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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

La reina descalza (24 page)

BOOK: La reina descalza
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—¿Cómo se te ha ocurrido? Te podía haber descuartizado de un solo zarpazo. No sabes nada de osos —empezó a recriminarle Tomás cuando el carromato ya abandonaba la gitanería.

—¡Quia! Llevo casi un mes viviendo con ellos. Hasta he dormido con el animal. Es inofensivo, por lo menos más que muchos payos.

—Y hasta que algunos gitanos —apuntó su hermano.

—Bueno, ¿y esa historia larga que tenías que contarme?

Tomás asintió.

—¡Empieza ya!

—Esta morena tiene la virtud de estar relacionada con todas las desgracias —comentó Melchor cuando su hermano puso fin al relato de los sucesos que habían llevado a Milagros a la gitanería.

Se hallaban los dos reunidos alrededor de una frasca de vino con los demás viejos de los Vega: el tío Juan, el tío Basilio y el tío Mateo.

—¡Mala sombra tiene la negra! —exclamó el último.

—Pero maneja bien el tabaco —alegó en su favor Tomás. Melchor enarcó las cejas hacia su hermano y este entendió su gesto—: No, cantar no ha cantado. Trabaja en silencio. Mucho, hasta por las noches. Más que cualquier payo. Nos hace ganar dinero, pero cantar, no se la oye.

—¿Qué piensas hacer con lo de tu nieta? —preguntó Mateo tras unos instantes de silencio.

Melchor suspiró.

—No sé. El consejo tiene razón. La niña es una atolondrada, pero los Vargas que la acompañaron unos gilís. ¿Cómo esperaban darle una lección a ese alfarero en medio de su barrio, protegido por todos los suyos? Deberían haber esperado a pillarlo a solas y cortarle el cuello, o haber entrado en silencio en su casa… ¡Los muchachos de hoy están perdiendo el talento! No sé —repitió—. Quizá hable con los Vargas, solo su perdón…

—José me ha dicho que lo ha intentado…

—Ese no es capaz de prender un cigarro si no es con ayuda de mi hija. Bueno —añadió al tiempo que se servía otro vaso de vino—, lo único que me preocupa es que esté separada de su madre. De no ser por eso, tampoco es malo que mi nieta esté aquí, con los suyos. María le enseñará lo que su padre no podría enseñarle nunca: a ser una buena gitana, a amar la libertad y a no cometer más errores. Lo dejaré como está.

Basilio y Mateo asintieron.

—Buena decisión —afirmó Tomás. Luego dejó transcurrir unos segundos—. ¿Y tú? —preguntó al cabo—. ¿Cómo te ha ido? No veo que hayas recuperado el tabaco que nos robó el Gordo.

—¿Cómo esperabas que trajera dos corachas? —preguntó a su vez mientras rebuscaba en el interior de su chaqueta y extraía una bolsa que dejó caer sobre la mesa.

El amortiguado tintineo de las monedas acalló nuevas intervenciones. Melchor hizo un gesto a su hermano con la cabeza para que la abriera: varios escudos de oro rodaron sobre el tablero de la mesa.

—El Gordo no estará contento —comentó Tomás.

—No —se sumó el tío Basilio.

—Pues esto es solo la mitad —reveló Melchor—, la otra se la llevó el oso.

Los Vega le pidieron que se explicara.

—Estuve rondando bastantes días por los alrededores de Cuevas Bajas, donde vive el Gordo con su familia, incluso anduve por el pueblo de noche, pero no daba con la manera de dar una lección a ese hijo de puta: siempre va acompañado por alguno de sus hombres, como si los necesitase hasta para orinar.

»Esperé. Algo tenía que llegar. Un día, unos gitanos catalanes que estaban de paso me hablaron del francés del oso que andaba los pueblos cercanos haciendo bailar al animal. Lo encontré, llegué a un acuerdo con él y volvimos a esperar a que se organizase otra partida de contrabando. Cuando el Gordo y sus hombres estaban fuera y el pueblo en manos de ancianos y mujeres, el francés entró con el oso y montó su espectáculo, y mientras todos ellos se divertían con bailes y juegos malabares, yo me colé sin problemas en la casa del Gordo.

—¿Vacía? —le interrumpió el tío Basilio.

