—No sé nada más —gimió el Gato Fierros.
No los habían torturado mucho, comprobó Teresa: sólo un tratamiento previo, casi informal, rompiéndoles un tantito la madre a la espera de instrucciones más precisas, con un par de horas de plazo para que dieran vueltas a la imaginación y maduraran, pensando menos en lo sufrido que en lo que faltaba por sufrir. Los cortes de navaja en el pecho y los brazos eran superficiales y apenas sangraban ya. El Gato tenía una costra seca en los orificios nasales; su labio superior partido, hinchado, daba un tono rojizo a la baba que le caía por las comisuras de la boca. Se habían cebado un poco más al golpearlo con una varilla metálica en el vientre y los muslos: escroto inflamado y cardenales recientes en la carne tumefacta. Olía muy agrio, a orines y a sudor y a miedo del que se enrosca en las tripas y las afloja. Mientras el hombre del polo deportivo hacía pregunta tras pregunta en un español torpe, con fuerte acento, intercalando sonoras bofetadas que volvían a uno y otro lado el rostro del mejicano, Teresa observaba, fascinada, la enorme cicatriz horizontal que deformaba su mejilla derecha; la marca del plomo calibre 45 que ella misma le había disparado a bocajarro unos años atrás, en Culiacán, el día que el Gato Fierros decidió que era una lástima matarla sin divertirse un poco antes, va a morirse igual y sería un desperdicio, fue lo que dijo, y luego el puñetazo impotente y furioso de Potemkin Gálvez destrozando la puerta de un armario: el Güero Dávila era de los nuestros, Gato, acuérdate, y ésta era su hembra, matémosla pero con respeto. El caño negro del Python acercándose a su cabeza, casi piadoso, quita no te salpique, carnal, y apaguemos. Chale. El recuerdo llegaba en oleadas, cada vez más intenso, haciéndose físico al fin, y Teresa sintió arderle lo mismo el vientre que la memoria, el dolor y el asco, la respiración del Gato Fierros en su cara, la urgencia del sicario clavándose en sus entrañas, la resignación ante lo inevitable, el tacto de la pistola en la bolsa puesta en el suelo, el estampido. Los estampidos. El salto por la ventana, con las ramas lacerándole la carne desnuda. La fuga. Ahora no sentía odio, descubrió. Sólo una intensa satisfacción fría. Una sensación de poder helado, muy apacible y tranquilo.
—Juro que no sé nada más —seguían restallando las bofetadas en las oquedades del sótano—… Lo juro por la vida de mi madre.
Tenía madre, el hijo de la chingada. El Gato Fierros tenía una pinche mamacita como todo el mundo, allá en Culiacán, y sin duda le mandaba dinero para aliviar su vejez cuando cobraba cada muerte, cada violación, cada madriza. Sabía más, por supuesto. Aunque acababan de sacarle el mole a tajos y puros golpes, sabía más sobre muchas cosas; pero Teresa estaba segura de que lo había contado todo sobre su viaje a España y sus intenciones: el nombre de la Mejicana, la mujer que se movía en el mundo del narco en la costa andaluza, llegaba hasta la antigua tierra culichi. Así que a quebrársela. Viejas cuentas, inquietud por el futuro, por la competencia o por vaya usted a saber qué. Ganas de atar cabos sueltos. El
Batman
Güemes estaba en el centro de la tela de araña, naturalmente. Eran sus gatilleros, con una chamba a medio cumplir. Y el Gato Fierros, menos bravo atado con alambre a su absurda silla blanca que en el pequeño apartamento de Culiacán, soltaba la lengua a cambio de ahorrarse una parcelita de dolor. Aquel bato destripador que tanto galleaba escuadra al cinto, en Sinaloa, culeando viejas antes de bajárselas. Todo era lógico y natural como para no acabárselo.
—Les digo que ya no sé nada —seguía gimoteando el Gato.
