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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

La reina descalza (26 page)

BOOK: La reina descalza
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—Así es. —Ana suspiró.

Melchor continuaba erguido frente al portal de la iglesia, con la cabeza alzada hacia el balcón y el río casi lamiendo los tacones de sus botas.

—Tu abuelo nunca ha querido contarme nada de sus años de galeras, pero lo sé, lo escuché en algunas conversaciones que mantenía con los pocos compañeros que salieron vivos de esa tortura. Bernardo, por ejemplo. Durante los años que el abuelo estuvo a los remos, nada hubo que le doliese más, por mayores que fueran las penurias y calamidades por las que tuvo que pasar, que permanecer aherrojado a los maderos escuchando misa frente a Triana.

Porque Triana encarnaba la libertad y nada había más preciado para un gitano. Melchor soportaba los azotes del cómitre, padecía de sed y hambre envuelto en sus propios excrementos y orines, con el cuerpo plagado de llagas, remando hasta la extenuación. ¿Y qué?, se preguntaba a la postre, ¿acaso no era ese el destino de los gitanos ya fuere en tierra o en la mar? Sufrir la injusticia.

Pero cuando estaba frente a su Triana… Cuando llegaba a oler, casi a palpar, ese aire de libertad que naturalmente impelía a los gitanos a luchar contra toda atadura, entonces Melchor se dolía de todas sus heridas. ¿Cuántas blasfemias había repetido en silencio contra aquellos sacerdotes y aquellas sagradas imágenes del otro lado de la libertad? ¿Cuántas veces allí mismo, en el río, frente al retablo de la Virgen del Buen Aire y las pinturas de san Pedro y san Pablo flaqueándola, había maldecido su destino? ¿Cuántas se juró que nunca más volvería a elevar la mirada hacia ese balcón?

De repente, Melchor cayó de rodillas. Milagros hizo amago de correr hacia él, pero Ana la detuvo.

—No. Déjalo.

—Pero… —se quejó la muchacha—, ¿qué va a hacer?

—Cantar —las sorprendió con un susurro a sus espaldas Caridad.

Ana nunca había escuchado la «queja de galera» de boca de su padre. Este jamás la había cantado tras su puesta en libertad. Por eso, en cuanto el primer lamento, largo y lúgubre, inundó el anochecer, la mujer cayó postrada igual que él. Milagros, por su parte, sintió cómo se le erizaba el vello de todo el cuerpo. Nunca había escuchado nada parecido; ni siquiera las sentidas deblas de la Trianera, la esposa del Conde, podían compararse con aquel quejido. La muchacha sintió un escalofrío, buscó el contacto de su madre y apoyó las manos en sus hombros, donde Ana las buscó también. Melchor cantaba sin palabras, enlazando lamentos y quejidos que sonaban graves, quebrados, rotos, todos con sabor a muerte y a desgracia.

Las dos gitanas permanecían encogidas en sí mismas, sintiendo cómo aquel cántico indefinible, hondo y profundo, maravilloso en su tristeza, hería hasta sus sensaciones. Caridad, sin embargo, sonreía. Lo sabía: estaba segura de que todo lo que el abuelo era incapaz de decir podía expresarlo a través de la música; como ella, como los esclavos.

La queja de galera se prolongó durante unos minutos, hasta que Melchor la finalizó con un último lamento que dejó morir en sus labios. Las mujeres lo vieron levantarse y escupir hacia la capilla antes de emprender camino río abajo, en dirección contraria a la gitanería. Madre e hija permanecieron quietas unos instantes, vacías.

—¿Adónde va? —preguntó Milagros cuando Melchor se perdía en la distancia.

—Se va —acertó a contestar Ana con los ojos anegados en lágrimas.

Caridad, con los lamentos todavía resonando en sus oídos, intentó vislumbrar la espalda del gitano. Milagros sintió en los hombros de su madre las convulsiones del llanto.

—Volverá, madre —intentó consolarla—. No…, no se lleva nada; no tiene chaqueta, no lleva su mosquete, ni el bastón.

Ana no habló. El rumor de las aguas del río en la noche envolvió a las tres mujeres.

—Volverá, ¿verdad, madre? —añadió la muchacha, ya con la voz tomada.

Caridad aguzó el oído. Quería escuchar que sí. ¡Necesitaba saber que regresaría!

Pero Ana no contestó.

