La reina de los condenados (63 page)

BOOK: La reina de los condenados
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Las mujeres estaban reunidas en el centro; había unas doscientas o quizá más. Incluso en su silencio, parecían bárbaras entre el mobiliario europeo. Miraban más allá de aquella riqueza que nunca les había llegado al corazón y que en efecto no significaba nada para ellas, miraban la visión en el rellano, que ahora se disolvía y en una ráfaga de susurros y de luces de colores, se materializaba repentinamente al pie de las escaleras.

Se alzaron suspiros, se levantaron manos para proteger las cabezas gachas, como si de una explosión de inoportuna luz se tratara. Luego todas las miradas se fijaron en la Reina de los Cielos y su consorte, que aguardaban en la alfombra roja, a poco más de un metro por encima de la asamblea (el consorte un poco agitado, mordiéndose el labio inferior e intentando ver aquel asunto claramente, aquellos sucesos atroces, aquella mezcla de culto y ritual de sangre), aguardando a que trajeran a las víctimas.

¡Qué bellos ejemplares! Pelo oscuro, piel morena, hombres mediterráneos. Todos bellos como jóvenes mujeres. Hombres de la complexión robusta y la exquisita musculatura que ha inspirado a los artistas durante miles de años. Ojos negros como la tinta y rostros afeitados pero oscuros; profunda astucia; profundo odio al mirar a aquellas hostiles criaturas sobrenaturales que habían decretado la muerte de sus hermanos en todo el mundo.

Estaban atados con correas de cuero, probablemente sus propios cinturones y los cinturones de docenas de otros; las mujeres lo habían hecho y lo habían hecho bien. También les habían atado los tobillos, de tal forma que pudieran andar, pero no dar patadas o correr. Iban desnudos hasta la cintura y sólo uno de ellos temblaba, de rabia a la vez que de miedo. De pronto éste empezó a debatirse. Los otros dos se volvieron, se quedaron mirándolo y empezaron a bregar también.

Pero la masa de mujeres los rodeó, obligándolos a arrodillarse. Sentí que el deseo crecía en mi interior ante aquella escena, ante la vista de los cinturones de cuero segando la bronceada piel desnuda de los brazos de los hombres. ¡Por qué es tan seductor! Las manos de las mujeres los contuvieron, aquellas manos atenazadoras, amenazadoras, que en otro momento podían ser tan blandas. No pudieron desasirse de tantas mujeres. Con suspiros ahogados abandonaron toda resistencia, aunque el que había empezado la lucha me miró de forma que acusaba.

Demonios, diablos, seres del infierno, eso es lo que su mente le decía; porque ¿quién más podría haber cometido tales atrocidades en su mundo? Oh, ¡no es más que el principio de las tinieblas, de las terribles tinieblas!

¡Pero el ansia era tan fuerte! «¡Vas a morir y yo seré quien te mate!» Y él pareció oírlo, entenderlo. Y de él brotó un odio salvaje hacia las mujeres, un odio rebosante de imágenes de violación y castigo que provocó en mí una sonrisa; pero comprendí. Casi por completo lo comprendí. ¡Qué fácil era sentir desprecio por ellas, sentirse ultrajado porque hubieran osado convertirse en el enemigo, en el enemigo de la guerra secular, ellas las mujeres! Y era oscuridad aquel castigo imaginado, también era inenarrable oscuridad.

Sentí los dedos de Akasha en mi brazo. La sensación de dicha retornó; el delirio. Intenté resistirlo, pero lo sentía como antes. Y el deseo no desaparecía, se hallaba en mi boca ahora. Sentía su sabor.

Sí, pasemos al momento; pasemos a la pura función; ¡que empiece el sacrificio de la sangre!

Las mujeres se arrodillaron en masa y los hombres, que ya estaban arrodillados, parecieron tranquilizarse, y nos miraron con ojos vidriosos, con el labio inferior caído y temblando.

Miré atentamente los hombros musculosos del primero, el que se había rebelado. Me imaginé, como siempre en aquellos momentos, el contacto del áspero y mal afeitado cuello al tocarlo mis labios, cuando mis colmillos desgarraran su piel, no la piel glacial de la diosa, sino la piel humana, caliente y salada.

«Sí, querido. Tómalo. Es el sacrificio que te mereces. Ahora eres un dios. Tómalo. ¿Sabes cuántos más te esperan?»

Pareció que las mujeres entendieran lo que había que hacer. Di un paso adelante y ellas lo levantaron; cuando lo cogí en mis brazos, se debatió de nuevo, pero no fue más que un espasmo muscular. Mi mano se cerró en su cabeza con demasiado ímpetu; no tenía conciencia de mi nueva fuerza y oí el crujido de los huesos al romperse mientras le hincaba los colmillos. La muerte le sobrevino casi en forma instantánea, tan poderoso fue mi primer sorbo de sangre. Yo ardía de hambre; y la medida entera, colmada y entera en un momento, no había sido suficiente. ¡Mucho menos que suficiente!