A Potemkin Gálvez se le veía mas entero. Apretaba los labios, obstinado, poco fácil para salivear verbos. Y ni modo. Mientras que al Gato parecían haberle dado gas defoliante, éste negaba con la cabeza ante cada pregunta, aunque tenía el cuerpo tan maltrecho como su carnal, con manchas nuevas sobre las de nacimiento que ya traía en la piel, y cortes en el pecho y los muslos, insólitamente vulnerable con toda su desnudez gorda y velluda trincada a la silla por los alambres que se hundían en la carne, amoratando manos y pies hinchados. Sangraba por el pene y la boca y la nariz, el bigote negro y espeso chorreando gotas rojas que corrían en regueros finos por el pecho y la barriga. No, pues. Estaba claro que lo suyo no era hacer de madrina, y Teresa pensó que incluso a la hora de acabar hay clases, y tipos, y gentes que se comportan de una manera o de otra. Y que aunque a esas alturas da lo mismo, en el fondo no lo da. Tal vez era menos imaginativo que el Gato, reflexionó observándolo. La ventaja de los hombres con poca imaginación era que les resultaba más fácil cerrarse, bloquear la mente bajo la tortura. Los otros, los que pensaban, se disparaban antes. La mitad del camino la hacían solos, dale que dale, piensa que te piensa, y lo que se había de cocer lo iban remojando. El miedo siempre es más intenso cuando eres capaz de imaginar lo que te espera.
Yasikov miraba un poco apartado, la espalda contra la pared, observando sin abrir la boca. Es tu negocio, decía su silencio. Tus decisiones. Sin duda también se preguntaba cómo era posible que Teresa soportase aquello sin un temblor en la mano que sostenía los cigarrillos que fumaba uno tras otro, sin un parpadeo, sin una mueca de horror. Estudiando a los sicarios torturados con una curiosidad seca, atenta, que no parecía de ella misma, sino de la otra ruca que rondaba cerca, mirándola como lo hacía Yasikov entre las sombras del sótano. Había misterios interesantes en todo aquello, decidió. Lecciones sobre los hombres y las mujeres. Sobre la vida y el dolor y el destino y la muerte. Y, como los libros que leía, todas aquellas lecciones hablaban también de ella misma.
El guarura del polo deportivo se secó la sangre de las manos en las perneras del pantalón y se volvió hacia Teresa, disciplinado e interrogante. Su navaja estaba en el suelo, a los pies del Gato Fierros. Para qué más, concluyó ella. Todo anda requeteclaro, y el resto me lo sé. Miró por fin a Yasikov, que encogió casi imperceptiblemente los hombros mientras dirigía una ojeada significativa a los sacos de cemento apilados en un rincón. Aquel sótano de la casa en construcción no era casual. Todo estaba previsto.
Yo lo haré, decidió de pronto. Sentía unas extrañas ganas de reír por dentro. De sí misma. De reír torcido. Amargo. En realidad, al menos en lo que se refería al Gato Fierros, se trataba sólo de acabar lo que había iniciado apretando el gatillo de la Doble Águila, tanto tiempo atrás. La vida te da sorpresas, decía la canción. Sorpresas te da la vida. Híjole. A veces te las da sobre cosas tuyas. Cosas que están ahí y no sabías que estaban. Desde los rincones en sombras, la otra Teresa Mendoza seguía observándola con mucha atención. A lo mejor, reflexionó, la que se quiere reír por dentro es ella.
—Yo lo haré —se oyó repetir, ahora en voz alta.
Era su responsabilidad. Sus cuentas pendientes y su vida. No podía descansar en nadie. El del polo deportivo la observaba curioso, como si su español no fuera bastante bueno para comprender lo que oía; se giró hacia su jefe y luego volvió a mirarla otra vez.
—No —dijo suavemente Yasikov.
Había hablado y se había movido al fin. Apartó la espalda de la pared, acercándose. No la observaba a ella, sino a los dos sicarios. El Gato Fierros tenía la cabeza inclinada sobre el pecho; Potemkin Gálvez los miraba cual si no los viera, los ojos fijos en la pared a través de ellos. Fijos en la nada.
—Es mi guerra —dijo Teresa.
—No —repitió Yasikov.
La tomaba con dulzura por el brazo, invitándola a salir de allí. Ahora se encaraban, estudiándose.
—Me vale verga quién sea —dijo de pronto Potemkin Gálvez—… Nomás chínguenme, que ya se tardan.
Teresa se encaró con el gatillero. Era la primera vez que le oía despegar los labios. La voz sonaba ronca, apagada. Seguía mirando hacia Teresa como si ella fuera invisible y él tuviese los ojos absortos en el vacío. Su desnuda corpulencia, inmovilizada en la silla, relucía de sudor y de sangre. Teresa anduvo despacio hasta quedar muy cerca, a su lado. Olía áspero, a carne sucia, maltrecha y torturada.
—Órale, Pinto —le dijo—. No te apures… Te vas a morir ya.
