La reina descalza (31 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

BOOK: La reina descalza
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—No hago más que pensar… —empezó a añadir Milagros antes de que el herrero la interrumpiese.

—No lo hagas, niña —la exhortó el gitano—. Yo no desearía que mis hijos se entregasen. Seguro que tus padres tampoco lo desean. Conserva tu libertad y vive; es lo mejor que puedes hacer por ellos.

—¿Vivir? —Milagros abrió su mano para abarcar los campos áridos que amenazaban ya con quemarles los pies un día más.

—Dejad el Andévalo y bajad a la costa, hacia tierra llana…

—¡Nos detendrán! —se opuso la muchacha.

—¿Qué podríamos hacer allí? —terció la anciana con interés.

—Allí encontraréis gitanos. Es posible que el rey haya detenido a los que vivían en pueblos o ciudades, pero hay muchos más, los que hacen los caminos; con esos no habrán dado. También hay muchos otros establecidos en pueblos en los que no estaba permitida la residencia de gitanos, todos ellos habrán abandonado esos lugares. Están en tierra llana, lo sé. Se trata de una zona más rica que el Andévalo.

—Nos dirigimos a Barrancos.

El gitano enarcó las cejas hacia Milagros.

—¿Para qué?

—Confiamos encontrarnos allí con mi abuelo.

María escuchaba a medias. Había gitanos en tierra llana y Domingo sabía dónde. Era lo que había estado deseando a lo largo de esos días de camino: encontrarse con su gente. Pese a la decisión tomada en Triana, la anciana recelaba de ir a Barrancos. Había tenido cuatro largos días para meditar en ello: Melchor podía no aparecer o tardar en hacerlo, lo cual las dejaba igualmente solas ante los peligros que las acechaban.

—¿Solo confiáis? ¿No estáis seguras? —se sorprendió el hombre. Luego miró a Milagros de arriba abajo, negó con la cabeza y se volvió hacia la anciana—. Es un pueblo de contrabandistas. Barrancos… está entre barrancos, totalmente aislado. ¿Os dais cuenta de dónde vais a meteros? —Acompañó su pregunta con un expresivo gesto en dirección a Milagros y a Caridad, que se mantenía al margen—. Una gitana bella, deseable, joven…, virgen, y una negra exuberante. No duraréis dos días, ¿qué digo?, ni un par de horas.

Durante unos instantes los cuatro escucharon lo que parecía el crepitar de la tierra seca en su derredor.

—Tiene razón —afirmó la anciana al cabo.

—¿Qué quiere decir? —saltó la muchacha previendo las intenciones de María—. El abuelo…

—Tu abuelo es gitano —le interrumpió la otra—. Melchor buscará a los suyos. Si hacemos correr la voz entre nuestra gente, un día u otro lo encontraremos o lo hará él, pero no debemos ir a ese pueblo, niña.

«Que deje de esconderse como una mujer asustada.» Meses antes de la gran redada, el escarnio atormentó los pasos de Melchor después de martirizarse entonando su queja de galera ante la capilla abierta de la Virgen del Buen Aire en Triana. Con la silenciosa condena del tío Basilio por la muerte de su nieto Dionisio y sobre todo con la mueca de desprecio de su hija Ana marcadas a fuego en su conciencia, el gitano se encaminó a la raya de Portugal; allí se toparía con el Gordo cuando el contrabandista ni siquiera pudiera sospecharlo y entonces… Melchor escupió. ¡Entonces se vería quién era una mujer asustada! Lo mataría como el perro que era y le cortaría la cabeza…, los testículos o quizá una mano, cualquier cosa que pudiera ofrecer públicamente al tío Basilio en desagravio.

