—¿Qué me dices? —insistió Milagros.
Todos los gitanos eran peligrosos, pero Melchor Vega lo era más aún. Y la muchacha era una Vega.
—Adelante —cedió.
Caridad dejó escapar el aire que inconscientemente había retenido en los pulmones y siguió a la muchacha.
Unos pasos más allá, entre el bullicio de borricos y mulas, arrieros, trajineros y mercaderes, Milagros se volvió y le sonrió con un gesto triunfal. Olvidó la discusión con sus padres y cambió de actitud.
—¿Para qué quieres ir a los Negritos?
Caridad alargó la zancada y en un par de ellas se colocó a su lado.
—Las monjas dijeron que me ayudarían.
—Monjas y curas, mentirosos todos —sentenció la gitana.
Caridad la miró extrañada.
—¿No me ayudarán?
—No creo. ¿Cómo van a hacerlo? No pueden ni ayudarse entre ellos. Dice el abuelo que antes había muchos morenos, pero que ahora ya quedan pocos y todos los dineros que consiguen los emplean en majaderías: en la iglesia y las imágenes. Antes hasta existía otra cofradía de morenos en Triana, pero se quedó sin clientes y desapareció.
Caridad volvió a quedarse atrás con las decepcionantes palabras de la muchacha en su mente, mientras esta, pasado el puente, se encaminaba resuelta hacia el sur para rodear la muralla en dirección al barrio de San Roque.
A la altura de la Torre del Oro, la muchacha se detuvo y se volvió de repente.
—¿Para qué quieres que te ayuden?
Caridad abrió las manos frente a sí, confundida.
—¿Qué es lo que crees que harán por ti? —insistió la gitana.
—No sé… Las monjas me dijeron… Son negros, ¿no?
—Sí. Lo son —contestó la muchacha con resignación antes de retomar el camino.
Si eran negros, aventuró Caridad de nuevo tras los pasos de la gitana sin apartar la vista de las bonitas cintas de colores que adornaban el cabello de la muchacha y los coloridos pañuelos que llevaba atados a sus muñecas, revoloteando en el aire, ese sitio tenía que ser algo parecido a los barracones, cuando se reunían los días de fiesta. Allí todos eran amigos, compañeros en la desdicha aunque no se conociesen, aunque ni siquiera se entendiesen: lucumíes, mandingas, congos, ararás, carabalíes… ¿Qué más daba el idioma en que hablasen? Allí cantaban, bailaban y disfrutaban, pero también trataban de ayudarse. ¿Qué otra cosa podía hacerse en una reunión de negros?
Milagros no quiso acompañarla al interior de la iglesia.
—Me echarían a patadas —anunció.
Un sacerdote blanco y un negro ya viejo que se presentó orgulloso como el hermano mayor de la cofradía, también al cuidado de la pequeña capilla de los Ángeles, la examinaron de arriba abajo sin esconder una mueca de aversión hacia sus sucias ropas de esclava, tan fuera de lugar en el boato que pretendían para su templo. ¿Qué quería?, le había preguntado el hermano mayor con displicencia. A la titilante luz de las velas de la capilla, Caridad estrujó el sombrero de paja entre sus manos y se enfrentó al negro como a un igual, pero tanto su ánimo como su voz se fueron apagando ante la crueldad del examen al que fue sometida. ¿Las monjas?, continuó el hermano mayor, llegando casi a alzar la voz. ¿Qué tenían que ver allí las monjas de Triana? ¿Qué sabía hacer? ¿Nada? No. El tabaco no. En Sevilla solo los hombres trabajaban en la fábrica de tabaco. En Cádiz, sí. En la fábrica de Cádiz sí que trabajaban las mujeres, pero estaban en Sevilla. ¿Sabía hacer algo más? ¿No? En ese caso… ¿La cofradía? ¿Tenía dinero para entrar en la cofradía? ¿No sabía que había que pagar? Sí. Por supuesto. Había que pagar para pertenecer a la cofradía. ¿Tenía dinero? No. Claro. ¿Era libre o esclava? Porque si era esclava tenía que traer la autorización de su amo…
—Libre —logró afirmar Caridad al tiempo que clavaba sus ojos en los del negro—. Soy libre —repitió arrastrando las palabras, tratando infructuosamente de encontrar en aquellos ojos la comprensión de un hermano de sangre.
