La Reina del Sur (36 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Policíaco

BOOK: La Reina del Sur
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Y ahora miraba el escaparate, en busca de una portada que le llamara la atención. Ante los libros desconocidos solía guiarse por las portadas y los títulos. Había uno de una mujer llamada Nina Berberova que leyó por el retrato que tenía en la tapa de una joven tocando el piano; y la historia la atrajo tanto que procuró encontrar otros títulos de la misma autora. Como se trataba de una rusa, le regaló el libro —
La acompañante
, se llamaba— a Oleg Yasikov, que no era lector de nada que no fuese la prensa deportiva o algo relacionado con los tiempos del zar. Menudo bicho esa pianista, había comentado el gangster unos días más tarde. Lo que demostraba que al menos hojeó el libro.

Aquélla era una mañana triste, algo fría para Málaga. Había llovido, y una leve bruma flotaba entre la ciudad y el puerto, agrisando los árboles de la Alameda. Teresa estaba mirando una novela del escaparate que se llamaba
El maestro y Margarita
. La portada no era muy atractiva, pero el nombre del autor sonaba a ruso, y eso la hizo sonreír pensando en Yasikov y en la cara que pondría cuando le llevara el libro. Iba a entrar a comprarlo cuando se vio reflejada en un espejo publicitario que estaba junto a la vitrina: cabello recogido en una coleta, aretes de plata, ningún maquillaje, un elegante tres cuartos de piel negra sobre tejanos y botas camperas de cuero marrón. A su espalda discurría el escaso tráfico en dirección al puente de Tetuán, y poca gente caminaba por la acera. De pronto todo se congeló en su interior, como si la sangre y el corazón y el pensamiento quedaran en suspenso. Sintió aquello antes de razonarlo. Antes, incluso, de interpretar nada. Pero resultaba inequívoco, viejo y conocido: La Situación. Había visto algo, pensó atropelladamente, sin volverse, inmóvil ante el espejo que le permitía mirar sobre el hombro. Asustada. Algo que no encajaba en el paisaje y que no lograba identificar. Un día —recordó las palabras del Güero Dávila— alguien se acercará a ti. Alguien a quien tal vez conozcas. Escudriñó atenta el campo visual que le procuraba el espejo, y entonces se percató de la presencia de los dos hombres que cruzaban la calle desde el paseo central de la Alameda, sin prisas, sorteando automóviles. Latía una nota familiar en ambos, pero de eso se dio cuenta unos segundos después. Antes le llamó la atención un detalle: pese al frío, los dos llevaban las chaquetas dobladas sobre el brazo derecho. Entonces sintió un espanto ciego, irracional, muy antiguo, que había creído no volver a sentir en la vida. Y sólo cuando entró precipitadamente en la librería y estaba a punto de preguntarle al dependiente por una salida en la parte de atrás, cayó en la cuenta de que había reconocido al Gato Fierros y a Potemkin Gálvez.

Corrió de nuevo. En realidad no había dejado de hacerlo desde que sonó el teléfono en Culiacán. Una huida hacia adelante, sin rumbo, que la llevaba a personas y lugares imprevistos. Apenas salió por la puerta de atrás, los músculos crispados a la espera de un plomazo, corrió por la calle Panaderos sin importarle llamar la atención, pasó junto al mercado —de nuevo el recuerdo de aquella primera fuga— y allí siguió caminando deprisa hasta llegar a la calle Nueva. El corazón le iba a seis mil ochocientas vueltas por minuto, como si tuviera dentro un cabezón trucado. Tacatacatac. Tacatacatac. Se volvía a mirar atrás de vez en cuando, confiando en que los dos gatilleros siguieran esperándola en la librería. Aflojó el paso cuando estuvo a punto de resbalar en el suelo mojado. Más serena y razonando. Te vas a romper la madre, se dijo, Así que tómalo con calma. No te apendejes y piensa. No en lo que hacen esos dos batos aquí, sino en cómo librarte de ellos. Cómo ponerte a salvo. Los porqués ya tendrás tiempo de considerarlos mas tarde, si es que sigues viva.

