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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

La reina descalza (74 page)

BOOK: La reina descalza
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El secadero de tabaco no era sino el desván de la sacristía de la iglesia, al que un somnoliento Fermín les franqueó el paso. A la luz del candil que portaba el sacristán, que permaneció más allá de la puerta de acceso al desván, Caridad entrevió gran cantidad de plantas amontonadas sobre las que volcaron apresuradamente aquellas que portaban. ¿Cómo pretendían obtener buen tabaco con tal desidia? Se irguió en el interior del desván. Cogió una de las plantas y quiso acercarla a la luz para…

—¿Qué haces, morena? —inquirió el sacristán apartando el candil.

—Yo…

—Por la noche no se puede trabajar aquí —la interrumpió el hombre—, es peligroso con velas o candiles. Don Valerio solo permite hacerlo con luz natural.

Tentada estuvo Caridad de replicarle que no parecía que con luz natural se trabajase en demasía allí dentro, pero calló y a la mañana siguiente, temprano, se presentó en la sacristía. Discutió con Fermín hasta que don Valerio subió al desván a poner orden.

—¿No decías que ya no podías ocuparte? —le reprochó al sacristán—. Deja pues que sea ella quien decida.

Y Fermín la dejó hacer y decidir, pero no por ello le quitó ojo de encima, sentado sobre un cajón y criticando por lo bajo cada movimiento que hacía Caridad.

—¿Sabe, Fermín? —dijo Caridad mientras cortaba las hojas de una de las plantas—. Cuando llegué a Triana conocí a una anciana que se parecía bastante a usted: todo le parecía mal. —El sacristán gruñó—. Pero era una buena persona. —Caridad dejó transcurrir unos instantes en silencio—. ¿Es usted buena persona? —le preguntó al cabo, sin mirarlo.

Esa noche de primavera, en la era, oliendo a tabaco, Caridad se sorprendió recordando a la vieja María. Algunas veces, en la Galera, le había venido a la mente, de forma fugaz; ahora creía poder sentirla a su lado y llegó a escuchar cómo rompían el silencio sus juramentos.

—¿Por qué dijiste que aquella vieja era una buena persona? —le preguntó el sacristán la mañana siguiente, nada más verla llegar al amanecer.

—Porque creo que usted también lo es —contestó ella.

Fermín pensó unos instantes y reprimió una sonrisa, antes de entregarle los palos que ella había echado en falta la jornada anterior. A diferencia del trabajo en la vega cubana, el desván estaba preparado para colgar la planta entera de unos ganchos clavados en las vigas de madera del techo. «En Cuba colgamos las mancuernas en cujes —le había dicho—, que son unos palos largos en los que las ensartamos para su secado.» De todas aquellas plantas y algunas más que Marcial había traído esa misma noche, Caridad pretendía elegir las mejores hojas y curarlas como ella sabía, pero no tenía dónde colgarlas.

—Buenos cujes —mintió sopesando los bastos y largos palos que le entregó Fermín—. Ahora tendremos que encontrar la manera de colgarlos.

—Ya sé cómo. —El sacristán trató de acompañar su afirmación con un guiño, pero su intento quedó en la burda mueca de un anciano ya torpe. Caridad lo miró con ternura y le premió con una sonrisa.

Con la ayuda de un animado Fermín, contagiado de su pasión, Caridad eligió una por una las hojas y las colgó ensartadas por parejas en aquellos palos nudosos; lo hizo en silencio, comparándolos con los cujes que utilizaban en la vega, cuidadosamente elegidos en los manglares, pacientemente trabajados para que ni siquiera transmitieran olor de madera a las hojas. Sin embargo, ¿para qué intentar que aquel tabaco tosco no cogiera olor a madera cuando el incienso con el que don Valerio trataba de ocultar sus actividades se colaba por todos los resquicios de la techumbre que daba al desván? Ordenó las hojas por sus características, por su aroma y textura, por su humedad. Controló la temperatura y el ambiente del lugar abriendo en mayor o menor medida los ventanucos, permitiendo o impidiendo que corriese el aire según el momento. Ventiló y movió sin cesar las hojas o las plantas enteras que colgaban del techo para obtener el mejor secado. Vigiló la presencia de insectos o parásitos. A todo ello se dedicó con ahínco hasta que la vena central de las hojas estuvo completamente seca. Entonces fue escogiéndolas de los cujes para amontonarlas y amarrarlas entre ellas en pequeños pilones a fin de que fermentasen; poco sabía Fermín de aquel procedimiento. Caridad calculó la temperatura y la humedad del ambiente, el agua de la que habían dispuesto las plantas en el tabacal, y fue aumentando el tamaño de los pilones, pasando a la parte de arriba el tabaco que había estado previamente en el interior y a la parte central el nuevo, atando y desatando constantemente los pilones, oliéndolos, tocándolos, masticando las hojas, cambiándolos de lugar, moviéndolos más o menos cerca de las corrientes de aire, salpicando las hojas con betún: un preparado que previamente había obtenido de la fermentación de los tallos de las plantas en agua.