—Entonces, hija mía… —Caridad bajó la mirada ante la intervención del sacerdote, que hasta ese momento había permanecido en silencio—. ¿Qué es lo que pretendes de nosotros?
¿Qué pretendía?
Una lágrima corrió por su mejilla.
Salió corriendo de la iglesia.
Milagros la vio cruzar la calle Ancha de San Roque e internarse en el descampado que se abría detrás de la parroquia en dirección al arroyo del Tagarete. Caridad corría ofuscada, cegada por las lágrimas. La gitana negó con la cabeza al tiempo que sentía una punzada en el estómago. «¡Hijos de puta!», masculló. Se apresuró tras ella. Unos pasos más allá tuvo que detenerse para recoger el sombrero de paja de Caridad. La encontró en la orilla del Tagarete, donde había caído de rodillas, ajena a la fetidez del arroyo que recibía las aguas fecales de toda la zona: lloraba en silencio, igual que la tarde anterior, como si no tuviera derecho a ello. En esta ocasión se tapaba el rostro con las manos y se mecía de adelante atrás mientras tarareaba entrecortadamente una triste y monótona melodía. Milagros ahuyentó a unos chiquillos andrajosos que curioseaban. Luego acercó una mano al pelo negro ensortijado de Caridad, pero no se atrevió a tocarlo. Un tremendo escalofrío recorrió todo su cuerpo. Aquella melodía… Todavía con el brazo extendido observó cómo se le erizaba el vello ante la profundidad de esa voz. Sintió que las lágrimas se le acumulaban en los ojos. Se arrodilló junto a ella, la abrazó con torpeza y la acompañó en su llanto.
—Abuelo.
Llevaba más de un día atenta, esperando a que Melchor regresase al callejón. Había corrido hasta la gitanería de la Cartuja para ver si lo encontraba allí, pero no le dieron razón. Regresó y se apostó a la puerta del corral de vecinos; quería hablar con él antes que nadie. Melchor sonrió y negó con la cabeza al solo tono de voz de su nieta.
—¿Qué es lo que quieres esta vez, mi niña? —le preguntó al tiempo que la agarraba del hombro y la separaba del edificio, apartándola de los Carmona que se movían por allí.
—¿Qué va a hacer con Caridad… con la negra? —aclaró ante la expresión de ignorancia del gitano.
—¿Yo? Estoy cansado de decir que no es mía. No sé… que haga lo que quiera.
—¿Podría quedarse con nosotros?
—¿Con tu padre?
—No. Con usted.
Melchor apretó a Milagros contra sí. Anduvieron unos pasos en silencio.
—¿Tú quieres que se quede? —preguntó el gitano al cabo.
—Sí.
—Y ella, ¿quiere quedarse?
—Caridad no sabe lo que quiere. No tiene adónde ir, no conoce a nadie, no tiene dinero… Los Negritos…
—Le han pedido dinero —se le adelantó él.
—Sí. —confirmó Milagros—. Le he prometido que hablaría con usted.
—¿Por qué quieres que se quede?
La muchacha tardó unos instantes en responder.
—Sufre.
—Mucha gente sufre hoy en día.
—Sí, pero ella es diferente. Es… es mayor que yo y sin embargo parece una niña que no sabe ni entiende de nada. Cuando habla…, cuando llora o cuando canta, lo hace con un sentimiento… Usted mismo dice que canta bien. Era esclava, ¿sabe?
—Lo suponía —asintió Melchor.
—Todo el mundo la ha tratado mal, abuelo. La separaron de su madre y de sus hijos. ¡A uno de ellos lo vendieron! Luego…
—¿Y de qué vivirá? —la interrumpió Melchor.
