La reina de los condenados (43 page)

BOOK: La reina de los condenados
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—Olvidaba quién era yo, dónde estaba —continuó—. Me convertía en aquella criatura, era la criatura cuya voz había elegido. A veces durante años. Luego el horror retornaba, me daba cuenta de que estaba inmóvil, de que era algo sin objetivo, ¡algo condenado a permanecer sentado por toda una eternidad en una cripta dorada! ¿Puedes imaginar el horror de despertar súbitamente ante una tal conclusión? ¿Que todo lo que has oído y visto no es sino una ilusión, la observación de otra vida? Regresaba a mí misma. Volvía a ser lo que ahora contemplas ante ti. Este ídolo con un corazón y un cerebro.

Asentí. Siglos atrás, cuando por primera vez posé los ojos en ella, había imaginado el inenarrable sufrimiento que se encerraba en su interior. Había imaginado agonías inexpresables. Y había tenido razón.

—Sabía que él te guardaba allí —dije. Hablé de Enkil. Enkil que ahora había desaparecido, destruido. Un ídolo caído. Recordé aquel momento, en la capilla, cuando yo había bebido de ella y él había venido a reclamarla y casi acaba conmigo allí mismo. ¿Conocía sus propias intenciones? ¿Estaba sin razón ya entonces?

Como respuesta ella sólo sonrió. Sus ojos bailotearon al mirar hacia la oscuridad. De nuevo había empezado a nevar, en torbellinos casi mágicos, captando la luz de las estrellas y la luna y difundiéndola por todo el mundo.

—Lo que sucedió tenía que suceder —respondió ella al final—. Tenía que pasar todos aquellos años fortaleciéndome más y más. Haciéndome tan fuerte que, al fin, nadie, nadie, pudiese compararse conmigo. —Hizo una pausa. Durante un brevísimo instante su convicción pareció tambalearse. Pero enseguida retomó la confianza—. En última instancia, mi pobre y querido Rey, mi compañero en la agonía, sólo era un instrumento. Su mente había desaparecido, sí. Y no lo destruí, no en realidad. Tomé para mí misma lo que quedaba de él. Algunas veces había estado tan vacía, tan callada, tan desprovista de toda voluntad (incluso para soñar) como él lo estaba. Sólo que para él no había regreso. Enkil había visto sus últimas visiones. Ya no tenía ninguna utilidad. Había muerto como un dios, porque su muerte solamente me hizo más fuerte. Y todo estaba previsto, mi príncipe. Todo previsto, desde el principio hasta el final.

—Pero ¿cómo? ¿Por quién?

—¿Quién? —Volvió a sonreír—. ¿No lo comprendes? Ya no necesitas buscar más la causa de nada. Yo soy la plena consecución y a partir de este momento seré la causa. Ahora ya no hay nada ni nadie que pueda detenerme. —Su rostro se endureció un instante. Aquella vacilación otra vez—. Las viejas maldiciones no significan nada para mí. En silencio he alcanzado tal poder que no hay fuerza en la naturaleza que pueda hacerme daño alguno. Incluso mi primera progenie no puede hacerme nada, aunque trame maldades contra mí. Estaba escrito que pasarían estos años antes de que tú llegaras.

—¿Cómo intervine yo?

Se acercó un paso más. Me rodeó con el brazo y por un momento lo sentí blando, no como la cosa dura que en verdad era. Éramos simplemente dos seres que estaban uno junto al otro, y ella tenía una apariencia tan encantadora para mí, tan pura y extraterrenal… De nuevo sentí el atroz deseo de la sangre. De inclinarla, de besar su cuello, de poseerla como había poseído a miles de mujeres mortales, de poseerla a ella, a la diosa, a la de inmensurable poder. Sentí que mi ansia crecía, se encrespaba.

De nuevo, puso su dedo en mis labios, como para indicarme que guardase silencio.