Durante esa temporada, su vida se limitó a andar al amanecer los pocos pasos de distancia que separaban la casa de los tíos de Herminia de la iglesia de San Juan. Regresaba a comer, lo que hacía sola en el pestilente y repleto cobertizo del huerto; Rosario no la quería rondando por la casa, y Herminia vivía cada día más encelada de su primo Antón, por lo que a ella le prestaba poca atención. A Caridad le hubiera gustado decírselo, pero sus reproches se desvanecían cuando recordaba que Herminia la había liberado de la Galera. Le debía gratitud. Se obligó pues a respetar los sentimientos de su amiga y dejó de buscarla hasta con la mirada. Tan pronto daba cuenta del pedazo de pan y del cuenco con garbanzos, judías o habas, casi siempre huérfano de carnes, volvía a la iglesia, que abandonaba ya confundida con las sombras, en la noche.

Don Valerio hizo correr el bulo de que un personaje de la corte —«¿Cómo voy a revelar su nombre?», se revolvía el sacerdote cuando le presionaban— le había rogado que se hiciera cargo de aquella desgraciada injustamente condenada a la cárcel de mujeres. Para ello había buscado la ayuda de Marcial y procurado la casa en la que se alojaba, con lo que los documentos oficiales de Caridad encajaban con la historia. Con todo, la obligó a limpiar la iglesia para excusar su presencia en ella, mientras las siempre dispuestas feligresas chismorreaban, preguntándose quién sería aquel cortesano y qué relación tendría con la morena. Don Valerio tampoco quedaba al margen de esas habladurías: algunas creyeron al cura; muchas otras dudaron, y cuantas sabían lo del tabaco entendieron sin más. Lo cierto fue que poco a poco aquella mujer negra, pacífica y solitaria, que andaba descalza y con parsimonia de aquí para allá, se fue convirtiendo en parte del paisaje y hasta los niños dejaron de perseguirla e importunarla, y Caridad salía sola a pasear por los senderos y los campos, pensando en Melchor, en Milagros, en Marcelo, acunada por la brisa de la primavera.

35

La reclusión de las gitanas con sus pequeños en la Real Casa de la Misericordia de Zaragoza convirtió la institución benéfica en un correccional, por más que la junta que la regía se negase a admitirlo. Los castigos se generalizaron: azotes, cepo, grilletes y encierros a pan y agua. Se suspendieron las salidas de los internos de confianza; se impidió el traslado de los enfermos al hospital y se instaló una precaria enfermería; se separó a las gitanas de los menores y de las muchachas que podían trabajar y se les impidió el más mínimo contacto con los demás reclusos; hasta se suspendieron las misas y sermones porque no había sacerdote que osase ponerse delante de centenares de mujeres medio desnudas. Los soldados vigilaban para impedir la fuga de las gitanas, pero, pese a ello, estas conseguían lo que no lograban sus esposos e hijos en los arsenales y agujereaban la tapia de adobe que trataba de proteger el lugar. Luego corrían por Zaragoza hasta que eran detenidas o lograban burlar a soldados y alguaciles y se lanzaban a los caminos.

En una ocasión llegaron a escapar una cincuentena de ellas. El regidor, encolerizado, ordenó que todas las gitanas fueran alojadas en los sótanos de las galerías, que no tenían ventanas al exterior. No había dinero para instalar rejas; no había dinero, por más que lo hubiera prometido Ensenada, para alimentar a todo aquel ejército de desharrapadas; no había dinero para proporcionarles camas, que llegaban a compartir de tres en tres, ni ropa, ni mantas, ni siquiera platos o cuencos para comer.

Y la situación estalló. Las gitanas se quejaron del execrable rancho que les proporcionaban y de las condiciones de los sótanos en los que se hacinaban: húmedos y sin ventilación, lúgubres, malsanos. Nadie prestó atención a sus reclamaciones y ellas la emprendieron con todo cuanto se hallaba a su alrededor: destrozaron los camastros y los lanzaron junto con sus jergones a los dos pozos ciegos de la Misericordia. La insalubridad que siguió a la obstrucción de los pozos originó una epidemia de sarna que se cebó en las mujeres. La picazón, que les impedía hasta dormir y que empezó entre los dedos, los codos, las nalgas y sobre todo en los pezones, vino a convertirse en costras de sangre reseca debido a las rascaduras, costras bajo las que se escondían miles de ácaros y sus huevos y que había que arrancar para poder tratarlas con el ungüento a base de azufre con que el médico trató de atajar la dolencia; también intentó sangrarlas, pero ellas se opusieron. Meses después, la sarna reapareció. Algunas ancianas fallecieron.

Ana Vega no fue de las que huyeron de aquella cárcel. Cada día, mañana y noche, intentaba vislumbrar a Salvador cuando, con otros gitanillos y niños de las calles, lo llevaban a trabajar las propiedades de la Misericordia. Salían de Zaragoza para cultivar grano o cuidar los olivares y recolectar aceitunas para elaborar aceite. Pese a que el contacto estaba prohibido, Ana y otras gitanas se acercaban cuanto podían a la fila de niños que marchaban a los campos. Las castigaron. Algunas abandonaron, pero ella continuó haciéndolo. Castigaron a los niños; les advirtieron que lo harían, se lo dijeron: «Ayer estuvieron a pan y agua por vuestra culpa». Aunque entonces las demás desistieron, Ana no se dejó convencer: algo la impulsó a sortear al portero y acercarse otra vez. Salvador la premió ensanchando su boca en una espléndida sonrisa, orgulloso.

