La reina descalza (29 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

BOOK: La reina descalza
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El ruido que produjo el hijo del campesino al caer no pareció importar a nadie. Milagros sudaba y jadeaba, pero sobre todo temblaba, un temblor incontrolable. Oyó cómo se movía el muchacho y supo con certeza que volvería a atacarla: era como un animal encelado, ciego.

—¡Tengo un cuchillo! —gritó mientras trataba de encontrar en los bolsillos del delantal de María la navaja que utilizaba la vieja para cortar las plantas—. ¡Te mataré si te acercas!

La anciana se despertó sobresaltada por los gritos y la agitación. Confusa, balbució algunos sonidos sin sentido. Milagros encontró por fin la navaja y la exhibió, con mano temblequeante, ante los ojos de rata que volvían a estar de nuevo a su lado; la hoja brilló a la luz de la luna que se colaba en la choza.

—¡Te mataré! —masculló con ira.

—¿Qué… qué sucede? —acertó a preguntar la vieja María.

—Fernando —la voz provenía de la cama de la madre—, lo hará, te matará, es una gitana, una Vega, y si tienes la desgracia de que no lo haga ella, lo hará su abuelo, pero antes, con toda seguridad, Melchor te castrará y te arrancará los ojos. ¡Deja tranquila a la niña!

Con la navaja temblorosa delante de su rostro, Milagros lo vio retroceder como el animal que era: a cuatro patas. Entonces su mano cayó cual peso muerto.

—¿Qué ha sucedido, niña? —insistió la anciana pese a intuir la respuesta.

Nunca nadie la había tocado ahí, y jamás habría imaginado que el primero sería un payo miserable. El amanecer las pilló despiertas, tal y como habían permanecido el resto de la noche. La luz fue mostrando la pobreza y la suciedad del interior de la barraca, pero Milagros no prestó atención a ello; la muchacha se sentía aún más sucia que aquella choza. ¿Le habría robado la virginidad aquel malnacido? De ser así, jamás podría casarse con un gitano. Aquella posibilidad la había obsesionado a lo largo de las horas. Mil veces rememoró las confusas escenas y mil veces se recriminó no haber hecho más por impedirlo. Pero había pateado, lo recordaba; quizá fuera en aquel momento…, seguro que había sido entonces cuando el muchacho pudo alcanzar su virtud. Al principio dudó en hacerlo, pero luego se confió a María.

—¿Hasta dónde ha llegado? —la interrogó la anciana en la oscuridad sin esconder su preocupación.

María era una de las cuatro mujeres que siempre intervenía, por parte de los Vega, en la comprobación de la virginidad de las novias. Milagros hizo un gesto de ignorancia con las manos que la otra no llegó a ver. ¿Qué sabía ella? ¿Hasta dónde tenía que llegar? Solo recordaba el dolor y una terrible sensación de humillación y desamparo. Se veía incapaz de definirla; era como si en aquel preciso instante, tan solo un segundo, todo y todos hubieran desaparecido y ella se enfrentase a sí misma, a un cuerpo mancillado que la insultaba.

—No lo sé —contestó.

—¿Ha hurgado dentro de ti? ¿Cuánto rato? ¿Cuántos dedos te ha metido?

—¡No lo sé! —gritó. Milagros se encogió ante la luz que iba penetrando en la barraca.

—Cuando amanezca —le susurró la curandera—, comprueba si tus enaguas están manchadas de sangre, aunque sean solo unas gotas.

«¿Y si lo están?», tembló la muchacha.

Gabriel, su esposa y sus hijos empezaron a levantarse. Milagros mantuvo la cabeza gacha y procuró evitar cruzar su mirada con los dos muchachos mayores; lo hizo sin embargo con un pequeño atezado de pelo rubio que no se atrevió a acercarse a ella pero que le sonrió con unos dientes extrañamente blancos. María volvió a torcer el gesto cuando la niñita rubia a la que se abrazaba el campesino en sus sueños mostró unos minúsculos y nacientes senos desnudos al desperezarse por delante de su padre. Josefa, se llamaba la pequeña; la había tratado de unas molestas lombrices hacía pocos meses. La niña, azorada, se escondió de la curandera al percatarse de su presencia.

