lo que creía era todo un acontecimiento.

No era frecuente encontrar textos históricos en los monumentos egipcios, y mucho menos biografías. Aunque el género literario no era desconocido en la antigüedad, de cierto era una de las formas de expresión escrita más antiguas. Algunos poderosos de Asiria, Babilonia y, cómo no, del propio Egipto faraónico, se habían decidido a legar a la posteridad una descripción completa de su vida ordenando grabar sus hazañas en papiros o tabletas de arcilla. La realidad puede ser más sorprendente y más evocadora que la mejor fantasía.

—¡Es increíble! ¡Esta tumba es una mina! —exclamo Marie haciendo un juego de palabras involuntario.

—Lo malo es que no está completa —manifestó John deshinchando un poco los pulmones.

—¡Vaya! —se irritó la francesa— ¿Y por qué no está completa? ¿Hay fragmentos en mal estado?

—¡No, qué va! Más bien parece que sólo es una primera parte —coligió John—, estoy seguro que en algún otro lugar de los corredores encontraremos la continuación de la misma.

—Pues debe estar pasada por agua —espetó Marie recuperando su escepticismo, John parecía excesivamente optimista.

—Bueno, hay que confiar —dijo misterioso el inglés, como si supiese algo que Marie desconocía.

—¿Vas a enviar el mensaje a tus amigos policías de Londres?

Marie entonó la palabra policía con un deje extraño. John no sabía si le estaba reprochando su condición de arqueólogo infiltrado o si lo que buscaba era tomarle el pelo, por la cara de niña mala que ponía la doctora más bien parecía lo segundo que lo primero.

—Es cierto, tengo que enviar algo, se me había olvidado completamente —admitió John.

—Yo creía que a los investigadores de Scotland Yard no se les escapaba nada.

Decididamente la traviesa Marie sólo quería jugar. John quería lanzar alguno de sus afilados comentarios para cortar de raíz el exceso de confianza que se tomaba la francesa, quería seguir coqueteando con ella, quería escaparse de allí, quería abrazarla y besarla. Quería realizar tantas cosas contradictorias que al final no hizo nada.

—Yo he mandado un mensaje diciendo que la tumba está inundada y que necesitaremos más tiempo —refirió Marie—. Haz tú lo mismo, usa el correo electrónico y no des ninguna pista ni uses palabras que se puedan rastrear.

Eso es justamente lo que hizo John.

Se volvieron a ver a la hora de cenar. Todos estaban sentados comiendo una sopa de verduras, acompañada de carne de cordero bañada en una desconocida salsa negra y, para terminar, la acostumbrada fruta.

Gamal ya se había ido y habían llegado los dos patriarcas del clan, Ismail y Omar, para efectuar sus labores de vigilancia nocturna después de disfrutar del festivo día de descanso.

Lo primero que hicieron, después de saludar a los expedicionarios, fue recoger los restos de leña que le habían sobrado a Gamal de la comida del mediodía y montar una fogata en medio del campamento. En cuanto ardió la pira, arrimaron dos sillas plegables y se enfrascaron en una vehemente discusión en árabe. Por la rapidez con que fluían sus palabras y la velocidad con que se movían sus gesticulantes brazos, seguramente tendrían para toda la noche.

John ya había anunciado a todos que esa sobremesa también la dedicarían a tertulia literaria. Marie y Alí estaban expectantes, incluso Osama que, aunque no tenía que montar ninguna guardia hoy sábado, ya estaban para eso los Zarif, se quedaría a oír la lectura de los nuevos párrafos rescatados del olvido.

Para los antiguos habitantes de las orillas del Nilo, cada vez que alguien leía un texto escrito en voz alta, los acontecimientos narrados no podían menos que revivir con toda su fuerza y virtud de presencia. Las palabras tenían antaño un poder inmanente, de existencia física, que ahora solamente les damos a las imágenes que expectoran los televisores o las pantallas de los cines. Después del acostumbrado té, John empezó a leer y Sheshonk volvió a nacer.

