La puerta oscura. Requiem (63 page)

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Authors: David Lozano Garbala

BOOK: La puerta oscura. Requiem
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—¿Y cuál es la alternativa? —repuso ella—. ¿Esperar a que llegue el día y él entre en su letargo?

—Sería lo más prudente… —intervino Mathieu, algo más atrás.

—Pero entonces no podremos hablar con él —Michelle se resistía a perder aquella oportunidad de entablar una comunicación con su amigo, cuando nadie podía asegurar qué les iban a deparar los próximos acontecimientos—. Sigue siendo Jules, ¿verdad?

Los miraba a todos.

—No ha sido esa su voz —observó Edouard, que notaba el talismán de su cuello enfriarse por momentos ante la cercanía de aquel híbrido entre vivo y no-muerto—, y no hay garantías de que él pueda hablar. Pero entiendo tu postura, Michelle.

«No hay garantías de que Jules sea capaz de hablar». Pero, ¿y de entender? Michelle deseaba al menos transmitirle todo su apoyo, permitirle descubrir que no estaba solo en su infierno íntimo. Aunque él solo lograra responder con esa mirada suya empañada de oscuridad, a la que ella se había enfrentado en su anterior encuentro.

Por otra parte, ¿qué implicaba exactamente la imposibilidad de Jules para hablar, si se acababa materializando? ¿Que habían tardado demasiado en encontrarle? ¿Que su proceso maléfico había alcanzado el punto sin retorno?

Nadie lo sabía, ni dispondrían de una respuesta a aquel lacerante interrogante hasta que Pascal llegara con la sangre de Lena Lambert y se llevara a cabo la transfusión.

Por eso mismo, todos estaban dispuestos a conservar la esperanza. Lucharían por Jules hasta el final.

—Voy a asomarme —comunicó Michelle a los presentes, decidida a no retrasar más aquel encuentro—. Tengo que hacerlo.

Antes de que le fallase la determinación.

El Guardián se preparó a su lado para actuar de inmediato si las cosas se ponían feas.

Michelle, de puntillas, terminó de inclinarse y, apoyándose en la carrocería, situó los ojos a la altura de la abertura. Miró. El corazón le latía a un ritmo desbocado, sentía su frenético bombeo palpitándole en los oídos. Ni respiraba.

Al principio, hasta que sus pupilas se acostumbraron a la penumbra reinante en el interior del vehículo, no distinguió nada. Pero a los pocos segundos empezó a vislumbrar los detalles de aquel espacio rectangular, que un bulto interrumpía en el extremo opuesto.

Era Jules —sucio, con las ropas desgarradas—, encogido de espaldas contra la plancha que le impedía alcanzar los portones traseros del monovolumen. Michelle sintió una inmensa lástima al asistir a aquella escena, en la que el protagonista le pareció más vulnerable que nunca, como un animal enjaulado que asume con resignación su suerte, a pesar de saberse incapaz de vivir cautivo.

—Jules —le llamó suavemente—. Soy yo, Michelle.

Nuevos gruñidos.

Marcel, tras ella, se intranquilizó todavía más.

—Michelle, deberías apartarte de ahí —sugirió—. Esperemos a que llegue la luz. Será lo mejor.

Pero ella insistió. Se negaba a concebir que su camarada gótico hubiese sucumbido por completo a la infección vampírica.

—Jules, ¿me oyes? —interpeló a aquella figura inmóvil—. Estamos todos contigo, vamos a ayudarte a salir de esta. ¡Pascal ya tiene la sangre de tu bisabuela, la ha conseguido!

El chico, por fin, se giró hacia ella. Una bocanada de espanto alcanzó a Michelle en cuanto se vio enfrentada a aquel semblante repulsivo que la enfocaba bajo el pelo desordenado. Los ojos contaminados de Jules, con sus pupilas rasgadas, se hundían en cercos oscuros sobre los que resaltaba su vacío de sentimientos. Las propias facciones del gótico, de una palidez enfermiza, se veían deformadas, mientras de su boca entreabierta sobresalían dos colmillos sobre los que deslizaba continuamente la lengua.

Ella no pudo evitarlo: dio un respingo hacia atrás por el impacto sufrido, a punto de caer bajo el magnetismo demencial de aquella mirada perversa. Solo la repugnancia y el horror impidieron que se viera hipnotizada.

No estaba preparada para ese rostro depredador que se había adueñado del gesto amable de su amigo, al modo de un parásito que iba absorbiendo los últimos restos de su identidad.

¿Habría algo humano debajo de aquella carcasa cruel? ¿Quedaría algún vestigio benigno?

Marcel recogió a Michelle, inmersa en su estupor, y con suavidad la fue separando del monovolumen hasta que ambos se encontraron a una distancia razonable.

—Es Jules, pero… —Michelle hablaba con voz rota, se encontraba al borde de las lágrimas— no es él. Ha cambiado desde la última vez… Está mucho peor.

En esta ocasión, ella no había detectado la sutil mueca de reconocimiento que apreciase en su amigo la última vez que se encontraron cara a cara. Y aquel hecho la sumió en un temor atroz a que fuera demasiado tarde.