El campesino, rascándose la cabeza, se dirigió a los tableros que usaba para cerrar la puerta seguido por el borrico, libre de ronzales. María señaló la puerta con el mentón.

—Ve —le dijo a Milagros, que se levantó y esperó junto al animal.

—¿Dónde piensas que vas? —gruñó el campesino.

—Tengo que salir —contestó la muchacha.

—¿Con esas ropas de colores? Te reconocerían a una legua de distancia. Ni lo pienses.

Milagros buscó la ayuda de la anciana.

—Tiene que salir —afirmó esta ya junto a la muchacha.

—Ni hablar.

—Tápate con esto.

Gabriel y las gitanas se volvieron hacia la esposa del campesino. La mujer, en pie, despeinada, vestida con una simple camisa bajo la que se adivinaban unas grandes caderas y unos inmensos pechos caídos, lanzó a Milagros una manta que la muchacha cogió al vuelo y se echó por los hombros.

El campesino renegó por lo bajo y les franqueó el paso cuando terminó con el último tablero. El primero en salir fue el borrico. Luego lo hizo Milagros, y cuando lo iba a hacer la anciana, los dos muchachos mayores trataron de colarse.

—¿Adónde creéis que vais? —inquirió María.

—También tenemos que salir —contestó uno de ellos.

La anciana vio la herida bajo su oreja y se apostó en la puerta, pequeña como era, con las piernas abiertas y la penetrante mirada de gitana en sus ojos.

—De aquí no sale nadie, ¿entendido? —Luego se volvió hacia Milagros y le indicó que se alejase hacia los campos.

La joven gitana tardó en comprobar si había perdido su virtud. Tardó lo suficiente como para que la vieja María, atenta a la lascivia que destilaba el muchacho que la había atacado durante la noche, comprendiera en toda su magnitud cuál era la verdadera situación en la que se encontraban: habían superado la noche, superarían ese momento si el joven, que no dejaba de moverse sobre sus pies, inquieto, no la empujaba y corría a forzar otra vez a Milagros. Nadie podría impedírselo.

De repente se supo vulnerable, tremendamente vulnerable; allí no era como entre su gente, no la respetaban. ¿Un padre que se acostaba con su hija pequeña? No haría nada por impedirlo, tal vez incluso se sumara complacido. Observó a la esposa: desgajaba las migas de un mendrugo con aire distraído, ajena a todo. Si las mataban, Melchor nunca se enteraría… Si superaban esa mañana, ¿qué sucedería al día siguiente y al otro? ¿Cómo protegería a Milagros? La muchacha era bella y atractiva, emanaba sensualidad con cada movimiento. No habrían andado un par de leguas antes de que cualquier hombre se echara encima de la niña, y ella solo sería capaz de responder con gritos e insultos. Esa era la cruda realidad.

Un ruido a sus espaldas le hizo volver la cabeza. La sonrisa de Milagros le confirmó que continuaba siendo virgen, o cuando menos eso creía ella. No le permitió acercarse.

—Vámonos —ordenó—. La manta va por los huevos que me debéis —añadió en dirección a la campesina, que se encogió de hombros y continuó con el mendrugo.

—Espere —le pidió Milagros cuando ya la anciana se dirigía hacia ella—. ¿Ha visto a ese niño rubio y de piel morena? —María asintió al tiempo que cerraba los ojos—. Parece listo. Llámelo. He pensado que puede hacer algo por nosotras.

Fray Joaquín contempló el abrazo en el que se fundieron Caridad y Milagros.

—¡Gracias a Dios que estás bien! —exclamó el religioso al llegar a las inmediaciones de la solitaria ermita del Patrocinio, enclavada ya en la vega, a las afueras de Triana, antes de que Milagros y Caridad corrieran la una hacia la otra.

