—¿Quiere que la regañe?
—Sabes que no.
El fraile se perdió en el recuerdo: la muchacha le había puesto en un compromiso, cierto; sabía que su voz mudó temblorosa y que había perdido el hilo del discurso, cierto también, pero aquel rostro cincelado y altivo, bello como el que más, aquel cuerpo virgen…
—Fray Joaquín —le sacó de su ensoñación el gitano. Había arrastrado las palabras, con el ceño fruncido.
El religioso carraspeó.
—Esto es polvo cucarachero —repitió para cambiar de tema.
—No olvide que es mi nieta —insistió no obstante el gitano.
—Lo sé.
—No me gustaría acabar mal con usted.
—¿Qué quieres decir? ¿Me estás amenaz…?
—Mataría por ella —saltó Melchor—. Usted es payo… y además fraile. Lo segundo podría tener arreglo, lo primero, no.
Enfrentaron sus miradas. El religioso era consciente de que sería capaz de dejar los hábitos y jurar fidelidad a la raza gitana a una sola señal de Milagros.
—Fray Joaquín… —interrumpió sus pensamientos Melchor, seguro de lo que pasaba por la cabeza del fraile.
El religioso alzó una mano y obligó a callar a Melchor. El gitano era el verdadero problema: nunca aceptaría esa relación, concluyó. Alejó sus deseos.
—Todo eso no te da derecho a tratar de venderme por bueno este tabaco —le recriminó.
—¡Le juro…!
—No jures en vano. ¿Por qué no me dices la verdad?
Melchor se tomó su tiempo antes de contestar. Pasó un brazo por el hombro de fray Joaquín y le empujó unos pasos por la ribera.
—¿Sabe una cosa? —Fray Joaquín asintió con un murmullo ininteligible—. Se lo diré solo a usted porque es un secreto: si un gitano dice la verdad… ¡la pierde! Se queda sin ella.
—¡Melchor! —exclamó el otro al tiempo que se zafaba del abrazo.
—Pero este polvo es de primera calidad.
Fray Joaquín chasqueó la lengua, dándose por vencido.
—Está bien. De todos modos, no creo que los demás frailes se percaten de nada.
—Porque no es rojo, fray Joaquín. ¿Ve? Está usted equivocado.
—No insistas. ¿Cuánto quieres?
Cucarachero o no, Melchor obtuvo un buen beneficio por el tabaco; el tío Basilio estaría satisfecho.
—¿Sabes de algún nuevo desembarco de tabaco de contrabando? —se interesó fray Joaquín cuando ya iban a despedirse.
—No me han avisado de ninguno. Debe de haberlos, como siempre, pero no intervienen mis amigos. Confío en que ahora, a partir de marzo, con el buen tiempo, empiece otra vez el trabajo.
—Mantenme informado.
Melchor sonrió.
—Por supuesto, padre.
Tras el cierre del provechoso negocio, Melchor decidió ir a tomar unos vinos al mesón de la Joaquina antes de dirigirse a la gitanería para entregar el dinero al tío Basilio. «¡Curioso ese fraile!», pensó mientras caminaba. Bajo sus hábitos de predicador, detrás de ese talento y esa elocuencia que la gente tanto alababa, se escondía un joven alegre, ávido de vida y nuevas experiencias. Melchor lo había comprobado el año anterior, cuando fray Joaquín se empeñó en acompañarle a Portugal para recibir un cargamento de tabaco. Al principio el gitano dudó, pero se vio obligado a consentir: los curas eran quienes le financiaban las operaciones de contrabando, y además, ¿cuántos de ellos actuaban como metedores y se podían encontrar cargados de tabaco en las fronteras o en los caminos? Todos los religiosos participaban en el contrabando de tabaco, ya fuera directamente o adquiriendo el producto. Tanta era la afición de los curas al tabaco, tanto su consumo, que el Papa había tenido que prohibir que los religiosos aspirasen polvo en las iglesias mientras oficiaban. Sin embargo, los religiosos no estaban dispuestos a pagar los altos precios que el rey establecía a través del estanco; solo la hacienda real podía comerciar con el tabaco, por lo que la Iglesia se había convertido en el mayor defraudador del reino: participaba en el contrabando, compraba, financiaba, escondía los alijos en los templos y hasta mantenía cultivos clandestinos tras los impenetrables muros de conventos y monasterios.
Con aquellos pensamientos, sentado a una mesa en el mesón de la Joaquina, Melchor vació de un trago su primer vaso.
—¡Buen vino! —lanzó en voz alta a quien quisiera escucharle.
Pidió otro, y un tercero. Estaba con el cuarto cuando por detrás se le acercó una mujer que, zalamera, puso una mano sobre su hombro. El gitano alzó la cabeza y se encontró con un rostro que pretendía esconder sus verdaderos rasgos tras unos afeites rancios y descompuestos. Sin embargo, los pechos generosos de la mujer intentaban escapar del escote. Melchor pidió un vaso de vino también para ella al tiempo que clavaba con fuerza los dedos de la mano derecha en una de sus nalgas. Ella se quejó con un falso y exagerado mohín de recato, pero se sentó y las rondas empezaron a sucederse.
