La reina de los condenados (44 page)

BOOK: La reina de los condenados
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Armand. Hacía que tuviera ganas de llorar.

Luego vio a la mujer aparecer en el umbral de la puerta. Una sílfide, con su largo pelo rojo rizado reflejando la luz del vestíbulo.

Marius no se detuvo, pero seguramente sintió algo de miedo, un miedo razonable. En verdad era vieja como Akasha. Sus pálidas cejas quedaban difuminadas en lo radiante de su semblante. Su boca no tenía ya color. Y sus ojos…, sus ojos no eran realmente sus ojos. No, los había tomado de una víctima mortal y ya le estaban fallando. Cuando lo miró no pudo verlo muy bien. Ah, la gemela que dejaron ciega en los sueños, era ella. Y ahora sentía dolor en los delicados nervios que conectaban con los ojos sustraídos.

Pandora se detuvo al borde de la escalera.

Marius la adelantó y subió al porche. Se paró ante la mujer pelirroja, maravillándose de su estatura (era tan alta como él) y de la hermosa simetría de la máscara que era su rostro. Llevaba un vestido ondulante de lana negra, con cuello alto y mangas largas. La tela caía en largas nesgas sueltas desde un delgado ceñidor de cuerda negra trenzada, colocado justo debajo de sus pequeños pechos. Realmente un hermoso vestido. Hacía que su rostro pareciera mucho más radiante y lo destacaba de todo lo que lo rodeaba: una máscara con luz en su interior, brillando en un marco de pelo rojo.

Pero había mucho más de que maravillarse, aparte de aquellos simples atributos que podía haber poseído de una forma u otra seis mil años atrás. El vigor de la mujer lo asombró. Le daba un aire de infinita flexibilidad y de amenaza sobrecogedora. ¿Era la verdadera inmortal? ¿La que nunca había dormido, nunca había callado, nunca había sido liberada por la locura? ¿La que había andado con una actuación racional y pasos comedidos a través de todos los milenios, desde su nacimiento?

Ella le dejó saber, por si le servía de algo, que aquélla, la que él imaginaba, era exactamente ella.

Marius vio su inconmensurable fuerza como si fuera una luz incandescente; pero pudo percibir una inmediata informalidad, la inmediata receptividad de una mente capaz.

Cómo interpretar su expresión, sin embargo. Cómo saber lo que ella sentía realmente.

De todo su ser emanaba una honda y dulce feminidad (no menos misteriosa que sus otras cualidades), una tierna vulnerabilidad, que él asociaba exclusivamente con las mujeres, aunque de tanto en tanto la encontraba en algún jovenzuelo. En los sueños, aquel rostro había mostrado una tal ternura; ahora era algo invisible pero no menos real. En otro momento, esta ternura lo hubiera subyugado; ahora sólo la admiró, como admiraba las doradas uñas, tan bellamente afiladas, y las sortijas de piedras preciosas que adornaban sus dedos.

—Todos estos años sabías de mí —dijo él con cortesía, hablando en el viejo latín—. Sabías que guardaba a la Madre y al Padre. ¿Por qué no viniste a mí? ¿Por qué no me dijiste quién eras?

Ella meditó durante un instante antes de emitir una respuesta, mientras sus ojos iban de un lado a otro bruscamente, observando a los demás, que ahora se acercaban a él.

A Santino, aquella mujer le provocaba terror, aunque la conocía muy bien. Y Mael también la temía, aunque tal vez un poco menos. De hecho, parecía que Mael la amaba y que estaba ligado a ella con cierto matiz de sumisión. Y, por lo que se refería a Pandora, meramente sentía aprehensión. Esta se acercó más a Marius, como si quisiese estar a su lado, sin importarle cuáles fueran sus intenciones.

—Sí, sabía cosas de ti —dijo la mujer de pronto. Habló en un inglés de acento moderno. Pero era la inconfundible voz de la gemela del sueño, la gemela ciega que había gritado el nombre de su hermana muda, Mekare, mientras la furiosa turba las encerraba en ataúdes de roca.

«Nuestras voces nunca cambian en realidad», pensó Marius. La voz era joven, bonita. Cuando volvió a hablar se tino con una suavidad reservada.

