La reina oculta (51 page)

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Authors: Jorge Molist

BOOK: La reina oculta
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Pero Hugo ya estaba encima de él con la espada levantada. Sabía que no había salida para ninguno de los dos. Rompió el círculo que formaban los atónitos cruzados y no tuvo piedad de él.

100

«Ab seis de Cabaretz s'es lo jorn encontretz e los an durament feritz e essaretz que d'una part e d'autra n'i a motz de tuetz.»

[(«Y con los de Cabaret aquel día se enfrentaron y con tanta dureza hirieron y atacaron que murieron muchos de uno y otro bando.»)]

Cantar de la cruzada, III-41

La noticia de que algo iba mal la dio uno de los escuderos que llegó al galope y avisó:

—Hemos caído en una trampa. Salid con el botín hacia Cabaret, los supervivientes se os unirán por el camino.

—¿Ha habido muertos? —inquirí.

El hombre me miró como admirándose de la estupidez de mi pregunta.

—Pues claro —repuso.— Han matado, al menos, a uno de vuestros caballeros.

Juntaos con los otros, partid, salvad la vida, seguro que nos perseguirán. Yo me quedo aquí por si tengo que ayudar.

Los otros dos escuderos partieron al instante, su misión era que el botín llegara bien a Cabaret. Pero no les acompañé. Sin mis caballeros no tenía adonde ir y, presa de una angustia terrible, subí a la colina, llevando conmigo el caballo que cargaba los manuscritos y los instrumentos musicales. Clavé la vista en el recodo por donde se perdía el camino entre los árboles y me pregunté compungida quién sería. Rezaba para que al menos regresara uno. No sabía a cuál deseaba ver con más ansia y agitaba mi cabeza en negación para ahuyentar el pensamiento. No podía escoger; sería como decidir sobre la vida o la muerte de quienes tanto amaba. Pasó un tiempo infinito hasta que aparecieron varios jinetes que regresaban al galope. Conté una docena sólo. Alguno apenas se sostenía en su montura y varios mostraban heridas o, incluso, saetas clavadas en sus cuerpos.

Los que estaban en buenas condiciones prepararon una línea de defensa, protegiendo a los demás en caso de ataque, y los escuderos ayudaron a descabalgar a los heridos para sacarles las flechas o, al menos, las astas y tapar las hemorragias y así poder regresar a Cabaret. Me pidieron que hiciera de vigía por si llegaban los cruzados y, al ver aparecer unos jinetes por el recodo, di la alarma. Rectifiqué de inmediato al comprobar que sólo eran tres y que eran de los nuestros. Pero ninguno mío.

Con los ojos llenos de lágrimas, continué escrutando el horizonte y pidiendo a Dios que no me desamparara, que les permitiera vivir. Al menos a uno. Ni siquiera importaba a quién. Miraba la guitarra y la vihuela sujetas en el caballo, encima de aquella «herencia del diablo», y me preguntaba si algún día volverían a sonar. Sentía la muerte en mi interior.

Otro caballero apareció y el corazón me dio un brinco emocionado, pero enseguida vi que era Peyre Roger de Cabaret y sentí que la esperanza me abandonaba.

Le vitorearon contentos de que él estuviera a salvo y se puso a dar instrucciones.

Dijo que no creía que los cruzados nos persiguieran de inmediato; temerían una emboscada como tantas en las que los de Cabaret les habían hecho caer. Aun así, preparó a los suyos por si llegaban y me mantuvo a mí de vigía. Una vez revisó el estado de cada uno de sus hombres y estuvo satisfecho de los preparativos, subió hasta donde yo me encontraba para observar el recodo. O quizá sólo lo hizo para hablarme:

—Lo siento mucho, Peyre —dijo,— los dos han muerto —un sollozo se escapó de su pecho.— Eran unos bravos caballeros, eran brillantes trovadores. Hoy el Joy ha perdido a alguno de los más grandes.

