La reina oculta (44 page)

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Authors: Jorge Molist

BOOK: La reina oculta
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—Acortad. ¿Qué trato hay con el legado?

—Una casa decente en Carcasona y unos campos cercanos a la ciudad y viñas a cambio de la cabeza de Bruna.

—¿Y cómo sabéis que cumplirá?

—Juró por la salvación de su alma y teme al infierno, pero, aun así, todo negocio tiene su riesgo.

—¿Y si yo os doy más?

—Seré vuestro fiel servidor, en la salud y en la enfermedad, en la fortuna y en la desgracia, hasta que la muerte nos separe.

—Sois un sinvergüenza.

—Yo sí, pero vos sois un noble. Me fío de vuestra palabra. ¿Me daríais más que el abad?

Guillermo quedó en silencio. Siendo un Montfort, tendría patrimonio más que suficiente de su parte en el botín de Carcasona para comprar al ribaldo, pero, aun así, la palabra dada a la chusma no valía demasiado para un noble. Tenía poco que perder y mucho que ganar si aquel hombre, que había demostrado tener todo tipo de recursos, le apoyaba. Además, era improbable que lograran escapar. Poco le costaba prometer.

Entonces, algo distrajo su atención. Una vibración extraña parecía sacudir las paredes del subterráneo e iba creciendo.

—¿Me dais más? —insistió Renard.

—¡Callad! ¿No notáis algo extraño?

En el silencio, el temblor se hizo perceptible y tomó una frecuencia más constante.

Parecía que, incluso, llegaban murmullos muy lejanos a través del arco oscuro que conducía a aquel profundo más allá. Guillermo vio que el carcelero se había levantado inquieto, palpando las paredes. La llama de su lámpara de aceite parecía sentir la vibración y parpadeaba, haciendo que las sombras oscilaran.

—¡Válgame la santa Virgen María! —exclamó Renard.— Ése es el arzobispo haciendo sus brujerías.

Se mantuvieron todos en absoluto mutismo mientras pretendían adivinar por el sonido, la vibración y la escasa luz de la lámpara lo que ocurría en las profundidades. Al fin aquello se detuvo y su aprensión aumentó.

Al rato, oyeron ruidos abajo y la comitiva apareció de nuevo, pero ahora venía con más soldados, que portaban unas parihuelas. Guillermo se acercó a las rejas, aunque el arzobispo, que marchaba ufano, no se dignó a hablarle. Entonces, su corazón se encogió cuando vio a quién llevaban. ¡Era Bruna!

—¡Bruna! —gritó pegándose a los barrotes.

Un movimiento de la dama, cuyos blancos brazos se mostraban fuera de las cobijas que la cubrían, probó que estaba viva y un gesto de su mano, que había reconocido su nombre. Pero nada dijo, desapareciendo la comitiva escaleras arriba hacia el palacio.

Guillermo se desesperó.

—¡Tenemos que salir de aquí, hay que ayudarle!

—¿Me dais más? —repuso Renard.

—¡Sí que os doy más! ¡Maldito seáis! Pero haced que salga de aquí.

—Escuchad bien, acercaos a la grieta.

Ambos estaban en la oscuridad, puesto que la luz del candil alumbraba pobremente la zona del guardián. Éste no les podía ver, pero en aquel silencio sí podía oír su cuchicheo, y ambos intentaron hablar lo más quedo posible.

—Nuestra única posibilidad es sorprender al carcelero. Las llaves cuelgan de la pared y, si consigo que se acerque lo suficiente, le puedo agarrar del cuello a través de los barrotes. Lo haré del lado más próximo a vuestra celda para que vos, mientras yo le entretengo, le arrebatéis, a través de los barrotes, la azcona que nunca suelta. Si logramos eso, aunque saque su puñal, podremos acabar con él. Yo le estrangularé y vos le ensartáis con el arma. Con vuestro brazo extendido a tope y sujetando la lanza, alcanzaréis hasta donde tiene colgadas las llaves. Las traéis aquí y nos libramos. ¿Qué os parece?

