La reina de los condenados (64 page)

BOOK: La reina de los condenados
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Pero el rostro de Maharet estaba rígido. No había contestado a Khayman. Muy despacio, se volvió hacia la mesa y cruzó las manos bajo la barbilla. Sus ojos tenían una expresión apagada, remota, como si no vieran nada de lo que tenían delante.

—El hecho es que tiene que ser destruida —dijo Marius, como si no pudiera contenerse más. El color ardió en sus mejillas, sorprendiendo a Jesse, porque en su rostro habían hecho su aparición momentánea las facciones de un hombre corriente. Y, ahora que habían desaparecido de nuevo, visiblemente temblaba de rabia—. Hemos desatado a un monstruo, y es responsabilidad nuestra apresarlo de nuevo.

—¿Y cómo podremos hacerlo? —preguntó Santino—. Hablas como si fuera una simple cuestión de decidirse. ¡No puedes matarla!

—Perdiendo nuestras vidas, pero se podrá hacer —dijo Marius—.

Si actuamos coordinados, acabaremos con esto de una vez por todas, como hace ya tiempo que debería haber acabado. —Los miró a todos, uno a uno, deteniendo la vista en Jesse. Luego la desvió hacia Maharet—. El cuerpo no es indestructible. No está hecho de mármol. Puede ser agujereado, cortado. Yo mismo lo he horadado con mis colmillos. ¡He bebido su sangre!

Maharet hizo un pequeño gesto elusivo, como queriendo decir que aquellas eran cosas sabidas de todos.

—¿Y si la matamos, nos matamos a nosotros? —inquirió Eric—. Si es así, propongo que nos vayamos de aquí. Propongo que nos ocultemos de ella. ¿Qué ganamos quedándonos aquí?

—¡No! —exclamó Maharet.

—Os matará uno a uno si lo hacéis —dijo Khayman—. Estáis vivos porque os guarda para sus proyectos.

—Por favor, ¿quieres continuar con la narración? —intervino Gabrielle, hablando directamente a Maharet. Todo el tiempo se había mantenido a la expectativa, y sólo de tanto en tanto escuchaba a los demás—. Quiero saber el resto —dijo—. Quiero oírlo todo. —Se echó hacia delante, y apoyó los brazos cruzados en la mesa.

—¿Creéis que en esos cuentos de viejas descubriréis algún método para derrotarla? —preguntó Eric—. Estáis locos si pensáis eso.

—Prosigue con la historia, por favor —dijo Louis—. Quiero… —dudó—, yo también quiero saber lo que pasó.

Maharet lo escrutó durante un largo momento.

—Sigue, Maharet —dijo Khayman—. Porque, con toda probabilidad, la Madre será destruida, y ambos sabemos cómo y por qué, y toda esa palabrería no significa nada.

—¿Qué puede significar la profecía ahora, Khayman? —interrogó Maharet con voz grave, moribunda—. ¿Caeremos en el mismo error en que ha caído la Madre? Podemos aprender del pasado. Pero el pasado no nos salvará.

—Tu hermana vendrá, Maharet. Vendrá como prometió.

—Khayman —dijo Maharet con una sonrisa estirada y amarga.

—Cuéntanos qué ocurrió —dijo Gabrielle.

Maharet permaneció inmóvil, como sí intentase encontrar una forma de empezar. En el intervalo, el cielo tras las ventanas se oscureció. Sin embargo, un ligerísimo tinte rojizo apareció en el lejano poniente, incrementando más y más su brillo contra las nubes grises. Finalmente se disipó y todos hubieran quedado envueltos en la oscuridad absoluta de no ser por el resplandor del fuego y el brillo mortecino de las paredes de cristal, que ahora se habían convertido en espejos.

—Khayman os llevó a Egipto —dijo Gabrielle—. ¿Qué visteis allí?

—Sí, nos llevó a Egipto —confirmó Maharet. Exhaló un suspiro y reclinó la espalda en la silla, con la mirada fija en la mesa ante sí—.