—¿Recuerdas cuando eras un chico, aquí? —preguntó—. Retrocede al tiempo en que pediste que te enviaran a la escuela del monasterio. ¿Recuerdas lo que te enseñaron los monjes? ¿Las plegarias, los himnos, las horas que trabajaste en la biblioteca, las horas que pasaste en la capilla rezando en solitario?

—Lo recuerdo, claro. —Sentí que las lágrimas surgían otra vez. Lo veía tan vividamente, la biblioteca del monasterio y los monjes que me habían enseñado y que habían creído que podría llegar a ser un sacerdote. Vi la pequeña y fría celda con su cama de maderos; vi el campanario y el jardín tras el velo de una sombra rosada; Dios, no quería pensar ahora en aquellos tiempos. Pero hay cosas que no pueden olvidarse nunca.

—¿Recuerdas la mañana en que entraste en la capilla —prosiguió—, y te arrodillaste en el desnudo suelo de mármol, con los brazos extendidos en cruz y dijiste a Dios que harías cualquier cosa si Él te hacía bueno?

—Sí, bueno… —Ahora era mi voz la que estaba teñida de amargura.

—Dijiste que sufrirías martirio, tormentos indecibles; cualquier cosa; sólo con que fueras alguien bueno.

—Sí, recuerdo. —Vi a los viejos santos; oí los himnos que me habían partido el corazón. Recordé la mañana en que mis hermanos habían venido para llevarme a casa y que les supliqué de rodillas que me dejaran quedar.

—Y, más tarde, cuando perdiste la inocencia y emprendiste el camino hacia París, aún querías lo mismo; cuando bailabas y cantabas para las gentes de la calle, querías ser bueno.

—Y lo fui —dije vacilante—. Fue una buena cosa hacerlos felices y, por un breve espacio de tiempo, lo logré.

—Sí, felices —susurró ella.

—¿Sabes?, nunca pude explicar a mi amigo Nicolás lo importante que era… creer en un concepto de bondad, incluso si nos lo inventábamos nosotros. En realidad no lo inventamos. Existe, ¿no?

—Oh, sí, existe —dijo—. Existe porque nosotros lo pusimos ahí. Qué tristeza. No podía hablar. Observé cómo arreciaba la nevada. Aferré su mano y sentí sus labios contra mi mejilla.

—Naciste para mí, príncipe mío —dijo—. Fuiste probado y perfeccionado. Y, en aquellos primeros años, cuando entraste en la alcoba de tu madre y la llevaste contigo al mundo de los no-muertos, no fue sino una premonición de que tú me despertarías. Yo soy tu verdadera Madre, la Madre que nunca te abandonará. También yo he muerto y he renacido. Todas las religiones del mundo, mi príncipe, nos cantan, a ti y a mí.

—¿Cómo es eso? —interrogué—. ¿Cómo puede ser?

—Ah, pero tú lo sabes.
¡Lo sabes!
—Tomó la espada de mí y examinó el viejo cinto detenidamente, pasando la palma de la mano derecha por encima de él. Luego lo dejó caer en el montón de chatarra; los últimos restos en la tierra de mi vida mortal. Y fue como si un viento soplase en aquellos objetos, empujándolos lentamente por el suelo cubierto de nieve, hasta que desaparecieron.

—Renuncia a tus viejas ilusiones —dijo—. Deja a un lado tus inhibiciones. Ahora no tienen más utilidad que esas armas antiguas. Juntos, crearemos los mitos del mundo real.

Un escalofrío me recorrió la columna vertebral, un tenebroso escalofrío de incredulidad y de confusión; pero su belleza lo aplacó.

—Querías ser un santo cuando te arrodillaste en aquella capilla —dijo—. Ahora, conmigo, serás un dios.

En la punta de mi lengua tenía palabras de protesta; estaba asustado; una sensación sombría se abatió sobre mí. Sus palabras, ¿que querrían decir?

Pero repentinamente sentí que me abrazaba y que salíamos de la torre por el techo derruido, hacia arriba. El viento arreciaba con un tal ímpetu que me hería los párpados. Me volví hacia ella. Mi brazo derecho rodeó su cintura y hundí la cabeza en su hombro.