Una mañana el portero que acompañaba a los niños no hizo sus acostumbrados aspavientos para que Ana se apartase del paso de los muchachos. Ella se extrañó, más todavía cuando escuchó risas en la fila. Buscó a Salvador. Uno de los niños lo señaló escondido entre otros que reían y que se apartaron para permitirle la visión: Salvador portaba un collarín de madera a modo de golilla que envolvía todo su cuello y que le obligaba a andar erguido, con el mentón grotescamente alzado. El niño evitó cruzar su mirada con ella. Ana logró ver los dientes crispados del pequeño entre unos labios que temblaban y se contraían al ritmo de las burlas de los otros.

—Puedes quitárselo —logró decirle al portero con voz trémula; las lágrimas que no habían brotado con azotes y mil otros castigos corrían por sus mejillas.

El portero, panzudo y malcarado, Frías se llamaba, se dirigió a ella.

—¿Dejarás de acercarte?

Ana asintió.

—¿Lo prometes?

Asintió de nuevo.

—Quiero oírtelo decir.

—Sí —cedió ella—. Lo prometo.

La humillación llegó a convertirse en la peor de las penas que las cultivadas autoridades de la época impusieron a los menores. Sucedió que las muchachas gitanas que habían sido destinadas a los talleres de costura de la Misericordia se negaron a trabajar al no recibir la comida que les correspondía. La decisión del regidor fue quitarles las ropas y el calzado que les habían proporcionado y enviarlas con las demás. Decenas de jóvenes gitanas se encontraron de repente completamente desnudas en patios y galerías, avergonzadas, tratando de ocultar su cuerpo, su pubis y sus pechos, nacientes en unas, turgentes en otras, a las miradas de sus madres y de los demás internos. En unos días la medida fue anulada por la junta de gobierno, pero el daño estaba hecho.

Ana Vega, como muchas otras, padeció durante esos días no solo la deshonra de las muchachas sino la suya propia. Aquellos jóvenes cuerpos, el pudor con que defendían su honra la llevó a fijarse en sí misma.

—¿Qué nos han hecho? —se lamentó ante sus pechos flácidos y resecos, la piel de barriga, cuello y antebrazos colgándole, marcada por los verdugones de los azotes y las secuelas de la sarna.

«Todavía soy joven», se dijo. No hacía cuatro años sus andares despertaban el interés de los hombres y sus bailes levantaban pasiones entre ellos. En vano, trató de revivir los chispazos de vanidad que acompañaban aquellas miradas impertinentes a su paso, o los jaleos, las palmas y los gritos del público ante un voluptuoso golpe de cadera; la respiración acelerada de algún hombre cuando bailaban juntos y ella le rozaba con sus pechos. Miró sus manos despellejadas. No disponía de espejo.

—¿Cómo es mi rostro? —preguntó repentinamente inquieta, en el sótano en donde se hacinaban, sin dirigirse a nadie en particular.

Tardaron en contestarle.

—Mírame a mí y lo sabrás.

La respuesta venía de una gitana de Ronda. Ana la recordaba en Málaga: una mujer hermosa de cabello negro azulado y ojos de igual color, rasgados, brillantes, inquisitivos. No quiso verse reflejada en la rondeña, en sus arrugas, en sus dientes oscuros y sus pómulos salientes, en las ojeras moradas que ahora circundaban unos ojos apagados.

—¡Perros! —maldijo.

Muchas de las gitanas que se hallaban junto a ella se miraron, reconociéndose las unas en las otras, compartiendo en silencio el dolor por la belleza y la juventud que les habían arrebatado.

—¡Ahora mírame a mí, Ana Vega!

Se trataba de una anciana consumida, casi calva, desdentada. Luisa se llamaba y pertenecía a la familia Vega, como casi una veintena de las que habían sido detenidas en la gitanería de la huerta de la Cartuja. Ana la miró. «¿Ese es mi destino?», pensó. ¿Era eso lo que pretendía decirle la vieja Luisa? Se obligó a sonreírle.

—Mírame bien —insistió la otra no obstante—. ¿Qué ves?

Ana abrió las manos en gesto de incomprensión, sin saber qué contestarle.

—¿Orgullo? —se preguntó la anciana a modo de respuesta.

—¿Para qué nos sirve?

Ana acompañó su pregunta con un gesto displicente.

—Para que seas la mujer más bella de España. Sí —afirmó Luisa ante la indolencia con que la otra acogió el elogio—. El rey y Ensenada pueden separarnos de nuestros hombres para que dejemos de tener hijos. Eso es lo que dicen pretender, ¿no? Acabar con nuestra raza. Pueden también apalearnos y matarnos de hambre; pueden hasta robarnos la hermosura, pero nunca podrán quitarnos el orgullo.

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