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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

La reina descalza (52 page)

BOOK: La reina descalza
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Se acercó a él, se sentó a su lado y le ofreció de fumar. El gitano lo hizo y le devolvió el cigarro. El murmullo de las aguas del arroyo se mezcló con los pensamientos de uno y otro. Poco a poco, su respiración delató el deseo.

—¿Y si después cambia todo y ya no cantas igual?

Caridad no encontraba palabras con las que contestar. Cambiaría, sin duda, pero era algo que anhelaba con todo su cuerpo.

—¿Te refieres a que mi canto ya no sea triste? —preguntó.

—Sí.

—Quisiera ser feliz. Una mujer… feliz.

Melchor se sorprendió acercándose a ella con una ternura que jamás había tenido con mujer alguna, con delicadeza, como temeroso de quebrarla. Caridad se entregó a sus besos y caricias. Gozó y descubrió mil rincones en su ser que parecían querer responder con frenesí al solo roce de la yema de un dedo. Se supo querida. Melchor la amó con cariño. Melchor le habló con dulzura. Lloró, y el gitano se quedó inmóvil hasta comprender que aquellas lágrimas no brotaban acongojadas, y le susurró al oído cosas bonitas que jamás había escuchado. Caridad jadeó y llegó a aullar igual que hacían los lobos en la espesura de las sierras.

Luego, a la luz de la luna, desnuda, con el agua del arroyo lamiéndole las rodillas, insistió hasta conseguir que Melchor se acercase. Le lanzó agua de una patada, igual que hacía Marcelo con ella en la vega tan pronto como pisaban un simple charco. El gitano se quejó y Caridad volvió a patear el agua y a salpicarle. Melchor hizo amago de volver a tumbarse, pero de súbito se volvió y se abalanzó sobre ella. Caridad lanzó un grito y escapó río arriba. Jugaron desnudos en el arroyo, corrieron y se salpicaron como pudieran hacerlo unos chiquillos. Exhaustos, bebieron y fumaron, mirándose, conociéndose el uno al otro, y volvieron a hacer el amor y siguieron tumbados hasta que el sol estuvo bien en lo alto.

—Ya no cantas igual.

Se lo reprochó en la habitación de la casa de Méndez. Habían juntado sus jergones, pero, como si estuvieran de acuerdo sin haberlo hablado, no hacían el amor allí donde contrabandistas y mochileros se acostaban con las prostitutas. Preferían salir en busca del amparo del cielo.

—¿Prefieres que no lo haga? —preguntó ella, interrumpiendo su cántico.

Melchor meditó la contestación; ella le propinó un cariñoso puñetazo en el hombro por el retraso en su respuesta.

—Morena, nunca pegues a un gitano.

—Las esclavas negras podemos pegar a nuestros gitanos —afirmó categórica.

Y continuó cantando.

Existía un camino carretero que unía Madrid con Lisboa a través de Badajoz. Desde Barrancos les hubiera sido sencillo dirigirse a Mérida por Jerez de los Caballeros, seguirlo hasta Trujillo, Talavera de la Reina, Móstoles, Alcorcón y entrar en la capital por la puerta de Segovia; poco más de setenta leguas era lo que los separaba de Madrid, casi dos semanas de camino. Emplearon casi el mismo tiempo moviéndose presurosos por senderos solitarios y desconocidos para Melchor. La tranquilidad de la que habían disfrutado en Barrancos quedaba atrás; tenían el rapé y necesitaban liberar a Ana. Sin embargo, un gitano vestido de amarillo, una negra y una mula cargada con una gran tinaja de barro sellada que olía a tabaco perfumado, no podían circular por los caminos principales.

