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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

La reina descalza (56 page)

BOOK: La reina descalza
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Habían accedido al cementerio justo cuando ella se disponía a abandonarlo para correr en busca de una fuente en la que saciar su sed. Cinco, seis, siete hombres, no llegó a contarlos, a los que el propio sacristán les franqueó el paso; luego, a lo largo de la noche, oyó que algunos abandonaban el cementerio, probablemente limpios de sus dineros, y que otros nuevos se sumaban a la partida. Un simple farol sobre una cruz funeraria iluminaba la lápida sobre la que llevaban ya un par de horas jugando a los naipes. El sacristán vigilaba el paso de la ronda por la calle. En un par de ocasiones les advirtió de la cercanía de los alguaciles y, en la repentina y más absoluta oscuridad, Caridad aguantó la respiración, igual que todos ellos, hasta que el peligro pasaba y se reanudaba el juego prohibido.

Fue en aquellas dos ocasiones, la tenue iluminación del farol atajada entre prisas y temores, cuando Caridad sintió con más ímpetu la presencia de los espíritus. Rezó. Rezó a Oshún y a la Virgen de la Caridad del Cobre, porque los muertos no solo descansaban en sus tumbas, sino que estaban mezclados en la tierra sobre la que ella se sentaba, la misma tierra con la que había jugueteado para pasar el tiempo, aquella sobre la que se le había caído el resto de la hogaza de pan que había limpiado distraídamente antes de continuar mordisqueándola. Lo había oído de boca de los jugadores furtivos:

—Este olor es insoportable —susurró uno de ellos.

—Precisamente por eso estamos aquí —obtuvo como contestación—. Este es el peor de Madrid. Poca gente se acerca.

—Pero tanto… —quiso insistir el primero.

—Puedes ir a otro cementerio si lo deseas —replicó una voz diferente, calma—. El de San Sebastián es el mejor para burlar la prohibición de jugar. Aquí no caben los muertos y cada primavera se hace una monda, la última fue hace pocos días: retiran los cadáveres que llevan enterrados dos años y los trasladan a la fosa común, muchos de los restos se mezclan con la tierra y nadie le da la menor importancia. Por eso huele así: ¡a muerto, joder! ¿Juegas o no juegas?

Y Caridad no podía hacer nada por liberarse de todos esos muertos que la rodeaban, del hedor que le arañaba la garganta y la sumía en oscuros presagios. ¡Melchor! ¿Qué habría sido de él? ¿Por qué la había abandonado en la posada? Algo grave debía de haberle sucedido, ¿o no? ¿Podía… habría sido capaz el gitano de…? No. Seguro que no. El último beso que le dio antes de despedirse y los momentos felices de Barrancos acudían en tropel a su mente para ahuyentar esa posibilidad. Y mientras tanto, igual que hizo en Triana, en silencio, con la mano prieta sobre la piedra que le había regalado, trataba de concentrarse y emplazar a sus dioses: «Eleggua, ven a mí, dime si Melchor aún vive, si está sano». Pero todos sus esfuerzos eran vanos y sentía que los fantasmas la toqueteaban… De repente dio un brinco. Se levantó del suelo como si una gran ballesta la hubiera lanzado hacia el cielo. Temió que fueran los muertos que venían a por ella. Se restregó con fuerza el cabello, el rostro, el cuello… Un pringoso líquido caliente empapaba su cabeza.

—¡Virgen santísima! —resonó en el cementerio—. ¿Qué es esto!

La exclamación surgió del hombre que se había encaramado a la tumba tras cuya lápida se escondía Caridad y que, por lo demás, ni siquiera osó moverse, sorprendido, aterrorizado, incapaz de reconocer en la oscuridad qué era aquella mancha negra que se movía con frenesí. El chorro de orina que consiguió lo que no habían logrado los espíritus, que Caridad descubriese su escondite, menguó paulatinamente hasta convertirse en un hilillo.