No había escapatoria; Khayman nos habría llevado a rastras. Pero la verdad es que aceptamos que teníamos que ir. Durante veinte generaciones habíamos hecho de intermediarias entre los hombres y los espíritus. Si Amel había cometido alguna gran maldad, nosotras intentaríamos remediarla. O al menos… como os dije al empezar la reunión entorno a esta mesa… intentaríamos comprender.

»Dejé a mi hija. La dejé al cuidado de las mujeres en quien confiaba más. La besé. Le conté algunos secretos. Y entonces la dejé; y partimos, a cuestas de la litera real, como si fuéramos huéspedes y no prisioneras (como antes) del Rey y de la Reina de Queme.

»Khayman fue amable con nosotras durante la larga marcha, pero se mantuvo sombrío y silencioso, evitando mirarnos directamente a los ojos. E hizo bien, puesto que no habíamos olvidado que habíamos sido ultrajadas. Luego, la última noche, acampados a orillas del gran río (que cruzaríamos a la mañana siguiente para llegar al palacio real) Khayman nos llamó a su tienda y nos contó todo lo que sabía.

»Sus modales eran corteses, decorosos. Y, mientras escuchábamos, intentamos dejar de lado nuestras sospechas personales. Nos contó lo que el demonio (como él lo llamaba) había hecho.

»Sólo horas después de nuestra expulsión de Egipto, había advertido que algo lo estaba acechando, alguna oscura y malvada fuerza. A todas partes adonde iba sentía su presencia, aunque a la luz del día tenía tendencia a esfumarse.

»Luego las cosas en el interior de su casa empezaron a cambiar de lugar, cambios que los demás no notaban. Al principio creía que se estaba volviendo loco. Sus instrumentos de escribir no estaban donde debían estar; y tampoco el sello que utilizaba el mayordomo general. Luego, en momentos diversos (y siempre cuando se hallaba solo) aquellos objetos salían disparados contra él, dándole en la cabeza, o aterrizando a sus pies. Algunos aparecían en los lugares más ridículos. El gran sello podía encontrarlo, por ejemplo, en su cerveza o en su caldo.

»Pero no se atrevía a contárselo al Rey y a la Reina. Sabía que los causantes eran nuestros espíritus; y decirlo habría significado sentencia de muerte para nosotras.

»Y así guardó para sí un terrible secreto, mientras las cosas empeoraban cada vez más. Adornos que había conservado como tesoros desde su infancia aparecían hechos añicos y cayendo como una lluvia sobre él. Los amuletos sagrados eran lanzados al retrete; excrementos sacados del pozo negro manchaban las paredes.

»Apenas podía soportar estar en su propia casa, pero mandaba a sus esclavos que no contasen nada a nadie y, si huían despavoridos, él mismo limpiaba su propio lavabo y barría el lugar como un sirviente inferior.

»Pero él también se sentía aterrorizado. Allí, en su casa, había algo con él. Podía olerle el aliento, sentirlo en su rostro y podía jurar que, de vez en cuando, sentía sus dientes, agudos como agujas.

»Al final, ya desesperado, empezó a hablar a la cosa, a suplicarle que se fuera. Pero aquello sólo pareció aumentar sus fuerzas. Al dirigirle la palabra, doblaba su poder. Vaciaba la bolsa de monedas de Khayman en el suelo y hacía tintinear las monedas de oro unas contra otras durante toda la noche. Le volcaba la cama, de tal modo que aterrizaba de bruces en el suelo. Le ponía arena en los zapatos cuando no miraba.

»Habían pasado ya seis meses desde que habíamos salido del reino. Se estaba volviendo loco. Quizá nosotras estábamos fuera de peligro. Pero él no encontraba lugar para estar a salvo y no sabía dónde buscar ayuda, ya que el espíritu lo estaba horrorizando realmente.