—Podría haber destruido la cripta si hubiera venido —dijo—. Podría haber sepultado al Rey y a la Reina bajo el mar. Podría incluso haberlos destruido, y destruyéndolos, aniquilarlos a todos. Y esto no quería que sucediese. Por eso no hice nada. ¿Qué hubieras querido que hiciese? No podía cargar con tu responsabilidad. No podía ayudarte. Así que no vine.

Fue una respuesta mejor de la que había esperado. No era imposible que a uno le gustase aquella criatura. Por otra parte, sólo acababan de conocerse. Y su respuesta… no era toda la verdad.

—¿No? —interrogó ella. Su rostro reveló una tracería de sutiles arrugas por un instante, la visión fugaz de algo que una vez había sido humano—. ¿Qué es toda la verdad? —preguntó—. ¿Que no te debía nada, y mucho menos darte a conocer mi existencia, y que eres lo bastante impertinente para sugerir que tendría que haberme dado a conocer a ti? He visto a cientos como tú. Sé cuando llegaste a la existencia. Cuando perezcas lo sabré. ¿Qué eres para mí? Ahora nos reunimos porque tenemos que reunimos. Estamos en peligro. ¡Todas las cosas vivientes están en peligro! Y quizá cuando esto termine nos queramos, nos respetemos. Y quizá no. Quizá estemos todos muertos.

—Tal vez sea así —corroboró él a la callada. No pudo reprimir una sonrisa. Ella tenía razón. Y a él le gustaron sus modales, la dureza pétrea con que hablaba.

La experiencia le decía que todos los inmortales estaban inevitablemente marcados por la edad en que habían nacido. Y eso también era cierto para aquel ser tan antiguo, para aquel ser cuyas palabras poseían una salvaje simplicidad, aunque el timbre de la voz se hubiera suavizado.

—Yo ya no soy yo mismo —añadió él, dudoso—. No he sobrevivido a esto como debería haberlo sobrevivido. Mi cuerpo está curado: el viejo milagro. —Sonrió burlonamente—. Pero no comprendo mi actual punto de vista acerca de las cosas. La amargura, la completa… —se interrumpió.

—La completa oscuridad —completó ella.

—Sí. Nunca la vida misma me ha parecido tan sin sentido —añadió—. No quiero decir para nosotros. Quiero decir, utilizando tu expresión, para todas las cosas vivientes. Es una broma, ¿no? El estar consciente es una especie de broma.

—No —replicó ella—. No lo es.

—No estoy de acuerdo contigo. ¿Me vas a tratar como a un chiquillo? Dime cuántos miles de años has vivido antes de que yo naciera. ¿Cuánto sabes tú que yo no sepa? —Pensó de nuevo en su aprisionamiento, en el hielo hiriéndolo, en el dolor penetrando en sus miembros. Pensó en las voces inmortales que habían respondido a su llamada; en los salvadores que habían emprendido el camino hacia él, sólo para quedar atrapados, uno a uno, en el fuego de Akasha. ¡Los había oído morir, si no los había visto! ¿Y para él, qué había significado dormir? Los sueños de las gemelas.

Ella extendió los brazos de pronto y, afectuosamente, le tomó la mano derecha entre las suyas. A él le dio la impresión de que se la habían cogido las fauces de una máquina; y, aunque, en el transcurrir del tiempo, él había causado aquel mismo efecto en muchos jóvenes, nunca había experimentado en sus carnes una fuerza tan abrumadora.

—Marius, ahora te necesitamos —dijo ella, acogedora; sus ojos reflejaron, por un instante fugaz, la luz amarilla que se derramaba de la puerta, a sus espaldas, y de las ventanas, a su izquierda y a su derecha.

—Por todos los cielos, ¿por qué?

—No bromees —respondió ella—. Entra en casa. Tenemos que hablar mientras nos quede tiempo.