Todos los mortales tienen un padre. Yo Sheshonk, dios, tuve por padre a un dios. Escribo su historia y la mía sobre estas paredes de inconmovible piedra.

Una vez muerto volveré a esta tumba en mis viajes por los Tres Mundos, leeré lo que queda aquí consignado y recordaré lo que he sido en vida. Cada vez que pronuncie estas palabras me reencarnaré, cada vez que declare mi nombre resucitaré, cada vez que repase mi colmada existencia mi alma se hará corpórea.

Shiskag fue mi padre, poderoso guerrero, jefe de las tribus benditas de los oasis de Siwah, donde el oráculo de Amón-Ra, el Oculto, el padre de los dioses, el hacedor del género humano, el creador de todo lo que hay, el señor de todo lo que será, tiene su vaticinadora morada.

Verdes eran los dominios de mi padre y grande su poder, hormigueros parecían sus ejércitos. Su ser se derramó e inundó con su fuerza los desiertos de Libia. Llegó a la costa y venció a los pueblos del mar, marchó donde muere el sol y sometió a los que llevan su casa a lomos de animales; pero su aluvión se estrelló contra los diques de Egipto, su furia se evaporó en los Desiertos del Sol, igual que le pasó a su padre, igual que le pasó al padre de su padre.

Pero todas las mañanas pueden traer un nuevo día, el faraón maldito murió y ningún dios le proporcionó herederos. Su corazón no pasó la prueba de Osiris, sus pecados pesaban demasiado. Anubis arrojó su alma al Devorador Ammit, de cabeza de cocodrilo, de cuerpo de león, de patas de hipopótamo. El trono quedó libre.

Mitari mi madre, esposa de Shiskag, gran sacerdotisa de Amón, la que todo lo ve desde el oráculo de Siwah, proclamó una profecía dictada por Ra:

Que la sangre real Libia llovería del cielo, recorrería el desierto y se mezclaría con las aguas del Nilo hasta desaparecer. Toda menos una gota que caería en una roca y de la roca brotaría una palmera que cubriría todo el país con sus verdes hojas, era la voluntad incontestable de Ra.

Shiskag, mi padre, interpretó el oráculo a su favor, difundiendo que el nuevo Señor del Gran Egipto sólo podía ser él, el único monarca de Libia, el único de estirpe regia.

Shiskag, mi padre, se dirigió al Templo del Río, al Bosque de Piedra, al santuario donde nunca se llega a contemplar el techo, al centro de la tierra, para ser proclamado como nuevo faraón. La ceremonia fue grandiosa, hasta los pájaros dejaron de volar para no turbar la sagrada celebración.

Pero su reinado fue tan efímero como las lluvias en el riguroso desierto.

Al poco tiempo, fue traicionado, fue asesinado, sus miembros despedazados y su familia exterminada. Sus propios jefes de tribu, los amigos en los que había confiado, fueron comprados por los sacerdotes del antiguo faraón, por los farsantes, ungidos de maldad, que intentaban mantener el anterior linaje, la ralea maldecida por los dioses. Querían implantar en el trono a un oscuro mortal, pretendían que era un hijo perdido del último faraón infecundo. Ni su nombre merece ser pronunciado, así no será recordado.

La gota que cayó en la roca, la que no se tragó el Nilo era la que llevaba en su vientre mi madre Mitari, esposa de Shiskag. Ella y mi hermana Nefiris, de apenas un año de edad, fueron las únicas que escaparon de la matanza. La inminencia de la segunda maternidad de la primera y la corta edad de la segunda les impidió realizar el fatídico viaje al corazón del ingrato Egipto, les preservó de seguir el infausto destino de mi padre. Mi madre, escondida en la cavidad de una roca dio a luz un dios, hijo de un dios.

Shiskag, mi padre, fue desmembrado como Osiris, sus trozos desperdigados por los cuatro puntos de los cielos, pero Isis los volvió a juntar para la inmortalidad, igual que hizo con su hermano esposo.