No me pude contener y, cuando le noté a él las lágrimas, me puse a llorar desconsolada. Él puso su mano en mi hombro para darme ánimos.

—Venid con nosotros a Cabaret. Allí estaréis seguro y protegido. Quería a Huget como a un hijo, os trataré a vos como tal en su honor.

No respondí y por unos momentos los dos estuvimos mirando el camino y al final él dijo:

—Tenemos que irnos. Pueden caer sobre nosotros en cualquier momento.

Suficientes pérdidas hemos tenido hoy.

—Yo voy a esperarles.

El de Cabaret movió su cabeza en negación, entristecido.

—Están muertos y los cruzados os matarán a vos también. Sois demasiado joven para morir.

Sabía que tenía razón, pero no podía renunciar a una última esperanza y nada me importaba sin ellos.

—¿Les visteis muertos? —le pregunté.

—En un combate como ése no hay tiempo para verificar cadáveres. Les vi ir hacia la muerte, les vi morir.

—Así que no podéis estar seguro.

—He luchado en muchas escaramuzas, Peyre. Aun estando malheridos, perecerían;

bien porque les rematarán o entregando su alma en el camino de regreso. Da igual lo uno que lo otro, el final es el mismo. Creedme, por desgracia sé de eso. Están muertos. Salvaos vos.

—Dejadme, pues, aquí con mi esperanza. Si ella muere, yo también lo haré. Contempló mis ojos unos instantes. Después, miró hacia abajo y vio que habían montado a los heridos en sus caballos y que estaban listos para partir.

—Quedad con Dios —me dijo.— Sabed que en Cabaret tenéis amigos.

Y espoleando su caballo, bajó la colina hasta el vallecillo. Yo clavé mis ojos en los árboles donde se perdía el camino viendo descorazonada cómo el aire hacía bailar algunas hojas de cuando en cuando. Rezaba por ellos, por todos los míos que murieron antes, y me decía que aquél era el último golpe, que no podía aguantar más.

101

«E voil sachaz ch'eu soi.l diable, le plus crudel e.l plus penable.»

[(«Pues sabed que soy el diablo, el más cruel y el más implacable.»)]

Hugo de Mataplana

Toda la atención de los cruzados se concentraba en la terrible escena de Guillermo de Montmorency agonizando en los brazos de Amaury. Bien sabían cuánto los primos, que siempre andaban juntos, se amaban. Habían formado un círculo respetuoso y contem— plaban desde sus caballos la desesperación del joven Montfort, que, al matar al Caballero del Ruiseñor, creyó librarse del mayor de sus enemigos, pero, que en lugar de gloria, sufría el peor de los castigos.

Los que repararon en el ruido de los cascos del caballo de Hugo de Mataplana lo hicieron demasiado tarde y no supieron reaccionar. El caballero entró por un hueco entre dos jinetes y, con la espada levantada, enfiló a Amaury para cercenarle la cabeza de un solo tajo. Sabía que era su único golpe posible antes de que los demás se abatieran sobre él.

Justo entonces oyó un grito desgarrado, conmovedor, de una pena terrible. Y a través de las ranuras de su celada pudo ver a su querido amigo con los ojos abiertos al cielo, inmóvil, ensangrentado y al de Montfort sosteniéndolo en su regazo, manchado con la sangre de su primo. Amaury también alzaba su vista a las alturas y parecía preguntar por qué, clamando con la boca abierta, en un rictus crispado, soltando un aullido de dolor infinito por ella.

Y supo que Amaury estaba condenado al peor de los infiernos por el resto de su vida. El sabor del vino ya no sería el mismo para él, ni respiraría el aire fresco en las mañanas diáfanas y ni siquiera el calor del cuerpo de las damas lograría fundir el hielo de su corazón. La visión de los ojos vidriosos de Guillermo acudiría a los suyos cada vez que los cerrara.

Y no tuvo piedad de él. Y lo dejó vivir.

