La reina de los condenados (14 page)

BOOK: La reina de los condenados
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«Pero, Lestat, usted está aquí.» Había sacado su magnetófono, lo había preparado, lo había cargado con la primera cinta y había dejado que la voz de Louis llenara suavemente la sombría habitación. Hora tras hora, las cintas sonaron.

Luego, poco antes del alba, había distinguido una figura en el pasillo, y había sabido que quería ser vista. Había descubierto cómo el claro de luna daba en aquel rostro juvenil, en aquel pelo castaño. La tierra se inclinaba, la oscuridad decaía. La última palabra que pronunció había sido el nombre de Armand.

Debería haber muerto entonces. ¿Qué capricho lo había mantenido vivo?

Despertó en un sótano oscuro y húmedo. El agua rezumaba de las paredes. Tanteando en la oscuridad, había llegado a una ventana tapiada y a una puerta cerrada, revestida de acero.

Y cuál no fue su consuelo al percatarse de que había descubierto a otro dios del panteón secreto, a Armand, el más antiguo de los inmortales que Louis había descrito, a Armand, el maestro de la asamblea del parisino Teatro de los Vampiros del siglo diecinueve, quien había confiado su terrible secreto a Louis: de nuestros orígenes nada sabemos.

Daniel había permanecido en aquella cárcel tal vez durante tres días con sus noches. Era imposible decirlo. La verdad es que había estado a punto de morir; el hedor de su orina le había provocado unas náuseas horribles, y los insectos casi lo habían enloquecido. Sin embargo, aquello fue un fervor religioso. Había llegado más cerca que nunca de las oscuras verdades palpitantes que Louis le había revelado. Deslizándose de la conciencia a la inconsciencia, soñaba con Louis, con el Louis que le hablaba en aquella pequeña y sucia habitación de San Francisco,
siempre ha habido seres como nosotros, siempre,
con Louis que lo abrazaba, con Louis, cuyos verdes ojos se oscurecían de repente al tiempo que mostraba a Daniel sus colmillos.

La cuarta noche, cuando Daniel había despertado, de inmediato había notado que alguien, o algo, estaba también en la celda. La puerta que daba al pasillo estaba abierta. En algún lugar, unas aguas seguían su rápido curso, como una cloaca subterránea. Poco a poco, sus ojos se fueron acostumbrando a la sucia luz verdosa de la entrada; al final distinguió a la figura de piel pálida apoyada en el muro.

Tan inmaculado el traje negro, la almidonada camisa blanca, como una imitación del hombre del siglo veinte. Y el pelo castaño de corte corto y las uñas centelleando en la semioscuridad. Como un cadáver para el ataúd, aquella esterilidad, aquella perfección.

La voz había sido amable, con un rastro de acento extranjero, Europeo no; algo más agudo, y sin embargo al mismo tiempo más suave. Árabe o quizá griego, aquel tipo de musicalidad. Las palabras fueron lentas y sin matiz de cólera.

—Sal y llévate las cintas que están junto a ti. Conozco tu libro, nadie lo va a creer. Ahora vete y coge tus cosas.

«Así pues, no me vas a matar. Ni vas a hacer de mí uno de los tuyos». Desesperados, estúpidos pensamientos, pero no podía evitarlos. ¡Había visto el poder! No eran mentiras, no eran trucos. Y había sentido que lloraba, tan debilitado estaba por el miedo y el hambre, reducido a un niño.

—¿Hacer de ti uno de nosotros? —El acento se hizo más perceptible, proporcionando una bella cadencia a las palabras—. ¿Por qué lo haría? —Ojos entrecerrándose—. No lo haría ni con los que considero despreciables, con los que querría ver ardiendo en el infierno como mínimo. ¿Por qué habría de ser un tonto ingenuo, como tú?