Melchor estuvo dos días sin aparecer por el callejón de San Miguel.
—¿Puedes ocuparte de la negra? —le rogó Ana a su hija cuando vio que su padre no volvía aquel mediodía—. Por lo visto el abuelo ha decidido perderse de nuevo. Veremos por cuánto tiempo esta vez.
—Y qué hago con ella, ¿le digo que puede irse?
Ana suspiró.
—No lo sé. No sé qué pretendía… qué pretende tu abuelo —se corrigió.
—Ella está empeñada en cruzar el puente de barcas.
Milagros había vuelto a pasar gran parte de la mañana en el patinejo. Acudió rauda tan pronto como su madre se lo permitió, con mil preguntas saltándole en la boca, todas las que se había hecho a lo largo de la noche ante lo que Caridad le había contado. Se sentía atraída por aquella mujer negra, por su melódica forma de hablar, por la profunda resignación que emanaba de toda ella, tan distintas al carácter altivo y orgulloso de los gitanos.
—¿Para qué? —preguntó su madre interrumpiendo sus pensamientos.
Milagros se volvió confundida. Se hallaban en una de las dos pequeñas habitaciones que componían el piso en el que vivían, en la primera planta del corral de vecinos. Ana preparaba la comida en un hornillo de carbón alojado en un nicho abierto en la pared.
—¿Qué?
—¿Que para qué quiere cruzar el puente?
—¡Ah! Quiere ir a la cofradía de los Negritos.
—¿Ya está recuperada de las calenturas? —preguntó Ana.
—Creo que sí.
—Pues después de comer, llévala.
La muchacha asintió. Ana estuvo tentada de decirle que la dejara en Sevilla, con los Negritos, pero rectificó.
—Y luego la vuelves a traer. No quiero que el abuelo se encuentre con que no está su negra. ¡Solo me faltaba eso!
Ana estaba irritada: había discutido con José. Su esposo le había recriminado con dureza la pelea que había mantenido con la Trianera, pero sobre todo le censuraba que hubiera abofeteado a su nieto.
—Una mujer pegando a un hombre. ¿Dónde se ha visto? Además, ¡al nieto del jefe del consejo de ancianos! —le gritó—. Sabes cuán rencorosa puede llegar a ser Reyes.
—En cuanto a lo primero, pegaré a cuantos ofendan a mi hija, sean nietos de la Trianera o del mismísimo rey de España. Si no, cuida tú de ella y estate atento. Por lo demás, no sé qué me vas a contar a mí del carácter de los García…
—¡Basta ya de Vegas y Garcías! No quiero volver a oír hablar de ello. Te casaste con un Carmona y a nosotros no nos interesan vuestras disputas. Los García mandan en la gitanería y son influyentes frente a los payos. No podemos permitir que nos tomen inquina… y menos por las viejas reyertas de un viejo loco como tu padre. ¡Estoy hastiado de que mi familia me lo eche en cara!
En esta ocasión, Ana se mordió el labio para no contestar.
¡La eterna discusión! ¡La cantinela de siempre! Desde que su padre había vuelto de galeras hacía diez años, las relaciones con su esposo se habían ido deteriorando. José Carmona, el joven gitano rendido a sus encantos, había sido capaz de prescindir de la boda religiosa por conseguirla. «Jamás me plegaré a esos perros que no han movido un dedo por mi padre», se había opuesto ella porque llevaba marcado a fuego en su memoria el desprecio y la humillación con que las habían tratado los curas. Sin embargo, ese mismo hombre no había podido soportar la presencia de Melchor, a quien acusaba de robarle el cariño de su hija. Milagros veía en su abuelo al hombre indestructible que había sobrevivido a las galeras, al contrabandista que burlaba a soldados y autoridades, al gitano libre e indolente, y José se sentía poco rival: un simple herrero obligado a trabajar día tras día a las órdenes del jefe de los Carmona y que ni siquiera podía presumir de tener un hijo varón.
José envidiaba el cariño que abuelo y nieta se profesaban. La inmensa gratitud de Milagros cuando Melchor le regalaba una pulsera, un abalorio o la más sencilla cinta de color para el cabello, su mirada embelesada mientras escuchaba sus historias… Con el transcurso de los años José fue descargando ese rencor y los celos que le concomían en su propia esposa, a la que culpaba. «¿Por qué no se lo dices a él? —le había replicado un día Ana—. ¿Acaso no te atreves?» No tuvo tiempo de arrepentirse de su impertinencia. José le cruzó la cara de un manotazo.