—¡Deje usted a Dios de lado! —exclamó al punto María, logrando que el fraile mudase su semblante de alegría y se volviese hacia ella—. La última vez que su reverencia habló de Dios me dijo que tenía que venir a mi casa y en su lugar aparecieron los soldados del rey. ¿Qué Dios es ese que permite que se detenga a mujeres, ancianos y niños inocentes?

Fray Joaquín titubeó antes de abrir los brazos en señal de ignorancia. Desde ese momento, fraile y anciana separados, permanecieron en silencio mientras Milagros asaeteaba a preguntas a Caridad, que apenas podía responder.

El niño atezado de los campesinos de Camas corría su despierta mirada de unos a otros, intranquilo ante la inesperada respuesta de la curandera y por el brazalete plateado que Milagros le había prometido si llevaba a fray Joaquín, de San Jacinto —la muchacha se lo había repetido varias veces—, a la ermita del Patrocinio. A la vieja María no le gustaban los religiosos, desconfiaba de todos ellos, de los seculares y de los regulares, de los sacerdotes y de los frailes, pero se plegó a los deseos de Milagros.

—¿Y mi madre? ¿Y mi padre?

—Detenidos —contestó Caridad—. Se los llevaron a todos, atados a una cuerda, custodiados por los soldados. Por un lado iban los hombres; por otro, las mujeres y los niños. Tu madre me preguntó por ti…

Milagros ahogó un suspiro al imaginar a la orgullosa Ana Vega tratada como una criminal.

—¿Dónde están? —inquirió—. ¿Qué van a hacer con ellos?

El rostro redondo de Caridad se volvió hacia el fraile en busca de ayuda.

—Dígale lo que tiene previsto su Dios para con ellos —masculló la curandera.

—Dios no tiene nada que ver con esto, mujer —se defendió en esta ocasión fray Joaquín.

Habló por lo bajo, no obstante, sin enfrentarse a la gitana. Sabía que su afirmación no era cierta; había corrido la voz de que el confesor del rey Fernando VI había aprobado la redada de los gitanos para tranquilizar la conciencia del monarca: «Grande obsequio hará el rey a Dios Nuestro Señor —contestó a la cuestión el jesuita— si logra extinguir a esta gente».

Pero a partir de ahí las palabras se atoraron en la garganta del fraile, con Milagros y Caridad pendientes de él, la una temiendo saber, la otra temiendo que supiera.

—¿Qué es lo que va a pasar con nuestra gente? —apremió su contestación la vieja María, convencida de que a ella se la proporcionaría.

Así fue, y lo hizo casi de corrido.

—Los hombres y los niños mayores de siete años serán destinados a trabajos forzados en los arsenales, los sevillanos al de La Carraca, en Cádiz; las mujeres y los demás, recluidos en establecimientos públicos. Tienen intención de enviarlos a Málaga.

—¿Por cuánto tiempo? —preguntó Milagros.

—De por vida —balbució el fraile, seguro de que su revelación originaría un nuevo estallido en Milagros. No solo sufría al verla llorar, también sentía la incontrolable necesidad de acompañarla en su dolor.

Pero, para su sorpresa, la muchacha apretó los dientes, se separó de Caridad y se plantó frente a él.

—¿Dónde están ahora? ¿Se los han llevado ya?

—Los hombres están en la cárcel real; las mujeres y los niños, en el cobertizo de un pastor de Triana. —El silencio se hizo entre ambos. Los ojos melosos de la muchacha se mostraban airados, fijos, penetrantes, como si recriminaran al fraile su desgracia—. ¿En qué piensas, Milagros? —inquirió con la culpa rondando sus sensaciones—. Es imposible que escapen. Están custodiados por el ejército. No tienen la más mínima posibilidad.

—¿Y el abuelo? ¿Se sabe algo de mi abuelo?