—Que es muy arriesgado. Os traspasará el corazón con su daga antes de que podáis ahogarle.

—Ése es mi problema. Tengo manos grandes y sé de estos lances. ¿Tenéis vos una idea mejor?

—No.

—¿Estáis conmigo?

—Sí.

—¿Juráis por Dios que me daréis casa, campos y viñas en Carcasona para que pueda vivir decentemente con mi familia?

Guillermo vaciló.

—¡Jurad!

—De acuerdo, juro.

—¿Y que si yo muero, se lo daréis a mi mujer y a mi hijo?

—De acuerdo.

—Decid que juráis por Jesucristo, la Virgen, todos los santos y que vuestra alma se condenará para siempre si no cumplís.

El de Montmorency tragó saliva, negoció que sólo sería en el caso de salir gracias a Renard y terminó prometiendo lo que el otro quiso.

Entonces, el ribaldo pasó a la acción indicándole al carcelero que no le había dicho al arzobispo algo importantísimo y que la vida de Berenguer dependía de ello. Era muy secreto y tenía que contarlo al oído para evitar que nadie más se enterara, en especial el sobrino de Montfort.

Sin embargo, por mucho que insistía, el guardián no se dejaba convencer.

Contestaba que ya se lo contaría a su superior cuando cambiaran la guardia. No hubo forma, el plan fracasaba.

El corazón de Guillermo se llenó de desesperanza.

87

«Todo lo acontecido fue desvelado a los sabios, mas el final está oculto, cerrado y sellado.»

Yehuda Ha-Levi, 104

Angustiado, Hugo continuó su búsqueda interrogando a unos y a otros. Prometió propinas a varios golfillos que conocían a Sara si le conducían a ella. Pero no por ello detuvo sus pesquisas. ¿Dónde podría esconder el arzobispo a alguien si no era en su palacio fortaleza? Había rumores de construcciones subterráneas que minaban la ciudad y que estaban allí desde hacía mil años, desde el tiempo de los paganos. También sobre unos seres ni vivos ni muertos que habitaban aquellas cavernas. Pero nadie sabía o quería hablar de los posibles accesos.

Cuando pasado el mediodía un muchachito descalzo y con la carita sucia llegó anunciando que había visto a la hebrea, Hugo se puso a correr tras él por las calles rezando para que fuera verdad. Otro chiquillo informó al primero que la mujer había entrado en una casa del barrio judío. Le dijo que aquélla era su vivienda y que habitaba con su hija de quince años. Hugo se alegró; si la chica se encontraba en casa, tendría con qué amenazarla. La puerta, como muchas en el barrio, permanecía abierta durante el día y Hugo se deslizó dentro desenfundando su daga.

Estaba en una estancia dominada por un gran cono lleno de hollín pegado a la pared y que hacía de chimenea, de la que colgaban matojos de hierbas secándose; era a la vez cocina, comedor y sala. Hugo avanzó hacia la habitación anexa, se asomó y vio a la mujer, que preparaba un hatillo. Al oír un ruido, ella se giró y sus ojos fueron desde los de Hugo a la daga que éste enarbolaba. El de Mataplana la sujetó, agarrándola de camisa, al tiempo que le ponía el cuchillo al cuello.

—Os voy a matar, bruja judía —le dijo sin más preámbulos.

Ella le miró a los ojos y repuso serena:

—Si quisierais morderme, señor de Mataplana, no me ladraríais. ¿Qué deseáis?

—Habéis vendido a la Dama Ruiseñor al arzobispo. Vos sabéis dónde está. Ella, a cambio de vuestra vida y la de vuestra hija.

—Nada le podéis hacer a mi hija, está en otra ciudad, con parientes.

Hugo colocó la daga bajo el pecho de la mujer para presionar con ella, pinchándole.

Sara le cogió de la muñeca.

—Soy vuestra única esperanza de recuperar a la dama, ¿verdad?