De inmediato tomé otra víctima, intentando ir más despacio con ella, para hundirme en las tinieblas a solas con su alma, que me hablaba, como había hecho tantas otras veces. Sí, que me contaba sus secretos mientras la sangre manaba en mi boca, mientras dejaba que mi boca se llenara antes de engullir. «Sí, hermano. Lo siento, hermano.» Luego avancé con paso vacilante, pisé el cadáver que tenía ante mí y lo aplasté bajo mis pies.

—Dadme el último.

Sin resistencia. Me miraba con una inmovilidad total, como si se hubiera hecho la luz en su interior, como si hubiera encontrado, en una teoría o en una creencia, la salvación definitiva. Lo atraje hacia mí (dulcemente, Lestat) y éste constituyó la verdadera fuente que buscaba, la lenta, poderosa muerte que anhelaba, el corazón palpitante que parecía que no iba a detenerse nunca, el suspiro resbalando de sus labios. Al soltarlo, mis ojos aún estaban nublados con las imágenes diluidas de su breve e indocumentada vida, imágenes derrumbadas en un raro segundo lleno de significado.

Lo dejé caer. Ahora ya no había significado.

Sólo había la luz ante mí, y el éxtasis de las mujeres que por fin habían sido redimidas por medio de los milagros.

La habitación quedó en silencio; nada se movía; llegaba el sonido del mar, aquel distante y monótono tronar. Luego la voz de Akasha:

«Los pecados de los hombres han sido expiados; y los que habéis conservado recibirán todos los cuidados, y serán amados. Pero nunca les deis libertad, a esos que quedan, a esos que os han oprimido.»

Y luego, silenciosamente, sin palabras claras, vino la lección. El ansia arrebatadora que acababan de contemplar, las muertes que habían visto a manos mías: todo ello iba a ser el recordatorio eterno de la ferocidad que latía en todas las cosas masculinas y que nunca debían volver a dejarse libres. Los varones habían sido sacrificados a la encarnación de su propia violencia.

En suma, las mujeres habían presenciado un ritual nuevo y trascendente: un nuevo sacrificio de la misa. Volverían a verlo; siempre deberían recordarlo.

Mi cabeza fue un torbellino ante aquella paradoja. Mis pequeños propósitos de no hacía mucho tiempo se me aparecían ahora, para atormentarme. Había querido hacerme famoso en el mundo de los mortales. Había querido ser la imagen del mal en el teatro del mundo y, por tanto, de algún modo, hacer el bien.

Y ahora era esta imagen, del todo. Era su encarnación literal; me había convertido en las mentes de aquellas pocas simples almas, en el mito, tal como ella había prometido. Oí una vocecita que me susurró al oído, que me repitió con insistencia aquel viejo adagio: ten cuidado con los deseos que alientas, pues podrían llegar a hacerse realidad.

Sí, aquello era la clave; todo lo que había deseado se estaba haciendo realidad. En la cripta la había besado y la había despertado, y había soñado en su poder; y ahora estábamos juntos, ella y yo, y los himnos se elevaban a nuestro alrededor. Hosannas. Gritos de alegría.

Las puertas del palacete se abrieron de par en par.

Nos despedíamos, ascendíamos en esplendor, como por arte de magia, cruzábamos las puertas, nos elevábamos más arriba del techo de la mansión y planeábamos por encima de las centelleantes aguas, hacia la calma extensión de estrellas.

Ya no tenía miedo de caer; ya no tenía miedo de nada tan insignificante. Porque mi alma entera (mezquina como era y como siempre había sido) sabía de miedos que yo nunca habría imaginado.

6. LA HISTORIA DE LAS GEMELAS, SEGUNDA PARTE

Ella estaba soñando en matar. Era una gran y oscura ciudad como Londres o Roma, y ella corría apresurada por sus calles; tenía el encargo de matar, de abatir a la primera dulce víctima humana que sería su propia víctima. Y justo en el momento antes de abrir los ojos, había dado el salto, desde las creencias de toda su vida hacia aquel simple acto inmoral: matar. Había hecho lo que hace el reptil cuando levanta, en la raja de cuero que es su boca, el ratoncillo chillón que aplastará lentamente sin ni siquiera oír su suave y desgarrador canto.

Despierta en la oscuridad; y la casa viva encima; oye a los viejos diciendo: ven. También capta una televisión que habla en alguna parte. La Santa Virgen María se ha aparecido en alguna isla del mar Mediterráneo.

Sin hambre. La sangre de Maharet era demasiado fuerte. La idea iba creciendo, con el dedo índice te llamaba como una vieja bruja jorobada, desde un callejón oscuro. «Matar.»

Se levantó de la estrecha caja en la que reposaba y de puntillas cruzó la oscuridad, hasta que sus manos palparon la puerta de metal. Salió al pasillo y vio las inacabables escaleras de hierro que daban vueltas y vueltas sobre sí mismas en su ascensión, como si fueran un esqueleto, y vio el cielo a través del cristal ahumado. Mael estaba a medio camino, frente a la puerta de la casa propiamente dicha, mirando hacia abajo, hacia ella.