Oí su suave voz en mi oído, diciéndome que durmiese. Pasarían varias horas antes de que el sol se pusiera en la tierra adonde nos dirigíamos, al lugar de la primera lección.

Lección. De súbito lloraba de nuevo, aferrándome a ella; lloraba porque estaba perdido y ella era lo único a lo que me podía asir. Y estaba aterrorizado por lo que me pediría.

2. MARIUS: REUNIÓN

Se encontraron de nuevo en la linde del bosque de secoyas, con las ropas hechas harapos y los ojos lagrimosos por el viento. Pandora se hallaba a la derecha de Marius, Santino a la izquierda. Y, desde la casa al otro lado del claro, Mael, una figura larguirucha, fue hacia ellos, salvando la hierba recién segada con pasos largos como saltos de ciervo.

En silencio abrazó a Marius.

—Viejo amigo —dijo Marius. Pero su voz careció de vitalidad. Exhausto, miró más allá de Mael, hacia las ventanas iluminadas de la casa. Percibió, tras la fachada visible de la casa de puntiagudo tejado de dos aguas, una gran morada oculta en el interior de la montaña.

¿Qué le aguardaba allí, a él, a todos? Sólo con que tuviese el estado de ánimo suficiente, sólo con que pudiese hacer revivir la parte más pequeña de su propia alma…

—Estoy fatigado —dijo a Mael—. Estoy rendido por el viaje. Déjame descansar aquí un momento más. Luego iré.

Marius no menospreciaba el poder de volar, como sabía que Pandora hacía; sin embargo, invariablemente, aquel trabajo lo castigaba. Lo había dejado exhausto aquella noche de noches; y ahora tenía la necesidad de sentir la tierra bajo sus pies, de oler el bosque, de escrutar la distante casa en un momento de ininterrumpida quietud. El viento le había enmarañado el pelo, que aún estaba apelmazado con sangre seca. La simple chaqueta de lana gris y los pantalones que había conseguido extraer de las ruinas de su casa apenas le proporcionaban calor. Se arropó con la pesada capa negra, no porque la noche lo hiciese necesario, sino porque aún estaba helado y dolorido por el viento.

A Mael no pareció agradarle su momento de duda, pero condescendió. Receloso, echó una mirada a Pandora, en quien nunca había confiado, y luego, con abierta hostilidad, clavó los ojos en Santino, el cual estaba atareado limpiando de polvo sus negros atavíos y peinando su precioso pelo negro muy bien recortado. Durante un segundo sus ojos se encontraron, Santino erizado de malignidad; y Mael volvió la espalda.

Marius continuaba inmóvil, escuchando, pensando. Pudo sentir el último rincón de su cuerpo curándose; lo asombraba en gran manera que su cuerpo volviera a estar entero. Mientras los mortales aprenden año tras año que se hacen viejos y débiles, los inmortales deben aprender que se hacen más fuertes de lo que nunca hubieran imaginado que llegarían a ser. Por el momento aquello lo molestó.

Apenas había pasado una hora desde que Santino y Pandora lo habían ayudado a salir del pozo de hielo, y ahora era como si nunca hubiera estado allí, aplastado e indefenso durante diez días con sus noches, visitado y vuelto a visitar por los sueños de las gemelas. Pero ya nada podría volver a ser como antes.

Las gemelas. La mujer pelirroja estaba dentro de la casa, esperando, Santino se lo había dicho. Mael también lo sabía. Pero ¿quién era? ¿Y por qué él no quería saber las respuestas? ¿Por qué era aquella la hora más negra que nunca había vivido? Su cuerpo estaba curado por completo, no había ninguna duda; pero ¿qué curaría su alma enfermiza?

¿Armand, en aquella extraña casa de madera al pie de la montaña? ¿Armand, después de todo aquel tiempo? Santino le había hablado de Armand también, y de los otros, de Louis y Gabrielle, que tampoco habían sido aniquilados.

Mael lo estaba estudiando.