Pero si el gitano tenía que utilizar todo su instinto y a menudo dejar a Caridad y la mula a resguardo para ir a las ventas o casas de labor a preguntar por la ruta, no sucedía lo mismo con Madrid: había estado en dos ocasiones a lo largo de su vida. «Conozco Madrid», aseguraba. Además, la villa era con frecuencia el objeto de los comentarios de los contrabandistas, quienes intercambiaban todo tipo de experiencias, direcciones y contactos. En Madrid se movía mucho dinero: allí residía el rey rodeado y servido por una nutrida corte; la nobleza de España casi en pleno; embajadores y comerciantes extranjeros; miles de clérigos; un verdadero ejército de altos funcionarios con recursos suficientes y muchas ganas de aparentar una alta cuna de la que carecían, y sobre todo un sinfín de petimetres afrancesados cuyo único objetivo parecía ser disfrutar de los placeres de la vida.

A menos de media legua de Madrid, se detuvieron. Melchor tomó una buena muestra del rapé y enterraron la tinaja en un matorral.

—¿Te acordarás de dónde…? —Caridad se mostró preocupada al comprender que el gitano se proponía dejar allí escondida la tinaja.

—Morena —la interrumpió él con seriedad—: te aseguro que antes me acordaré de volver a este lugar que de cómo se regresa a Triana.

—Pero ¿y si alguien…? —insistió Caridad.

—¡Malaje! —volvió a interrumpirla el gitano—. ¡No llames a la mala suerte!

Más allá, en una venta, vendieron la mula.

—Ya nos mirarán bastante contigo al lado como para ir tirando de este animal —se burló cariñosamente Melchor—. Además, no creo que podamos cruzar de noche con la mula.

A la vista de la ciudad, se escondieron entre las huertas de las afueras. Melchor se sentó contra un árbol y cerró los ojos.

—Despiértame cuando anochezca —le dijo tras exagerar un bostezo.

Desde el otro lado de la vega del Manzanares, donde se encontraban, Caridad dejó correr su mirada por el Madrid que se alzaba frente a ellos. Su punto más alto era un palacio en construcción a cuyos pies se entreveía una gran ciudad abigarrada en su caserío. ¿Qué les depararía ese lugar? Sus pensamientos regresaron a Milagros… y a Ana. ¿Tendría razón el gitano cuando sostenía que Ana lo arreglaría todo?

Pasaron un par de horas hasta que el sol empezó a ponerse sobre Madrid, coloreando sus edificios y arrancando destellos rojizos de los campanarios y de las agujas de las torres que sobresalían por encima de ellos.

A la luz de la luna se encaminaron en dirección al puente de Toledo. Desde Portugal, como venían ellos, deberían haber cruzado por el de Segovia, pero Melchor lo descartó.

—Está muy cerca de lo que fue el alcázar de los reyes y de muchas casas de nobles y principales de la corte, y en esos lugares siempre hay más vigilancia.

Cruzaron el puente con sigilo, encorvados, arrimados al pretil, tanto, que en lugar de salvarlos en línea recta recorrieron los balconcillos semicirculares que se abrían sobre el Manzanares. Si tenía que haber vigilancia, no estaba presente, aunque lo cierto era que entre el río y la puerta de Toledo por la que se accedía a la ciudad todavía se abría una más que considerable extensión de huertas y cerrillos, cuando no verdaderos barrancos sobre los que se elevaban los últimos edificios de Madrid.

Porque Madrid no tenía arrabales y su contorno estaba perfectamente delimitado por aquellos últimos edificios: estaba prohibido construir más allá de la cerca que ceñía la ciudad, y la creciente población se hacinaba en su interior. Melchor recordaba bien aquella cerca. No se trataba de una muralla ancha como la que rodeaba Sevilla o muchas de las ciudades y hasta de los pueblos del reino, por modestos que estos pudieran ser, sino de una simple tapia de mampostería. Y lo cierto era que la cerca de Madrid, interrumpida y combinada en muchos de sus tramos por las propias fachadas de los últimos edificios de la ciudad, solo era respetada por los ciudadanos en caso de epidemias. En esos supuestos sí que se cerraban los accesos a la ciudad, pero mientras no existiera tal peligro, la cerca ofrecía innumerables brechas en su recorrido, brechas que, en cuanto se reparaban, aparecían en otro tramo. Resultaba tan sencillo abrir un hueco en una tapia como contar con la complicidad de alguno de los propietarios de las casas cuyas fachadas se alzaban a modo de cerca.

