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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

La reina descalza (62 page)

BOOK: La reina descalza
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—Don Bernabé decidió hacerlo. Dijo que no quería servir en la casa, que era una mala criada y que le desobedecía.

Así se enteró Caridad de que, junto a las delincuentes y las desesperadas, existía otro grupo de reclusas cuyo único delito había sido el de nacer hembra sometida al hombre. Mujeres que, como Jacinta, habían sido encarceladas por la simple voluntad de su esposo, padre o amo. Como María, casi una anciana, recluida por haber vendido una camisa sin el consentimiento de su hombre; Ana, que estaba allí por haber abandonado el domicilio conyugal sin permiso, y una tercera cuyo único crimen había sido trabar amistad con un pescadero. La mayoría de aquellas mujeres decentes que terminaban recluidas por querella de sus maridos eran enviadas a las cárceles de San Nicolás y de Pinto, pero algunas terminaban en la Galera. La única diferencia entre ellas y quienes habían cometido algún delito era que el hombre que solicitaba su internamiento era consultado por la Sala de Alcaldes acerca de la pena que debía imponerse a la mujer. Aquel hombre también debía hacer frente a los costes de mantenimiento de la reclusa mientras permaneciese encarcelada. En algunas ocasiones, transcurrido un tiempo, las perdonaban y salían de prisión.

—Eso me advirtió don Bernabé antes de que me metieran aquí dentro —terminó confesando Jacinta—: que cuando estuviera dispuesta para él, me perdonaría.

Caridad miró de arriba abajo el cuerpo de la muchacha. ¿Cuánto tardaría en perder la belleza que tanto atraía a su señor encerrada en un lugar como aquel?

El día que Herminia le preguntó si tenía a alguien fuera de la cárcel, Caridad, sabiéndose observada por sus compañeras, continuó cosiendo la ropa del hospital en silencio. Aquellos dedos expertos en acariciar las hojas de tabaco y después torcerlo con delicadeza se acostumbraron con rapidez a la costura. Estaba bien ahí dentro: se sentía acompañada por muchas mujeres con las que hablaba y hasta reía; la mayoría eran buenas personas. La alimentaban, por escasa y mala que fuera la comida. Algunas reclusas se quejaban y hasta se rebelaban, algo que solo les reportaba un severo castigo. Caridad trataba de entender su actitud: las había escuchado hablar del hambre y la miseria a las que muchas de ellas achacaban su prisión y no comprendía sus quejas. Ella recordaba el funche y el sempiterno bacalao con el que día tras día, durante años, la habían alimentado en la vega.

«Y la libertad…», pensaba Caridad. Esa libertad cercenada de la que tanto hablaban unas y otras, a ella solo la había llevado a unas tierras inhóspitas y proporcionado la compañía de unas gentes extrañas que habían terminado abandonándola. ¿Qué habría sido de Milagros? A veces pensaba en la joven gitana, aunque cada vez la sentía más lejos. Y Melchor… Notó que se le humedecían los ojos y lo escondió a sus compañeras con un ataque simulado de tos. No, la libertad no era algo que ella echara de menos.

29

Sevilla, 1752

Milagros no había vuelto al palacio de los condes de Fuentevieja desde el día en que lo hizo en solicitud de ayuda para liberar a sus padres. Habían transcurrido casi tres años y aquella muchacha a la que el malcarado secretario de su excelencia no le había permitido superar el lúgubre pasillo que llevaba a las cocinas, se desenvolvía ahora con soltura en uno de sus lujosos salones. Entre aquellas mujeres nobles y ricas que se sangraban con asiduidad con el único objetivo de dar palidez a sus mejillas e iban vestidas con faldas ahuecadas mediante miriñaques, mujeres de cintura y torso encorsetados, peinados altos, complicados y profusamente ornamentados, que amenazaban con vencer los armazones de alambres sobre los que descansaban y derrumbarse sobre sus cabezas, siempre enjoyadas y encintadas, la gitana se sabía observada y deseada por los hombres invitados a la fiesta que celebraba el conde. El secretario, al recibirla esa noche de finales de febrero junto a uno de los porteros, había desviado una mirada lasciva sobre sus pechos.

—Tú —quiso vengarse la gitana al tiempo que se preguntaba si reconocía en ella a la niña de la que se burló años antes—, ¿a qué viene ese babeo?

El hombre reaccionó e irguió la cabeza azorado.

—No está hecha la miel para la boca del asno —le escupió Milagros.

Algunos gitanos que la acompañaban mostraron su sorpresa. El portero reprimió una carcajada. El secretario se disponía a replicar cuando Milagros clavó sus ojos en él y le retó en silencio: «¿Quieres ofenderme y arriesgarte a que me vaya? ¿En qué posición quedarían entonces tus señores ante sus invitados?». El secretario cedió, no sin antes dirigir una mueca de desprecio al grupo de gitanos.