«El abuelo sabrá qué hacer —pensó—. Él siempre…»

—No. No tengo noticia alguna de Melchor. Ninguno de los del tabaco lo ha visto.

Milagros bajó la cabeza. El mocoso de Camas se acercó a ella angustiado por el cariz que estaba tomando la situación y por el brazalete prometido. Fray Joaquín hizo ademán de apartarlo, pero la muchacha se lo impidió.

—Toma —susurró tras quitarse el adorno.

El chico había cumplido. ¿Qué importancia podía tener ahora una pulsera?, concluyó cuando el chaval corría ya con su tesoro sin siquiera haberse despedido.

Las tres mujeres y el fraile lo contemplaron en su carrera, cada uno inmerso en el remolino de preocupaciones, odios, miedos y hasta deseos que se cernían sobre ellos.

—¿Qué haremos ahora? —preguntó Milagros en el momento en que el chiquillo desaparecía entre los frutales.

Caridad no contestó, la vieja María tampoco; las dos mantuvieron la mirada perdida en la distancia, por donde debía de seguir corriendo el chiquillo. Fray Joaquín… fray Joaquín llegó a clavarse las uñas de los dedos de una mano en el dorso de la otra y tragó saliva antes de hablar.

—Vente conmigo —propuso.

Lo había pensado. Lo había decidido tan pronto como el niño de Camas acudió a él con el recado de la muchacha. Lo había sopesado durante el camino hasta la ermita del Patrocinio y había aligerado el paso y sonreído al mundo a medida que se convencía de aquella posibilidad, pero llegado el momento sus argumentos y sus anhelos se vinieron abajo ante la sacudida de sorpresa que observó en los hombros de Milagros, que ni siquiera se volvió, y los gritos de la anciana, que se abalanzó contra él como una posesa.

—¡Perro bellaco! —Le escupió al rostro poniéndose de puntillas, sin dejar de hacer aspavientos con los brazos.

El joven fraile no la escuchaba, no la veía; su atención permanecía fija en la espalda de Milagros, que al fin se volvió con la confusión en su semblante.

—Sí —insistió el religioso dando un paso al frente y apartando a la curandera, que cesó en sus gritos—. Vente conmigo. Escaparemos juntos… ¡A las Indias si es necesario! Yo cuidaré de ti ahora que…

—¿Ahora que qué? —terció María detrás de él—. ¿Ahora que han detenido a sus padres? ¿Ahora que no quedan gitanos?

La vieja continuó sus imprecaciones mientras Milagros enfrentaba su mirada a la del fraile y negaba con la cabeza, alterada. Sabía que le gustaba, siempre había percibido la atracción que ejercía sobre él, pero se trataba de un fraile. Y de un payo. Se acercó a Caridad, que presenciaba la escena boquiabierta, en busca de apoyo.

—Mi abuelo le mataría —acertó a decir entonces Milagros.

—No nos encontraría —se le escapó al fraile.

Al instante comprendió su error. Milagros se irguió, el mentón firme y alzado. La vieja María dejó de gruñir. Incluso Caridad, pendiente de su amiga, volvió el rostro hacia él.

—Es imposible —sentenció entonces la muchacha.

Fray Joaquín respiró hondo.

—Huid, pues —dijo tratando de aparentar una serenidad y un aplomo que no sentía—. No podéis permanecer aquí. Los soldados y los justicias de todos los reinos están buscando a los gitanos que no han sido detenidos. Han dictado pena de muerte para quienes no se entreguen, sin juicio, allí donde los encuentren.

Dos gitanas, pensó entonces la vieja María, una de ellas una joven preciosa y deseable, la otra, una anciana incapaz de recordar cuándo fue la última vez que había corrido como lo había hecho el niño de Camas, si es que alguna vez había llegado a hacerlo. Y junto a ellas, andando los caminos, una mujer negra, tan negra que llamaría la atención a leguas de distancia. ¿Huir? Esbozó una triste sonrisa.

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