La reina oculta (48 page)

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Authors: Jorge Molist

BOOK: La reina oculta
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—¡A mí sólo me importa mi dama!

—¡Deteneos! Si impedimos los planes del arzobispo, tendréis a vuestra dama. Si triunfa, ella también estará perdida.

Y señalando al otro lado, Benjamín dijo:

—Fijaos.

Berenguer notó de inmediato la disrupción, el contrapunto destructivo que los recién llegados conferían a su cadencia áurea y dio instrucciones a Elie. Éste tomó a la mayor parte de la guardia y corrieron hacia el grupo del rabino David. Los muchachos, con Hugo al frente, se enfrentaron a las tropas del arzobispo mientras los mayores declamaban aquellas terribles frases de fuerza inusitada.

Los oradores del verbo recitaban, como en éxtasis, indiferentes al peligro, mientras que los soldados de Berenguer intentaban matarles y los jóvenes hebreos, con más valor que habilidad, protegerles. De cuando en cuando, uno de los sicarios llegaba a ellos y les hería, incluso derribaba a alguno sobre un charco de su propia sangre, pero, impávidos, los supervivientes continuaban entonando el verbo como si su vida no importara. Hugo vio que tenían las de perder; era el primer combate para la mayoría de aquellos chicos, no aguantarían. Y decidió que, al igual que a los golems, a aquel enemigo había que golpearle en la nuca. Así que gritó:

—¡A por el arzobispo!

Y empujando a su rival, se abrió paso a golpes de espada, saltó al suelo de la sala mayor y fue corriendo en busca de Berenguer. Elie se dio cuenta del peligro y ordenó a varios de los suyos que le acompañaran en la persecución de Hugo. El plan había funcionado y de momento la lucha en la zona de David y sus rabinos quedó igualada.

94

«Sabed bien que si ellos le vidiessen non escapara de muort.»

[(«Sabed que si ellos le vieran, no saldría vivo.»)]

Poema de Mío Cid

Sumidos en la oscuridad, Guillermo, Renard y Pelet intentaban cubrirse de los golpes que los incansables «hombres oscuros» asestaban. El de Montmorency comprendió que era inútil devolver los tajos, puesto que nunca les alcanzarían donde eran vulnerables, mientras que ellos les podían herir o matar en cualquier envite. Reparó entonces en que ninguno de aquellos engendros había hablado y supuso, por el desacierto de sus golpes, que tampoco veían en la oscuridad. Serían mudos y quizá también sordos. Y si oían, no tenían por qué entender una lengua extranjera como lo era la de oíl.

Así que Guillermo decidió correr el riesgo:

—Enfundemos las espadas, que de nada nos sirven, y salgamos de aquí a gatas, con el escudo en la espalda, rápidos para confundirlos, evitando que nos hieran.

—¿En qué dirección? —preguntó Pelet.— Estoy desorientado.

—En la mía —repuso Renard.— Era la que llevábamos. Encontrémonos a cuarenta pasos de aquí.

Guillermo supo de inmediato que los entes sí oían, puesto que un chorro de chispas muy cercano a su cabeza confirmó que la espada, que había chocado contra un pedernal del muro contra el que se protegía, le buscaba.

El tenue destello le dejo ver que otro de aquellos seres, a la derecha, levantaba su arma para herirle. Rápido, protegido de nuevo por las tinieblas, se lanzó al suelo y esquivó el golpe que, a juzgar por el sonido, debió de impactar en su atacante de la izquierda.

Gateando en la dirección en que había oído a Renard e intentando protegerse la espalda con el escudo, dedujo por el estruendo que sus dos agresores se habían enzarzado en una muda, pero estrepitosa batalla entre ellos, creyendo que era a él a quien atacaban. En su carrera a gatas, dio con lo que le parecieron unos pies y rápidamente se hizo a un lado continuando su huida. El sonido casi inmediato del metal contra la piedra del pavimento le indicó que había chocado con otro de los «hombres oscuros». Su carrera se truncó al golpearse contra un muro con tanto vigor que casi, a pesar del casco robado al carcelero, estuvo a punto de perder el conocimiento. Juzgando que el peligro más inmediato había pasado, se levantó consciente de que aquélla era la dirección en la que había oído a Renard. Tanteando la pared, reconoció la orientación del pasadizo y la siguió cauteloso por treinta pasos. Por el barullo que oía atrás, pensó que aquellos seres continuaban con su trifulca y, cubriéndose con su escudo y con su brazo derecho extendido, fue palpando el muro en silencio hasta que topó con algo que se movía. Dando un salto hacia atrás y protegiéndose con su defensa, susurró:

—¿Quién sois?

—Pelet —repuso éste en un cuchicheo.

—¿Y Renard?

—Aquí —oyó a distancia de unos pasos.

—Creo que les hemos despistado —musitó Guillermo, y callando unos momentos para escuchar los ruidos distantes en el túnel, continuó,— pero estamos perdidos.

—Yo no —dijo el ribaldo.— Venid a mi lado y después seguidme. A unos treinta pasos a la derecha tiene que haber un pasadizo.

—¿Cómo podéis estar tan seguro? —inquirió Guillermo.