De camino, evitó ventas y pueblos, salvo uno en el que se detuvo lo estrictamente necesario para comprar algo de comida y tabaco, maldiciendo su suerte por tener que pagarlo, en una pequeña tienda a la que el rey obligaba a venderlo por una décima parte de su precio, como sucedía en todas aquellas poblaciones en las que no era rentable instalar un estanco. Durmió a cielo raso las tres noches que transcurrieron hasta llegar a la capital de las tierras de Aracena, enclavada entre las faldas de Sierra Morena. Melchor conocía la villa: eran muchas las ocasiones en las que había estado en ella. A unas cuatro leguas se hallaba Jabugo, lugar de carga del tabaco de contrabando, y a siete, la raya de Portugal, con las poblaciones de Barrancos y Serpa, centros del comercio ilícito. Aracena, sometida al señorío del conde de Altamira, contaba con seis mil habitantes repartidos a lo largo de una veintena de calles desparramadas bajo los restos de un imponente castillo que dominaba la ciudad; cuatro plazas, la parroquia de la Asunción, inacabada pese a los esfuerzos del pueblo, algunas ermitas y cuatro conventos, dos de religiosos y dos de monjas.

El gitano sintió el frío de la sierra; la temperatura de la primavera no era la misma allí que en Triana y él andaba sin su chaquetilla azul, que había acompañado a las pertenencias del joven Dionisio en la hoguera de su malhadado funeral. Cada sábado se celebraba mercado, principalmente de grano, que los extremeños aprovechaban para vender en un lugar donde el cultivo de cereales era casi inexistente. Encontraría una chupa o alguna chaquetilla, aunque difícilmente como la que había sacrificado por el muchacho… ¿o por él mismo? «Es jueves», le contestó un vecino. Esperaría al sábado. No tenía intención de permanecer en la villa; se hallaba algo alejada de la ruta del tabaco. Encaminó sus pasos a un pequeño mesón que conocía y a cuyo dueño tenía por discreto. Tampoco deseaba que su presencia por allí fuera conocida y pudiera llegar a oídos del Gordo o de sus hombres.

—Melchor —le saludó el patrón sin dejar de atender a sus quehaceres.

—¿Qué Melchor? —inquirió este. El mesonero se limitó a entrecerrar los ojos un instante—. Yo no he visto a nadie que se llame Melchor, ¿y tú?

—Tampoco.

—Eso está bien. ¿Tienes libre el cuarto trasero?

—Sí.

—Pues llévame de comer y beber.

El gitano le entregó una moneda, suficiente para cubrir los gastos y el silencio, y se encerró en la diminuta habitación que el mesonero ofrecía a sus escasos huéspedes. Fumó, comió y bebió. Volvió a fumar y bebió hasta que sus recuerdos y sus culpas se transformaron en manchas borrosas e inconexas. Intentó dormir pero no lo consiguió. Bebió más.

El amanecer que se coló por el único ventanuco de la habitación le pilló humillado y aterido de frío, sentado en el suelo, la espalda contra la pared, a los pies del camastro. Echó mano a la frasca de vino, a su lado: vacía. Intentó gritar para pedir más vino, pero solo le salió un ronquido sordo que arañó su garganta. Trató de tragar saliva; tenía la boca reseca, así que se levantó como pudo y salió al mesón, todavía cerrado al público, donde se hizo con otra frasca de vino y regresó al cuartucho. En pie, soportó una sucesión de arcadas que le sobrevinieron tras el primer trago, ávido y largo. Y mientras su estómago se hacía al castigo, dejó que su espalda se deslizara por la pared hasta caer en el mismo lugar en el que había despertado. El sábado, después de haber dejado transcurrir las horas bebiendo y fumando, escapando de sí mismo, sin probar la comida que le llevaba el mesonero, le pilló con una única obsesión en su mente, ya ahogada hasta la venganza en el vino áspero de la sierra: comprar la mejor chaquetilla que pudiera encontrar en el mercado de Aracena.

