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Authors: Alfredo del Barrio

La reliquia de Yahveh (38 page)

BOOK: La reliquia de Yahveh
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Osama tendría que llamar a su superior, al coronel Yusuf al-Misri, e informarle de la terrible pérdida. Era una novedad lo suficientemente importante como para permitirse la licencia de molestar al mandatario. Además, el coronel debía autorizar algún tipo de expedición de rescate formada por otros submarinistas para recuperar el cuerpo. Sabía que esto sería un gran contratiempo para Yusuf, éste estaba obsesionado por evitar la publicidad a toda costa.

Después de pensárselo durante bastante rato, el teniente Osama se encaminó resueltamente hacia el teléfono vía satélite instalado en la caja del camión.

Abrió el portón decidido, aunque la sorpresa le detuvo inmediatamente. La luz roja del teléfono parpadeaba. Alguien había dejado un mensaje. Pensó, rápido, cuándo había sido la última vez que había comprobado la ausencia de avisos. Lo había hecho esta mañana, justo antes de dirigirse a la cocina para comer.

Así pues, el coronel Yusuf, el único que sabía este número, había intentado ponerse el contacto con él esa misma tarde. Estaba intrigado por lo que pudiera contener el mensaje, su superior le había advertido que a no ser que el asunto fuese realmente importante, imperiosamente trascendental, según sus propias palabras, permanecerían en recíproco silencio.

Descolgó el auricular y marcó el código que permitía escuchar los mensajes grabados en el buzón de voz.

No podía creerlo.

Verdaderamente asombroso.

¡Era John!

¡Era el mismísimo inglés pidiendo ayuda, pidiendo que le fuesen a buscar! Tuvo que teclear en el dial, esta vez con dedos palpitantes, para escuchar de nuevo el milagroso e inesperado mensaje.

Lo primero que se le vino a la mente al alucinado Osama, era si el endiablado británico habría encontrado acaso una cabina de teléfono en las catacumbas de Sheshonk.

En situaciones límite tendemos a mezclar lo posible con lo imposible, la realidad con la ficción, lo vivido con lo soñado; así hasta imaginar las situaciones más absurdas.

No había ninguna duda, era él, a menos que Osama estuviese perdiendo la razón, cosa que ahora mismo ni siquiera él se atrevería a negar. John les pedía que fuesen a recogerlo a un pueblo llamado Al Burghuthi al Qubli, les esperaba en un café llamado Suleimán.

Al Burghuthi era un pequeño villorrio situado en las riberas del río Nilo. No estaba muy lejos de allí, apenas a diez kilómetros. Osama lo recordaba, había reparado en el desvío donde ponía el nombre de la remota aldea cuando conducía ayer por la tarde, en la carretera que iba a El Cairo.

Mejor que olvidase la idea de llamar a Yusuf hasta aclarar el asunto, si lo hiciese ahora le tomaría por loco.

Saltó del camión y se encaminó a la tienda comedor. Desde fuera podían oírse todavía los sollozos y plañidos de la desconsolada francesa.

Osama se paró en la puerta. No estaba seguro de cómo exponer el incidente, difícil es explicar lo que ni siquiera concebimos, pero no por eso dejamos de hacerlo. Intentaría hacerse entender por la vía más directa.

—John ha llamado por teléfono —anunció nada más traspasar el umbral.

Marie se quedó petrificada, no sabía si volver a echarse a llorar, si abroncar al teniente por su falta de respeto para con los muertos, o si reírse histéricamente.

—¿Desde dónde ha llamado? ¿Desde el cielo o desde el infierno? —proyectó Marie completamente fuera de sí por la irreverencia de Osama.

El teniente ni se inmutó, únicamente se limitó a seguir informando.

—No, desde más cerca —declaró tranquilo—, ha dejado un mensaje en el contestador del camión. Por lo visto está en una aldea a 10 kilómetros de aquí. Nos pide que vayamos a buscarle.

—Pero ¿cómo…? —Marie no entendía nada.

—¿Estás seguro de lo que dices? —preguntó un también perplejo Alí.

—Escuchad —se justificó el militar—, yo estoy tan extrañado como vosotros, pero os estoy refiriendo el mensaje que hay en el buzón de voz, si queréis escucharlo por vosotros mismos ahí tenéis el camión para poder hacerlo.

Marie y Alí se dirigieron hacia el vehículo, querían oír el prodigio, la voz de John proveniente de ultratumba. Osama les marcó el código y accedieron al mensaje.

Había que ir a buscar al resucitado. Lo harían Marie, la más ansiosa por ver a John de nuevo, y Osama, que conocía la ubicación de la aldea. Alí quedó encargado de explicar la buena noticia, pese a parecer inaudita, a los trabajadores, que por la agitación de sus jefes ya barruntaban alguna novedad, y esperaban pacientemente en el campamento a que llegasen sus familiares, los Zarif vigilantes.