»Entonces, en el silencio de la noche, mientras yacía preguntándose qué nueva jugarreta estaría tramando, oyó de repente unos fuertes golpes en la puerta. Estaba aterrado. Sabía que no tenía que responder, que los golpes no provenían de mano humana. Pero, al final, no lo pudo soportar más. Dijo sus oraciones y abrió la puerta de par en par. Y lo que contempló fue el horror de los horrores: la momia putrefacta de su padre con la repugnante mortaja hecha trizas, apoyada en la pared.

»Por supuesto sabía que no había vida en el rostro encogido y arrugado o en los ojos muertos que lo miraban fijamente. Alguien o algo había desenterrado el cuerpo de su mastaba desierta y lo había traído allí. Aquel era el cadáver de su padre, pútrido, hediondo; el cadáver de su padre con todos sus objetos sagrados, el cadáver debería haber sido consumido, en el banquete funerario que les correspondía, por Khayman y sus hermanos y hermanas.

»Khayman cayó de rodillas llorando, casi chillando. Y entonces, ante sus ojos incrédulos, ¡la momia se movió! ¡La momia se puso a bailar! Sus miembros pegaban sacudidas a un lado y a otro, arriba y abajo, mientras que la mortaja caía a pedazos, hasta que Khayman entró corriendo en casa y cerró la puerta a aquel espectáculo. Y el cadáver se lanzó contra la puerta, aporreándola a puñetazos (o eso parecía), exigiendo que le dejase entrar.

»Khayman invocó a todos los dioses de Egipto clamando que le libraran de aquella monstruosidad. Llamó a los guardias de palacio; llamó a los soldados del Rey. Maldijo a aquel espíritu demoníaco y le ordenó que lo dejase en paz; y Khayman, en su furia, se puso a lanzar objetos y a dar patadas a las monedas de oro.

»Todo el palacio se precipitó por los jardines reales, hacia la casa de Khayman. Pero el demonio parecía hacerse más y más fuerte. Los postigos batían contra la pared y eran arrancados de cuajo. Los escasos restos del precioso mobiliario que aún poseía Khayman empezaron a desplazarse por el suelo y a dar saltos.

»Pero aquello fue sólo el principio. Al alba, cuando los sacerdotes entraban en la casa para exorcizar al demonio, un impetuoso viento llegó del desierto, arrastrando consigo nubes de arena cegadora. Khayman huyó y, a todas partes adonde fue, el viento lo persiguió; finalmente se contempló a sí mismo y vio que tenía los brazos recubiertos de pequeñas picaduras y gotitas de sangre. Incluso sus párpados habían sido atacados. Se encerró en un armario para conseguir algo de paz. Y el espíritu reventó el armario, echando a volar todas sus partes. Y Khayman quedó llorando en el suelo.

»La tormenta continuó durante días. Cuanto más rezaban y cantaban los sacerdotes, más enfurecido estaba el espíritu.

»El Rey y la Reina estaban consternados más allá de lo posible. Los sacerdotes echaron conjuros al demonio. La gente daba las culpas de los sucesos a las hechiceras de pelo rojo. Exclamaban que nunca se debía haber permitido que abandonaran la tierra de Queme. Tenían que encontrarnos a toda costa, tenían que llevarnos de nuevo a Egipto para ser quemadas vivas. Y entonces el demonio se calmaría.

»Pero las viejas familias no estaban de acuerdo con este parecer. La opinión de éstas era clara. ¿No habían desenterrado los dioses el cuerpo pútrido del padre de Khayman para mostrar que los comedores de carne habían hecho siempre lo que complacía a los cielos? No, eran el Rey y la Reina quienes estaban equivocados, el Rey y la Reina quienes debían morir. El Rey y la Reina, que habían llenado el país de momias y supersticiones.

»Y el reino estuvo al borde de la guerra civil.

»Al final el mismo Rey fue a ver a Khayman, quien estaba en su casa, sentado y llorando desconsoladamente, con una tela tirada encima como un sudario. Y el Rey habló con el espíritu maligno, aun mientras iba infligiendo picaduras a Khayman que manchaban de gotas de sangre la tela que lo envolvía.