¡Claro que no la había reconocido! Tres años y la maternidad de una hija preciosa habían configurado el esplendoroso cuerpo de una mujer de diecisiete, joven pero pleno. Atezada, de bellas facciones pronunciadas y largo cabello castaño cayendo revuelto a su espalda, toda ella emanaba orgullo. Milagros no necesitaba cotillas ni prendas elegantes para lucir sus encantos: una sencilla camisa verde y una larga falda floreada que caía hasta casi cubrir sus pies descalzos insinuaban la voluptuosidad de piernas, hombros, caderas, estómago… y pechos firmes y turgentes. El tintineo de sus muchos abalorios siguió los pasos de portero y secretario hasta el gran salón donde, después de la cena, los condes y sus ilustres invitados los esperaban charlando, bebiendo licores y sorbiendo rapé. Después de saludar a los anfitriones y a cuantos curiosos desearon acercarse a conocer a la famosa Milagros de Triana, mientras los gitanos se acomodaban y afinaban sus guitarras, ella deambuló de aquí para allá, entre la gente, contemplándose en los inmensos espejos o toqueteando con indolencia alguna figurilla, exhibiéndose a la luz de la imponente lámpara de cristal que colgaba del techo ante hombres y mujeres, alardeando de aquella sensualidad que estallaría en breve.

El rasgueo ya acompasado de varias guitarras reclamó su presencia donde estaban sus acompañantes, en una esquina del salón expresamente despejada para acoger al grupo de cuatro hombres y otras tantas mujeres. La Trianera permanecía vigilante, con sus muchas carnes aposentadas en un sillón de madera labrada en dorados y tapizado en seda colorada, como si de un trono se tratase y que, encaprichada de él nada más verlo, había obligado a fuerza de aspavientos a desplazar desde el otro extremo del salón a un par de criados.

Reyes y Milagros cruzaron miradas frías y duras; sin embargo, cualquier sensación perturbadora desapareció del ánimo de la joven tan pronto como se arrancó con su primera canción. Aquel era su universo, un mundo en el que nada ni nadie tenían la menor importancia. La música, el cante y el baile la hechizaban y la transportaban al éxtasis. Cantó. Bailó. Brilló. Embelesó a la concurrencia: hombres y mujeres que a medida que transcurría la noche fueron perdiendo sus rígidos portes y sus aristocráticos aires para sumarse al jaleo, los gritos y las palmas de los gitanos.

En los breves descansos, los gitanos de la familia de los García dejaban las guitarras y acudían a rodearla mientras ella flirteaba, coqueta, con los hombres que se le acercaban. Pedro no estaba, él nunca estaba. Y Milagros escrutaba en el rostro de los hombres, en el deseo que podía llegar a oler, cuál de ellos estaba dispuesto a premiarla a cambio de un guiño pícaro, un gesto atrevido, una sonrisa o una atención superior a la que prestaba a los demás. Algunas monedas, una pequeña joya o cualquier accesorio que llevaran: un botón de plata, quizá una tabaquera ricamente labrada. Aquellos nobles civilizados y cultos satisfacían su vanidad pretendiéndola con desvergüenza en presencia de sus mujeres, que, algo apartadas, como si se tratara de otro espectáculo, cuchicheaban y reían los ímprobos esfuerzos de sus maridos por elevarse sobre los demás y obtener la presa.

Un reloj de bolsillo. Tal fue el trofeo que conquistó esa noche y que rápidamente pasó a manos de la Trianera, que lo sopesó y lo escondió entre sus ropas. Milagros permitió que el vencedor la tomara de la mano y rozara los labios en su dorso. De reojo, comprobó cómo una mujer con un gran lazo dorado en el escote, a juego con una multitud de otros lazos pequeños que adornaban su moño, recibía las felicitaciones de algunas compañeras mientras gesticulaba con displicencia, restando toda importancia a la joya de la que acababa de desprenderse su hombre. «Se divierten con ello», pensó Milagros: nobles acaudalados, civilizados y corteses unidos entre ellos por matrimonios de inclinación.

Los gitanos continuaron tocando sus guitarras, entrechocando castañuelas y palmas, y Milagros cantó y bailó para los nobles. Lo harían hasta que don Alfonso y sus ilustres invitados se cansaran, aunque a la vista de los caldos, pasteles, dulces y chocolate que durante toda la noche fueron sirviendo los criados, Milagros supo que sería eterna. Así fue; el sarao se alargó hasta el amanecer, mucho después de que la gitana, extenuada, se hubiera visto obligada a ceder el puesto a las que la acompañaban, que pugnaron sin éxito por emularla.