Arrancaron un todoterreno y trataron de orientarse, era casi de noche, sin ningún rastro de la esquiva luna, y tampoco había caminos que seguir en medio del desierto. Se tendrían que guiar por el GPS, aunque había otra opción más sencilla, seguir el coche de los trabajadores en su camino de vuelta hacia su casa, les llevarían hasta la carretera mucho más rápido de lo que podrían hacerlo ellos con su cara tecnología de posicionamiento global.

Después de recorridos unos cientos de metros, Osama volvió al recinto de la excavación y se bajó del coche para pedir a los trabajadores que les guiasen hasta la carretera. No pusieron ninguna objeción.

Mientras perseguían las luces rojas del coche de los
fellah
se cruzaron con el jeep destartalado de Ismail y Omar Zarif, ambos se dirigían hacia las instalaciones del campamento a cumplir con sus rutinarias obligaciones de guardia y centinela.

Osama y Marie no pudieron evitar que los obreros parasen su coche para intercambiar impresiones con sus mayores. Casi cinco minutos de tranquila conversación que crisparon a Marie. El militar tuvo que contener a la francesa que quería tocar la bocina para meter prisa a los sosegados egipcios.

Por fin se decidieron a continuar, les dejaron en un cruce y no tardaron mucho en llegar al pueblo donde se suponía estaba John. Marie no acababa de creérselo. Preguntaron por el café Suleimán, no había pérdida, era el único establecimiento de bebidas del poblado, y estaba situado en su única plaza. Enseguida se plantaron allí.

Bajaron del coche y entraron en el bar.

No cabía duda. John estaba en aquel lugar. Era, de entre los numerosos parroquianos que consumían té a esa hora de la noche, el único vestido de submarinista.

—Pero, ¿qué haces aquí? —espetó Marie como si regañase a un niño que hubiese cometido una travesura.

—¿Estás bien? —preguntó en cambio Osama, como el que no se extraña de nada. —Sí, sí, estoy perfectamente —contestó el inglés un poco fastidiado.

Él, siempre obsesionado por pasar desapercibido, volvía a ser el centro de atención de los clientes del café Suleimán, justo cuando parecía que se habían acostumbrado a su insólita presencia. John había aguantado multitud de preguntas y miradas jocosas desde que entró en el bar y, a juzgar por los numerosos vecinos que se habían asomado a la puerta para verle, debía ser a estas alturas la comidilla de todo el pueblo, de la comarca entera.

—Vámonos —dijo levantándose—, tengo unas ganas locas por quitarme el traje de neopreno, debo tenerlo tan pegado a la piel que tendré que usar unas tenazas para desprenderlo de mi castigado cuerpo.

John iba descalzo, había optado por quitarse las aletas cuando se percató de que la gente se desternillaba observando sus contoneos de palmípedo.

—Por cierto Osama —dijo el inglés ya más aliviado por el inminente rescate que le libraría de seguir haciendo el ridículo—, hazme el favor de pagar al camarero mis consumiciones, también me ha dejado unas monedas para llamaros por teléfono. Ha sido muy amable, dale una buena propina, yo es que me he dejado la cartera en casa.

Absolutamente todos los asiduos del café Suleimán saludaron a John cuando se iba, él les devolvió, cortés, el saludo.

—Parece que has hecho amigos por aquí —bromeó Marie, ya mucho más tranquila al ver a John sano y salvo, nunca había pasado más rápidamente de la tristeza a la alegría.

—No me hables —replicó John simulando irritación—, seguro que tienen tema de conversación para años enteros. Creo que me llamaban el hombre-pato.

Marie y Osama no podían menos que sonreír, cada vez que se imaginaban el divertido cuadro y cada vez que miraban al cariacontecido inglés.

El buzo bufón se negó a dar cualquier tipo de explicación de sus peripecias hasta llegar al campamento, en parte por castigar la desconsideración de sus compañeros, que emitían incontrolables, rápidas y nerviosas risitas más a menudo de lo que exigía el protocolo; y, realmente, porque estaba terriblemente incómodo con su inapropiada indumentaria actual.

Llegaron a la instalación casi a medianoche, esta vez sí tuvieron que hacer uso del GPS, lo que ralentizó bastante la marcha hasta que vieron las inconfundibles luces del yacimiento.

John poco más o menos que ni saludó a Alí, tenía prisa por cambiarse de ropa. Osama y Marie se fueron directamente a cenar, los intervalos de tiempo que dedicaban a la insoslayable diligencia de alimentarse eran decididamente irregulares; pero, en situaciones límite, los acontecimientos dictan los procedimientos.

El inglés tardó más de la cuenta en ponerse unos pantalones y una simple camisa de manga larga, cuando entró en la tienda comedor sus rescatadores ya habían terminado con el guiso de arroz con verduras que había preparado Gamal. Le habían dejado un poco en el gran perol que se descubría sobre los fogones. John se sirvió todo el resto en un plato, estaba hambriento.

Empezó a comer con ganas, pero por las punzantes miradas que le dirigían Alí, Marie y Osama, no creía que pudiera demorar por más tiempo la explicación que les debía.