Edouard y Mathieu permanecían en un compungido silencio, sin saber qué decir. Al final, el segundo se aproximó a la chica y la abrazó. Las mentes de todos rescataban de sus recuerdos las imágenes de Jules en sus buenos tiempos, como si de aquel modo pudieran ahuyentar la realidad presente, exorcizar el demonio que lo devoraba.

¿Dónde estarían Pascal y Dominique? ¿Habrían logrado orientarse?

—El Viajero tiene que llegar ya —afirmó Marcel, con voz grave—. Jules está en las últimas.

A continuación consultó su reloj.

—Va a amanecer —comunicó.

Capítulo 40

Se trataba de una construcción cilíndrica en piedra que se alzaba hacia el firmamento hasta alcanzar una altura muy respetable, en torno a los sesenta metros frente a los veinte que tendría de diámetro. Su aislada figura, recortada contra la oscuridad de la planicie, recordaba el esbelto cuerpo de una chimenea, y su cúspide abierta mostraba el baile agitado de potentes llamaradas que, de vez en cuando, lanzaban destellos verdosos, breves guiños de una tonalidad ajena a la naturaleza del fuego.

Aquella era la misteriosa luz que los había conducido por entre la llanura desértica hasta donde ahora se encontraban.

Al nivel del terreno, en la base del edificio, destacaba un macizo portón cerrado, mientras a lo largo de todo su perfil los tabiques de gruesas piedras se abrían en diminutas ventanas orientadas en diferentes direcciones, con el claro objetivo de disponer de una perspectiva completa de los alrededores. Teniendo en cuenta el paisaje plano que circundaba la construcción, desde los pisos superiores se debía de dominar una enorme extensión de aquellas tierras.

—Esto… esto es un faro —señaló Pascal, admirado—. Tiene que serlo.

Los tres se habían detenido a unos diez metros de distancia y permanecían agachados a pesar de saber que, en medio de aquel escenario desnudo, resultaba imposible esconderse.

¿Habrían sido ya descubiertos?

—Desde luego, lo parece —contestó Dominique—. Pero si es un faro… ¿a quién orienta?

El Viajero lo pensó unos segundos.

—Solo puede servir para las criaturas que vagan por esta región —señaló, escéptico—. ¿Y eso qué utilidad tendría?

—A los seres malignos no se los orienta con luz —observó Lena Lambert, menos convencida todavía por aquel planteamiento—. Salvo que lo que pretendas sea atraerlos.

—Y esos brillos verdes, tan parecidos a los de mi daga, no creo que lo hagan —concluyó Pascal.

Aquellos centelleos eran el indicio que le permitía al Viajero albergar la moderada ilusión de que aquel hallazgo no estuviese contaminado por la atmósfera maligna del lugar.

—¿Entonces? —a Dominique no se le ocurría ninguna alternativa que ofrecer—. ¿Servirá para guiar a los condenados que logren escapar de los espectros que los trasladan?

—¿Y darles así una oportunidad añadida que los demás no han tenido? —Pascal sacudió la cabeza—. Tampoco me convence.

En aquel momento, una de las minúsculas ventanas de los pisos inferiores de la construcción se abrió de golpe, y una cabeza masculina de cabellos canosos se asomó por ella en dirección a los chicos.

—¿Quién osa profanar la noche? —exclamó el anciano con voz vigorosa.

Tanto los muchachos como la mujer —aunque ella con más torpeza— se habían tirado al suelo al percibir aquel súbito movimiento, asustados. Su presencia había sido detectada, no cabía duda.

Sin embargo, no se atrevieron a responder, expectantes hasta determinar el peligro que podía constituir el individuo del faro.

Era todo demasiado extraño, demasiado desconocido.

En ese momento, aquel tipo, que continuaba inclinado sobre la repisa del ventanuco, reparó en los destellos de la daga de Pascal, que el chico había desenvainado en previsión de algún repentino ataque.

—Aquel que lleva un arma de centinela siempre es bienvenido en mi casa —anunció el viejo, solemne.

A continuación, los portones del edificio empezaron a abrirse.

Los chicos y Lena se miraron entre sí, dudando ante esa inesperada invitación. Lo cierto era que las palabras del desconocido y su reconocimiento de la daga del Viajero constituían síntomas prometedores.

—Si no se siente amenazado por la daga, no puede ser maligno —señaló Pascal acariciando su talismán—. Y mi medallón no se ha enfriado.

—Suficiente —dijo Dominique—. Por mí, vale.

Lena Lambert, incómoda en su postura tendida sobre la dura tierra, asintió.

El acceso al faro ya estaba abierto por completo. El anciano volvió a dirigirse a ellos.

—No os lo penséis mucho —advirtió, mirando ahora al frente—. Se aproxima una manada de carroñeros.

Aquel aviso sirvió para acabar de convencerlos, y apenas tardaron en levantarse, caminar unos pasos y atravesar los umbrales de ese extraño edificio erigido en mitad de la nada.