Imposible recurrir a un policía, ni regresar a la Cherokee con asientos de cuero —aquella ancestral afición sinaloense por las rancheras todo terreno— que tenía aparcada en el subterráneo de la plaza de la Marina. Piensa, se dijo de nuevo. Piensa, o te puedes morir ahorita. Miró alrededor, desamparada. Estaba en la plaza de la Constitución, a pocos pasos del hotel Larios. A veces Pati y ella, cuando iban de compras, tomaban un aperitivo en el bar del primer piso, un lugar agradable desde el que podía verse —vigilarse, en este caso— un buen trecho de la calle. El hotel, naturalmente. Órale. Sacó el teléfono del bolso mientras cruzaba el portal y subía las escaleras. Bip, bip, bip. Aquél era un problema que sólo podía resolverle Oleg Yasikov.

Le fue difícil conciliar el sueño esa noche. Salía de la duermevela entre sobresaltos, y más de una vez escuchó, alarmada, una voz que gemía en la oscuridad, descubriendo al cabo que era la suya. Las imágenes del pasado y del presente se mezclaban en su cabeza: la sonrisa del Gato Fierros, la sensación de quemazón entre los muslos, los estampidos de una Colt Doble Águila, la carrera medio desnuda entre los arbustos que le arañaban las piernas. Como de ayer, como de ahora mismo, parecía. Al menos tres veces oyó los golpes que uno de los guardaespaldas de Yasikov daba en la puerta del dormitorio. Dígame si se encuentra bien, señora. Si necesita algo. Antes del amanecer se vistió y salió al saloncito. Uno de los hombres dormitaba en el sofá, y el otro levantó los ojos de una revista antes de ponerse en pie, despacio. Un café, señora. Una copa de algo. Teresa negó con la cabeza y fue a sentarse junto a la ventana que daba al puerto de Estepona. Yasikov le había facilitado el apartamento. Quédate cuanto quieras, dijo. Y evita ir por tu casa hasta que todo vuelva al orden. Los dos guaruras eran de mediana edad, corpulentos y tranquilos. Uno con acento ruso y otro sin acento de ninguna clase porque jamás abría la boca. Ambos sin identidad. Bikiles, los llamaba Yasikov. Soldados. Gente callada que se movía despacio y miraba a todas partes con ojos profesionales. No se apartaban de su lado desde que llegaron al bar del hotel sin llamar la atención, uno de ellos con una bolsa deportiva colgada al hombro, y la acompañaron —el que hablaba le pidió antes, en voz baja y por favor, que detallase el aspecto de los pistoleros— hasta un Mercedes de cristales tintados que aguardaba en la puerta. Ahora la bolsa deportiva estaba abierta sobre una mesa, y dentro relucía suave el pavonado de una pistola ametralladora Skorpion.

Vio a Yasikov a la mañana siguiente. Vamos a intentar resolver el problema, dijo el ruso. Mientras tanto, procura no pasearte mucho. Y ahora sería útil que me explicaras qué diablos pasa. Sí. Qué cuentas dejaste atrás. Quiero ayudarte, pero no buscarme enemigos gratis, ni interferir en cosas de gente que pueda estar relacionada conmigo para otros negocios. Eso, niet de niet. Si se trata de mejicanos me da lo mismo, porque nada he perdido allí. No. Pero con los colombianos necesito estar a buenas. Sí. Son mejicanos, confirmó Teresa. De Culiacán, Sinaloa. Mi pinche tierra. Entonces me da igual, fue la respuesta de Yasikov. Puedo ayudarte. De modo que Teresa encendió un cigarrillo, y luego otro y otro más, y durante un rato largo puso a su interlocutor al corriente de aquella etapa de su vida que por un tiempo creyó cerrada para siempre: el
Batman
Güemes, don Epifanio Vargas, las transas del Güero Dávila, su muerte, la fuga de Culiacán, Melilla y Algeciras. Coincide con los rumores que había oído, concluyó el otro cuando ella hubo terminado. Excepto tú, nunca vimos mejicanos por aquí. No. El auge de tus negocios ha debido refrescarle a alguien la memoria.