Melchor y Caridad cruzaron las huertas y llegaron frente a la puerta de Toledo: un par de simples vanos rectangulares, cerrados en la noche, sin adorno alguno y levantados en la cerca que cerraba la calle de igual nombre. A la derecha, en lugar de la tapia, se hallaba el matadero de vacas y carneros, con varias puertas que daban al exterior y que permitían la entrada del ganado directamente desde el campo.

«Solo hay que esperar a que aparezca algún metedor que conozca una forma de entrar —recordaba haber oído Melchor de boca de un contrabandista, en una venta—. Entonces te sumas a él, pagas y entras.» «¿Y si no aparece?», planteó otro. El primero soltó una carcajada. «¿En Madrid! Hay más tránsito nocturno que de día.»

Se apostaron delante del matadero y esperaron escondidos junto a un corral que servía como pajar y secadero de pieles; Melchor recordaba que le habían asegurado que a través de las puertas de aquel matadero se introducía furtivamente mucha gente.

Sin embargo, pasó el tiempo y nada indicaba que alguien pretendiera franquear esa noche la cerca de Madrid. «¿Y si son aún más silenciosos que nosotros?», pensó Melchor.

—Morena —dijo entonces en voz alta, dispuesto a llamar la atención de cualquiera que se moviera por aquellos lugares e indicando con un dedo sobre sus labios a Caridad que permaneciera en silencio—, de no ser porque te oigo respirar, dudaría de que estuvieras conmigo. ¡Qué negra y callada eres! Detrás de esas puertas y del matadero, en toda esta zona de Madrid, se abren los barrios del Rastro y Lavapiés. Buena gente la que vive ahí, «manolos», los llaman. ¡Menudo nombre! Arrogantes y temerarios, prestos a liarse a navajazos por una palabra mal dicha o una mirada indiscreta a sus hembras. ¡Y qué hembras! —Suspiró al tiempo que abría su navaja procurando silenciar los chasquidos del engranaje; había oído ruidos sospechosos. Luego se acercó a Caridad y le susurró—: Estate atenta y no te acerques a los que vienen. ¡Qué hembras! —repitió casi a voz en grito—, te lo digo yo, ¡solo les falta ser gitanas! La última vez que estuve en Madrid, después de que el rey me honrase con la gracia de remar en sus galeras…

Los atacantes creyeron que iban a pillar desprevenido al gitano. Melchor, en tensión, con los sentidos alerta y empuñando la navaja, no quería matar a ninguno de los dos hombres que intuyó se acercaban; los necesitaba.

—¡Vosotros…! —interrumpió el discurso de Melchor uno de los salteadores.

No logró decir más. Melchor se volvió y asestó un navajazo a la mano en la que percibió el destello de la hoja de un cuchillo, y casi antes de que el arma tocase suelo, ya había rodeado al hombre y apretaba el filo de la navaja contra su garganta.

El gitano quiso lanzar una amenaza de muerte pero no le surgieron las palabras: resoplaba. «¡Ya no soy tan joven!», se resignó. Y, como si pretendiera discutir sus propias sensaciones, apretó la navaja contra el cuello de su presa que fue quien, a la postre, chilló en su lugar.

—¡Quieto, Diego! —suplicó a su compañero, sorprendido este a solo un paso de ellos.

El tal Diego dudó mientras trataba de acostumbrar su visión a la oscuridad.

—Diego… por Nuestra Señora de Atocha… —repitió el primero.

Recuperado el resuello, Melchor se vio capaz de hablar.

—Hazle caso, Diego —le aconsejó el gitano—. No quiero haceros daño. Podemos terminar bien todo esto. Solo queremos entrar en Madrid, como vosotros.

A Melchor se le había olvidado comentar a Caridad que aquellas gentes a las que llamaban «manolos», no solo eran osados, orgullosos e indolentes, sino que también eran fieles. Convertidos en adalides de las atávicas formas de vida española, se hallaban en lucha permanente con lo que consideraban la superficialidad y frivolidad de la nobleza y las clases pudientes afrancesadas. El honor que había llegado a salpicar la historia de España con tantos y tantos episodios épicos y que ahora era puesto en duda por las autoridades, les obligaba a cumplir sus compromisos como si con ello defendiesen la identidad que pretendían robarles.