—No. Había un vigilante de confianza que, sin abandonar su puesto, intentaba ver al oso desde lejos.

Basilio y Juan interrogaron al abuelo con la mirada; los demás gesticularon simulando una pena que no sentían: si Melchor estaba allí con los dineros del Gordo, mal parado habría salido el vigilante. Durante unos segundos, el gitano siguió el curso de aquellos pensamientos. Le había costado que el hombre hablara. Primero lo vio desprevenido: cebó y cargó su mosquete, se acercó a él por la espalda y le amenazó poniendo el cañón en su nuca. Lo llevó al interior de la vivienda y lo desarmó. El hombre era cojo, por eso no acompañaba a la partida, pero no por ello era menos fuerte. Se conocían de antes de su cojera.

—Este será tu fin, Galeote —pronosticó el vigilante mientras Melchor, con el cañón del arma bajo la garganta del hombre, extraía de su faja, con la mano libre, una pistola y un gran puñal que dejó caer al suelo.

—Yo que tú me preocuparía de mi propio fin, Cojo, porque o colaboras o me precederás. ¿Dónde esconde ese ladrón sus tesoros?

—Estás más loco de lo que creía si piensas que te lo voy a decir.

—Lo harás, Cojo, lo harás.

Lo obligó a tumbarse en el suelo con los brazos extendidos. Desde fuera seguían escuchándose vítores y aplausos por las gracias del oso.

—Como grites —le advirtió Melchor apuntándole a la cabeza—, te mataré. Tenlo por seguro.

Luego pisó con fuerza el dedo meñique de su mano derecha. El Cojo apretó los dientes mientras Melchor notaba cómo se quebraban las falanges. Repitió la operación con los cuatro restantes, en silencio, girando el tacón sobre los dedos. Las gotas de sudor corrían por las sienes del hombre. No habló.

—Además de cojo, quedarás manco —le dijo el abuelo al pasar a la mano izquierda—. ¿Crees que el Gordo te lo agradecerá suficiente, que te dará de comer cuando no puedas hacerlo tú solo? Te dejará tirado como a un perro, lo sabes.

—Mejor perro abandonado que hombre muerto —masculló el hombre—. Si te lo digo, me matará.

—Cierto —afirmó el gitano poniendo el tacón sobre el meñique de la izquierda, siempre apuntándole a la cabeza—. Lo tienes complicado: o te mata él o te desgracio yo —añadió sin llegar a presionar—, porque después seguiremos con la nariz y los pocos dientes que te quedan, para terminar con los testículos. Los ojos te los dejaré para que veas cómo te desprecia la gente. Si aguantas, palabra de gitano que me iré de esta casa con las manos vacías. —Melchor dejó transcurrir unos segundos para que el hombre pensara—. Pero tienes otra posibilidad: si me dices dónde está el dinero, seré generoso contigo y podrás escapar con algo en la bolsa… y el resto de tu cuerpo intacto.

Y el gitano cumplió su palabra: entregó al Cojo varias monedas de oro y lo dejó marchar; no lo denunciaría con aquellos dineros en su bolsa y tendría tiempo suficiente para escapar.

—Entonces —dijo Tomás cuando su hermano puso fin a la historia—, el Gordo no puede saber si fuiste tú quien le robó o si le traicionó su propio hombre de confianza.

Melchor ladeó la cabeza e instintivamente se llevó la mano al lóbulo de una de sus orejas, sonrió, bebió vino y habló.

—¿Qué satisfacción puede proporcionarnos la venganza si la víctima no sabe que ha sido uno el que se la ha tomado?

Después de que el Cojo abandonara la casa, Melchor se había quitado uno de los grandes aros de plata que colgaban de sus orejas y lo depositó justo en el centro del cofrecillo que había vaciado de las posesiones del contrabandista.

—Lo sabe —contestó a su hermano—, ¡por el mismísimo diablo que sabe que he sido yo! Y en este momento, precisamente ahora, estará maldiciéndome y renegando de mí, igual que hace por las noches y al despertar, si es que en algún momento ha logrado conciliar el sueño, y…

—Te perseguirá hasta matarte —sentenció el tío Basilio.