—Tengo buen sentido de la orientación y siempre me han fascinado los planos. Lo guardo en mi memoria, señor.

En hilera de ciegos, apoyando la mano en el hombro del de delante, se dejaron guiar por el ribaldo, que tanteaba unas paredes que parecían vivas por un tenue temblor creciente que las sacudía, haciendo que todo el pasadizo retumbara.

—¿Qué será eso? —se preguntaba Renard.

—No lo sé, pero sospecho que es obra de Berenguer —le contestó Guillermo.

Pero la vibración iba en aumento y, en un recodo, el ribaldo se detuvo vacilante.

—¿Qué ocurre?

—Estoy intentando recordar. Ese giro del pasadizo no me consta. Esperadme aquí.

Y se puso a palpar las paredes mientras Guillermo se debatía entre la impaciencia de encontrar a Bruna, sus oraciones para que estuviera bien y la inquietud de perderse en aquel lugar tenebroso y nunca más ver la luz del día.

—Probemos a la derecha —dijo Renard.

Y la fila de invidentes se puso de nuevo en marcha. Poco a poco, el aire rancio con olor a moho de las galerías empezó a mostrar un aumento de energía que se transmitía por las paredes y crecía en forma de temblor. Guillermo se dijo que iban en la dirección correcta. Aquello debía de proceder del centro del laberinto. Allí estarían Bruna y el arzobispo. ¿La encontraría con vida?

95

«Emet, Meit.»

[«Verdad, Muere.»)]

Conjuro cabalista

Hugo se dio cuenta de que no podrían resistir el ataque de los hombres del arzobispo y decidió acometerle a él directamente. Como al rey del ajedrez, si le hacía mate, la partida estaba ganada. Librándose de sus adversarios y evitando la escalera de piedra, saltó a la sala mayor, cuyo piso estaba más bajo, y corrió hacia Berenguer. Elie, el mayordomo de éste, comprendiendo sus intenciones, abandonó el ataque para seguirle junto a varios de los suyos.

Mientras, otra batalla se libraba a un nivel muy distinto. Las voces de un extremo hacían contrapunto con las del otro en su rítmico lenguaje secreto de poder, origen de la vibración que lo sumía todo. Era la fuerza del verbo y del contraverbo. Al mismo tiempo, en la sala mayor, la del centro, las figuras de aquel ejército naciente se retorcían cual presas de gran dolor.

Al llegar al otro extremo, Hugo vio arriba, detrás del altar, a Bruna en la cruz y, frente a ésta, al arzobispo. Le pareció que la muchacha tenía los ojos entreabiertos y pidió al cielo que estuviera viva. Contemplar a su amada en esa guisa le enfureció, pero tuvo que contenerse cuando vio que Berenguer estaba protegido por dos soldados de guardia y que Elie le seguía junto a un par más. No tendría la menor posibilidad contra cinco.

Decidió atacar a los hombres barbados que recitaban letanías. Quizá pudiera causar estragos en ellos e interrumpir así la nigromancia, aunque, con sus perseguidores pisándole los talones, apenas podría repartir algunos mandobles antes de que le mataran.

Pero llegando a ellos la guardia que protegía al arzobispo, situada, al igual que los barbados, en el plano superior de la sala pequeña de aquel extremo, se apresuró a interceptarle el paso. ¡Estaba perdido! No tenía tiempo para pensar, menos aún para lamentarse, pero sintió una gran pena por el triste final que le esperaba a Bruna por su fracaso. Decidió dar la vuelta y enfrentarse a sus perseguidores. Eran tres contra uno, pero si subía al nivel superior, serían cinco.

Se colocó en el desnivel entre salas, en un lugar sin escaleras para evitar que le rodearan, pero, aun así, Elie y los otros dos empezaron a golpearle mientras él trataba de herir al mayordomo con más audacia que esperanza. Entonces comprendió que su fin había llegado.

Cuando la vibración se convirtió en voces, Guillermo supo que llegaban al centro del laberinto. Estaba angustiado, se habían entretenido demasiado con «los hombres oscuros» y rezaba para llegar a tiempo.

Al fin vieron luz y, primero a tientas y después ya seguros, corrieron hacia el lugar de donde todo partía.

El de Montmorency, espada en mano, tuvo que refrenar su primer impulso de lanzarse a la acción para comprender qué estaba pasando. Era una enorme estancia subterránea donde los hachones iluminaban una escena horrible de cientos de seres, mitad persona, mitad estatua, vestidos, armados y en formación como soldados, retorciéndose y gruñendo en lo que parecía un gran dolor. En los dos extremos del recinto había sendas piezas de las mismas proporciones, más elevadas, más pequeñas, colocadas simétricamente. En ambas, grupos de hombres recitaban letanías incomprensibles en dirección a la estancia central con una cadencia muy particular. Aquél era el origen de la vibración, de la fuerza. Habían entrado cercanos a la sala en la que había un altar y tras él Guillermo vio horrorizado a Bruna crucificada. Allí estaba también el arzobispo Berenguer junto a Sara, contemplando a un guerrero que, de espaldas a la pared, se batía contra tres. El franco reconoció a Hugo y su instinto le dijo que era a él a quien debía ayudar y al grito de: «Por la Dama Ruiseñor», se lanzó, seguido por Renard y Pelet, sobre quienes acosaban al de Mataplana.