Decidieron que Teresa seguiría haciendo vida normal —no puedo estar encerrada, dijo ella, bastante tiempo lo estuve ya en El Puerto—, pero tomando precauciones y con los dos bikiles de Yasikov junto a ella a sol y a sombra. También deberías llevar un arma, sugirió el ruso. Pero ella no quiso. No mames, dijo. Güey. Estoy limpia y quiero seguir estándolo. Una posesión ilegal bastaría para ponerme otra vez a catchear en prisión. Y, tras pensarlo un momento, el otro estuvo de acuerdo. Cuídate entonces, concluyó. Que yo me ocupo.

Teresa lo hizo. Durante la semana siguiente vivió con los guaruras pegados a sus talones, evitando dejarse ver demasiado. Todo el tiempo se mantuvo lejos de su casa —un apartamento de lujo en Puerto Banús, que en esa época ya pensaba sustituir por una casa junto al mar, en Guadalmina Baja—, y fue Pati quien anduvo de un lado a otro con ropa, libros y lo necesario. Guardaespaldas como en las películas, decía. Esto parece
L. A. Confidencial
. Pasaba mucho tiempo acompañándola, de charla o viendo la tele, con la mesita del salón espolvoreada de blanco, ante la mirada inexpresiva de los dos hombres de Yasikov. Al cabo de una semana, Pati les dijo feliz Navidad —era mediados de marzo— y puso sobre la mesa, junto a la bolsa de la Skorpion, dos gruesos fajos de dinero. Un detalle, dijo. Para que ustedes se tomen algo. Por lo bien que cuidan de mi amiga. Ya estamos pagados, dijo el que hablaba con acento, después de mirar el dinero y mirar a su camarada. Y Teresa pensó que Yasikov pagaba muy bien a su gente, o que ellos le tenían mucho respeto al ruso. Quizá las dos cosas. Nunca llegó a saber cómo se llamaban. Pati siempre se refería a ellos como Pixie y Dixie.

Los dos paquetes están localizados, informó Yasikov. Un colega que me debe favores acaba de llamar. Así que te tendré al corriente. Se lo dijo por teléfono en vísperas de la reunión con los italianos, sin darle importancia aparente, en el curso de una conversación sobre otros asuntos. Teresa estaba con su gente, planificando la compra de ocho lanchas neumáticas de nueve metros de eslora que serían almacenadas en una nave industrial de Estepona hasta el momento de echarlas al agua. Al apagar el teléfono encendió un cigarrillo para darse tiempo, preguntándose cómo iba a solucionar su amigo ruso el problema. Pati la miraba. Y a veces, decidió irritada, es como si ésta me adivinara el pensamiento. Además de Pati —Teo Aljarafe estaba en el Caribe, y Eddie Álvarez, relegado a tareas administrativas, ocupándose del papeleo bancario en Gibraltar—, se hallaban presentes dos nuevos consejeros de Transer Naga: Farid Lataquia y el doctor Ramos. Lataquia era un maronita libanés propietario de una empresa de importación, tapadera de su verdadera actividad, que era conseguir cosas. Pequeño, simpático, nervioso, el pelo clareándole en la coronilla y frondoso bigote, había hecho algún dinero con el tráfico de armas durante la guerra del Líbano —estaba casado con una Gemayel—, y ahora vivía en Marbella. Si le proporcionaban medios suficientes, era capaz de encontrar cualquier cosa. Gracias a él, Transer Naga disponía de una ruta fiable para la cocaína: viejos pesqueros de Huelva, yates privados o destartalados mercantes de poco tonelaje que, antes de cargar sal en Torrevieja, recibían en alta mar la droga que entraba en Marruecos por el Atlántico, y en caso necesario hacían de nodrizas para las planeadoras que operaban en la costa oriental andaluza. En cuanto al doctor Ramos, había sido médico de la marina mercante, y era el táctico de la organización: planificaba las operaciones, los puntos de embarque y alijo, las artimañas de diversión, el camuflaje. Cincuentón de pelo gris, alto y muy flaco, descuidado de aspecto, siempre vestía viejas chaquetas de punto, camisas de franela y pantalones arrugados. Fumaba en pipas de cazoletas requemadas, llenándolas con parsimonia —resultaba el hombre más tranquilo del mundo— de un tabaco inglés salido de cajas de latón que le deformaban los bolsillos llenos de llaves, monedas, mecheros, atacadores de pipa y los objetos más insospechados. Una vez, al sacar un pañuelo —los usaba con sus iniciales bordadas, como antiguamente— se le había caído al suelo una linternita enganchada a un llavero de propaganda de yogur Danone. Sonaba como un chatarrero, al caminar.

