La puerta de las tinieblas (9 page)

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Authors: Massimo Pietroselli

Tags: #Policiaco

BOOK: La puerta de las tinieblas
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—Al contrario,
dottore
. Le sigo.

De hecho, Archibugi, perdido entre Lucrezia y las habas de los muertos, de entre todo lo que había dicho el superintendente, había captado las pocas palabras que tenían algún interés. Al fin y al cabo, bastaba con seguirle de vez en cuando, asentir siguiendo el instinto. Estaban allí únicamente para darle apoyo al superintendente, ofrecerle dos cabezas más con las que compartir su responsabilidad o, mejor aún, sobre las que descargarla.

Había dos informes sobre el escritorio invadido por las pipas, una de ellas desarticulada, con la cánula destrozada en un acceso de rabia. Hasta aquel momento no habían leído y discutido más que uno de aquellos informes, el preliminar sobre el niño enterrado en la Morte Desolata. Informe «preliminar» porque, tal como decía en la premisa, el médico se reservaba posteriores precisiones, aunque, por petición explícita del Departamento de Seguridad Pública, había efectuado un primer examen para verificar…

—Entonces, ¿qué? ¿Nos han tomado el pelo? ¿A nosotros, a la Policía del reino?

Porque eso es lo que indicaban las investigaciones preliminares.

Excepcionalmente, Quadraccia se había quitado el abrigo. Estaba sentado en una silla frente al escritorio de Panicacci y hacía saltar la hoja de la navaja que llevaba siempre consigo y que, a veces, le servía para igualarse las uñas.

—El niño muerto está ahí —respondió, y plegó la hoja de la navaja. ¡ZAK! y la hoja saltó de nuevo—. Y desde luego alguno se lo beneficiaba, si es cierto lo que pone ahí.

Porque en el informe se hablaba de «prácticas sexuales contra natura», aunque era imposible precisar si se habían producido inmediatamente antes de la muerte.

En el silencio que siguió a las palabras de Quadraccia, la navaja restallaba una y otra vez, con rabia y violencia a la vez. Corrado tuvo la impresión de que el Homilías habría querido clavárselo en el estómago al asesino.

—Por favor, inspector, pare con esa navaja… ¡Ya estamos bastante nerviosos!

—Quadraccia tiene razón,
dottor
Panicacci. El niño muerto está ahí, las circunstancias citadas por Petrocchi han sido verificadas…

—¡Pero falta lo más importante!

Quadraccia y Archibugi se quedaron mirando a Panicacci, estupefactos. ¿Realmente había dicho eso? ¿Era posible que fuera tan imbécil? Corrado se dispuso a replicar, pero Quadraccia se le anticipó.

—Yo pensaba que lo más importante era el niño muerto —murmuró, marcando bien las palabras, con los ojos fijos sobre los del superintendente.

—Venga, ya han entendido lo que quería decir —se explicó, con tono de excusa—. Todos estamos cansados y quizá me he explicado mal. Pero es un hecho: Petrocchi vino a declarar que había encontrado el cadáver de un niño, con la sospecha de que podía haber sido asesinado, no tanto por la piedra y el golpe en la cabeza, no, señor, sino porque le había visto grabadas unas marcas que él, a posteriori, interpretó como una doble W. De modo que, con todas esas historias de Tremolaterra en la cabeza, pensó en la sombra de Bellacuccia, que se extendía sobre Roma, y se encomendó primero al cura de la Morte Desolata y luego se presentó ante De Matteis. Y sin embargo, el informe dice que esas marcas no existen, aunque el estado de descomposición, etcétera. Ninguna marca. Así pues, nos han tomado el pelo…

—¿En el informe consta la edad del niño? —interrumpió Quadraccia.

Panicacci hizo una mueca ante aquella pregunta impertinente, pero hojeó el informe y buscó el dato:

—Aquí. Edad probable: once años.

Archibugi miró a Quadraccia, que asentía en silencio, como si se hubiera anotado un punto; por Scialoja se había enterado de la presión que había ejercido el Homilías sobre el médico, y ahora se preguntaba de qué dependería aquella grieta en la coraza de cinismo del viejo inspector.

—No obstante —prosiguió Panicacci—, las cosas están más liadas aún que esta mañana. Si esas marcas no están, se cae toda la teoría Doble W, Barrington y Tremolaterra: todo. Queda, quizás, el asesinato de un pobre niño, del que no sabemos ni siquiera el nombre. ¡Si al menos ese maldito escritorzuelo no hubiera desaparecido! —puntualizó mirando a Archibugi, como si fuera culpa suya.

Porque Guido Tremolaterra había desaparecido. En la Via della Mercede, donde vivía y trabajaba, aquella tarde no estaba. Una legión de perplejas secretarias estaba cerrando la oficina tras el horario de trabajo. Las dirigía una arpía que se llamaba Adele Ortolani.

La tal Ortolani le dijo a Corrado que el escritor se había marchado después de acabar el enésimo capítulo de Bellacuccia, hacia la hora del almuerzo, con una pequeña maleta que podía contener efectos personales. Ninguna de ellas sabía el motivo; parecía ser que por la mañana había recibido una visita —las secretarias aún no habían iniciado la jornada; llegaban a partir de las once, porque al artista le gustaba la comodidad y tenía un despertar difícil—. Tremolaterra le había parecido más bien agitado. Había mencionado a sus secretarias que había recibido alguna amenaza, pero ellas no sabían nada más: ni el tipo de amenazas ni el motivo, ni mucho menos el responsable.

—Pero, oiga, ¿usted no ha dicho que el inglés es un loco, un visionario? —preguntó Panicacci, esperanzado.