«Lo quiero. Quiero vivir para siempre.» Daniel se había sentado; luego, despacio, había logrado ponerse en pie, esforzándose por ver a Armand con más claridad. Una bombilla de baja intensidad quemaba en algún punto alejado del pasillo. «Quiero estar con Louis y contigo.»

Risa, grave, suave. Pero despectiva.

—Ya veo por qué te eligió a ti como confidente. Eres cándido y bello. Pero la belleza podría ser la única razón, y tú lo sabes.

Silencio.

—Tus ojos tienen un color poco corriente, casi violetas. Y eres a la vez desafiante y suplicante.

«Hazme inmortal. ¡Dámelo!»

Risa otra vez. Casi triste. Luego silencio, el agua que corría rápida en algún lugar lejano. La celda se había hecho visible, un sucio agujero en los sótanos. Y la figura, más cuasi-mortal. La piel lisa tenía incluso un leve tinte rosado.

—Todo es cierto, lo que él te contó. Pero nadie lo va a creer. Y llegará un día en que este conocimiento te llevará a la locura. Es lo que siempre ocurre. Pero tú todavía no estás loco.

«No. Esto es real, esto esta sucediendo. Tú eres Armand y estamos hablando. Y yo no estoy loco.»

—Sí. Y lo encuentro más bien interesante…, interesante que sepas mi nombre y que estés vivo. Nunca he dicho mi nombre a nadie que continúe vivo. —Armand dudó—. No quiero matarte. Por el momento.

Daniel había sentido el primer contacto con el miedo. Si se miraba a aquellos seres lo suficiente cerca, se podía ver lo que eran. Había ocurrido lo mismo con Louis. No, no eran vivos. Eran horrorosas imitaciones de los vivos. Y éste, ¡el reluciente maniquí de un jovencito!

—Voy a permitir que te vayas de aquí —dijo Armand. Tan educadamente, tan dulcemente—. Quiero seguirte, observarte, ver adonde vas. Mientras te encuentre interesante, no voy a matarte. Sin embargo, también puedo perder el interés y no molestarme en matarte. Esto siempre es posible. Y te da esperanzas. Y tal vez tengas la suerte de que te pierda la pista. Tengo mis limitaciones, desde luego. Tienes todo el mundo por delante por recorrer, y puedes desplazarte durante el día. Vete ahora. Echa a correr. Quiero ver lo que haces, quiero saber lo que eres.

—Vete ahora. ¡Echa a correr!

Había tomado el vuelo matutino a Lisboa, con el reloj de oro de Lestat apretado fuertemente en la mano. Sin embargo, dos noches después, en Madrid, al volverse en el autobús, se había topado con Armand, que estaba sentado sólo a centímetros de él. Una semana más tarde, en Viena, al mirar por la ventana del café había visto a Armand que lo observaba desde la calle. En Berlín, Armand se había escabullido junto a él en un taxi y se había quedado dentro mirándolo, hasta que, por fin, Daniel había saltado en lo más denso del tráfico y había huido.

Al cabo de unos meses, no obstante, éstas agobiantes y silenciosas confrontaciones habían dado paso a asaltos más vigorosos.

Despertaba en la habitación de un hotel en Praga y encontraba a Armand en pie junto a él, enloquecido, violento.

—¡Háblame ahora! Te lo pido. Despierta. Quiero que me acompañes, que me enseñes las cosas de la ciudad. ¿Por qué viniste a este lugar en particular?

Viajando en un tren por Suiza, levantaba la vista y veía a Armand frente a él, que lo observaba desde detrás del cuello levantado de su abrigo de pieles. Armand le arrebataba el libro de las manos e insistía en que le explicara de qué trataba, por qué lo leía, qué significaba la ilustración de la cubierta.

En París, de noche, Armand lo perseguía por los bulevares y las callejuelas, y sólo de vez en cuando le preguntaba acerca de los lugares adonde iba, de las cosas que hacía. En Venecia, había mirado por la ventana de su habitación a los Danieli y había visto a Armand en una ventana del edificio opuesto.