—Seguro. Pero ahora tendrá otros problemas más acuciantes: no puede financiar el contrabando, y ni siquiera podrá pagar a sus hombres. Ha perdido gran parte de su poder. Veremos cómo responden todos los que le odian, que son muchos.

Basilio y Tomás asintieron.

Melchor no quiso regresar al callejón de San Miguel; nada le ataba al lugar de los herreros y, entre su hija y José Carmona de una parte y Milagros de otra, eligió a su nieta. Después de charlar con los Vega, cuando ya anochecía, se dirigió a la choza donde vivía la muchacha.

—Gracias por lo que hiciste por la niña, María —dijo nada más entrar; las dos cocinaban algo parecido a un pedazo de carne en una olla.

La anciana se volvió hacia él y restó importancia al hecho con un gesto de la mano. Melchor se quedó parado un paso por delante de la basta cortina que hacía las veces de puerta y observó a su nieta durante un buen rato; esta volvía de vez en cuando la cabeza, le miraba de reojo y le sonreía.

—¿Qué quieres, sobrino? —preguntó la vieja con voz cansina, de espaldas a él.

—Quiero… un palacio donde vivir con mi nieta rodeado por una inmensa plantación de tabaco… —Milagros hizo ademán de girarse, pero la vieja le dio un codazo en el costado y la obligó a continuar prestando atención al fuego. Melchor entornó los ojos—. Quiero caballos y vestidos de seda de colores; joyas de oro, decenas de ellas; música y bailes y que los payos me sirvan de comer cada día. Quiero mujeres, también por decenas… —La vieja propinó otro codazo a Milagros antes de que esta se volviese. En esta ocasión Melchor sonrió—. Y un buen esposo para mi nieta, el mejor gitano de la tierra… —De espaldas, Milagros ladeó la cabeza de izquierda a derecha, con donaire, como si le gustase lo que oía, incitándole a continuar—. El más fuerte y gallardo, rico y sano, libre de toda atadura y que le dé a mi nieta muchos hijos…

La muchacha continuó un rato con sus cabeceos hasta que la vieja María habló.

—Pues nada de eso encontrarás aquí. Te has equivocado de lugar.

—¿Estás segura, vieja?

La anciana se volvió y, con ella, Milagros. De una de las manos del abuelo, el brazo extendido, colgaba un precioso collar de pequeñas perlas blancas.

—Por algo hay que empezar —dijo entonces Melchor, y se acercó a su nieta para ceñir el collar a su cuello.

—¡Qué triste es llegar a vieja y saber que tu cuerpo ya no excita a los hombres! —se quejó la curandera mientras Milagros acariciaba con las yemas de los dedos las perlas que resplandecían en su cuello atezado.

Melchor se volvió hacia la anciana.

—A ver si con esto… —empezó a decir mientras rebuscaba en uno de los bolsillos interiores de su chaquetilla azul— logras atraer a tu lecho a algún gitano que caliente ese cuerpo que ya no…

La vieja no le permitió terminar la frase: tal y como Melchor extraía un medallón de oro con incrustaciones de nácar, se lo quitó de las manos y, casi sin mirarlo, como si tuviera miedo de que el gitano se arrepintiese, lo guardó en el bolsillo de su delantal.

—Pocos hombres vendrán a mí por esta minucia —le soltó después.

—Pues aquí hay uno que necesita cenar y un rincón donde dormir.

—De comer te daré, pero olvídate de dormir en esta casa.

—¿No es suficiente con el medallón?

—¿Qué medallón, gitano embustero? —respondió ella con fingida seriedad antes de volverse de nuevo hacia la olla.

Milagros no pudo hacer más que encogerse de hombros.

—Canta, morena.

Caridad, absorta en su trabajo a la luz de una vela, esbozó una maravillosa sonrisa que iluminó su rostro. Parado en la entrada, Melchor examinó la choza: los ancianos descansaban ya en su cama, desde donde lo miraron con expectación.

—Antonio —le dijo el abuelo al viejo, al tiempo que le lanzaba una moneda que el otro agarró al vuelo—, tú y tu mujer podéis dormir en el jergón de la morena. Ella y yo lo haremos en la cama, que es más grande.

—Pero… —empezó a quejarse aquel.

—Devuélveme el dinero.