—Te está esperando —dijo—. Tu Amadeo. —Fue respetuoso, no cínico o impaciente.

Y, del gran banco de recuerdos que Marius llevaba siempre consigo, surgió un momento olvidado de mucho tiempo atrás, asombroso en su pureza: Mael llegando al palazzo de Venecia, en los alegres años del siglo quince, cuando Marius y Armand habían conocido una gran felicidad, y Mael viendo al muchacho mortal trabajando, con el resto de los aprendices, en un mural, un mural que Marius sólo en el último momento había dejado en las manos mucho menos hábiles de aquéllos. Era extraño cuan vivo era el olor de la pintura al temple, el olor de las velas y aquel olor familiar (ahora, en el recuerdo, no era desagradable) que impregnaba Venecia, el olor de la podredumbre de las cosas, de las aguas oscuras y pútridas de los canales. «¿Así que, a éste, vas a hacerlo?», había preguntado Mael con simple franqueza. «Cuando llegue el momento», había respondido Marius con un gesto elusivo, «cuando llegue el momento». Menos de un año después, había cometido aquel desliz. «Ven a mis brazos, joven, no puedo vivir sin ti un instante más.»

Marius contemplaba con la vista fija la casa en la distancia. «Mi mundo tiembla y pienso en él, en mi Amadeo, mi Armand.» Las emociones que sentía se tornaron repentinamente agridulces como música, como las melodías orquestales armonizadas en los siglos recientes, los trágicos compases de Brahms o de Shostákovich que tanto había llegado a amar.

Pero no había tiempo para llegar a sentir aprecio por aquel encuentro. No había tiempo para notar su calidez acogedora, para estar contento y para decir todo lo que quería decir a Armand.

La amargura era algo poco profundo, comparado con su presente estado mental. «Si los hubiera destruido, a la Madre y al Padre, nos habría destruido a todos.»

—Gracias a Dios —dijo Mael— que no lo hiciste.

—¿Y por qué? —preguntó Marius—. Dime por qué.

Pandora se estremeció. Marius sintió que el brazo de ella le rodeaba la cintura. ¿Por qué lo enfureció tanto aquel gesto? Se volvió abruptamente hacia ella; quiso golpearla, apartarla de un empujón. Pero lo que vio lo detuvo. Ella ni siquiera lo miraba; y tenía una expresión tan ausente, tan cansada en el alma, que Marius sintió su propio agotamiento con mayor intensidad. Quiso llorar. El bienestar de Pandora siempre había sido crucial para su propia supervivencia. No necesitaba estar cerca de ella (mejor no estar cerca de ella) pero tenía que saber que se hallaba en alguna parte, que continuaba existiendo, y que podrían volver a encontrarse. Lo que vio ahora en ella (lo que había visto antes) lo llenó de presagios. Si él sentía amargura, entonces Pandora sentía desesperación.

—Vamos —dijo Santino—. Nos están esperando. —Lo dijo con gran cortesía y amabilidad.

—Lo sé —respondió Marius.

—¡Ah, menudo trío hacemos! —murmuró Pandora de pronto. Estaba agotada, se sentía frágil, hambrienta de sueño y sueños; sin embargo, protectora, estrechó su abrazo en la cintura de Marius.

—Puedo andar sin ayuda, gracias —dijo con una esquiva que no le era propia, sobre todo para con ella, para con la que amaba más.

—Anda entonces —contestó Pandora. Y tan sólo por un breve instante, él vio en ella su perpetua calidez, incluso una chispa de su viejo humor. Ella le dio un empujoncito y emprendió sola el camino hacia la casa.

Ácidos. Sus pensamientos eran ácidos mientras la seguía. Él no podía ser de ninguna utilidad para aquellos inmortales. Y no obstante siguió andando con Mael y Santino hacia la luz que se derramaba de las ventanas inferiores. El bosque de secoyas retrocedió en las sombras; no se movía ni una hoja. Pero allí el aire era agradable, templado, lleno de frescas fragancias y sin mordacidad del norte.

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