Caridad tardó en reaccionar tanto como el hombre en adaptar su visión a la oscuridad. Cuando ambos lo lograron, se encontraron frente a frente: ella oliéndose el brazo al comprender lo que había sucedido; él con el pene, ahora encogido, todavía en la mano.

—¡Es una negra! —se escuchó entonces de uno de los jugadores que habían acudido al escándalo.

—Pero que muy negra —añadió otro.

Una sonrisa apareció en el rostro de Caridad, que mostró sus dientes blancos en la noche. A pesar del asco que sentía, esos eran humanos, no fantasmas.

Allí parada frente a los hombres, el candil en manos de uno de ellos iluminándola, los comentarios se sucedieron:

—¿Y qué hacía ahí escondida?

—Ahora entiendo mi mala suerte.

—¡Tiene unas buenas tetas la jodida!

—Lo tuyo no es mala suerte. Ni siquiera sabes aguantar los naipes en la mano.

—Hablando de manos, ¿vas a quedarte toda la noche con el rabo en ella?

—¿Qué hacemos con la morena?

—¿Nosotros?

—Que vaya a lavarse. ¡Está empapada en orines!

—A las negras les da igual.

—Señores, los naipes nos esperan.

Un murmullo de aprobación se alzó de entre los hombres y, sin conceder mayor importancia a la presencia de Caridad, le dieron la espalda para volver a reunirse en torno a la tumba sobre la que jugaban.

—Un poco más abajo, siguiendo la calle de Atocha, en la plazuela de Antón Martín, encontrarás una fuente. Allí podrás lavarte —dijo el hombre que había orinado sobre ella y que acababa de esconder su miembro bajo el calzón.

Caridad giró la cabeza a la mención de la fuente: la tremenda sensación de sed que había venido acuciándola y la sequedad de su boca aparecieron de nuevo, junto a la imperiosa necesidad de lavarse. El jugador se disponía a ir con sus compañeros cuando Caridad le interrumpió.

—¿Dónde? —preguntó.

—En la plazuela de… —empezó a repetir antes de comprender que Caridad no conocía Madrid—. Escucha: sales del cementerio y doblas la esquina hacia la izquierda… —Ella asintió—. Bien. Es esta calle estrecha de aquí detrás. —Señaló la pared de nichos que cerraba el cementerio—. La del Viento. Continúas andando y rodeas la iglesia, siempre hacia la izquierda, y llegarás a una calle más grande, esa es la de Atocha. Desciendes por ella y encontrarás la fuente. No tiene pérdida. Está muy cerca.

El hombre no esperó respuesta y también le dio la espalda.

—¡Ah! —exclamó no obstante, volviendo la cabeza—, y lo siento. No sabía que estabas escondida ahí.

La sed azuzó a Caridad.

—Adiós, morena —escuchó que le decían los jugadores cuando se escabullía a paso vivo del cementerio, ante la mirada extrañada del sacristán que vigilaba.

—Límpiate bien.

—No digas a nadie que nos has visto.

—¡Suerte!

«Dos veces a la izquierda», se repitió Caridad al rodear el campanario y la iglesia de San Sebastián. «Y ahora descender por la calle grande.» Superó una nueva bocacalle y a la luz de los faroles de dos edificios vislumbró la plazuela y, en su centro, la fuente: un alto monumento coronado por un ángel, estatuas de niños por debajo y el agua brotando de la boca de grandes peces.

