La puerta oscura. Requiem (57 page)

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Authors: David Lozano Garbala

BOOK: La puerta oscura. Requiem
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—Pero… —Pascal no entendía, entonces, su decisión de separarse tan pronto de Patrick, si de verdad había empezado a sentir algo por él—. ¿Por qué te has despedido de él?

Lena Lambert esbozó una sonrisa cargada de nostalgia.

—Porque me voy con vosotros, chicos. A pesar de todo.

Dominique y Pascal se quedaron petrificados; esa decisión era un suicidio en toda regla.

—¿Pero qué estás diciendo? —Pascal no quería ni oír hablar de aquello, se sentía responsable—. ¡No puedes hacer eso! Quién sabe si en el futuro…

—Aquí no hay futuro, muchacho —le cortó Lena—. Ni pasado. Todo es presente, un presente infinito que te va erosionando con su inevitable sucesión de acontecimientos tristes. El desgaste es brutal, demoledor. Vuestra aparición me ha recordado que hay otra realidad, y que yo estoy cansada. Necesito serenidad.

—Pero ¿qué vas a conseguir muriendo en la Tierra de la Espera? —intentó convencerla Dominique—. Allí solo hay oscuridad…

—Conseguiré descansar. ¿Te parece poco? —declaró ella, inflexible—. Ya he vivido bastante, mucho más de lo que me correspondía. Y ahora que me habéis permitido un último acto generoso, una actuación que da sentido a mi vida, podré descansar en paz. Es lo único que deseo a estas alturas.

De repente, su comportamiento había pasado a coincidir con el de una anciana. El de la anciana que, en definitiva, era.

»Tenéis que comprenderme. Especialmente, tú —miró a los ojos a Pascal—. Como siguiente Viajero, esta etapa te pertenece. Yo no debería estar todavía moviéndome por aquí. Es tu… reinado.

A Pascal, aquel término no le pareció apropiado, hasta el punto de que lo encontró incluso irónico. Aunque en un principio él mismo había concebido la aparición de la Puerta Oscura en su vida como una oportunidad excepcional, como un privilegio, ahora se daba cuenta de que, muy al contrario, su vinculación a ella como Viajero implicaba una auténtica esclavitud.

Una sangrienta dependencia.

Sentía su ligazón a ese umbral como unos pesados grilletes que lo encadenaban. Aquel arcón ancestral parecía ir consumiéndole conforme iba ganando en poder, en magnetismo. Y a cada movimiento de Pascal, nuevas víctimas se añadían a la lista de damnificados por la apertura de la Puerta. Un reguero de muerte y destrucción.

Dos individuos surgieron en la plaza, pero no interrumpieron las reflexiones del Viajero. Por una vez, el talismán había avisado a tiempo a Pascal con su caricia fría. Para cuando se abalanzaron sobre ellos tres esgrimiendo sendos puñales, el Viajero ya había desenvainado su arma y se enfrentaba a ellos con una furia incontenible que frenó su avance. El miedo a perder la valiosa mercancía que portaba en su mochila le generaba más impulso que la propia daga.

Tenían que regresar.

Pascal reconoció en las pupilas perversas de aquellos atacantes a dos de los seres malignos que, bajo la apariencia de navajeros, los habían acosado durante su primer viaje a Nueva York.

Eran depredadores. Una vez que localizaban un rastro, no lo soltaban hasta dar con la presa.

Lena Lambert había retrocedido, en actitud defensiva al saberse detectada por el Mal, mientras contemplaba impresionada el combate que se había entablado entre Pascal —con su arma misteriosa que lanzaba destellos verdosos— y los agresores. Dominique también empuñaba una espada con la que protegía uno de los flancos de su amigo, con más buena voluntad que eficacia.

Pascal logró atravesar el pecho de uno de sus adversarios, que cayó al suelo entre gemidos y empezó a sufrir convulsiones.

El otro atacante se movía a la perfección, esquivando sin problemas las estocadas que le dirigía el Viajero. Además, manejaba con gran pericia su propia arma, que dos veces había estado a punto de alcanzar a Pascal.

Tenía que ser esa criatura la que le hirió en el costado en el anterior enfrentamiento, dedujo el Viajero. Se propuso vengarse, pero fue la intervención de Lena Lambert la que inclinó la balanza a su favor. La mujer, tras sacar de su bolso una petaca, se adelantó unos pasos y, desenroscando el tapón, roció con su contenido el rostro gélido de aquel tipo, que al instante soltó su cuchillo y, aullando de dolor, se llevó las manos a la cara humeante, que había empezado a deformarse. Pascal aprovechó para lanzarle una estocada que cercenó su cabeza.

El cuerpo decapitado del agresor se desplomó.

Durante unos momentos, nadie dijo nada; los esfuerzos se invertían en recuperar la serenidad después de aquel repentino subidón de adrenalina.

—¿Ácido? —preguntó por fin Dominique, impresionado.