11

Sevilla,

31 de julio de 1749

Asolada por el insufrible calor estival, la vida ciudadana transcurría con languidez. Aquellos que podían hacerlo habían trasladado ya muebles, ropas y enseres de los pisos altos de sus casas a los bajos, donde trataban de luchar contra los calores y el solano; los demás, la mayoría de la población, se arrimaban a cualquiera de las dos riberas del Guadalquivir, la sevillana y la trianera, donde al menos podía encontrarse un atisbo de vida en la gente que se bañaba en el río, en busca de un poco de frescor, bajo la mirada atenta de los vigilantes destinados allí por el cabildo municipal para evitar las frecuentes muertes por ahogamiento. Así iba transcurriendo el día cuando un rumor empezó a correr entre la ciudadanía: el ejército estaba tomando la ciudad. No se trataba de los hombres de los alguaciles municipales o del asistente de Sevilla, ¡sino del ejército! De repente, soldados armados se apostaron en las trece puertas y en los dos postigos de las murallas de la capital y conminaron a la gente que se hallaba extramuros a entrar en ella. Bañistas, mercaderes, marineros y trabajadores del puerto, comerciantes, mujeres y niños… La muchedumbre se apresuró a obedecer las órdenes de los militares.

—¡Vamos a cerrar las puertas de la ciudad! —gritaban cabos y sargentos al frente de destacamentos armados.

Pero más allá de aquella advertencia, ningún mando ofreció mayores explicaciones; los soldados empujaban con sus fusiles a los sevillanos que se amontonaban en las puertas y preguntaban qué estaba sucediendo. La agitación alcanzó su punto álgido cuando alguien gritó que toda la ciudad estaba rodeada por el ejército. Muchos volvieron la mirada hacia Triana y comprobaron que así era: en el arrabal, en la otra orilla del río, se veía correr a sus gentes mezcladas entre los blancos uniformes de los soldados, y el puente de barcas se había convertido en un hervidero de caballerías que se apresuraban en una u otra dirección azuzados por los militares.

—¿Qué pasa?

—¿Hay guerra?

—¿Nos atacan?

Pero en lugar de respuestas la gente recibía empujones y golpes. Porque los soldados tampoco conocían las razones; solo habían recibido la orden de obligar a entrar a los vecinos y cerrar las puertas de la ciudad. Únicamente dos debían quedar abiertas: la del Arenal y la de la Carne.

—¡A casa! —gritaban los oficiales—. ¡Id a vuestras casas!

La misma orden iban pregonando por las calles las diferentes patrullas que circulaban por el interior de Sevilla y Triana; una orden que ese miércoles 31 de julio de 1749 se gritó a lo largo y ancho de toda España en una minuciosa y secreta operación militar ideada por el obispo de Oviedo y presidente del Consejo de Castilla, don Gaspar Vázquez Tablada, y el marqués de la Ensenada, quien pocos años antes había endurecido las penas para los gitanos hechos presos fuera de sus lugares de origen: la muerte. En virtud de aquella nueva pragmática de 1749, las tropas reales tomaron ese mismo día todas las ciudades del reino en las que se tenía constancia de que vivían gitanos.

Al cabo de unas horas, las puertas de Sevilla habían quedado cerradas, y las del Arenal y la Carne se hallaban fuertemente custodiadas; Triana había sido cercada por el ejército, los buenos ciudadanos corrieron a refugiarse en sus casas y los piquetes se apostaron estratégicamente en determinadas calles. Fue entonces cuando los soldados recibieron por fin instrucciones directas por parte de sus superiores: detener a todos los gitanos, personas infames y nocivas, sin consideración de su sexo o edad, y confiscar todos sus bienes.

Con anterioridad se habían cursado los pertinentes oficios secretos a los corregidores de todas las poblaciones del reino en las que había censadas familias gitanas, por lo que el asistente de Sevilla, en su calidad de corregidor de la ciudad, ya había señalado con los mandos militares las casas y los lugares donde debía procederse a la detención.

Como sucedió en toda España, los gitanos asistieron a la infame medida estupefactos: en Sevilla se los detuvo sin que presentaran oposición, igual que ocurrió en Triana con los herreros del callejón de San Miguel y los que vivían en la Cava o sus alrededores. Mejor suerte corrieron sin embargo los de la gitanería de la huerta de la Cartuja: al estar en campo abierto, muchos de ellos pudieron escapar dejando atrás sus escasas pertenencias. Con todo, dos fallecieron bajo los disparos de los soldados cuando huían, otro resultó herido en una pierna y otro más se ahogó en el río ante la impotencia de su mujer, el llanto de sus hijos pequeños y el desdén de la tropa.

Cerca de ciento treinta familias gitanas fueron apresadas en Sevilla en la redada masiva de julio de 1749.

En el interior de la choza, Caridad escuchó los gritos de los oficiales del ejército que se elevaban por encima del tumulto.

—¡Detenedlos a todos!

—¡Que no escape ninguno!

Dejó de trabajar el tabaco que le seguía entregando fray Joaquín. Asustada por el alboroto de las carreras de gitanos y soldados, los chillidos de niños y mujeres y algún que otro disparo, se levantó de la mesa y se apresuró hacia la entrada justo cuando Antonio y su esposa corrían renqueantes en dirección contraria, ayudándose entre ellos.