Caridad no pensó en otra cosa más que en lavarse y saciar su sed. No se fijó en un par de embozados que se escondían del resplandor de los hachones de dos grandes construcciones. Ellos, sin embargo, no le quitaron ojo cuando se introdujo en el pilón de la fuente para acercar sus labios al caño que surgía de la boca de uno de los delfines. Bebió, bebió copiosamente mientras los dos hombres se acercaban a ella. Luego, ya mojadas las piernas y los bajos de su camisa de esclava, se arrodilló, metió la cabeza bajo el chorro y dejó que el agua fresca corriera por su nuca y su cabello, por sus hombros y por sus pechos, sintiendo que se purificaba, que se liberaba de la suciedad y de todos los espíritus que la habían asediado en el cementerio. ¡Oshún! La orisha del río, la que reina sobre las aguas; eran muchas las veces que le había rendido tributo en Cuba, allá en la vega. Se levantó, alzó la vista al cielo, por encima del ángel que coronaba la fuente.

—¿Dónde estás ahora, mi diosa? —suplicó en voz alta—, ¿por qué no acudes a mí? ¿Por qué no me montas?

—Si no lo hace ella, yo estaré encantado de montarte.

Caridad se volvió sorprendida. Los dos hombres, al pie del pilón, abrieron sobremanera los ojos en una mirada libidinosa ante el cuerpo que se les mostraba bajo la empapada camisa grisácea que se adhería a sus voluptuosos senos, a su estómago y a sus anchas caderas.

—Puedo darte ropa seca —ofreció el otro.

—Pero primero tendrás que quitarte esa —rió el primero en tono procaz.

Caridad cerró los ojos, desesperada. Huía de un tajador que había querido forzarla y ahora…

—Ven aquí —la incitaron.

—Acércate.

No se movió.

—Dejadme tranquila.

Su petición se quedó entre el ruego y la advertencia. Escrutó el lugar más allá de ellos: solitario, oscuro.

Los dos hombres se consultaron con la mirada y asintieron con una sonrisa, como si se planteasen un vulgar juego.

—No tengas miedo —dijo uno.

El otro agitó su mano, llamándola a acercarse.

—Ven conmigo, negrita.

Caridad retrocedió hacia el centro de la fuente hasta que su espalda dio contra el monumento.

—No seas necia, te lo pasarás bien con nosotros.

Uno saltó por encima del pilón.

Caridad miró a ambos lados: no podía escapar, estaba atrapada entre dos de los grandes delfines de los que surgía el agua.

—¿Adónde irías? —preguntó el otro hombre al darse cuenta de sus intenciones, al tiempo que también superaba el pilón, por el lado opuesto, cerrándole cualquier posibilidad de huir—. Seguro que no tienes adónde ir.

Caridad se apretó todavía más contra el monumento y notó la piedra arañando su espalda justo antes de que los dos al tiempo saltaran sobre ella. Intentó defenderse a patadas y puñetazos, con la joya falsa de Melchor aprisionada en su puño. No pudo. Gritó. La agarraron y sintió asco al escuchar cómo reían a carcajadas, como si no bastara con forzarla y tuvieran que humillarla todavía más con sus burlas. La manosearon y tironearon de su camisa, peleando por desnudarla: uno trataba de romper la prenda, el otro pretendía sacársela por la cabeza. Notó que le clavaban las uñas en la entrepierna y le apretaban los pechos mientras continuaban riendo y escupiendo procacidades…

—¡Alto! ¿Quién va?

De repente se sintió sola; la camisa sobre su rostro le impedía ver. El violento chapoteo de los hombres corriendo le indicó que huían. Cuando se quitó la camisa de los ojos, se encontró frente a dos hombres vestidos de negro alumbrados por el candil que portaba uno de ellos. El otro llevaba un bastón en la mano. Ambos lucían rígidos cartones que pretendían ser blancos en sus cuellos.

—Tápate —le ordenó el del candil—. ¿Quién eres? —inquirió mientras ella se esforzaba por cubrir uno de sus pechos al aire—. ¿Qué estabas haciendo con esos hombres?

Caridad bajó la mirada al agua. El tono autoritario del blanco la llevó a reaccionar como hacía en la vega. No contestó.

—¿Dónde vives? ¿En qué trabajas?