—Agua bendita —respondió Lena—. ¡No salgas sin ella! ¡Vamos!

Sin pérdida de tiempo, los agarró de las manos y los llevó hasta el pie de la fuente de piedra. A los pocos segundos, experimentaban bajo sus pies la tradicional falta de consistencia que presagiaba el acceso al torrente del tiempo.

A su alrededor, el panorama se volvía borroso, ingrávido.

La mujer dirigió una mirada final a esa realidad que abandonaban para siempre. Y se despidió mentalmente de aquel caballero que dejaba atrás, a quien dedicó sus últimos pensamientos.

Pascal, atisbando el gesto lánguido de Lena, recordó que ella no conocía los detalles del triste desenlace que iba a protagonizar Patrick Welsh. Y se planteó, por primera vez, si el suicidio del millonario no se debería en parte a la marcha de Eleanor Ramsfield.

Una incógnita que quedaría flotando a perpetuidad en aquel limbo temporal en el que se sumergían, esa frontera entre territorios de miedo y soledad.

Capítulo 36

En otras circunstancias, aquel choque habría resultado mortal para Michelle. Sin embargo, el blindaje del monovolumen, que incrementaba la resistencia y el peso del vehículo considerablemente, le salvó la vida. El efecto fue como si el coche de los cazavampiros se golpeara contra un tanque.

Dentro del Chrysler acusaron el impacto como una violenta sacudida que activó los airbags y los empujó con fuerza —sus cuellos crujieron— hasta que sintieron la presión de los cinturones de seguridad clavándose sobre las costillas y el esternón. De todos modos, el habitáculo indeformable había cumplido su función y todos los desperfectos —faros rotos, paragolpes doblado, carrocería hundida, zona derecha del parabrisas astillada— eran externos. La parte trasera permanecía intacta.

Marcel había logrado frenar en un acto reflejo, pero, como resultado de la violencia del golpe, el monovolumen se había quedado atravesado entre los dos carriles de la calzada. Menos mal que a aquellas intempestivas horas no había tráfico.

El otro coche se había llevado la peor parte. Arrugado como un acordeón, humeante, con el cristal delantero hecho trizas y todo el motor destrozado, incluso se le había reventado uno de los neumáticos delanteros. Aquel vehículo había quedado de siniestro total. Atrapado entre las planchas deformadas de su carrocería, un cuerpo se veía inclinado sobre el volante. No reaccionaba.

En los vendajes ensangrentados de aquel conductor reconocieron a Justin.

—Tenía que ser él —se quejó el forense a Michelle, mientras se masajeaba el cuello dolorido—. ¿Estás bien?

A pesar del blindaje, parte de la puerta del copiloto se había plegado hacia adentro al recibir el impacto del coche, alcanzando a la chica en un brazo, que presentaba ahora una herida abierta y varios hematomas.

—Sobreviviré —contestó ella, taponando su lesión con la ropa.

La nuca también le dolía, en breves latigazos que recorrían parte de su columna vertebral. Pero prefirió dejar las quejas para un momento menos inoportuno.

Marcel se volvió, intentando atisbar más allá de la plancha de metacrilato que se alzaba a su espalda.

—Parece que el choque no ha afectado a la parte de atrás —comentó, aliviado—. Jules sigue en nuestras manos.

Michelle suspiró.

—Menos mal. Por él y por nosotros.

Los dos se dedicaban a apartar las bolsas de los airbags, que se habían activado y que ahora suponían un obstáculo para la conducción.

Marcel pasó a comprobar si todos los controles del salpicadero funcionaban de forma correcta. Después —consciente de que tenían que marcharse de allí cuanto antes—, giró la llave de contacto y, por fortuna, el motor arrancó tras unos segundos de sonoros titubeos.

—De momento parece que responde —observó cruzando los dedos—. Confiemos en que aguante hasta el palacio.

Eso esperaba Michelle. Resultaba fundamental que se cumpliese aquel deseo, pues la única forma que tenían para trasladar a Jules era el monovolumen adaptado.

Marcel empujó la palanca para meter la primera, y fue levantando el pie del embrague. El vehículo empezó a avanzar, a trompicones. Un sonido chirriante les advirtió de que habían comenzado a remolcar el coche de Justin, todavía empotrado contra el lateral derecho del monovolumen.

El Guardián aceleró y dirigió el Chrysler hacia una farola con objeto de pasar a cierta velocidad junto a ella, para así intentar que su mástil tropezase con el coche enganchado —que ya se estaba soltando al ser arrastrado— y lo terminara de desprender.

Sin embargo, tuvo que volver a frenar al sentir que un proyectil astillaba el cristal de la ventanilla de Michelle. El blindaje había resistido aquel disparo, a pesar de la escasa distancia a la que había sido efectuado.

Justin seguía vivo. Y acababa de despertar.

* * *

Sin noticias, para variar. Si algo habían logrado averiguar gracias a la última comunicación con el Viajero, en cambio, de Marcel y Michelle no sabían absolutamente nada desde hacía horas. Los nervios empezaban a hacer mella en los dos chicos, que no conseguían ni permanecer sentados en el vestíbulo del palacio.