La Trianera, que dormitaba en su trono, se levantó por primera vez en la noche cuando don Alfonso puso fin a la fiesta. La vieja gitana despertó de forma instintiva en el momento en que el conde dirigió un gesto casi imperceptible hacia su mayordomo. El conde debía pagarles, aunque solo él decidía la cuantía. Muchos invitados se habían retirado ya. Entre los que quedaban, algunos habían perdido su porte señorial a causa del licor. Don Alfonso, con la bolsa de los dineros en la mano, no parecía contarse entre estos últimos, ni tampoco el hombre con el que se acercó hasta el grupo de gitanos.

—Una grata velada —les felicitó el conde extendiendo la bolsa.

Reyes se la arrancó de la mano.

—Una noche interesante —agregó su acompañante.

Sin prestar atención a la Trianera, don Alfonso se dirigió entonces a Milagros.

—Creo haberte presentado ya a don Antonio Heredia, marqués del Rafal, de visita en Sevilla.

La gitana observó al hombre: viejo, peluca blanca empolvada, rostro serio, casaca negra abierta, estrecha y bordada en las bocamangas, chupa, corbata de encaje, calzón, medias blancas y zapatos bajos con hebilla de plata. Milagros no se había fijado en él, no había sido uno de los que la asediaran.

—Don Antonio es el corregidor de Madrid —añadió el conde tras conceder a la gitana aquellos instantes.

Milagros acogió las palabras con una levísima inclinación de cabeza.

—Como corregidor —explicó entonces don Antonio—, también soy juez protector y privativo de los teatros cómicos de Madrid.

Ante la mirada expectante del corregidor, Milagros se preguntó si debía mostrarse impresionada por aquella revelación. Enarcó las cejas en señal de incomprensión.

—Me ha impresionado tu voz y… —el corregidor giró un par de dedos en el aire— tu forma de bailar. Deseo que vengas a Madrid a cantar y bailar en el Coliseo del Príncipe. Formarás parte de la compañía…

—Yo… —le interrumpió la gitana.

En esta ocasión fue el conde quien enarcó las cejas. El corregidor irguió la cabeza. Milagros calló, sin saber qué decir. ¿Ir a Madrid? Se volvió hacia los gitanos, a sus espaldas, como si esperase ayuda por su parte.

—Mujer —la voz del conde sonó áspera en sus oídos—, don Antonio te acaba de hacer una oferta generosa. ¿No pretenderás desairar al corregidor de su majestad?

—Yo… —volvió a titubear Milagros, perdido cualquier atisbo de la altivez con que se había desenvuelto a lo largo de la noche.

Reyes se adelantó un paso.

—Excúsenla sus excelencias. Solo está abrumada… y confundida. Comprendan sus mercedes que no esté acostumbrada a tan gran honor. Cantará en Madrid, por supuesto —terminó afirmando.

Milagros no podía apartar la mirada del rostro del corregidor, que fue templando la rigidez de sus facciones a medida que escuchaba las palabras de la Trianera.

—Excelente decisión —llegó a ver que pronunciaban sus labios.

—Mi secretario y el de don Antonio se ocuparán de arreglarlo todo —terció entonces el conde—. Mañana… —detuvo sus palabras, sonrió y miró hacia uno de los grandes ventanales por el que ya se colaban los primeros rayos de luz—. Bueno, ya es hoy —se corrigió—. Antes del anochecer acudid a su presencia.

Los aristócratas no les concedieron más tiempo. Se despidieron, y el uno con la mano apoyada en el hombro del otro, charlando, encaminaron sus pasos hacia la gran puerta de doble hoja que cerraba la estancia. La carcajada del conde antes de cruzarla despertó a Milagros de la conmoción: solo quedaban ellos en el salón, aparte del mayordomo que los vigilaba y un par de criados que, tan pronto como el eco de las carcajadas se perdió en los pasillos del gran palacio, se separaron de las paredes junto a las que permanecían hieráticos. Uno suspiró, el otro desentumeció sus músculos. La luz del sol y de las velas todavía encendidas en la gran lámpara de cristal revelaron una estancia que reclamaba ser devuelta al esplendor con que los había recibido; los muebles estaban en desorden; había vasos aquí y allá, jícaras manchadas de chocolate, bandejas, platillos con restos de comida y hasta abanicos y algunas prendas olvidadas por las señoras.

—¿Madrid? —alcanzó a preguntarse entonces Milagros.

—¡Madrid! —La voz de la Trianera reverberó contra el alto techo del salón—. ¿O acaso pretendías desairar el corregidor y enemistarnos de nuevo con los principales del reino?

Milagros frunció el entrecejo hacia la Trianera. Sí, iría a Madrid, se convenció entonces. «A cualquier lugar lejos de ti y los tuyos», pensó.

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