La plaza Alta estaba tomada por los extremeños de más allá de las sierras que ofrecían el trigo, la cebada y el centeno que no se cultivaba allí. Junto a ellos, gentes venidas de los pueblos cercanos anunciaban sus mercaderías. La algarabía le aturdió. Melchor, sucio y con los ojos inyectados en sangre, caminaba junto a la casa del cabildo municipal y cayó en la cuenta de que carecía de documentación que le permitiera hallarse en aquel o en cualquier otro pueblo; no había tenido la precaución de coger alguna de las cédulas de que disponía. Entonces forzó la vista, resecos los ojos, para mirar enfrente del cabildo, al otro lado de la plaza, hacia la parroquia de la Asunción, que continuaba igual que siempre, inacabada, con el arranque de los pilares y los muros de la tercera y cuarta crujía a la intemperie y a diferentes alturas, como dientes serrados que rodeaban las dos naves y media que sí se habían terminado y que se utilizaban para el culto. Así estaba desde hacía más de cien años. ¿Cómo iban a detenerle en un pueblo que no era capaz de terminar su iglesia principal? Con la mano sobre los ojos para protegerse del sol, miró a su alrededor, a los diferentes cajones y puestos en los que se mercadeaba y a la gente que se movía entre ellos. La brisa era fresca. Distinguió el cajón de un ropavejero y se encaminó hacia él: prendas usadas, oscuras y mil veces remendadas propias de pastores y cabreros. Revolvió entre ellas sin mucha convicción; cualquiera de color azul, rojo o amarillo, con filigranas doradas o plateadas hubiera destacado.

—¿Qué buscas? —le preguntó el ropavejero, que ya había advertido que Melchor era gitano, como delataban los aros en las orejas y las calzas ribeteadas en oro.

Melchor alzó hacia el tendero su rostro atezado y surcado de arrugas.

—Una buena chaquetilla roja o azul, algo que parece que no tienes.

—En ese caso, despeja el puesto —le apremió el ropavejero con un gesto despectivo de la mano.

Melchor suspiró. El desprecio le despertó de la resaca de dos días de consumo incontrolado de vino áspero y fuerte.

—Deberías tener lo que deseo.

Lo dijo en tono bajo y grave, enfrentando sus ojos gitanos a los del hombre, que cedió primero y los bajó; podía gritar o llamar al alguacil, pero ¿quién le aseguraba que no hubiera más gitanos y que estos no buscaran venganza después? ¡Siempre iban en grupo!

—Yo… no… —tartamudeó.

—¿Y qué es lo que tanto deseas como para amenazar a este buen hombre?

La pregunta fue formulada a espaldas de Melchor. Voz de mujer. El gitano permaneció quieto, tratando de encontrar en la expresión del ropavejero algún indicio que le revelase qué era lo que podía hallarse tras él. Era mucha la gente que discurría entre los estrechos pasillos que dejaban los cajones. ¿Una sola mujer? ¿Varias personas? ¿El alguacil? El ropavejero no pareció tranquilizarse; probablemente una sola mujer, atrevida sin embargo, pensó Melchor antes de volverse y contestar:

—Respeto. Eso es lo que deseo.

Era baja y fuerte. El rostro curtido por el sol y el cabello canoso sobresaliendo bajo una pañoleta. Melchor le echó poco más o menos cincuenta años, los mismos que parecía tener su ropa ajada. De su brazo derecho colgaba un cesto con grano comprado en el mercado.

—¡No exageres! —exclamó la mujer—. Los git…, los hombres —se corrigió— sois cada vez más quisquillosos. Seguro que Casimiro no ha querido ofenderte. Corren tiempos difíciles. ¿No es cierto, Casi?

—Así es —contestó el ropavejero.

Pero Melchor no le hizo caso. El desparpajo de la mujer le agradó. Y tenía unos pechos generosos, pensó al tiempo que los miraba sin recato.

—¿Y tú eres el que hablas de respeto? —le recriminó ella ante su desvergüenza. Sin embargo, la sonrisa que se esbozó en sus labios no acompañaba a sus palabras.

—¿Qué más respeto que admirar lo que Dios nos ofrece?

—¿Dios? —replicó la mujer entornando los ojos hacia sus pechos—. Esto solo lo ofrezco yo, Dios no tiene nada que ver. Míos son y hago lo que quiero con ellos.