Milagros permaneció en silencio. Anduvieron unos pasos, el gitano apretando el hombro de su nieta.
—Tendrá que aprender a hacer algo —cedió al cabo.
—¡Yo le enseñaré! —estalló en alegría la muchacha, girando hacia su abuelo para abrazarlo—. Deme tiempo.
Tuvieron que transcurrir cinco meses para que Caridad regresara a la iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles y se encontrara de nuevo con el hermano mayor de la cofradía de los Negritos. Fue en la víspera de la festividad de la patrona, el primero de agosto de 1748. Al atardecer de ese día, entre un numeroso grupo de gitanas escandalosas, Milagros y su madre entre ellas, chiquillos alborozados y hasta algunos hombres con guitarras, Caridad cruzó el puente de barcas para dirigirse al barrio de San Roque.
Todavía conservaba su viejo sombrero de paja con el que, pese a los numerosos agujeros y desgarrones, trataba de protegerse del abrasador sol andaluz. Sin embargo, hacía tiempo que ya no vestía su descolorido traje de bayeta gris. El abuelo le había regalado una camisa roja y una amplia falda más roja todavía, color sangre encendida, ambas prendas de percal, que ella cuidaba con esmero y lucía con orgullo. Las gitanas no sabían coser; sus preciosas ropas las compraban, aunque ninguna de las mujeres descartó que aquellas fueran el fruto de un descuido durante alguna de las correrías del abuelo.
Ana y Milagros no pudieron disimular su admiración ante el cambio experimentado por Caridad. De pie ante todos ellos, tímida y avergonzada pero con sus ojillos pardos brillantes al reflejo colorado de sus nuevas ropas, la sonrisa que se dibujaba en aquel rostro redondeado y de labios carnosos era toda gratitud. Con todo, no fue la sonrisa de Caridad lo que causó admiración en las gitanas; fue la sensualidad que emanaba; las curvas de un cuerpo bien formado; los grandes pechos que tiraban de la camisa para dejar al aire una fina línea de carne de color negro como el ébano entre falda y camisa…
—¡Padre! —le recriminó Ana al percatarse de que precisamente Melchor permanecía embelesado en aquella línea.
—¿Qué…? —se revolvió este.
—¡Maravillosa! —terció en la discusión Milagros aplaudiendo con entusiasmo.
—Toda Sevilla estará hoy reunida en la explanada de los Ángeles —le había explicado Milagros a Caridad ese mismo día—. Habrá muchas oportunidades para vender tabaco o decir la buenaventura; la gente se divierte mucho en esta fiesta, y cuando estén entretenidos… ganaremos un buen dinero.
—¿Por qué? —preguntó Caridad.
—Cachita —contestó la muchacha utilizando el apelativo con el que Caridad le había dicho que la llamaban en Cuba—, ¡hoy se corren gansos! Ya lo verás —interrumpió el gesto de la otra para pedir explicaciones.
Mientras se dirigía a la iglesia, rodeada de gitanas, entre las que destacaba por su altura, acentuada por el viejo sombrero que se resistía a desechar, Caridad observó a Milagros, que iba algo más adelantada, con las jóvenes. «Debe de ser una buena fiesta esa carrera de gansos», pensó entonces, pues la muchacha reía y bromeaba con sus amigas como si hubiese dejado atrás la tristeza que la embargaba desde que, hacía poco más o menos un mes, José Carmona había anunciado el compromiso de su hija con Alejandro Vargas para casarse al cabo de un año. Melchor, que deseaba que su nieta se uniera a alguien de los Vega, desapareció entonces durante más de diez días, de los que regresó en un estado tan deplorable que Ana se preocupó y mandó recado a la vieja María para que acudiese a atenderlo. Aun así, ni la propia Ana apoyó a Melchor en aquel asunto: debía ser el padre de la niña quien decidiera.