El otro asintió un poco con la cabeza, mirando siempre hacia el lugar en donde ella había estado parada antes. Y Teresa volvió a escuchar el ruido de astillas en la puerta del armario de Culiacán, y vio el caño del Python acercándosele a la cabeza, y de nuevo oyó la voz diciendo el Güero era de los nuestros, Gato, acuérdate, y ésta era su hembra. Quita que no te salpique. Y tal vez, pensó de pronto, de veras se lo debía. Acabar rápido, como él había deseado para ella. Chale. Eran las reglas. Señaló con un gesto al cabizbajo Gato Fierros.
—No te añadiste a éste —murmuró.
Ni siquiera se trataba de una pregunta, o de una reflexión. Sólo un hecho. El gatillero permaneció impasible, cual si no hubiera oído. Un nuevo hilillo de sangre le goteaba de la nariz, suspendido en los pelos sucios del bigote. Ella lo estudió unos instantes más, y luego fue despacio hasta la puerta, pensativa. Yasikov la aguardaba en el umbral.
—Respetad al Pinto —dijo Teresa.
No siempre es cabal mochar parejo, pensaba. Porque hay deudas. Códigos raros que sólo entiende cada cual. Cosas de una.
Bajo la luz que entraba por las grandes claraboyas del techo, los flotadores de la lancha neumática Valiant parecían dos grandes torpedos grises. Teresa Mendoza estaba sentada en el suelo, rodeada de herramientas, y con las manos manchadas de grasa ajustaba las nuevas hélices en la cola de dos cabezones trucados a 250 caballos. Vestía unos viejos tejanos y una camiseta sucia, y el cabello recogido en dos trenzas le pendía a los lados de la cara moteada por gotas de sudor. Pepe Horcajuelo, su mecánico de confianza, estaba junto a ella observando la operación. De vez en cuando, sin que Teresa se lo pidiera, le alargaba una herramienta. Pepe era un individuo pequeño, casi diminuto, que en otros tiempos fue promesa del motociclismo. Una mancha de aceite en una curva y año y medio de rehabilitación lo retiraron de los circuitos, obligándolo a cambiar el mono de cuero por el mono de mecánico. El doctor Ramos lo había descubierto cuando a su viejo Dos Caballos se le quemó la junta de la culata y anduvo por Fuengirola en busca de un taller que abriese en domingo. El antiguo corredor tenía buena mano para los motores, incluidos los navales, a los que era capaz de sacarles quinientas revoluciones más. Era de esos tipos callados y eficaces a los que les gusta su oficio, trabajan mucho y nunca hacen preguntas. También —aspecto básico— era discreto. La única señal visible del dinero que había ganado en los últimos catorce meses era una Honda 1.200 que ahora estaba aparcada frente al pañol que Marina Samir, una pequeña empresa de capital marroquí con sede en Gibraltar —otra de las filiales tapadera de Transer Naga—, tenía junto al puerto deportivo de Sotogrande. El resto lo ahorraba cuidadosamente. Para la vejez. Porque nunca se sabe, solía decir, en qué curva te espera la siguiente mancha de aceite.
—Ahora ajusta bien —dijo Teresa.
Tomó el cigarrillo que humeaba sobre el caballete que sostenía los cabezones y le dio un par de chupadas, manchándolo de grasa. A Pepe no le gustaba que fumaran cuando se trabajaba allí; tampoco que otros anduvieran trajinando en los motores cuyo mantenimiento le confiaban. Pero ella era la jefa, y los motores y las lanchas y el pañol eran suyos. Así que ni Pepe ni nadie tenían qué objetar. Además, a Teresa le gustaba ocuparse de cosas como aquélla, trabajar en la mecánica, moverse por el varadero y las instalaciones de los puertos. Alguna vez salía a probar los motores o una lancha; y en cierta ocasión, pilotando una de las nuevas semirrigidas de nueve metros —ella misma había ideado usar las quillas de fibra de vidrio huecas como depósitos de combustible—, navegó toda una noche a plena potencia probando su comportamiento con fuerte marejada. Pero en realidad todo eso eran pretextos. De aquel modo recordaba, y se recordaba, y mantenía el vínculo con una parte de ella misma que no se resignaba a desaparecer. Puede que eso tuviera que ver con ciertas inocencias perdidas; con estados de ánimo que ahora, mirando atrás, llegaba a creer próximos a la felicidad. Quizá fui feliz entonces, se decía. Tal vez lo fui de veras, aunque no me diera cuenta.
—Dame una llave del número cinco. Sujeta ahí… Así.