Mantuvo su espada en lo alto, pero ahorró el golpe, y lo descargó en uno de los caballeros que tímidamente intentaba cerrarle el paso del otro lado y que, sorprendido por aquellos sucesos extraordinarios y por la finta de Hugo, apenas reaccionó para cubrirse del impacto y fue derribado. Los demás, en acto casi reflejo, quisieron herir al de Mataplana, que, a pesar de recibir golpes y tajos, alguno incluso traspasando su malla, había conseguido, gracias a la caída del rival al que agredió, abrir el hueco necesario para salir del círculo de enemigos. Huyó a galope y varios hicieron ademán de salir en su persecución, pero nadie fue capaz de sustraerse a la contemplación apenada de los dos jóvenes primos. Amaury, sin que la muerte que Hugo le traía pareciera haberle importado en absoluto, sollozaba abrazado al cuerpo de Guillermo y las lágrimas surcaban las caras curtidas de los cruzados, que, respetuosamente, iban bajando uno a uno de sus caballos para hincar su rodilla en el suelo.

Y así, el tajo que debía acabar con Amaury de Montfort, el único que tenía la oportunidad de dar Hugo de Mataplana, fue el que le salvó la vida a él— En un último instante cambió la muerte de ambos por la vida y no fue ni por piedad ni por temor, sino porque supo que ningún castigo, ninguna venganza, podía superar la pena terrible que el destino había impuesto al joven Montfort.

102

«Tinc el galán a la guerra, no sé si me'l matarán.»

[(«En la guerra tengo a mi galán, no sé si lo matarán.»)]

Canción popular

Me faltó el valor para llegar a ese recodo arbolado y después, más allá, hasta el campo de batalla para verles, para abrazarme a sus cuerpos tal como ansiaba. Pero temía ser apresada y que el abad del Císter, conocedor de mi disfraz, me condenara a muerte.

Eso no me preocupaba tanto como lo que ello conllevaba. Arnaldo se saldría con la suya al recuperar la carga de la séptima mula y librarse de la Dama Ruiseñor. Era eso precisamente lo que mis caballeros querían impedir y lo que yo debía evitar en su honor y memoria.

Supe entonces que mi obligación era proteger esos documentos, ir a Cabaret y contárselo todo a Peyre Roger, que aún ignoraba quién era yo. Él era caballero de Sión, él sabría qué hacer.

Pero me aferré a la esperanza y, clavando otra vez mi vista en la arboleda donde se perdía el camino, recé recordando los tiempos felices que vivimos los tres juntos.

Pero al fin comprendí que todo había terminado y que sólo me quedaba cumplir con la voluntad de mis caballeros. Me disponía ya a seguir la ruta a Cabaret cuando alguien salió del recodo. Era un jinete de aspecto maltrecho al que reconocí de inmediato.

¡Hugo! El corazón saltó en mi pecho. Espoloneé mi caballo y fui a su encuentro.

Tuve que ayudarle a mantenerse sobre su montura y nos encaminamos a una frondosidad de árboles y matas apartada del camino para ocultarnos.

Después de quitarle la celada, abollada por los golpes, vi un tajo en su espalda que había roto la malla y que sangraba mucho. Sus ojos estaban enrojecidos, sus mejillas, húmedas, necesitó de mi ayuda para descabalgar y entonces nos abrazamos compartiendo el llanto.

—Guillermo ha muerto —me dijo.

Yo le apreté contra mi cuerpo y noté la calidez de su sangre. Su afirmación no era ya la mala noticia de la muerte, sino la buena de la vida. ¡Hugo vivía! Su presencia era un regalo del cielo, como un amanecer brillante después de una noche tétrica, y en plena desgracia me sentía feliz, muy feliz.