Por eso ella vaciló («Soy una de vosotros y estamos juntos») y vaciló por el contacto de la barandilla de hierro en su mano y por una pena súbita (sólo una impresión fugaz); porque, todo lo que había sido antes de aquella feroz belleza, la tenía agarrada por el pelo.

Mael bajó como para rescatarla, porque aquella sensación se la estaba llevando.

Comprendían,  ¿no?,  el modo en que ahora la tierra respiraba para ella y el bosque susurraba y las raíces merodeaban por la oscuridad, atravesando aquellas paredes de tierra.

Se quedó mirando a Mael. Leve olor de piel de ante, polvo. ¿Cómo había podido pensar nunca que aquellos seres eran humanos? Unos ojos brillando así. Y, sin embargo, llegaría el tiempo en que ella volvería a andar entre los seres humanos, y vería su mirada detenerse en ella un momento, y rápidamente desviarla. Había estado andando a paso rápido por alguna ciudad, como Londres o Roma. Mirando en los ojos de Mael volvió a ver a la vieja bruja jorobada en el callejón; pero no había sido una imagen en el sentido literal. No, ella vio el callejón, vio la matanza, con toda su pureza. Y, en silencio, dejaron de mirarse al instante, pero en una forma que indicaba respeto. El cogió su mano; observó el brazalete que le había regalado. De súbito la besó en la mejilla. Y luego la acompañó escaleras arriba, hacia la sala de la cima de la montaña.

La voz electrónica de la televisión aumentaba y aumentaba, hablando de histeria de masas en Sri Lanka. Mujeres matando a hombres. Incluso bebés varones asesinados. En la isla de Lynkonos había habido alucinaciones en masa y una ola de extrañas muertes.

Sólo gradualmente fue comprendiendo lo que estaba oyendo. Así pues no era la Santa Virgen María; cuando al principio lo había oído, había pensado que era maravilloso que pudieran creer algo así. Se volvió hacia Mael, pero éste miraba al frente. Él ya lo sabía. La televisión había estado hablando para él durante una hora.

Ahora, el entrar en la sala de la cima de la montaña, ella vio el fantasmagórico parpadeo azul. Y el extraño espectáculo de esos nuevos hermanos en la Orden Secreta de los no-muertos, repartidos por la sala como otras tantas estatuas, resplandeciendo en la luz mientras miraban atentamente la grandiosa pantalla.

—… epidemias en el pasado causadas por comida o agua contaminadas. No obstante no se ha encontrado ninguna explicación para la coincidencia de las noticias provenientes de lugares tan diversos y tan alejados, que ahora incluyen también algunos pueblos aislados de las montañas del Nepal. Las detenidas afirman haber visto a una mujer muy bella llamada con varios nombres (la Santa Virgen, la Reina de los Cielos o simplemente la Diosa) que les ordenó masacrar a todos los varones de su pueblo, salvo a unos pocos seleccionados con mucho cuidado. Algunas informaciones describen, además, la aparición de un hombre, una divinidad de pelo rubio que no habla y que no tiene título o nombre ni oficial ni oficioso…

Jesse miró a Maharet, que tenía la vista como perdida, sin expresión, con una mano apoyada en el brazo de la silla.

La mesa estaba repleta de periódicos. Diarios en francés, en indostaní, y también en inglés.

—…de Lynkonos a otras varias islas próximas antes de que se avisara al ejército. Anteriores estimaciones indican que unos dos mil hombres podrían haber sido muertos en este pequeño archipiélago tocando a una punta de Grecia.

Maharet pulsó un botón en el pequeño mando negro que tenía en la mano y la pantalla se desvaneció. Pareció como si el aparato entero se hubiese desvanecido, diluyéndose en la oscura madera, a la par que las ventanas se hacían transparentes y las copas de los árboles aparecían en interminables y neblinosos planos recortados contra el cielo violento. Muy a lo lejos, Jesse vio las centelleantes luces de Santa Rosa, acunadas en las oscuras colinas. Pudo oler el sol que había entrado en la sala; pudo sentir el calor evaporándose lentamente a través del techo de cristal.

Miró a los demás, que estaban sentados en un silencio aturdido. Marius contemplaba enfurecido la pantalla de televisión, los periódicos que se extendían ante él.

—No hay tiempo que perder —dijo rápidamente Khayman a Maharet—. Tienes que proseguir el relato. No sabemos cuándo llegará.

Hizo un imperceptible gesto y los periódicos que llenaban la mesa se apartaron a un lado, quedaron hechos una pelota que fue lanzada en silencio y por una mano invisible al fuego. Allí el papel fue devorado por una gran llamarada que envió una lluvia de chispas hacia la enorme boca de la chimenea.

Jesse sufrió un repentino mareo. Todo era demasiado precipitado. Clavó la vista en Khayman. ¿Llegaría a acostumbrarse algún día? ¿A sus rostros de porcelana y a sus súbitas expresiones violentas, a sus blandas voces humanas y a sus casi imperceptibles movimientos?

¿Era producto de la Madre aquello? Matanza de varones. El entramado vital de aquellas gentes ignorantes, destruido por completo. Una fría sensación de amenaza se cernió sobre ella. Buscó una señal de inteligencia, de compresión, en el rostro de Maharet.

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