Luego pasaban semanas sin ninguna aparición. Daniel vacilaba entre el terror y la esperanza, volviendo a temer por su cordura. Pero Armand lo estaba aguardando en el aeropuerto de Nueva York. Y, a la noche siguiente, en Boston, Armand se hallaba en el salón del Copley cuando entró Daniel. La cena de Daniel ya estaba encargada. «Por favor, siéntate.» ¿Sabía Daniel que el libro
Confesiones de un Vampiro
estaba ya en las librerías?

—Debo confesar que me halaga este pequeña medida de celebridad —había dicho Armand con exquisita cortesía y una sonrisa perversa—. Lo que me desconcierta es que tú no busques la fama. Tu nombre no figura como autor, lo que significa que o bien eres muy modesto o bien eres un cobarde. Cualquiera de las dos explicaciones sería muy insulsa.

—No tengo hambre, salgamos de aquí —había respondido Daniel débilmente. Sin embargo, una gran cantidad de comida, plato tras plato, era colocada en la mesa; todo el mundo los miraba.

—No sabía lo que te gusta —le confiaba Armand, con una sonrisa que se había tornado extática—. Así que encargué todo lo que tenían.

—Crees que puedes volverme loco, ¿no? —había gruñido Daniel—. Bueno, pues no puedes, óyeme bien. Cada vez que te pongo los ojos encima, me doy cuenta de que no eres una invención mía y de que estoy en mi sano juicio. —Y empezó a comer, ávidamente, con glotonería: un poco de pescado, un poco de buey, un poco de ternera, unas cuantas mollejas, un poco de queso, un poco de todo, todo mezclado, qué importaba, y Armand había disfrutado, riendo y riendo como un colegial mientras observaba, sentado, con los brazos cruzados. Era la primera vez que Daniel había oído aquella risa suave, sedosa. Tan seductora. Se emborrachó tan deprisa como pudo.

Sus encuentros se alargaban y alargaban. Conversaciones, charlas de salón y auténticas discusiones se convirtieron en la norma. Una vez, en Nueva Orleans, Armand había sacado a Daniel de la cama y le había gritado:

—El teléfono, quiero que llames a París, quiero ver si es verdad que con esto se puede hablar con París.

— ¡Maldito seas! ¡Hazlo tú mismo! —había bramado Daniel—. ¿Tienes quinientos años y no sabes utilizar el teléfono? Lee las instrucciones. ¿Qué eres, un idiota inmortal? ¡No voy a hacerlo!

¡Qué cara de sorpresa había puesto Armand!

—De acuerdo. Llamaré a París. Pero tú pagarás la factura.

—Pues naturalmente —había dicho Armand con cara de inocencia. Había sacado de su bolsillo docenas de billetes de cien dólares y había sembrado la cama de Daniel con ellos.

En sus citas discutían más y más a menudo sobre filosofía. Después de sacar a Daniel de un teatro de Roma, Armand le había preguntado qué creía que era la muerte exactamente. ¡Los aún vivos sabían cosas como éstas! ¿Sabía Daniel lo que Armand temía de verdad?

Como era pasada la medianoche y Daniel estaba borracho y exhausto y había estado durmiendo como un tronco en el teatro antes de que Armand lo encontrara, no le preocupaba.

—Te diré lo que temo —dijo Armand, con el mismo apasionamiento de un joven estudiante—. Que después de la muerte viene el caos, que es un sueño del cual uno no puede despertar. Imagínate errando medio consciente, intentando en vano recordar quién eres o qué eres. Imagínate luchando eternamente en busca de la claridad perdida de los vivos…

Esto había asustado a Daniel. Algo de lo que había dicho sonaba como verdadero. ¿No había historias de médiums conversando con presencias incoherentes aunque poderosas? No lo sabía. ¿Cómo demonios podía saberlo? Quizá cuando uno moría no quedaba nada de nada. Tal cosa aterrorizaba a Armand, y no hacía ningún esfuerzo para ocultar su miseria.

