Read La puerta oscura. Requiem Online
Authors: David Lozano Garbala
Un bulto sobre el suelo, a unos cincuenta metros.
Quieto, mudo. ¿Algo inerte, animal, humano?
Pascal aguzó la vista, intentando determinar en qué consistía esa enigmática interferencia en aquel escenario vacío.
—Joder —susurró, extremando su actitud de alarma—. Es un hombre.
En efecto, se trataba de un individuo sentado sobre el terreno, hundido el rostro entre las rodillas, que mantenía unidas con los brazos entrelazados. Así permanecía, inmóvil como una estatua, dándoles la espalda.
Una imagen en la que confluían con fuerza la soledad y la desesperación más sobrecogedoras. Agradecieron no alcanzar a distinguir su semblante.
¿Se trataría de un condenado que sufría alguna triste suerte, incomprensible para ellos?
«Tal vez sea una criatura maligna a punto de despertar», se dijo Pascal, acostumbrado a desconfiar de todo lo que existía en aquel reino de sentenciados.
—Cuidado —advirtió—. También Marc parecía inofensivo.
—Es imposible que nos haya visto —murmuró Dominique, que ya empuñaba su espada romana—. Vamos a dar un rodeo para esquivarle. No será por falta de espacio…
Pascal se resistía a desenvainar su daga, aunque eso era lo que le pedía el cuerpo ante la incógnita de esa silueta oscura que se erguía sobre la tierra como una roca. Y es que la luz que despedía el arma en contacto con su piel podía acarrear consecuencias mucho más peligrosas que aquella aislada presencia.
El Viajero asintió a la propuesta de su amigo, pero antes de que comenzaran la maniobra, el tipo desconocido alzó la cabeza hacia el cielo negro y emitió un desgarrador grito de miedo que provocó una automática reacción en el paisaje: la llanura perdió consistencia, el suelo empezó a moldearse y, en medio de una repentina bruma, toda aquella realidad empezó a transformarse en un sinfín de escaleras, de todos los tamaños, materiales y alturas, que surgían de la superficie levantándose y descendiendo sin ningún orden.
Ellos, envueltos en aquel repentino caos, no tuvieron más remedio que superar su perplejidad y esforzarse en mantener el equilibrio mientras bajo sus pies no paraban de surgir nuevos peldaños que solo conducían a otras escaleras. Un laberinto de vías que subían y bajaban se erigía colapsando todo el espacio a su alrededor; su visión no acertaba a vislumbrar sino escalones.
Dominique y Pascal ayudaban a Lena en aquel súbito maratón donde resultaba imposible mantenerse en un mismo lugar, pues el firme sobre el que se asentaban sus pies se transformaba sin descanso en más y más peldaños. Ascendían, descendían… internándose en una carrera sin motivo, sin destino, sin razón.
Pronto comprobaron que detenerse suponía la peor de las opciones: a su espalda se había generado una sombra hostil que en todo momento parecía estar a punto de abalanzarse sobre ellos. Una nítida sensación de acoso se había alojado dentro de los chicos y de la mujer. Empezaron a superar las escaleras con verdadera ansia, a pesar de saber que en aquella absurda persecución no habría final.
Pero no podían evitarlo.
El anónimo individuo que había ocasionado ese horror había abandonado su postura inmóvil y también se precipitaba sin pausa en una demencial carrera entre escaleras interminables, mientras miraba hacia atrás con gesto de pánico, acorralado en todo momento por otra sombra que se cernía sobre él. Aullaba de terror, incapaz por lo visto de percibir la presencia de los otros, inmerso en su particular sufrimiento sin salida.
—¡La luz! —gritó de pronto Lena, sin resuello—. ¡Sigue allí!
Ella señalaba hacia un punto concreto que, en efecto, aquellas estructuras que continuaban surgiendo no lograban eclipsar.
—¡Vamos hacia ella! —exclamó Pascal, sacando su daga por si la sombra que los amenazaba se aproximaba demasiado—. ¡Rápido!
El hecho de tener un objetivo al que dirigirse alentó en ellos nuevas fuerzas y les permitió albergar algo muy valioso en medio de aquel entorno opresivo, agobiante: la esperanza de un rumbo que seguir. Se lanzaron en esa dirección, salvando innumerables escaleras que no dejaban de brotar sin tregua bajo ellos. Subieron y bajaron hasta el agotamiento, sintiendo cómo se consumían con cada peldaño que superaban en su fuga. Sin embargo, poco a poco, aquel resplandor que los guiaba iba aumentando su tamaño al tiempo que la sombra acechante se distanciaba, lo que les concedía un respiro añadido.
Lena había palidecido, y su respiración entrecortada delataba unos pulmones viejos que se resentían cada vez más con aquel esfuerzo inhumano, al igual que sus articulaciones. Por fin comprobaba los genuinos efectos de la vejez, de los que se había visto libre durante tantos años. Exhausta, solo el apoyo de los chicos impidió que se desplomara sobre los peldaños y renunciara a su sueño de libertad.