Lena, que volvía a dar muestras de una nueva progresión en su envejecimiento, avanzaba cada vez más encorvada.

* * *

Marcel había efectuado una llamada por el móvil. Con la excusa de que circulaba cerca de la zona que ahora habría acordonado la policía, fingía sorpresa mientras contactaba con el Instituto Anatómico Forense. Así conseguiría información sobre los movimientos de las fuerzas del orden.

La necesidad de un confidente infiltrado entre sus compañeros le trajo el doloroso recuerdo de Marguerite, la detective Betancourt. Casi escuchó sus palabras irónicas dirigidas a él. La echaba tanto de menos…

El Guardián se obligó a cortar su repentina abstracción. Cualquier despiste podía llevarle a cometer un error grave.

Los demás aguardaban mientras Marcel atendía a una voz masculina al otro lado de la línea. Al cabo de unos minutos, tras algunas respuestas monosilábicas por parte del doctor, que mantenía la pose de postizo asombro, la conversación finalizó.

—Edouard —Laville se giró hacia el médium mientras introducía su teléfono en un bolsillo—, parece que al final no va a hacer falta que denuncies mañana la desaparición de Daphne.

—¿Por qué? ¿Es que la han identificado ya?

—El forense que está de guardia la ha reconocido. Debió de vernos alguna vez juntos, la vieja Daphne no pasaba desapercibida. Me lo ha comentado y me he ofrecido para ir a primera hora a confirmar si es la persona que él cree que es, y facilitar sus datos.

El joven médium asintió, aliviado al verse libre de aquel trámite tan desagradable.

—Esto no ha hecho más que empezar —señaló Michelle.

Ella y Marcel caían en la cuenta de que, en efecto, quedaba mucha noche por delante para los gendarmes que estuviesen operativos esa noche. A aquellas alturas, sin duda estarían a punto de proceder al levantamiento del cadáver de Justin. Y eso sin contar con que aún quedaba algún cuerpo por hallar dentro del recinto de Pere Lachaise.

La policía se enfrentaba a hechos inexplicables que habían acontecido en París.

—¿Qué ha sucedido en el cementerio? —Mathieu formulaba el interrogante, intrigado ante el enigmático comentario de Michelle, una curiosidad que Edouard compartía.

La chica comenzó a contarles. Mientras, el tiempo seguía transcurriendo.

* * *

El interior de aquella construcción era muy austero, pero acogedor frente a la desoladora intemperie que reinaba fuera: pocos muebles, temperatura cálida, luz. Todo un lujo en medio de ese entorno hostil y vacío que los rodeaba, y donde empezaba a levantarse un viento gélido que barría la inabarcable llanura con ráfagas huracanadas.

El aullido de aquellos arrebatos ventosos atravesaba los gruesos muros de piedra, llegando hasta ellos como lamentos iracundos. La naturaleza sombría de esa zona parecía quejarse de que, por el momento, ellos hubieran escapado a su rencor.

—Es una especie de tormenta —explicó el anciano, girando una manivela que provocó el cierre de los portones algo más atrás—. Duran poco.

Aquel tipo, de edad indefinida aunque muy avanzada, vestía solamente una túnica blanca. Caminaba descalzo. Alto y grueso, calvo, con unas cejas pobladas sobre ojos de mirada bondadosa y una barba canosa que caía como una cascada hasta taparle por completo el cuello, se entretenía ahora observando a los recién llegados.

—Bienvenidos —saludó—. Sin duda, el grupo más raro que me ha visitado nunca. Cómo se agradecen estas sorpresas.

Sus ojos, certeros, no dejaron escapar ni el más mínimo detalle: repararon en el colgante de Pascal, se detuvieron en su daga, captaron la vida en él y —más declinante— en Lena Lambert, se posaron con curiosidad en la espada romana de Dominique… Incluso treparon hasta localizar la mochila que el Viajero llevaba a su espalda.

—Me llamo Pascal y soy el Viajero —se presentó el joven español bajando la hoja de su arma, que no daba muestras de activación, al igual que su talismán—. Me acompañan dos amigos, Dominique y Lena.

El anciano había asentido.

—Cuánto honor —comentó sin ironía—. Mi nombre es Ronald. Os ofrezco mi hospitalidad.

Los tres se la agradecieron; después de lo que habían padecido, la sensación de encontrarse bajo techo resultaba de lo más agradable.

—Como Viajero, entiendo que estés vivo, pero… ¿y ella? —el anciano la señaló—. También lo está.

—Yo soy la anterior Viajera —explicó Lena Lambert—. He permanecido mucho tiempo en la Colmena de Kronos, y ahora vuelvo a casa.

El hombre asintió, aunque lo hizo con una delicadeza sospechosa; en sus ojos podía leerse la compasión: conocía los devastadores efectos de una fuga tardía de Kronos.

—Disfrutad de la paz de mi refugio el tiempo que necesitéis —dijo, cambiando de tema—. Pero no dispongo de provisiones. Jamás nadie con vida me había visitado.

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