Shiskag, mi padre, fue resucitado para la vida eterna por Isis y mora en los Campos de Luz, viendo sus granjas prosperar perpetuamente. Sus enemigos penan sus impiedades profiriendo agudos gritos que pueden oírse en el interior de todas las cavernas de la tierra. El tiempo es el juez más justo.

Yo, Sheshonk, hijo de Shiskag, crecí escondido, separado de la dulce compañía de mi madre Mitari y mi hermana Nefiris, hasta que los partidarios de mi padre me instaron a contemplar una luz nueva y me ofrecieron luchar por instaurar una nueva realidad. Mis ojos recogieron esa luz y la derrocharon por los territorios que un día habían pertenecido a Shiskag, mi padre.

Los años habían pasado y los enemigos de mi padre habían sucumbido. Pero sus hijos, los herederos de su iniquidad, seguían gobernando un Egipto que no les pertenecía, un Egipto que yo, Sheshonk, hijo de un dios, reclamé como legítimo dueño.

Un sueño me pronosticó mi destino.

Dormía profundamente una noche de verano, de repente vi a Shiskag, mi padre, tal como lo muestran las pinturas, en toda su gloria y majestad. Estaba levantando con sus manos, afanoso, una pira de mirra, incienso y canela, las sustancias con las que honramos a los dioses. Cuando la hubo concluido se metió en su centro, la hoguera ardió espontáneamente y él se consumió por entero, en completo silencio. De los rescoldos salió durante cierto tiempo un humo casi negro que formaba extrañas figuras. Cuando éste dejó de brotar una agitación sacudió las cenizas, de ellas nació un gusano blanco con la cabeza amarilla. El gusano creció poco a poco y se convirtió en un ave de brillantes colores anaranjados. De repente, el pájaro desplegó sus encendidas alas y echó a volar, subió tan alto que sus plumas cubrían de fresca sombra toda la enormidad del horizonte. Tan arriba subió que se fundió con el sol y éste, por un minuto, tomó el tono anaranjado de las plumas del pájaro.

Yo, Sheshonk, hijo del dios, era el ave que surgía de las cenizas de mi padre Shiskag. Yo, Sheshonk, era el ave que arropaba con sus alas protectoras toda la nación del Nilo. Yo, Sheshonk, era el que se fusionaba con Ra.

Mi recobrada hermana Nefiris, clarividente en Amón, oráculo viviente de Siwah, profetisa de Bastet, gran hierofante de Hator, interpretó el sueño y me explicó la misión que escondía la visión. Yo, Sheshonk, debía vengar la muerte de Shiskag, mi divino padre, y reclamar el sitial que me pertenecía por derecho propio, por mandato celeste.

Mis leales súbditos me otorgaron su confianza, mis artesanos me prestaron sus manos, mis sacerdotes me proporcionaron sus conocimientos, mis soldados me entregaron su fuerza, los dioses me concedieron sus poderes. Labré los campos con las espadas de mis ejércitos, arrasé las malas hierbas con las ruedas de mis carros de guerra, aventé el humo de los incendios con la estela de mis flechas, limpié los rojos templos con la sangre derramada, purifiqué el aire con mi vigoroso aliento.

Un nuevo amanecer me saludó como legítimo dueño del Alto y Bajo Egipto. Yo, Sheshonk, hijo de un dios, era faraón ceñido con la doble corona.

Hice de Bubastis la capital de mi reino, la misma ciudad cuya casta sacerdotal me había apoyado con su lealtad. Mi hermana Nefiris, hermana del dios, hija del dios, se convirtió en Suma Sacerdotisa de los cultos anuales de la Gran Diosa Bastet. Mi hermana Nefiris, hermana del dios, hija del dios, aprendió todos los misterios de las estrellas, del cielo y de la profunda tierra. Su arte no era superado por nadie, ni mujer, ni varón. Nadie estaba tan cerca de los dioses, nadie podía igualar su poder, nadie entendía lo que ella sabía, nadie disfrutaba de tanta fuerza, nadie podía competir con una belleza tan excelsa.