—Acompáñanos —decidió el otro con voz cansina ante el infructuoso interrogatorio, al tiempo que repicaba con la vara sobre el pilón.

Se encaminaron calle Atocha abajo.

25

—¡Prostitución!

Tal fue el cargo que alegó uno de los alguaciles al portero de la Galera después de que este les franquease el acceso a la cárcel de mujeres de Madrid, en la misma calle de Atocha, poco más allá de la plaza donde la habían detenido. Caridad, cabizbaja, no llegó a ver el inmediato aspaviento con que el portero acogió a los alguaciles tras echarle un rápido vistazo.

—No caben más —adujo aquel.

—Claro que cabe —se opuso uno de los alguaciles.

—Ayer liberasteis a dos mujeres —le recordó el otro.

—Pero…

—¿Dónde está el alcaide? —interrumpió las quejas del portero el alguacil del bastón.

—¿Dónde va a estar? Lo sabes perfectamente: durmiendo.

—Ve a por él —le ordenó.

—¡No me jodas, Pablo!

—En ese caso, te la quedas.

—Las salas están llenas —insistió el portero, ya sin mucha convicción; era la misma cantinela de cada noche—. No tenemos ni para darles de comer…

—Te la quedas —le interrumpió el tal Pablo con similar tono de voz al utilizado por el otro.

El portero dejó escapar un prolongado suspiro.

—¡Es negra! —bromeó el segundo alguacil—. ¿Cuántas como esta tienes ahí dentro?

Los tres hombres se encaminaron hacia un cuartucho a la izquierda de la entrada, donde el humo negro y espeso que desprendía una vela de sebo nublaba la luz destinada a iluminar un escritorio decrépito. Caridad caminó entre ellos.

—Negras, negras, lo que se dice negras como esta… —contestó el portero al tiempo que daba la vuelta al escritorio para sentarse—, ninguna. Lo más que tenemos son un par de mulatas. ¿Cómo se llama? —añadió después de mojar la pluma en el tintero.

—No ha querido decírnoslo. ¿Cómo te llamas?

—Caridad —respondió ella.

—Pues resulta que sabe hablar.

—Caridad, ¿qué más? —preguntó el portero.

Ella solo se llamaba Caridad. No había más. No contestó.

—¿No tienes apellido? ¿Eres esclava?

—Soy libre.

—En ese caso tienes que tener un apellido.

Hidalgo, recordó entonces que había leído en sus papeles el alcaide de la puerta de Mar de Cádiz; el apellido de don José.

—Hidalgo. Ese es el apellido que me pusieron en el barco, cuando murió el amo.

—¿Barco? ¿Eras esclava? Si ahora dices que eres libre, debes de tener la escritura de manumisión. —El portero la miró de arriba abajo: todavía mojada, descalza, con su camisa gris por todo atuendo. Resopló—. ¿Tienes la escritura?

—Está en mi hatillo, con mis cosas, en la habitación…

Enmudeció.

—¿Qué habitación?

Caridad se limitó a gesticular con las manos al recordar la advertencia de Melchor. «No digas nada a nadie», le había advertido.

—¿Qué llevas en la mano? —la sorprendió el portero, extrañado ante el hecho de que la mantuviera permanente y férreamente cerrada. Ella bajó la mirada—. ¿Qué llevas ahí?

Caridad no contestó, el mentón tembloroso, los dientes apretados. El bastón golpeó su espalda.

—Enséñanoslo —le ordenó el alguacil.

Sentía que aquella piedra era lo último que la ligaba a Melchor, a los días que habían vivido en Barrancos y durante el camino a Madrid. El hatillo, su vestido colorado, sus documentos y aquellos dineros que Melchor había compartido con ella por el contrabando en Barrancos y que ella había guardado con celo; todo cuanto tenía había quedado en la posada. El bastón golpeó con mayor fuerza sobre sus riñones. Abrió la mano y mostró el zafiro falso.

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