Se quedó observando el resultado, satisfecha. Las hélices de acero que acababa de instalar —una levógira y otra dextrógira, para compensar el desvío producido por la rotación— tenían menos diámetro y más paso helicoidal que las originales de aluminio; y eso permitiría a la pareja de motores atornillados en el espejo de popa de una semirrígida desarrollar algunos nudos más de velocidad con mar llana. Teresa dejó otra vez el cigarrillo sobre el caballete e introdujo las chavetas y los pasadores que le alcanzaba Pepe, fijándolos bien. Después dio una última chupada al cigarrillo, lo apagó cuidadosamente en la media lata de Castrol vacía que usaba como cenicero, y se puso en pie, frotándose los riñones doloridos.
—Ya me contarás qué tal se portan.
—Ya le contaré.
Teresa se limpió las manos con un trapo y salió al exterior, entornando los ojos bajo el resplandor del sol andaluz. Estuvo así unos instantes, disfrutando del lugar y del paisaje: la enorme grúa azul del varadero, los palos de los barcos, el chapaleo suave del agua en la rampa de hormigón, el olor a mar, óxido y pintura fresca que desprendían los cascos fuera del agua, el campanilleo de drízas con la brisa que llegaba de levante por encima del espigón. Saludó a los operarios del varadero —conocía el nombre de cada uno de ellos—, y rodeando los pañoles y los veleros apuntalados en seco se dirigió a la parte de atrás, donde Pote Gálvez la esperaba de pie junto a la Cherokee aparcada entre palmeras, con el paisaje de fondo de la playa de arena gris que se curvaba hacia Punta Chullera y el este. Había pasado mucho tiempo —casi un año— desde aquella noche en el sótano del chalet en construcción de Nueva Andalucía, y también de lo ocurrido unos días más tarde, cuando el gatillero, todavía con marcas y magulladuras, se presentó ante Teresa Mendoza escoltado por dos hombres de Yasikov. Tengo algo que platicar con la doña, había dicho. Algo urgente. Y debe ser ahorita. Teresa lo recibió muy seria y muy fría en la terraza de una suite del hotel Puente Romano que daba a la playa, los guaruras vigilándolos a través de las grandes vidrieras cerradas del salón, tú dirás, Pinto. Tal vez quieras una copa. Pote Gálvez respondió no, gracias, y luego estuvo un rato mirando el mar sin mirarlo, rascándose la cabeza como un oso torpe, con su traje oscuro y arrugado, la chaqueta cruzada que le sentaba fatal porque acentuaba su gordura, las botas sinaloenses de piel de iguana a modo de nota discordante en la indumentaria formal —Teresa sintió una extraña simpatía por aquel par de botas— y el cuello de la camisa cerrado para la ocasión por una corbata demasiado ancha y colorida. Teresa lo observaba con mucha atención, del modo con que en los últimos años había aprendido a mirar a todo el mundo: hombres, mujeres. Pinches seres humanos racionales. Calando lo que decían, y sobre todo lo que se callaban o lo que tardaban en contar, como el mejicano en ese momento. Tú dirás, repitió al fin; y el otro se fue girando hacia ella, todavía en silencio, y al cabo la miró directamente, dejando de rascarse la cabeza para decir en voz baja, tras echar un vistazo de reojo a los hombres del salón, pos fíjese que vengo a agradecerle, señora. A dar las gracias por permitir que siga vivo a pesar de lo que hice, o de lo que estuve a punto de hacer. No querrás que te lo explique, replicó ella con dureza. Y el gatillero desvió de nuevo la vista, no, claro que no, y lo repitió dos veces con aquella manera de hablar que tantos recuerdos traía a Teresa, porque se le infiltraba por las brechas del corazón. Sólo quería eso. Agradecerle, y que sepa que Potemkin Gálvez se la debe y se la paga. Y cómo piensas pagarme, preguntó ella. Pos fíjese que ya lo hice en parte, fue la respuesta. Platiqué con la gente que me envió de allá. Por teléfono. Conté la pura neta: que nos tendieron un cuatro y le dieron padentro al Gato, y que no pudo hacerse nada porque nos madrugaron gacho. De qué gente hablas, preguntó Teresa, conociendo la respuesta. Pos nomás gente, dijo el otro, irguiéndose un poco picado, endurecidos de pronto los ojos orgullosos. Quihubo, mi doña. Usted sabe que yo ciertas cosas no las platico. Digamos sólo gente. Raza de allá. Y luego, de nuevo humilde y entre muchas pausas, buscando las palabras con esfuerzo, explicó que esa gente, la que fuera, había visto bien cabrón que él siguiera respirando y que a su cuate el Gato se lo torcieran de aquella manera, y que le habían explicado clarito sus tres caminos: acabar la chamba, agarrar el primer avión y volver a Culiacán para las consecuencias, o esconderse donde no lo encontraran.