No quise tentar la suerte y contra mis deseos interrumpí el abrazo para cuidar de sus heridas. Una vez le quité las mallas, vi que las lesiones eran más aparatosas por lo sangrientas que graves y que ninguno de los golpes le había roto nada. Vendé sus heridas y conseguí detener las hemorragias. Después de un reposo, logré que bebiera vino con agua y que comiera algo. Parecía que los cruzados estaban demasiado ocupados en su propio duelo para perseguirnos y, poco antes de caer la tarde, pausados, emprendimos el camino a Cabaret.

Había sido un día terrible e intenso. Nos detuvimos a ver cómo el sol se ponía entre unas nubéculas en un espectáculo de reflejos rojizos y dorados y me dije que los cátaros tenían razón a medias. El mundo podía ser el infierno a veces. Pero otras, tenía la belleza del cielo. Tomé de la mano a Hugo y le dije:

—Os amo.

103

«Consiros cant e plañe e plor peí dol qe.m a sasit e pres al cor per la mort...»

[(«Triste canto, me lamento y lloro, por el dolor que arrebata y llena mi corazón por la muerte...»)]

Plany de Guillem de Bergadá a la muerte de Pons de Mataplana

Septiembre terminaba. Las noches eran ya frescas, pero pernoctamos en el camino para evitar la posada de El Gallo Cantarín, no queríamos un mal encuentro con algún retén cruzado.

Hugo tuvo calentura y deliró sobre los golems, me llamaba por mi nombre, como Dama Ruiseñor y Dama Grial. A pesar de los posibles peligros, encendí un fuego en un lugar que pensaba no era visible desde el camino y le daba calor con mi cuerpo cuando tiritaba. Apenas dormí, y cuando en la mañana su temperatura bajó, pudimos, maltrechos, emprender el camino.

Me sentía insegura. Éramos muy vulnerables; cualquier salteador podría atacarnos y llevarse el caballo que cargaba la «herencia del diablo». Por eso andábamos por senderos que Hugo conocía de sus incursiones guerreras. Al mediodía, nos acercamos a las estribaciones de la Montaña Negra, tomamos la vía principal y pronto reconocimos las señales de los vigías que desde distintos lugares en los montes avisaban de nuestra presencia. Antes de haber recorrido la mitad del camino, vimos acercarse un tropel de jinetes; era Peyre Roger de Cabaret y algunos de sus caballeros, que, al saber de nuestra llegada, salieron a recibirnos y escoltarnos. Nada más vernos, aclamaron a Hugo. En sus caras y sonrisas se leía que estaban necesitados de buenas noticias y que aquélla era excelente.

—Loado sea el Señor —repetía Peyre Roger.— Por mi fe que os daba por muerto. Era imposible salir con vida del enjambre de enemigos sobre el que os lanzasteis.

Hugo, fatigado, casi sin poder hablar, musitó:

—Ha sido la misericordia del Altísimo.

—Tenéis un valiente escudero —dijo después.— Os esperó sin esperanza, a riesgo de su vida y gracias a él habéis salvado la vuestra.

—Lo sé, lo sé —repuso el de Mataplana.

Llegamos a Cabaret cuando el valle estaba ya en sombras, mientras que sobre los castillos, allí en lo alto, aún brillaba la luz dorada del sol de la tarde. Los imponentes edificios lucían los coloridos gallardetes y los pendones tremolaban alegres con la brisa.

Era la hermosa imagen que yo guardaba en mis recuerdos. Parecía un lugar fuera del mundo, de leyenda, y me sorprendió no ver señales de luto. Interrogué a su señor y éste repuso:

—Llorar a nuestros muertos es un deber y todos lo hacemos. Pero la renuncia al Joy, a lo bello de la vida, es traición en Cabaret.

Gracias a los buenos cuidados y el cariño de todos los del lugar, y en especial el mío, Hugo inició una rápida recuperación. Hasta el punto de que, al día siguiente de nuestra llegada, me pidió su guitarra. Yo acudí también con mi vihuela, pero él no buscaba reconfortar los sentidos, sino el alma. Empezó a componer un plany en memoria de Guillermo de Montmorency, el Caballero del Ruiseñor.

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