Pascal y Dominique continuaron sujetándola mientras brincaban, animados al percibir que la virulencia de ese escenario surrealista se iba atenuando con cada escalera vencida. Estaban muy cerca de la luz.
Tenían que lograr llegar hasta ella.
—¿Cómo ha reaccionado Pascal? —preguntó Michelle, una vez Edouard se hubo repuesto del inmenso esfuerzo que había invertido en aquella última comunicación.
Marcel, botiquín en mano, le estaba vendando la herida del brazo tras haberle aplicado una primera cura, y ella procuraba reprimir los gestos de dolor mientras aguardaba una respuesta.
El médium se dirigió a todos.
—En cuanto le he dicho que ya teníamos a Jules —giraron sus cabezas hacia el monovolumen, que volvía a oscilar delatando movimientos inquietos en su interior—, me ha contestado que aguantásemos, que conseguiría traer la sangre de Lena Lambert como fuese. Pero que aguantásemos.
En realidad, se trataba de un ruego destinado al joven gótico; era él quien tenía que resistir frente al avance de su infección. Los demás tan solo debían vencer su impaciencia, un nerviosismo creciente que empezaba a transformarse en ansiedad.
—Esa información le ha dado fuerzas —confirmó Mathieu—. Ahora solo les hace falta un poco de suerte.
—La suerte se busca —observó Edouard—. Por eso ellos la merecen. Y la tendrán.
Michelle deseó que el médium estuviera en lo cierto. Quería recuperar a Jules, pero la presencia de Pascal constituía para ella una auténtica necesidad. No se sentía capaz de perder ambas cosas. No lo soportaría, no estaba dispuesta a soportarlo.
Marcel se fijó en el resplandor metálico que entraba como un halo fantasmal por los ventanales de los pisos superiores, destellos lunares que empezaban a perder consistencia con el transcurso de los minutos.
El tiempo, con su sibilina sutileza, no dejaba de discurrir estrechando el cerco a la esperanza.
—Pronto amanecerá —anunció—. Ordenaré que corran las cortinas para cubrir los cristales.
Hizo un gesto orientado hacia determinados rincones, y poco después se escucharon pisadas y movimientos en la primera planta. Los chicos apenas alcanzaron a atisbar, entre las sombras furtivas que surgían por allí, algunas siluetas que iban tapando las ventanas.
—Ha llegado el momento —señaló entonces Michelle, volviéndose hacia el Chrysler de cristales tintados que seguía ofreciendo su lateral delantero destrozado—. No podemos retrasarlo más.
Había que comprobar el estado de Jules. Por los ruidos que provocaba, cada vez más enérgicos, el chico parecía presa de convulsiones.
No era de extrañar; su faceta de bestia del averno, en medio de la noche, requería de espacios abiertos.
El resto había asentido a la advertencia de Michelle, y juntos terminaron de aproximarse hasta el vehículo. Sus pasos, conforme la distancia que los separaba del monovolumen se reducía, iban adquiriendo una solemnidad intimidada.
Llegaba el momento, sí.
Ninguno estaba muy seguro de lo que se iban a encontrar. Era aquella incógnita lo que verdaderamente los atemorizaba, y no tanto el peligro que podía suponer el propio Jules.
Tenían miedo de descubrir que ya era demasiado tarde, de ser incapaces de apreciar en un cuerpo devastado, irreconocible, la presencia de su amigo.
El grupo, hipnotizado, contempló la ranura de la carrocería que permitía atisbar el interior del monovolumen.
Michelle respiró hondo.
—Lo haré yo —dijo, adelantándose un paso más hasta casi rozar la pintura negra del vehículo.
El medallón de Daphne, que colgaba de su cuello, empezaba a enfriarse, pues compartía la misma aleación de naturaleza esotérica que los talismanes de Pascal y Edouard.
—Ten cuidado —Marcel se situó junto a ella—. Aunque se trate de Jules, no subestimes los riesgos de enfrentarte cara a cara con un vampiro.
A Michelle continuaba resultándole muy difícil asumir aquello, a pesar de todo lo que ya había sucedido. Se negaba a renunciar a su amigo.
—Lo tendré.
La chica se colocó justo ante la ranura. Los vaivenes del monovolumen se habían atenuado.
Michelle respiró hondo y alzó el colgante de la pitonisa, que mostraba ya un tacto gélido, para proteger su cuello de aquellas manos de dedos estrechos que ya habían alcanzado a Bernard en el cementerio. Y se inclinó hacia la abertura.
* * *
La figura anónima que huía entre gritos de la sombra —responsable de aquella revolución imposible en el paisaje— quedó fuera de la vista de los chicos, sepultada por el cúmulo de escaleras que surgían sin pausa conformando un eterno sendero de peldaños. Una implacable ruta de escalones que dibujaba la sinuosa trayectoria de una montaña rusa, convirtiendo en prisionero a quien pretendía superarla.