El viejo acarició la moneda, rezongó y propinó un codazo a su esposa. A Caridad se le escapó otra sonrisa mientras los dos malcarados gitanos renunciaban de mala gana a lo que constituía su bien más preciado.

—¿Tú de qué te ríes? —le espetó entonces la vieja, atravesándola con la mirada.

Caridad mudó el semblante, y mientras los ancianos se arrebujaban con dificultad bajo una manta en el jergón de Caridad, Melchor fue hasta la mesa y tanteó algunos de los cigarros que ya estaban preparados. Guiñó un ojo a Caridad y se llevó uno a los labios. Luego se desprendió de su chaquetilla azul y de las botas y se tendió en la cama, con la cabeza reclinada contra la cabecera, donde prendió el cigarro e inundó de humo la choza.

—Canta, morena.

Caridad deseaba que se lo volviera a pedir. ¡Cuántas noches había anhelado volver a trabajar con aquel hombre a su espalda! Cortó la hoja de tabaco que iba a utilizar como capa con una habilidad extraordinaria y empezó a canturrear pero, sin proponérselo, sin pensar en ello, dejó de lado aquellos monótonos cánticos de su África natal e, igual que si estuviera trabajando en la vega o en un cañaveral, aprovechó su música para narrar sus desvelos y sus esperanzas tal y como hacían los negros esclavos en Cuba, quienes solo cantando eran capaces de hablar de sus vidas. Y mientras continuaba trabajando, pendiente del movimiento de sus manos, atenta al tabaco, sus sentimientos fluyeron libres y se vertieron en la letra de las canciones. «Y esos dos gitanos viejos me roban la fuma de esclava —protestó en una de ellas—; y luego mientras chupan las venas, se quejan del tabaco que ha trabajado la negrita.»

También pidió disculpas por haberse dejado robar el tabaco: «Y aunque el gitano diga que no tuve culpa, sí la tuvo la negra, pero ¿qué iba a hacer la negrita contra el blanco?». Lloró por sus prendas rojas desgarradas y se alegró porque Milagros las hubiera arreglado. Confesó su intranquilidad por la partida de Melchor en busca de venganza. Agradeció las tranquilas noches en el callejón de San Miguel. Cantó a la amistad de Milagros y a la hostilidad de sus padres, y a la reconciliación de la muchacha con ellos, y a la vieja María que la cuidaba, y a las fiestas y al oso y…

—Morena —la interrumpió el abuelo. Caridad volvió la cabeza—. Ven aquí a fumar conmigo.

Melchor palmeó el colchón y Caridad obedeció. Las maderas de la cama crujieron amenazando con ceder cuando se subió a ella y se tumbó al lado del gitano, que le pasó el cigarro. Caridad chupó con fuerza y sintió que el humo llenaba por entero sus pulmones, donde lo mantuvo hasta que empezó a sentir el placentero cosquilleo. Melchor, con el cigarro otra vez entre sus dedos, expulsó el humo hacia el techo de cañas y paja que los cubría y lo tornó a Caridad. «¿Qué debo hacer? —se preguntó ella al chupar una vez más—. ¿Tengo que seguir cantando?» Melchor se mantenía en silencio, con la mirada perdida en aquel techo por el que se filtraba el agua de la lluvia. Ella dudaba entre cantar u ofrecerle su cuerpo. En todas las ocasiones en que había subido a una cama a lo largo de su vida, lo había hecho para que algún hombre disfrutase de ella: el amo, el capataz, hasta el joven hijo de otro amo blanco que se encaprichó de ella un domingo. Fumó. Nunca había sido ella quien se ofreciera; siempre habían sido los blancos los que la llamaban y la llevaban al lecho. Melchor fumó también; el cigarro quemaba ya cuando se lo pasó de nuevo. Él la había invitado a la cama… pero no la tocaba. Esperó unos instantes para que el cigarro se enfriase. Notaba el contacto del cuerpo del gitano, de costado junto al suyo, apretujados ambos, pero no percibía esa respiración acelerada, esos jadeos con los que los hombres acostumbraban a abalanzarse sobre ella; Melchor respiraba tranquilo, como siempre. Y sin embargo ella, ¿acaso no latía con más fuerza su corazón? ¿Qué significaba? Fumó. Dos veces seguidas, con fruición.

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