—¿Sobre qué? —insistió él—. ¿De por qué la Madre nos ha permitido vivir? Conozco la respuesta a la cuestión. Me hace reír. A ti no te puede matar, evidentemente, y nosotros… nosotros conservamos la vida por obra y gracia de Lestat. Te das cuenta, ¿no? Durante dos mil años la he cuidado, protegido, adorado, y ahora me deja con vida por amor a un novicio de doscientos años llamado Lestat.

— ¡No estés tan seguro! —intervino entonces Santino.

—No —dijo la mujer—. No es su única razón. Pero hay muchas cosas que debemos considerar.

—Sé que tienes razón —contestó él—. Pero no tengo ánimos para ello. Mis ilusiones se han esfumado, ya ves, y ni siquiera sé si eran ilusiones. ¡Yo que creí haber alcanzado una gran sabiduría! Era mi principal fuente de orgullo. Yo estaba con las cosas eternas. Y cuando la vi levantada en la cripta, supe que todas mis esperanzas y todos mis sueños más profundos se habían realizado. Estaba viva dentro de su cuerpo. Viva, mientras yo jugaba a ser su acólito, su esclavo, ¡el eterno guardián de la tumba!

Pero ¿por qué tratar de buscarle una explicación? Aquella pérfida sonrisa, aquellas palabras burlonas que tuvo para él, el hielo derrumbándose. Después, la fría oscuridad y las gemelas. Ah, sí, las gemelas. Esto, como lo que más, formaba parte del meollo de todo; y de pronto se le ocurrió que los sueños le habían lanzado un conjuro. Debería haberlo preguntado antes. La miró y pareció como si los sueños la envolvieran de pronto, que la arrancaran del momento presente y la retrotrajeran a aquellos desolados tiempos. Vio la luz del sol; vio el cadáver de la Madre; vio a las gemelas a punto de caer sobre el cadáver. Tantas preguntas.

—¡Pero qué tienen que ver esos sueños con la catástrofe! —exclamó de súbito. ¡Había estado tan indefenso ante aquellos inacabables sueños!

La mujer lo miró unos segundos antes de responderle.

—Es lo que te voy a contar, al menos hasta donde sepa. Pero debes calmarte. Es como si hubieras recuperado tu juventud, lo cual debe ser una gran maldición.

El rió.

—Nunca fui joven. Pero ¿qué quieres decir con eso?

—Vociferas y no sabes lo que dices. Y no te puedo dar consuelo.

—¿Y lo harías si pudieras?

—Sí.

El rió débilmente.

Y ella, con gran majestuosidad, le abrió los brazos. El gesto le causó hondo impacto, no porque era muy fuera de lo común, sino porque, en los sueños, la había visto abrazar así a su hermana.

—Mi nombre es Maharet —dijo—. Llámame por mi nombre y aleja tu desconfianza. Entra en mi casa.

Ella se inclinó hacia él y sus manos le tocaron los costados de la cara al tiempo que lo besaba en la mejilla. El pelo rojo le frotó la piel, y aquella sensación lo confundió. Y el perfume que se desprendía de sus ropas también lo confundió: el leve aroma oriental le hizo pensar en el incienso, lo cual siempre le recordaba la cripta.

—Maharet —dijo furioso—. Si me necesitabas, ¿por qué no viniste en busca de mí cuando me hallaba en el pozo de hielo? ¿Podría haberte detenido ella, a ti?

—Marius, he venido —respondió—. Y ahora tu estás entre nosotros. —Lo soltó y dejó que las manos le cayeran y se cogieran con elegancia por delante de la falda—. ¿Crees que no tenía nada que hacer durante esas noches en que todos los de nuestra especie estaban siendo aniquilados? A levante y a poniente, por todo el mundo, la Madre liquidaba a los que había amado o conocido. No podía estar en todas partes para proteger esas víctimas. Los gritos llegaban a mis oídos de todos los rincones de la tierra. Y yo tenía mi propia búsqueda, mi propia pena… —se interrumpió.

Un leve rubor carnal apareció en su rostro; en un cálido instante fugaz, los rasgos cotidianos, expresivos, de su rostro regresaron.