Hugo continuó hiriéndola a pesar de que ella se resistía sujetándole la muñeca. Sin embargo, ninguno se esforzaba en ir más allá. Era una negociación física.

—Queréis salvar a Bruna de Béziers —continuó Sara al rato— y no tenéis la más mínima idea de cómo hacerlo. ¿Por qué no dejáis de portaros como un chiquillo jugando con cuchillos y tratamos el asunto con seriedad? Al fin y al cabo, yo soy vuestra única esperanza.

El de Mataplana aflojó la presión y la miró sorprendido. No estaba acostumbrado a que le hablaran así y le sorprendía esa reacción de la mujer.

—¿Es que tenéis algo que tratar?

—Sí, y soltadme —dijo ella librándose de Hugo de un manotazo.

—¿Queréis dinero?

—Dinero no me iría mal, pero hay algo más importante. Sentaos en ese taburete.

Hugo obedeció mientras ella se acomodaba en un banco.

—¿Qué es? —preguntó él.

—Esta noche Berenguer crucificará a Bruna a semejanza del suplicio de Jesús.

—¿Qué? —Hugo se levantó de un salto.

—Un rito de sangre, un sacrificio humano.

—¿Por qué?

Sara le sujetó por el brazo indicándole que se sentara de nuevo, y Hugo obedeció.

—Porque él cree que ella es descendiente directa de Cristo y que en sus venas corre casi la misma sangre. Así como el sacrificio de Cristo trajo, según la creencia católica, la salvación de la humanidad, él quiere hacer lo mismo con Bruna.

—¿Qué busca?

—La creación de algo parecido a seres humanos.

—¡Está loco! —exclamó Hugo estupefacto.— ¿Se cree Dios?

—Exacto, eso parece —repuso Sara.— Para los judíos el mal procede de la cólera del Creador, de Adonai. Temo que las acciones de Berenguer, pretendiendo actuar como Dios, desaten las iras de Éste y que mayores males caigan sobre nuestro pueblo de Israel.

—¿Y qué tienen que ver sus actos con vuestra gente?

—Mucho. Él mismo se cree descendiente de Cristo a través de una compleja genealogía que empieza con Jesús de Nazaret, María Magdalena y de la hija de ambos, y que continúa hasta los reyes judíos de Septimania, cuya capital, hace cuatrocientos años, era precisamente Narbona. Algunos cruzados recuperaron en Jerusalén y Alejandría documentos que fueron escritos, al parecer, poco después de la muerte de Cristo y...

—Sí, eso ya lo sé —cortó Hugo impaciente—; ésa era la carga de la séptima mula. ¿Sabéis dónde guarda el arzobispo esos documentos?

—Sí.

Hugo calló pensativo. Le extrañaba que Sara le hablara tan abiertamente, sin necesidad de amenazas, e intuía que la mujer, sin saber aún por qué, estaba dispuesta a ayudarle y que ésa era la única posibilidad para él de salvar a Bruna.

—El arzobispo cree que la Dama Ruiseñor posee una pureza de sangre mucho mayor que la suya con respecto a Cristo —continuó Sara, que, ante el silencio del caballero, parecía no querer perder tiempo— y que él, entre todos los grandes nobles, es genealógicamente el más cercano al Salvador cristiano. Y que eso le confiere derechos reales. Considera una usurpación que el título de conde de Barcelona pasara a su hermano menor junto al título de rey de Aragón, máxime cuando dicho reino le fue entregado a su padre como príncipe en el momento que se pactó el matrimonio con Petronila. Berenguer debiera haber sido conde, aunque vasallo de su hermano. Además, al mezclarse la sangre judía y merovingia de Barcelona con la de Aragón, alega que su hermanastro se alejó de la genealogía de Cristo. Y peor aún es el caso de su sobrino, el rey Pedro II, ya que su madre, princesa castellana, aportó más sangre visigoda.

—¿Y qué es lo que pretende?