—¡Palabra de honor! —escuchó Melchor de boca de ambos.

«Esto es lo que diferencia a los “manolos” de los gitanos», se dijo Melchor, sonriente, mientras con total confianza aflojaba su presión sobre la garganta, cerraba la navaja y la escondía de nuevo en su faja: la palabra que pudiera dar un gitano a un payo carecía de importancia.

Melchor incluso ayudó a vendar con un jirón arrancado de la camisa de Pelayo, que así se llamaba el primer asaltante, la herida que este presentaba en su mano. Luego, Caridad y él los siguieron hasta el matadero de la puerta de Toledo, donde tras un intercambio de contraseñas, un hombre les franqueó el paso. Melchor regateó en el pago que le exigió el hombre del matadero.

—No pretendo comprarte una de las vacas —le echó en cara al tiempo que contaba algunas monedas.

Diego y Pelayo no pagaron con dineros; en su lugar abrieron el saco que portaban, rebuscaron en su interior y le entregaron una diminuta piedra que destelló rojiza a la luz de la linterna con la que les había recibido el matarife. Entre los dineros del uno y la piedra de los otros, el hombre se dio por satisfecho y los acompañó hasta la calle Arganzuela a través de un estrecho callejón que cruzaba entre las casas que lindaban con la parte posterior del matadero.

—Piedras falsas, ¿a eso os dedicáis? —inquirió Melchor ya en la calle.

—Sí —reconoció Pelayo—. Buen negocio; aun falsas, se venden por mucho dinero.

Melchor lo sabía, de sobra conocía el precio de los abalorios. Excepto las perlas, que no eran consideradas piedras preciosas, el rey había prohibido el uso y compraventa de todas las que fueran falsas: diamantes, rubíes, esmeraldas, topacios.

—A las mujeres y a los hombres que no pueden comprar las finas, que son la gran mayoría de la gente de Madrid —prosiguió Pelayo—, les sigue gustando lucirlas aunque sean falsas. Es una mercadería muy rentable.

El gitano tomó nota del negocio mientras Caridad permanecía atenta al entorno. La oscuridad era casi absoluta: solo algunas velas y candiles iluminaban mezquinamente el interior de unas casas que, contra la luna, lucían un solo piso, aunque a diferencia de las chozas de la gitanería, tenían tejado a dos aguas. Entre las sombras, sin embargo, percibió la presencia de gente que se movía de un lado a otro y oyó risas y conversaciones. En la calle, más allá de donde se encontraban, una pareja iluminaba sus pasos con un farol. Pero lo que más llamó su atención fue el hedor que se respiraba y se preguntó a qué sería debido. Entonces comprendió que lo que pisaba con sus pies descalzos no era otra cosa que los excrementos que se acumulaban en el suelo de tierra.

—Tenemos que irnos —anunció Pelayo—. ¿Adónde os dirigís vosotros?

Melchor conocía a un gitano emparentado con los Vega que vivía en Madrid: el Cascabelero, un miembro de la familia de los Costes que se había casado con una prima Vega hacía más de veinticinco años; varios de los Vega de la gitanería de la huerta de la Cartuja, él incluido, habían acudido a la gran boda con la que se selló la alianza entre las dos familias. Aun así, la duda le había venido persiguiendo desde que pergeñara su plan ya en Barrancos, cuando Méndez le habló de la partida de rapé que estaba esperando. ¿Y si habían detenido también a los gitanos de Madrid y no encontraba a ninguno? Se dijo que la capital era diferente: no estaba considerada oficialmente lugar de residencia autorizada de gitanos, por lo que allí no se habría detenido a nadie, como había sucedido en lugares similares. Pese a ello y estar prohibido vivir en Madrid, las pragmáticas reales ordenando la expulsión de los gitanos madrileños se repetían una y otra vez, tal era la obstinación de estos por permanecer en la villa.

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