Melchor soltó una carcajada. El ropavejero veía pasar a la gente sin que nadie se acercase al cajón ante el que se encontraba la pareja. Abrió las manos en gesto de apremio hacia la mujer, pero ella permanecía atenta al gitano, que se frotó el mentón y luego replicó:

—Mal negocio entonces. Los curas dicen que Dios es extremadamente generoso.

Ahora fue ella quien rió.

—¿Qué pretendes? Solo somos dos personas… ¿solitarias? —Melchor asintió; la mujer pensó un instante y torció el gesto antes de examinar al gitano de arriba abajo—. ¿Tú y yo? Hasta Dios se asustaría.

—Nicolasa, te lo ruego —gimió el ropavejero instándola a abandonar el puesto.

Melchor alzó un brazo ordenándole que callara.

—Nicolasa —repitió como si se propusiese recordar ese nombre—. Pues si Dios es asustadizo, que sea el diablo quien nos acompañe.

—¡Calla! —clamó ella mirando a uno y otro lado por si alguien había llegado a escuchar la propuesta. Casimiro aprovechó para suplicarle una vez más que se marcharan—. ¿Cómo se te ocurre encomendarte al diablo? —susurró tras acceder al ruego del ropavejero y tirar del gitano lejos del puesto, mientras aquel volvía a anunciar sus prendas a voz en grito, como si pretendiese recuperar el tiempo perdido.

—Mujer, por estar contigo bajaría al infierno a tomar un vino con el mismo Lucifer.

Nicolasa se detuvo en seco, entre la gente, con expresión confundida.

—Me han galanteado muchas veces…

—No me cabe duda —la interrumpió Melchor.

—De joven me propusieron el cielo y las estrellas… —continuó ella—, luego solo me dieron un par de cochinos, varios hijos que me abandonaron y un esposo que decidió morirse —se quejó—, pero nunca nadie había prometido bajar al infierno por mí.

—Los gitanos lo conocemos bien.

Nicolasa lo miró con picardía.

—Delgado como un palo —se burló—, ¿tienes algo más que brazos y piernas?

Melchor ladeó la cabeza. Ella le imitó.

—Ten en cuenta que el diablo me expulsó del infierno cuando vio lo que no son ni brazos ni piernas. —Ella le empujó con una risotada—. ¡Es cierto! ¿Has oído hablar del rabo de Lucifer? Pues se queda en nada comparado…

—¡Farsante! ¡Eso habrá que verlo! —exclamó la mujer colgándose de su brazo.

14

Tras el día de la gran redada, la desgracia empezó a cebarse en los gitanos, que todavía confiaban en superarla, como tantas otras veces había sucedido. El 16 de agosto de 1749 por la mañana, cerca de trescientos gitanos de Sevilla fueron conducidos por los soldados desde la cárcel real hasta el puerto de la ciudad. Allí, acosados e insultados por la gente, embarcaron en gabarras para ser transportados Guadalquivir abajo al arsenal de La Carraca, en Cádiz. Ese mismo día por la tarde, más de quinientas mujeres y sus hijos menores partieron en galeras, carros y carromatos custodiados por el ejército con destino a la alcazaba de Málaga, donde el marqués de la Ensenada tenía previsto que fueran encarcelados.

Lo mismo sucedía en toda España: alrededor de doce mil gitanos, gente infame y nociva al decir de las autoridades, habían sido detenidos en la nefasta redada del 30 de julio con un único objetivo: la extinción de su raza. Los varones y mayores de siete años eran trasladados a La Carraca, si eran sevillanos; a Cartagena, en levante, o al Ferrol, en el reino de Galicia; otros eran destinados a las minas de Almadén para ser esclavizados en la extracción del azogue con el que se trataba la plata de las Indias. A las mujeres y sus chiquillos los trasladaban a Málaga o a Valencia, a los castillos de Oliva y Gandía: ellas eran consideradas incluso más peligrosas que los hombres: «Se pondrá muy particular cuidado —decía la orden de junio de 1749— en asegurar y prender a las mujeres por ser muy conveniente esta diligencia para conseguir el fin a que se dirige esta providencia tan importante a la quietud del reino».

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