—Quiere el papado —repuso Sara,— pero no uno cualquiera; desea dominar Europa como un papa-emperador cuyos súbditos serían los reyes cristianos. Su genealogía, los documentos de la séptima mula, le darían la legitimidad.

Hugo quedó de nuevo en silencio. Locura o no, ahora entendía al arzobispo y al legado papal, sólo que el abad del Císter veía el peligro en Bruna y en los nobles occitanos que apoyaban a Sión, sin darse cuenta de que la carga de la séptima mula también podía favorecer a otros como Berenguer y darles legalidad.

—Por eso quiere sacrificar a Bruna, ¿verdad? —dijo Hugo al rato,— para eliminar competencia.

—No es ése su motivo. Quiere su sangre para ejecutar un rito de poder máximo.

—¿Y qué papel tenéis vos y los vuestros en ello?

—Uno importante. Berenguer, consciente de su ascendencia semita, siempre nos ha protegido. Cuando propuso a los líderes de mi comunidad la resurrección del reino judío de Septimania, causó entusiasmo en unos y recelo en otros. Yo estaba entre los que le apoyaron sin reservas. Es más, vigilé a Bruna en Béziers e informé a Elie, el mayordomo de Berenguer, que organizó la intentona de secuestro que vos desbaratasteis. Conozco de hierbas y el Señor me ha dado poderes de videncia y eso le interesa mucho a Berenguer, cuya busca de poder le ha llevado a practicar alquimia y a proteger a los cabalistas que se dicen capaces de ciertas prácticas ocultas. Al iniciarse la cruzada, nuestra comunidad se vio más amenazada y, cuando el proyecto del arzobispo se concretó, se radicalizaron las posturas a favor y en contra. Cuando vi a Bruna disfrazada de paje, nada le dije a Berenguer, puesto que sus prácticas me producían ya rechazo, pero sí a Salomón, mi rabino. Y éste, que espera ser el nuevo rey judío de Septimania, se lo contó a Berenguer. Yo desconocía por completo los planes del arzobispo para oficiar un rito de sangre y sacrificio humano con Bruna. Será igual que Isaac con su hijo, sólo que en esta ocasión no habrá ángel que detenga la mano asesina.

—No entiendo. ¿Por qué renunciáis a la protección de Berenguer?

—Lo entenderíais si hubierais visto lo que yo esta mañana.

—¿Qué visteis?

—La peor de las magias negras. Jamás pensé que el arzobispo pudiera llegar a eso y yo no quiero formar parte de ello. Adonai estallará en cólera y todos los males caerán sobre la Tierra, en especial sobre los que ayudemos en ese rito sacrílego y sobre nuestras familias, las del pueblo judío. Porque nosotros fuimos los escogidos para traer la gracia de Adonai al mundo, somos más conscientes que el resto de las naciones y, por lo tanto, somos más responsables.

—¿De qué se trata esa nigromancia?

—¿Habéis oído hablar alguna vez de los golems?

—No.

—Hace un tiempo, un estudioso profundo del Sefer Yetzirah, nuestro libro de la creación, habiendo llegado a un nivel muy alto de misticismo y pureza, quiso imitar la creación del hombre por Dios. Construyó una figura de barro, tal como era Adán en sus orígenes, escribió en su frente Emeth, que quiere decir «verdad», y usando el verbo consiguió darle vida.

—¿Vida a una figura de barro?

—Sí.

—No lo puedo creer.

—Pues mejor será que lo creáis, porque pronto tendréis que enfrentaros a ellos.

Hugo se rascó la cabeza escéptico, pero no quiso cuestionar a Sara, ya que ella era su único vínculo con Bruna.

—¿Qué es eso del verbo?

—El verbo es la acción, es el deseo, el poder, y los maestros de Cábala lo representan por combinaciones de letras y sus sonidos. Unas son fuego; otras, agua; otras, tierra y otras, aire. Cuando se conoce el nombre secreto de una cosa, la combinación de los cuatro elementos, sus letras, pronunciación y volumen, se controla y posee aquella cosa.

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