—Sé que todos esperáis que os cuente cómo he acabado en esa aldea —dijo mientras acababa de masticar.

—Estamos deseando —soltó Marie hablando por todos.

—Veréis, es increíble —farfulló con la boca llena de comida—, pero ese corredor debe de tener cuatro o cinco kilómetros de largo.

—¿Cinco kilómetros? —preguntó Alí extrañado.

—¿Da a alguna cueva natural y por allí saliste a la superficie? —esa era la única explicación que se le había ocurrido a Marie para explicar el estrambótico suceso.

—¡Qué va, qué va! —negó John—. Es el mismo corredor, el mismo pasillo de piedra pasmosamente extendido e intencionadamente construido por los prodigiosos ingenieros y arquitectos de la tumba de Sheshonk.

John se quedaba sin adjetivos con los que describir el largo pasaje.

—¿Y hasta dónde llega? —preguntó Osama, aunque ya se hacía una idea.

—¡Hasta el mismísimo Nilo! —confirmó John cogiendo otra cucharada de su plato.

—¿Quieres decir que buceaste hasta el río Nilo? —dijo Marie, que sabía que la gran corriente de agua estaba cerca pero no imaginó que tanto.

John asintió con la cabeza, trataba de tragar lo que tenía metido en la boca.

—No era mi intención bucear tanto tiempo —dijo en cuanto pudo—, cuando llevaba gastado un cilindro de aire me dispuse a dar la vuelta para regresar, estaba en medio de un pasadizo que no tenía visos de acabar. Pero, sin darme cuenta, me había internado en una corriente de agua que, aunque no muy fuerte, me impedía volver hacía el punto de partida a la misma velocidad a la que había recorrido ese tramo de túnel.

—Has apurado demasiado —señaló Osama.

—Efectivamente —admitió el inglés—. Me invadió un instante de pavor y allí hubiese hecho honor a la maldición de Sheshonk si no hubiese visto a uno de sus guardianes.

—¿Guardianes? ¿Qué guardianes? —preguntó Marie intrigada.

—Un pez —descubrió John.

—¿Un pez? —volvió a inquirir una Marie que no estaba totalmente satisfecha con la escueta revelación.

—Una perca para ser más exactos —puntualizó John—. Es un pez que vive en las profundidades de los ríos, solía pescarlas con mi abuelo en Inglaterra, y en el Nilo son abundantísimas. Eso me dio la idea de adentrarme en la tumba hasta encontrar una salida, la corriente me favorecía.

—Y, por lo visto, la encontraste —dedujo Alí.

—Sí, como sospechaba la galería iba a parar al Nilo —declaró el inglés—, por eso el agua del pozo estaba razonablemente limpia y sin corromper, tenía por fuerza que haber una filtración que renovase constantemente el líquido, pero quién hubiese imaginado que el encargado de hacerlo era el mismísimo río sagrado de los egipcios. Es una obra…

—Faraónica —Marie quiso adivinar el final de la frase de su compañero.

—Portentosa, iba a decir —contradijo el inglés— Pero sí, es cierto, hay que reconocer que estamos ante un verdadero faraón.

—Es curioso, pero casi todas las pirámides están provistas de un corredor que conecta el templo alto, el situado justo al lado de cada pirámide, con un templo bajo, emplazado invariablemente lamiendo las aguas del Nilo. Muchos de estos dromos o paseos tienen longitudes de varios kilómetros y están abundantemente decorados con esfinges y columnas; claro que, aunque había alguno techado, estaban todos construidos en la superficie, no bajo tierra. Quizá Sheshonk quería emular estas construcciones a su manera, en vez de conectar la tumba con el agua pensó mejor en llevar el agua hasta la tumba.

Alí había sido el autor de una exposición que John agradecía por lo extensa, le había dado tiempo a engullir dos o tres cucharadas del arroz que, aunque frío, le sabía a gloria.

—Eso tiene sentido —fortaleció Marie—. La función del templo bajo, el situado a la orilla del Nilo, era la de servir como lugar de purificación y embalsamado del cadáver del faraón fenecido, un trabajo realizado por los sacerdotes. Después, el cortejo fúnebre recorría toda la calzada que conectaba este templo bajo con el templo alto y, una vez allí, depositaban el cuerpo del monarca dentro del sarcófago.

—Simbólicamente —volvió a intervenir Alí—, el templo bajo, o más bien el agua del Nilo a la que estaba indefectiblemente fusionado, venía a representar la puerta de entrada del alma del faraón al mundo de los dioses.

John casi había acabado su plato, ayudado por las tesis, antítesis y síntesis academicistas de sus dos colegas.

—Pues yo no me encontré ningún templo —dijo mientras se limpiaba los labios con una servilleta de papel—, pero me di de bruces con una reja que taponaba la salida del corredor.

Como nadie decía nada, el inglés continuó.

—Tuve que romperla a golpes de botella y, a pesar que los barrotes estaban totalmente podridos, me costó bastante alcanzar la superficie del río, y esto ya con el oxígeno casi totalmente agotado.

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