»—Pero piensa en lo que las hechiceras nos contaron —decía el Rey—. No son sino espíritus, no demonios. Y se puede hacerlos entrar en razón. Sólo con que pudiera hacerme oír por ellos como hacían las hechiceras, sólo con que pudiera hacerlos responder…

»Pero aquella pequeña charla no hizo más que encolerizar al espíritu. Destrozó lo que aún no había sido destruido de los pequeños muebles. Arrancó la puerta de las bisagras; arrancó de raíz los árboles del jardín y los esparció por el suelo. Y pareció que, por el momento, mientras arrasaba los jardines de palacio despedazando todo lo que se ponía a su alcance, se olvidaba por completo de Khayman.

»Y el Rey fue tras el espíritu, suplicándole que lo reconociera y que hablase con él, y que compartiera sus secretos. Permaneció en la misma nube del torbellino creado por él, sin temor alguno, extático.

»Finalmente apareció la Reina. Con una voz poderosa y penetrante también se dirigió al demonio:

»—¡Nos castigas por el dolor de las hermanas pelirrojas! —gritó—. Pero, en lugar de eso, ¡por qué no nos sirves! —De inmediato, el espíritu demoníaco desgarró sus ropas y le infligió un gran ataque, como había hecho anteriormente con Khayman. La Reina intentó protegerse los brazos y el rostro, pero fue imposible. Y el Rey la cogió, y juntos echaron a correr hacia la casa de Khayman.

»—Vete, ahora —dijo el Rey a Khayman—. Déjanos solos con esta cosa, puesto que queremos aprender de ella, queremos comprender lo que quiere. —Llamó a los sacerdotes y, a través del torbellino, les dijo lo que nosotras le habíamos explicado, que el espíritu odiaba a la humanidad porque éramos a la vez espíritu y carne. Pero que él conseguiría atraparlo, reformarlo y controlarlo. Porque él era Enkil, el Rey de Queme, y podría hacerlo.

»El Rey y la Reina entraron en casa de Khayman, y el espíritu maligno con ellos, devastando la estancia; sin embargo, allí se quedaron. Khayman, ahora que había quedado libre de la cosa, se tendió en el suelo de palacio, exhausto, temiendo por sus soberanos, pero sin saber qué hacer.

»La Corte entera estaba en un gran tumulto; los hombres se peleaban entre ellos; las mujeres lloraban; algunos incluso abandonaban el palacio por miedo a lo que pudiese ocurrir.

»Durante dos días y dos noches, el Rey permaneció con el demonio; y también la Reina. Y entonces, las familias antiguas, las comedoras de carne, se reunieron al exterior de la casa. El Rey y la Reina estaban en un grave error; era el momento de que tomaran en sus manos el futuro de Queme. A la caída de la noche, entraron en la casa con su misión mortal, con las dagas levantadas. Iban a matar al Rey y a la Reina; y si el pueblo alborotaba en protesta, dirían que el espíritu era el causante; y ¿quién podría afirmar lo contrario? ¿Y no se aplacaría el espíritu cuando el Rey y la Reina estuvieran muertos, el Rey y la Reina que habían perseguido a las hechiceras pelirrojas?

»Fue la Reina quien primero los vio venir; cuando se precipitó a su encuentro con el grito de alarma, ellos hundieron sus dagas en su pecho; la Reina cayó mortalmente herida. El Rey corrió en su ayuda y también lo acuchillaron, con la misma impiedad; y huyeron veloces de la casa, ya que el espíritu no cesaba sus persecuciones.

»Khayman, mientras tanto, había permanecido arrodillado en un extremo del jardín, abandonado por los guardias, que lo habían considerado partidario de los comedores de carne. Y él esperaba morir con los demás sirvientes de la familia real. Luego oyó un gran gemido de la boca de la Reina. Un gemido como nunca había oído. Cuando los comedores de sangre oyeron tales ululatos, abandonaron el lugar definitivamente.

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