Y en ese momento, mientras hablaba con su hija de la mujer negra que se le había ocurrido traer a su padre, Ana cocinaba en aquel pequeño e incómodo hornillo comida para cuatro: los tres de familia más el joven Alejandro Vargas. Tras reprimirse y callar cuando su esposo volvió a echarle en cara las disputas entre los Vega y los García, le sorprendió lo fácil que resultó convencer a José de que el problema de Milagros radicaba en que ya no era una niña. La madre pensó que si la prometían en matrimonio, la muchacha dejaría de lado su inclinación por Pedro García, ya que estaba segura de que los García nunca pretenderían a una Vega. El padre se dijo que con un marido se desvanecería la unión entre Milagros y su abuelo, y apoyó la idea: hacía tiempo que los Vargas habían mostrado interés en Milagros, por lo que José no perdió tiempo y al día siguiente Alejandro estaba invitado a comer. «De momento no se trata de ningún compromiso, solo pretendo conocer al joven un poco más —había anunciado a su esposa—, sus padres han consentido.»
—Ve a casa del tío Inocencio para que te preste una silla —ordenó Ana a su hija, interrumpiendo unos pensamientos que vagaban entre el puente de barcas que quería cruzar Caridad y la cofradía de los Negritos a la que deseaba llegar.
—¿Una silla? ¿Para quién? ¿Quién…?
—Ve a buscarla —insistió la madre; no quería adelantarle la visita de Alejandro e iniciar antes de tiempo la segura discusión con su hija.
A la hora de comer, Milagros imaginó la razón de la presencia de Alejandro y recibió al invitado con hosquedad: no le gustaba, era apocado y bailaba con torpeza, aunque solo Ana pareció darse cuenta de su grosería. José se dirigía a él como si ninguna de las mujeres existiera. En la tercera ocasión en que la muchacha se manifestó en tono brusco, Ana torció el gesto, pero Milagros aguantó la reprobación y la miró con el ceño fruncido. «¡Usted ya sabe quién me gusta!», decía esa mirada. José Carmona reía y golpeaba la mesa como si se tratase del yunque de la herrería. Alejandro trataba de no ser menos, pero sus risotadas se quedaban entre la timidez y el nerviosismo. «Es imposible», negó casi imperceptiblemente la madre hacia su hija. Milagros apretó los labios. Pedro García. Pedro era el único que le interesaba… Y ¿qué tenía que ver ella con las antiguas rencillas del abuelo o de su madre?
—Jamás, hija. Jamás —le advirtió entre dientes su madre.
—¿Qué dices? —preguntó su esposo.
—Nada. Solo…
—Dice que no me casaré con este… —Milagros movió su mano en dirección a Alejandro, boquiabierto el muchacho, como si espantase un insecto—, con él —finalizó la frase por evitar el insulto que ya tenía en la boca.
—¡Milagros! —gritó Ana.
—Harás lo que se te ordene —declaró José con seriedad.
—El abuelo… —empezó a decir la muchacha antes de que su madre la interrumpiese.
—¿El abuelo te permitiría acercarte siquiera a un García? —le espetó su madre.
Milagros se levantó con brusquedad y tiró la silla al suelo. Se quedó en pie, sofocada, con el puño de su mano derecha cerrado, amenazando a su madre. Balbució unas palabras incomprensibles, pero cuando estaba a punto de arrancarse a gritos, se topó con la mirada de los dos gitanos puesta en ella. Gruñó, dio media vuelta y se marchó.
—Ya ves que se trata de una potrilla a la que habrá que domar sin contemplaciones —escuchó que reía su padre.
Lo que no llegó a oír Milagros, que se despidió dando un portazo con la estúpida risilla de Alejandro a su espalda, fue la réplica de Ana.
—Muchacho, te arrancaré los ojos si algún día pones la mano encima de mi hija. —Los dos hombres mudaron el semblante—. Palabra de Vega —añadió llevándose a los labios y besando los dedos dispuestos en forma de cruz, igual que hacía su padre cuando quería convencer a alguien.
Caridad caminaba tiesa, con la mirada fija en el pontazguero que cobraba a la gente a la entrada del puente de barcas: el mismo hombre que en su día le había impedido el paso.
—Vamos. —Milagros se había dirigido a ella desde el corredor, a la entrada del patinejo, con voz chillona.
Caridad obedeció al instante. Se embutió el sombrero de paja y cogió su hatillo.
—¡Déjalos! —le apremió la muchacha al observar cómo se empeñaba en poner en orden el odre de la vieja María, ya vacío, la manta de colores y el jergón—. Luego volveremos.
Y ahora se acercaba de nuevo al transitado puente, caminando tras una muchacha tan silenciosa como resuelta.
—Viene conmigo —se adelantó Milagros, señalando hacia atrás, cuando observó que el pontazguero se dirigía hacia Caridad.
—No es gitana —alegó el hombre.
—Eso salta a la vista.
El hombre hizo ademán de revolverse ante el descaro de la gitanilla, pero se acobardó. La conocía: la nieta de Melchor el Galeote. Los gitanos siempre se habían negado a pagar el pontazgo, ¿cómo iba un gitano a pagar por cruzar un río? Hacía muchos años que el arrendador de los derechos del puente de barcas había recibido la visita de varios de ellos, malcarados, armados con navajas y dispuestos a arreglar aquella cuestión a su manera. No hubo lugar a discusiones, porque en realidad poco importaban unos cuantos desharrapados que pasaban de Triana a Sevilla y viceversa entre las tres mil caballerías que lo hacían diariamente.