—Al menos podían contactar con nosotros cada cierto tiempo para tenernos al corriente —se quejó Mathieu—. ¡Esto es una tortura!

Su impaciencia era comprensible, ya que, sin Jules entre las paredes del palacio, el éxito o el fracaso de la misión de Pascal carecía de importancia, siempre y cuando el Viajero lograra regresar con vida, claro.

—Tengo una sensación… intensa —comunicó Edouard—. Es todo lo que puedo decir.

Mathieu llegó hasta él.

—¿Y eso qué significa?

Edouard se encogió de hombros.

—No estoy seguro de cómo interpretarlo. No se trata de una percepción que venga acompañada de tintes positivos o negativos; simplemente… noto intensidad, están sucediendo cosas. Cosas… violentas, fuertes. No puedo explicarlo mejor.

«Violentas» era un adjetivo de connotaciones muy específicas. El médium no supo por qué había empleado ese adjetivo que ni tan siquiera se había planteado pronunciar. Le había brotado de los labios como atrapado de una conversación ajena, con una significativa facilidad que tal vez formase parte del indicio que intuía.

Edouard, experimentando un brusco ramalazo de remordimiento, se preguntó si la vieja Daphne habría sido capaz de extraer más información de aquel presentimiento. La ausencia de la bruja, además de tristeza, generaba en él incómodos momentos de inseguridad que procuraba disimular.

—Entonces, lo que insinúas es que en el cementerio de Pere Lachaise no se están limitando a esperar —tradujo Mathieu—, sino que ya han entrado en acción.

—Es posible —Edouard se mostraba cauto.

Mathieu se acarició la melena, pensativo.

—La cuestión es decidir si esa violencia que percibes es buen o mal presagio.

—Ni idea.

Mathieu atrapó su móvil.

—¿No crees que ha llegado el momento de llamarles? —propuso.

—Si de verdad están metidos en dificultades, no podrán contestarte.

Mathieu lo meditó unos instantes.

—Bueno —concluyó—. Si no responden, al menos confirmaremos que algo está sucediendo, más allá de una espera inútil entre tumbas.

A continuación, tecleó en su teléfono el número de Michelle y aguardó.

No obtuvo respuesta.

* * *

Como un equipo de profesionales en caída libre, al estilo de esos paracaidistas que mientras caen al suelo se mantienen agarrados y van trazando diferentes figuras en el cielo, Dominique y Lena permanecían sujetos al Viajero dentro del flujo temporal.

Pascal iba rastreando el rumbo marcado por la piedra transparente, que a través de sus brillos le orientaba sobre la dirección a seguir para alcanzar la celda que conducía al exterior de la Colmena de Kronos. Con cada nuevo trayecto, Pascal adquiría mayor pericia a la hora de maniobrar con su cuerpo para dirigir el desplazamiento por aquella corriente neutra.

Los demás se dejaban llevar, rogando en silencio por que el rumbo seguido fuese el correcto. Cualquier error podía sumergirlos en una nueva época, un nuevo presente envuelto en circunstancias adversas. Y no tenían ni plazo ni fuerzas para un desafío añadido.

Imaginaban a Jules aguardando en los últimos estertores de su agonía humana.

Lena Lambert contemplaba fascinada el mineral que el Viajero portaba entre las manos, una misteriosa brújula para tierras de oscuridad perpetua que se añadía a la daga con la que Pascal acababa de aniquilar a los seres malignos que los habían atacado en el Nueva York de mil novecientos veintinueve. ¡Un arma capaz de infligir daño a la carne muerta! ¿De dónde habría sacado ese chico aquel instrumental tan valioso?

Lena expuso la pregunta a Dominique, que aprovechó para explicarle también el modo en que Pascal se había convertido en el Viajero del siglo XXI.

—El destino siempre señala a sus elegidos mediante un accidente, una casualidad —afirmó ella—. Como si fuera tan tímido que no quisiera mostrarse en público. Y no con todos es igual de generoso.

El chico, en sus comienzos, había tenido la suerte de contar con compañía en el mundo de los vivos, una ventaja de la que ella no había podido disfrutar.

A Pascal, que había alcanzado a escuchar el comentario de Lena, aquellas palabras le recordaron la forma imperceptible con la que se suponía que actuaba el Bien.

—¿Y hay margen para resistirse a esos designios? —planteó, una vez más intentando decidir si ser escogido por aquella fuerza superior que parecía regir los caminos de todos era un privilegio o una condena.

Lena Lambert arrugó la cara al escuchar el interrogante.

—Cuando los hados te escogen… —se limitó a responder, moviendo la cabeza hacia los lados.

Pascal se atrevió a rebelarse contra esa resignación, por otra parte lógica si se tenía en cuenta el cautiverio temporal que había vivido aquella mujer durante más de un siglo.

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