—¿Y no crees que me aterroriza a mí? —le había preguntado Daniel, contemplando con la mirada fija a aquella criatura de rostro blanquísimo junto a sí—. ¿Cuántos años tengo? ¿Puedes decirlo simplemente mirándome? Dímelo.

Cuando Armand lo había despertado en Puerto Príncipe, era de la guerra de lo que quería hablar. ¿Qué pensaba realmente de la guerra el hombre del presente siglo? ¿Sabía Daniel que Armand era un muchacho cuando aquello había empezado en él? Diecisiete años, y en sus tiempos aquella edad era muy temprana, muy temprana. Los chicos de diecisiete años en el siglo veinte eran monstruos virtuales; tenían barba, tenían pelo en el pecho, y, sin embargo, eran niños aún. En su época, no. Y no obstante, los niños trabajaban como hombres.

Pero no nos desviemos del tema. La cuestión era que Armand no sabía lo que los hombres sentían. Nunca lo había sabido. Oh, naturalmente, había conocido los placeres de la carne, eso estaba fuera de duda. Nadie de su tiempo pensaba que los niños fuesen inocentes a los placeres sensuales. Pero, de la auténtica agresión él sabía muy poco. Mataba porque era intrínseco a su naturaleza vampírica; y la sangre era irresistible. Pero, ¿por qué los hombres encontraban irresistible la guerra? ¿Era el deseo de chocar con armas violentamente contra la voluntad de otros? ¿Era la necesidad física de destruir?

En tales ocasiones, Daniel se las componía como podía para responder: para algunos hombres, era la necesidad de afirmar su propia existencia mediante la aniquilación de los demás. Seguramente, Armand sabía esas cosas.

—¿Saber? ¿Saber? ¿Y qué importa saber si uno no comprende? —había preguntado Armand, con una brusquedad poco frecuente en él a causa de su agitación—. ¿Si uno no puede distinguir una percepción de otra? ¿No te das cuenta? Eso es lo que no sé hacer.

Cuando había encontrado a Daniel en Frankfurt, el tema había sido la naturaleza de la Historia, la imposibilidad de dar ninguna explicación coherente de los acontecimientos que no fuera en sí misma una falsedad. La imposibilidad de conocer la verdad por medio de generalidades y la imposibilidad de aprender sin estudiar por medio de ellas.

Algunas veces, aquellos encuentros no habían sido meramente egoístas. En un hostal rural inglés, Daniel despertó al sonido de la voz de Armand que le avisaba de que saliera del edificio enseguida. Luego un incendio destruía el hostal en menos de una hora.

Otra vez había sido en una cárcel de Nueva York, estando detenido por borrachera y vagancia, cuando Armand apareció para pagar la fianza, con un aspecto demasiado humano, como tenía siempre que acababa de alimentarse: de un joven abogado en abrigo de
tweed
y pantalones de franela, que escoltaba a Daniel hasta una habitación en el Carlyle, donde lo dejó dormir la mona. Allí le esperaría una maleta con ropas nuevas y una cartera llena de dinero metida en un bolsillo.

Finalmente, después de un año de aquella locura, Daniel empezó a hacer preguntas a Armand. ¿Cómo habían sido realmente sus días en Venecia? «Mira esta película, ambientada en el siglo dieciocho, dime lo que es falso.»

Pero Armand era notablemente evasivo.

—No puedo responder a lo que me preguntas porque no lo he vivido. Mira, yo tengo muy poca habilidad para sintetizar el conocimiento; yo trato lo inmediato con una fresca intensidad. ¿Cómo era París? Pregúntame si llovió la noche del sábado día cinco de junio de mil setecientos noventa y tres. Quizá te lo pueda decir.

No obstante, en otros momentos, hablaba en rápidos arranques de las cosas que lo rodeaban, de la limpidez chillona de la época de Daniel, de la hórrida aceleración producida por el cambio.

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