—¿Qué…? —intentó preguntarles.

—¡Aparta! —la empujó el anciano.

Se quedó allí parada, absorta, observando cómo los soldados se echaban encima de las mujeres o amenazaban con sus fusiles a los hombres. Muchos lograban escapar y traspasaban con arrojo la línea envolvente con la que los militares habían tratado de tomar la gitanería. Buscó a Milagros con la mirada, sin hallarla, y vio cómo el tío Tomás distraía a un grupo de soldados para que uno de sus hijos huyera con su familia a cuestas. El propio tío Tomás fue violentamente reducido, pero su hijo se perdió entre las huertas. No había ni rastro de Milagros. Algunos gitanos escapaban saltando por encima de los tejados de las chozas para caer tras la tapia de la huerta de la Cartuja y emprender una frenética carrera hacia la libertad. Antonio y su esposa volvieron a empujarla al abandonar la choza. Caridad los siguió con la mirada: la anciana iba perdiendo el tabaco y los cigarros que había hurtado del interior. Los observó correr con dificultad hacia… ¡los soldados! Uno de ellos soltó una carcajada al verlos acercarse, viejos y a trompicones, pero mudó el semblante cuando Antonio mostró una gran navaja en la mano. Un golpe con la culata del fusil en el estómago del anciano bastó para que este soltase el cuchillo y cayese al suelo. El soldado y dos compañeros rieron como si diesen por terminada la lucha justo antes de que la gitana dejase caer su bolsa y los sorprendiera abalanzándose con una asombrosa fuerza y agilidad, nacida del odio y de la ira, con las manos en forma de garras como única arma, sobre aquel que había golpeado a su marido. Los hombres tardaron en reaccionar. Caridad vio aparecer unos surcos de sangre en el rostro del soldado. Les costó reducir a la anciana.

—¿Qué haces tú aquí?

Pendiente como estaba de Antonio y su esposa, Caridad no se había percatado de que la operación casi había finalizado y de que el resto de los soldados entraba ya en las chozas. Los gitanos detenidos permanecían agrupados en la calle y rodeados. Bajó la mirada ante el soldado que se había dirigido a ella.

—¿Qué haces tú aquí, negra? —repitió este ante el silencio de Caridad—. ¿Eres gitana? —Luego la miró de arriba abajo—. No. ¿Cómo vas a ser gitana? ¡Eh! —gritó a un cabo que paseaba la calle—, ¿qué hacemos con esta?

El cabo se acercó y le formuló las mismas preguntas. Caridad siguió sin contestar y sin mirarlos.

—¿Por qué estás en la gitanería? ¿Acaso eres esclava de alguno de ellos? —Él mismo desechó la idea negando repetidamente con la cabeza—. Has escapado de tus amos, ¿no? Sí, eso es lo que debe…

—Soy libre —consiguió decir Caridad con un hilo de voz.

—¿Seguro? Demuéstramelo.

Caridad entró en la choza y volvió con su hatillo, en el que rebuscó hasta encontrar los documentos que el escribano de
La Reina
le había entregado.

—Cierto. —Tras examinarlos y toquetearlos, como si pudiera reconocer por el tacto lo que era incapaz de leer, el cabo los dio por buenos—. ¿Qué llevas ahí?

Caridad le entregó el hatillo, pero igual que había sucedido en la puerta de Mar de Cádiz, el militar dejó de buscar tan pronto su mano se topó con la vieja, áspera y gastada frazada con la que se protegía del frío en invierno y se limitó a sopesar y zarandear el hatillo por si algo en su interior tintineaba, pero poco podían pesar o tintinear la frazada, las ropas coloradas, algunos cigarros que le había entregado fray Joaquín en pago por su trabajo y el sombrero de paja que colgaba atado a él.

—¡Vete de aquí! —le gritó entonces—. Bastantes problemas tenemos ya con toda esta escoria.

Caridad obedeció y emprendió camino hacia Triana. Sin embargo, remoloneó en la calle al pasar junto a los gitanos detenidos. ¿Estaría Milagros entre ellos? Los soldados los desarmaban y les quitaban sus joyas y abalorios al tiempo que un nuevo ejército, este de escribanos, intentaba tomar nota de sus nombres y de los bienes que les pertenecían.

—¿De quién es esta mula? —preguntó a gritos un soldado con el ronzal de una enjuta acémila en la mano.

—¡Mía! —chilló uno de los gitanos.

—¡Quita, mentiroso! —saltó una mujer—. ¡Esa es de un labrador de Camas!

Algunos gitanos rieron.

«¿Cómo pueden reírse?», se asombró Caridad mientras continuaba buscando a Milagros entre ellos. Vio al tío Tomás, y a Basilio y a Mateo…, a la mayoría de los Vega viejos. También vio a Antonio y a su esposa, abrazados. Pero no encontraba a Milagros.

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