Pero el júbilo no fue ilimitado. De las ciénagas de la desembocadura del Nilo surgieron nuevos traidores, forjados con el barro arrastrado por las desdichas, con el barro que quiere expulsar el río y no quiere recoger el mar. De las tierras interiores, allí donde nace la columna vertebral de Egipto, allí donde el río ruge y se derrumba en terrible cascada, también surgieron feroces y numerosos enemigos, hediondos, de alma tan negra como la noche más confusa.

Era casi imposible imponer el poder único de las dos coronas del Alto y Bajo Egipto.

El artero adversario tenía más fuerzas que Sheshonk, como ranas que se reproducen en el lodazal era el número de sus huestes, como gusanos que brotan de los cadáveres de los perros, así prosperaban sus turbas.

El reino estaba rodeado de agitación y mi pueblo vivía cultivando la intranquilidad, apacentando ganados que nunca engordaban, construyendo edificios de piedra que temblaban como cañas.

Los cultos se disgregaron, los sacerdotes se dividieron en sectas, cada uno apoyó con su dios a impostores y mentirosos que osaban proclamarse faraones, los dioses les confundan y les castiguen por su insolencia.

Los pájaros volaban hacía atrás; el ganado sagrado tenía las entrañas opacas, podridas y descolocadas; los cocodrilos comían hierba, las vacas carne putrefacta; los peces caminaban sobre la tierra; los insectos hablaban con palabras humanas; las aguas del Nilo se detenían y se estancaban; el sol salía por el Oeste y se ponía por el

Este, oscureciéndose en pleno día; la Serpiente del Caos recorría de nuevo la tierra toda entera, parecía que los días llegaban a su término.

Mi hermana Nefiris, hija de un dios, sacerdotisa de Bastet, derrotó a la Serpiente del Caos y el orden volvió a posarse en las arenas de la nación, el mundo volvió a ser como lo conocían nuestros padres.

Mi hermana Nefiris, hija del dios, mandó a su devoto seguidor, Yeroboam, servidor del rey del dios Oriental, el prudente Salomón, a que se entrevistase con su Señor.

Yeroboam, embajador de Salomón en Egipto volvió a su tierra, a la ciudad de Jerusalén, a pedir ayuda al rey de Israel para Sheshonk, faraón de Egipto.

Yeroboam, amigo de Egipto, visitó a su soberano y regresó con la respuesta. El rey de Israel aceptaba enviar oro que sirviese para comprar mercenarios y armas, que sirviese para establecer la paz, pero quería sellar la alianza con un matrimonio, quería desposarse con la hija del faraón.

Yo, Sheshonk, hijo del dios, no tenía entonces hijas para complacer el deseo de Salomón; pero mi hermana Nefiris, hija del dios, princesa de Egipto, se ofreció para sellar la alianza. Ella quería servir a su pueblo, quería ver asentada la paz en el alma de sus súbditos, quería que su hermano reinase tranquilo y quería aprender los secretos del poderoso dios de Israel a través de su Sumo Sacerdote Salomón.

Nefiris, hija de un dios, princesa de Egipto, partió con Yeroboam hacía el país de Israel con gran tristeza de mi corazón. Mi otra mitad se había ido, mi hermana querida no estaba a mi lado, algo se había partido dentro de mi ser.

El oro llegó a mis arcas y con él armé un ejército tan grande que mi poder se extendió como plaga de langostas. Mis enemigos se escondieron bajo la superficie barrida por el viento como débiles lombrices, como cobardes conejos. Los cultos contrarios a la religión establecida fueron suprimidos y sus sacerdotes exterminados, las fronteras se convirtieron en barreras infranqueables, mi palabra era ley incontestable.

El faraón vuelve a dominar la tierra, el orden torna a instaurarse, las hojas de una palmera nacida en una roca dan próspera sombra a todo el país.

Tú que lo lees lo sabes y, sabiéndolo, vuelve a suceder: yo, Sheshonk, vuelvo a reinar en Egipto.

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