Se sentía dolorida, tanto física como mentalmente, y sus ojos se estaban nublando con finas lágrimas ensangrentadas. Qué cosa más rara, la fragilidad de los ojos en el cuerpo indestructible. Y el sufrimiento que emanaba de ella (que él no podía soportar) era como los mismos sueños. Marius vio un gran desfile de imágenes, vivas pero diferentes. Y de repente comprendió.

—¡Tú no eres la que nos envía los sueños! —susurró—. Tú no eres la fuente.

Ella no respondió.

—¡Por Dios!, ¿dónde está tu hermana? ¿Qué significa todo esto?

Notó un sutil encogimiento, como si la hubiera golpeado en el corazón. Ella intentó velarle la mente, pero él sintió el implacable dolor. En silencio, ella se lo quedó mirando, recorriendo con la vista su rostro y su figura, muy despacio, como si quisiera hacerle saber que había cometido una trasgresión imperdonable.

Marius percibió el miedo de Mael y de Santino, quienes no osaron decir nada. Pandora se le acercó y le hizo una pequeña señal de aviso, al tiempo que le aferraba la mano.

¿Por qué había hablado de forma tan brutal, con tanta impaciencia? «Mi búsqueda, mi propia pena…» ¡Maldición!

Miró cómo cerraba los ojos y aplicaba tiernamente los dedos en los párpados, como si aquello pudiera hacer desaparecer el dolor de sus ojos, pero no fue así.

—Maharet —dijo con un suave y honesto suspiro—. Estamos en una guerra y perdemos el tiempo en el campo de batalla diciéndonos palabras ásperas. Y yo soy el que más ha ofendido. Sólo quería comprender.

Ella levantó la vista hacia él, con la cabeza aún gacha y la mano en el aire, ante la cara. Fue una mirada feroz, casi maligna. Sin embargo, él se dio cuenta de que estaba observando de manera fija, inconsciente, la delicada curva de los dedos de ella, sus uñas doradas y sus sortijas de rubíes y de esmeraldas que relampagueaban repentinamente como animadas por luz eléctrica.

El pensamiento más errabundo y atroz vino a su mente: que si no dejaba de ser tan estúpido podría ocurrirle que nunca más volviera a ver a Armand. Podría ocurrirle que ella lo echara de allí, o peor… ¡Y deseaba tanto (antes de que todo terminara) ver a Armand!

—Entra ahora, Marius —dijo ella de pronto, pero con la voz cortés, perdonando—. Entra conmigo y reúnete con tu viejo hijo, y luego nos uniremos a los demás, que tienen las mismas preguntas. Vamos a empezar.

—Sí, mi viejo hijo… —murmuró. El ansia que sintió por ver a Armand de nuevo fue como una música, como los compases de un violín de Bartók tocados en un lugar remoto y seguro, donde había todo el tiempo del mundo para escuchar. Pero odió a Maharet, los odió a todos. Se odió a sí mismo. La otra gemela, ¿dónde estaba la otra gemela? Visiones fugaces de una jungla tórrida. Visiones fugaces de lianas desgarradas y árboles jóvenes rompiéndose bajo pisadas. Intentó razonar, pero no lo logró. El odio lo envenenaba.

Muchas veces había sido testimonio de esta negación total de la vida, en los mortales. Al más sensato de ellos le había oído decir: «No vale la pena vivir», y él nunca lo había comprendido; bien, ahora lo comprendía.

Vagamente, supo que ella se había dirigido a los que se hallaban a su alrededor. Estaba dando la bienvenida a Santino y a Pandora y los invitaba a entrar en la casa.

Como en un trance, la vio volverse y abrir la marcha. Llevaba el pelo tan largo que, por la espalda, le caía hasta el talle: una gran masa de suavísimos rizos rojos. Y sintió el impulso de tocarlo, de notar que era tan suave como aparentaba. Era positivamente curioso que algo encantador lo pudiera distraer en aquel momento, algo impersonal, y que pudiera hacerlo sentirse bien; como si nada hubiera ocurrido; como si el mundo fuese bueno. Captó una visión de la cripta aún intacta; la cripta en el centro de su mundo. «¡Ah, el idiota de cerebro humano —pensó—; cómo se aferra a lo que puede, sea lo que sea!» Y pensar que Armand esperaba, tan cerca…

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