A medida que rodeaban las murallas de la ciudad y superaban las diversas puertas, riadas de bulliciosos sevillanos iban sumándose al grupo de gitanos. Ya en las cercanías del descampado, entre el arroyo del Tagarete y la iglesia de los Negritos, el avance se entorpecía. A la espera de que se iniciase la fiesta, la gente, en grupos, charlaba y reía. Aquí y allá, en corros rodeados de espectadores, había hombres y mujeres cantando y bailando. Uno de los gitanos, sin dejar de andar, se arrancó con su guitarra. Varias mujeres dieron unos alegres pasos de baile entre los silbidos y aplausos de los más cercanos, y los gitanos continuaron andando y tocando como si fueran de ronda. Caridad miraba a un lado y a otro: aguadores y vinateros; vendedores de helados, rosquillas, buñuelos y todo tipo de dulces; comerciantes de las mercaderías más peregrinas, algunos anunciando sus productos a gritos, otros haciéndolo subrepticiamente, atentos a los justicias y soldados que paseaban; volatineros que andaban y saltaban sobre cuerdas tendidas en el aire; saltimbanquis; domadores de perros que divertían a las gentes; frailes y curas, centenares de ellos…
«Sevilla es el reino que cuenta con más religiosos», había oído decir Caridad en más de una ocasión, y algunos participaban de la fiesta bebiendo, bailando o cantando sin el menor decoro; otros, en cambio, se dedicaban a sermonear a unas gentes que no les hacían el menor caso. Eso sí, casi todos iban aspirando sus polvos de tabaco, como si estos fueran el camino para la salvación eterna. Caridad también observó a algunos petimetres que deambulaban entre la gente: jóvenes amanerados que vestían a la moda francesa de la corte, tapándose delicadamente la boca y las narices con sus pañuelos bordados mientras sorbían tabaco.
Un par de aquellos afrancesados presumidos se dieron cuenta de la curiosidad de Caridad hacia sus personas, pero se limitaron a comentarlo entre sí como si no fuera más que una molestia. Caridad desvió la mirada al instante, turbada. Cuando volvió a mirar se dio cuenta de que los gitanos se habían desperdigado entre la gente. Movió la cabeza de un lado al otro, buscándolos.
—Aquí. Estoy aquí —escuchó que le decía Milagros a su espalda. Caridad se volvió hacia ella—. Disfruta de tu fiesta, Cachita.
—¿Qué…?
—Los de la cofradía —le interrumpió la muchacha—, esos que te trataron con soberbia. Hoy verás dónde queda esa altanería.
—Pero…
—Ven, sígueme —le indicó tratando de abrirse paso entre las gentes más apiñadas, aquellas que se habían instalado frente a la iglesia—. ¡Señores! —gritó Milagros—. ¡Excelencias! Aquí hay una morena que viene a su fiesta.
La gente volvía la cabeza y abría paso a las dos mujeres. Cuando llegaron a las primeras filas, Caridad se sorprendió de la cantidad de negros que se habían dado cita.
—Tengo que hacer —se despidió Milagros—. Escucha, Cachita —añadió bajando la voz—: Tú no eres como ellos, tú estás conmigo, con el abuelo, con los gitanos.
Antes de que tuviera oportunidad de chistar, la muchacha desapareció entre la multitud y Caridad se encontró, esta vez sí, sola en primera línea de una muchedumbre que se apiñaba frente a la fachada trasera de la parroquia de San Roque. Entre ella y las tarimas que se habían erigido detrás del templo se abría una amplia franja de terreno libre. ¿De qué se trataba aquella fiesta? ¿Por qué le había susurrado Milagros que ella no era como los demás? La gente empezaba a impacientarse y algún grito de apremio se escuchó entre la multitud. Caridad dirigió su atención hacia las tarimas: nobles y principales sevillanos lujosamente vestidos, miembros del cabildo catedralicio, adornados con sus mejores galas, charlaban y reían en pie, ajenos al descontento de los ciudadanos.