—Una sola identidad —decía el doctor Ramos—. Un mismo folio y matrícula cada Zodiac. Idéntico para todas. Como las echaremos al agua de una en una, no hay el menor problema… En cada viaje, una vez cargadas, a las gomas se les quita el rótulo y se vuelven anónimas. Para más seguridad podemos abandonarlas después, o que alguien se haga cargo de ellas. Pagando, claro. Así amortizamos algo.

—¿No es muy descarado lo de la misma matrícula?

—Irán al agua de una en una. Cuando la A esté operando, la numeración se la ponemos a la B. De esa forma, como todas serán iguales, siempre tendremos una amarrada en su pantalán, limpia. A efectos oficiales, nunca se habrá movido de ahí.

—¿Y la vigilancia en el puerto?

El doctor Ramos sonrió apenas, con sincera modestia. El contacto próximo era también su especialidad: guardias portuarios, mecánicos, marineros. Andaba por allí, aparcado su viejo Citröen Dos Caballos en cualquier parte, charlando con unos y otros, la pipa entre los dientes y el aire despistado y respetable. Tenía un pequeño barquito a motor en Cabopino con el que iba de pesca. Conocía cada lugar de la costa y a todo el mundo entre Málaga y la desembocadura del Guadalquivir.

—Eso está controlado. Nadie molestará. Otra cosa es que vengan a investigar de fuera, pero ese flanco no puedo cubrirlo yo. La seguridad exterior rebasa mis competencias.

Era cierto. Teresa se ocupaba de eso gracias a las relaciones de Teo Aljarafe y algunos contactos de Pati. Un tercio de los ingresos de Transer Naga se destinaba a relaciones públicas a ambas orillas del Estrecho; eso incluía a políticos, personal de la Administración, agentes de la seguridad del Estado. La clave consistía en negociar, según los casos, con información o con dinero. Teresa no olvidaba la lección de Punta Castor, y había dejado capturar algunos alijos importantes —inversiones a fondo perdido, las llamaba— para ganarse la voluntad del jefe del grupo contra la Delincuencia Organizada de la Costa del Sol, el comisario Nino Juárez, viejo conocido de Teo Aljarafe. También las comandancias de la Guardia Civil se beneficiaban de información privilegiada y bajo control, apuntándose éxitos que engrosaban las estadísticas. Hoy por ti, mañana por mí, y de momento me debes una. O varias. Con algunos mandos subalternos o ciertos guardias y policías, las delicadezas eran innecesarias: un contacto de confianza ponía sobre la mesa un fajo de billetes, y asunto resuelto. No todos se dejaban comprar; pero hasta en esas ocasiones solía funcionar la solidaridad corporativa. Era raro que alguien denunciase a un compañero, excepto en casos escandalosos. Además, las fronteras del trabajo contra la delincuencia y la droga no siempre estaban definidas; mucha gente trabajaba para los dos bandos a la vez, se pagaba con droga a los confidentes, y el dinero era la única regla a la que atenerse. Respecto a determinados políticos locales, con ellos tampoco era necesario mucho tacto. Teresa, Pati y Teo cenaron varias veces con Tomás Pestaña, alcalde de Marbella, para tratar sobre la recalificación de unos terrenos que podían destinarse a la construcción. Teresa había aprendido muy pronto —aunque sólo ahora comprobaba las ventajas de estar arriba de la pirámide— que a medida que beneficias al conjunto social obtienes su respaldo. Al final, hasta al estanquero de la esquina le conviene que trafiques. Y en la Costa del Sol, como en todas partes, presentarse con un buen aval de fondos para invertir abría muchas puertas. Luego todo era cuestión de habilidad y de paciencia. De comprometer poco a poco a la gente, sin asustarla, hasta que su bienestar dependiera de una. Dejándosela ir requetesuave. Con cremita. Era como lo de los juzgados: empezabas con flores y bombones para las secretarias y terminabas haciéndote con un juez. O con varios. Teresa había logrado poner en nómina a tres, incluido un presidente de Audiencia para quien Teo Aljarafe acababa de adquirir un apartamento en Miami.

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