No, ya no volvieron a ver a ese desgraciado sujeto, que acabó hundiéndose en esa recreación sin sentido. No obstante, los gemidos de aquella víctima siguieron acompañándolos mientras se alejaban del núcleo de la pesadilla en dirección a la luz que continuaba con sus destellos en un horizonte cada vez más próximo.
La concentración de escaleras se había reducido mucho en el sector en el que ahora se movían, e incluso la ominosa presencia de la entidad que los perseguía había perdido consistencia. Estaban saliendo de aquella trampa, lo estaban consiguiendo.
Ninguno hablaba, no disponían de las fuerzas necesarias para hacerlo. El sudor corría por sus frentes generosamente, y sus piernas, sufriendo algún calambre, apenas obedecían al ritmo más pausado con el que ahora brotaban las últimas escaleras.
Pero no se detuvieron, y poco después descendían por una cuyo último peldaño los condujo al anterior escenario: la infinita llanura vacía.
Se dejaron caer de rodillas sobre ese terreno de superficie pétrea, fosilizada, mientras a su espalda quedaba aquella isla de caos onírico, con su perfil oscilante, que a punto había estado de devorarlos. Recuperaron el aliento.
—¿Todos bien? —preguntó Pascal, una vez repuesto.
Dominique asintió.
—Incluso yo lo estoy —respondió Lena Lambert—, a pesar de mi edad.
Los muchachos la contemplaron con disimulo, calibrando en silencio la evolución de su proceso de deterioro. Bastantes canas se distinguían ya en los cabellos de la mujer, y las arrugas continuaban ganando en profundidad sobre su rostro, cada vez más ajado.
—Sí —ella se había dado cuenta del análisis de los chicos—, esto va rápido. Sabíamos que iba a ocurrir, ¿no?
La mujer observó sus manos, antes esbeltas y elegantes y ahora cubiertas de manchas en una piel desgastada y traslúcida que dejaba ver gruesas venas.
—Llegaremos a tiempo —prometió el Viajero—. Ya lo verás.
Un compromiso de lo más provisional, teniendo en cuenta que ni siquiera habían recuperado el rumbo todavía.
Pascal había abierto su mochila para sacar provisiones y agua. Compartió todo con Lena. Los víveres empezaban a escasear, hacían bien en racionarlos.
—Bueno, allí está —Dominique señalaba una especie de torre que se alzaba en medio de la planicie, y en cuya cúspide relampagueaba la luz que los había atraído desde la distancia—. ¿Qué os parece?
Aún quedaba lo suficientemente lejos como para que no pudieran reparar en detalles, pero el hecho de que se tratase de una construcción aumentó de alguna manera su esperanza. Resultaba menos animal, en una tierra contaminada por la degeneración.
—Ahora que hemos llegado hasta aquí, no vamos a detenernos —observó Pascal—. Pero no tengo ni idea de lo que es eso.
De hecho, ni el conde de Polignac ni ningún otro muerto de la Tierra de la Espera había aludido nunca a aquel entorno en el que se estaban moviendo. Tal vez porque no había entrado en sus rutas anteriores como Viajero, o porque nadie de los que permanecían aguardando en los cementerios sabía de su existencia.
—Pronto resolveremos esa incógnita —afirmó Dominique, ya de pie—. ¿Nos movemos?
—Adelante —dijo Pascal—. Toca extremar las precauciones, ¿entendido?
Cualquier cosa que se encontrara en la región de los condenados contaba con la presunción de naturaleza maligna.
Sin separarse, los tres avanzaron hacia el aislado edificio. Como siempre cuando se enfrentaban al riesgo de nuevos misterios, la mente de cada uno recuperaba recuerdos, el hecho de poder asirse a ellos constituía un alivio y un estímulo: la familia, los amigos… su realidad. Aunque tan solo en el caso de Pascal eran imágenes que reviviría más adelante, si lograban encontrar el camino de vuelta.
El Viajero no olvidaba que Jules ya se encontraba en el palacio de Le Marais a la espera de aquella sangre que él transportaba. Junto a esa conciencia, acarició el rostro imaginado de Michelle. Su necesidad de verla no dejaba de intensificarse.
¿Le sucedería a ella lo mismo con él?
En ningún instante había dejado de amarla.
* * *
—¡Jules, soy Michelle!
Ella se anunció antes de vencer la escasa distancia que separaba su rostro de la ranura lateral del monovolumen, que ya no se movía. Después aguardó, a la espera de detectar alguna reacción dentro del vehículo.
Necesitaba pistas, una orientación para acometer su último paso.
Nada. Silencio, hasta que se dejó oír un gemido bronco, alzándose desde el interior oscuro al que pretendía asomarse Michelle, un gemido que alcanzó pronto un susurrante tono amenazador.
Mal asunto.
Marcel, muy pendiente, se situó junto a ella.
—¿Seguro que quieres hacerlo? —le preguntó, poco convencido de aquella iniciativa, a la vista de los indicios.