Los de Guillermo estaban más bregados en batallas que los soldados de Elie y al primer envite mataron a uno. Fue entonces cuando Berenguer, viéndose en peligro, gritó:

—¡Adán, despierta! ¡Acaba con ellos!

Y un guerrero, que hasta el momento había formado impávido e inmóvil frente al convulso ejército de sus semejantes, se puso de inmediato en movimiento. Fue Pelet quien lo vio llegar por atrás y le recibió cubriéndose con su escudo, mientras sus compañeros acababan con los hombres del arzobispo.

El primer golpe de Adán partió en dos el escudo, sin que el brazo de Pelet, que lo sujetaba, resultara herido. Impresionado por tanta fuerza, éste dio un paso atrás, que aprovechó el golem para acercarse. Pelet creyó ver un hueco, estiró su brazo con toda su fuerza y hundió su espada rasa en el pecho de aquel ser. Adán, sin dar muestra de dolor alguno, descargó un mandoble en la cabeza del infeliz matándole al instante.

Los dos hombres que protegían al arzobispo bajaron en ayuda de Elie, ya solo frente a Hugo y Guillermo, y Renard tuvo que encararse con Adán. Lo hacía con precaución, en vista de lo ocurrido a su camarada. Se limitaba a esquivar los golpes y, adivinando la naturaleza de aquel ser, intentaba ganarle la espalda como hicieron con los del laberinto. Pero éste era mucho más ágil; en realidad le superaba a él con creces y en pocos instantes había recibido dos golpes que dejaron su escudo destrozado y su brazo casi insensible.

—¡Ayudadme, mi señor! —gritó angustiado el ribaldo al ver que no tenía posibilidades.

Elie ya había caído y, junto a Hugo, Guillermo acometía a los dos soldados que llegaban, pero, juzgando que el de Mataplana podía contenerlos, le abandonó para socorrer al ribaldo. Llegó por la espalda de Adán con la intención de golpearle en la nuca, pero éste, como adivinándole, se giró haciendo molinete con su arma y obligó al de Montmorency a echarse hacia atrás. Con otro medio giro golpeó a Renard, que pretendía herirle aprovechando su distracción, pero fue él el sorprendido por la increíble agilidad del monstruo, que lo derribó de un tajo sobre su maltrecho escudo y brazo. Rodó sobre sí mismo y consiguió escapar por muy poco del siguiente ataque de Adán. Éste no se distrajo y, girándose, detuvo con su espada el golpe que Guillermo le lanzó con la suya. Rápido, el golem, que dada su naturaleza no necesitaba escudo, sujetó el brazo de la espada del francés con su otra mano y. retorciéndoselo brutalmente, le hizo soltar el arma. El de Montmorency quedó a merced de aquel ser que sujetaba su muñeca, con la única defensa de un escudo, ridículo para la fuerza de su oponente. Adán empezó a golpearle brutalmente.

Renard hizo un esfuerzo por incorporarse. Aun herido, podía huir, pero quiso salvar a su señor. Su libertad, la de su familia, sus sueños de amor, hijos, viñas y amigos dependían de que éste sobreviviera. Y empuñando su espada con las dos manos, se lanzó a golpear la nuca de aquel ser infernal.

Pero éste, que parecía estarlo vigilando con el rabillo del ojo, tiró de la muñeca de Guillermo como si de un pelele se tratara y dejó de golpearle para partir de un certero mandoble la espada de Renard.

Éste, otra vez sorprendido y torpe por sus heridas, no fue capaz de reaccionar y un segundo tajo le penetró profundo entre el hombro y el cuello. Renard soltó un gemido y se desplomó.

Guillermo tuvo el tiempo justo de librarse del inútil escudo y sujetar el brazo con el que Adán asía su espada. Pero empujado por éste, perdió el equilibrio, cayó de espaldas mientras ambos se sujetaban el brazo.

El franco comprendió que estaba perdido. No poseía ímpetu para frenar a aquel enemigo, que, encima y dirigiendo la punta de la espada a su pecho, la forzó hasta tocar su malla de acero. Guillermo quiso sacar fuerzas de su desesperación, pero era incapaz de detener el avance del filo que, poco a poco, se le clavaba. Sabía que Hugo, mientras, luchaba contra los soldados que quedaban y no podía contar con su ayuda.

Miró la cara angulosa de aquel ser, sus ojos oscuros sin brillo y lamentó desesperado no haber sido capaz de rescatar a su dama. La espada ya rompía la malla y penetraba en su pecho cuando algo distrajo su mirada clavada en los ojos inertes del ente.

Era un pañuelo. ¡Un pañuelo frotando la última letra de la palabra NDQ, «verdad», en la frente del ser! Y la convirtió en DQ, «muere».

Adán se detuvo inmovilizado, la espada quedó quieta unos instantes, después, cayó con estrépito al suelo y el cuerpo se desplomó pesadamente sobre Guillermo.

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