—Sí, pero igualmente quedan por aclarar varias cosas. Primero, por qué dice Petrocchi que ha visto esas marcas; segundo, por quién se ha enterado Tremolaterra de la historia de Doble W; tercero, por qué «cree» Barrington que ha visto a Doble W en Roma, sólo unos meses antes de que Petrocchi hiciera su declaración. Y por otra parte, no olvidemos que el informe no asegura que no existieran marcas en la piel del niño: dice sólo que es improbable. Lo que quiere decir que un buen abogado podría hacer que declararan nulo el informe, ya que puede servir como demostración de cualquier cosa y de todo lo contrario.

—Abogados —dijo Quadraccia, asqueado—: sólo sirven para tocar los cojones.

—¿Entonces? —inquirió Panicacci, sudando, tras echar una mirada inquieta a Quadraccia.

—Entonces tenemos dos problemas —respondió Quadraccia—: el muerto y la doble W, tanto si es real como si es inventada. De momento, he dejado frente al portal de la Via della Mercede un agente de guardia y he dispuesto el relevo de modo que la casa esté vigilada al menos durante las próximas veinticuatro horas. A propósito, ya he recordado para qué periódico trabajaba Tremolaterra, antes de dedicarse a la literatura… —Hizo una breve pausa y luego dijo con aire de ceremonia, mirando fijamente a Panicacci—:
La Capitale
.

El superintendente abrió los ojos como platos. A principios de año le había confiado a Corrado que, de cara a 1875, había dos cosas que temía como al diablo: el jubileo, con las fricciones entre papistas y monárquicos, entre nobles blancos y negros; y que explotara en Roma otra historia como la de villa Ruffi. De hecho, el año anterior, cuando se acercaban las elecciones, habían sido arrestados en la villa de Ercole Ruffi, en Rímini, unos treinta dirigentes republicanos, acusados de proyectar una insurrección antimonárquica. Se los metió en prisión y no salieron hasta meses después, tras una serie de disculpas en público y una airada polémica. Y las elecciones se acercaban de nuevo, en el Palazzo Braschi ya flotaban en el aire, junto con una sensación de resignación y nerviosismo, de inevitable cambio, de final de un ciclo: el de la derecha.

No obstante, Pío IX había decidido que el jubileo se celebrara de un modo estrictamente privado, y era cierto que había antimonárquicos en Roma, pero se limitaban a dar de lado al Rey y a mandarlo de caza solo, con la esperanza de que la malaria acabara con él de una vez por todas. Sin embargo, el verdadero problemón del año había llegado, inesperadamente, precisamente de
La Capitale
; con el asesinato del director a cuchilladas, historias de cuernos y de poder que habían salpicado a un ex diputado y a un oficial de la guardia municipal. Fue un proceso muy seguido por la opinión pública; Dios mediante, faltaba poco para que se dictase sentencia, se haría en uno de esos días de noviembre.

—Siga, Archibugi —dijo Panicacci con voz sepulcral.

Con rapidez y seguridad, Corrado explicó que al día siguiente volvería a la Via della Mercede y que, si Tremolaterra seguía sin dar señales de vida, dirigiría la investigación hacia los hoteles, pensiones y amistades del escritor; en segundo lugar, ya había procedido a convocar a Barrington a comisaría para hacer oficial su declaración y, llegados a ese punto, estudiar sus reacciones ante la noticia del niño encontrado en la Morte Desolata.

—Por último, llamaré a Petrocchi. Quizá ya tengamos el informe definitivo, en vez del preliminar, y podremos estar seguros de cualquier posible contradicción en sus declaraciones.

Archibugi se llevó a los labios el último medio toscano y lo encendió, como diciendo: «Y ahora vámonos a casa».

Panicacci se dejó caer en la silla, rebufando. Los anteojos le colgaban desconsoladamente del cuello de la chaqueta, como sus esperanzas de salir de aquella historia con las ideas claras. Dio su visto bueno al plan de acción de Corrado y le advirtió:

—El juez Tosetti, esta mañana, estaba tan perplejo como nosotros sobre este asunto. Dentro de poco iré a contarle que el periodista se esconde por voluntad propia y veré qué piensa sobre este informe. Ya me ha pedido que le entregue, mañana como máximo, las declaraciones de los principales testigos implicados, desde Barrington a Tremolaterra, para disponer de material sobre el que hacer valoraciones. Así que estos informes, Archibugi, más vale que se envíen directamente a Tosetti… En otras palabras, dispóngase a dar un paseo hasta I Filippini mañana mismo.

—¿Y yo qué hago?

Los dos se giraron hacia Quadraccia, que se había levantado y tenía el abrigo bajo el brazo.

Panicacci reaccionó y le acercó el segundo informe.

—Aquí tiene, inspector… Ha llegado después de comer. El informe sobre el cadáver recuperado de Ripa Grande.

Quadraccia miró el pliego sin mover un músculo, como había mirado la mano que le tendía el médico de los sifilíticos aquella misma mañana. Panicacci miró a Archibugi, violento, pero éste se limitó a dar una bocanada al puro.

—Entonces, al final resultará que mi «vejiga» no murió de vieja —constató por fin el inspector, sin coger el informe.

—No, inspector, no murió de vieja. Murió de repetidos golpes en la cabeza. De patadas, quizá.

—Entonces es una investigación como Dios manda. ¡Quién lo iba a decir!

Panicacci apretó los dientes. Los carrillos se le pusieron incandescentes. Aquella carpeta, entre ellos dos, parecía pesar un quintal. Archibugi lanzó una nubecilla de humo hacia el techo, disfrutando de la escena con aire impenetrable.

—Inspector Quadraccia…

—Llevo desde la mañana dando vueltas como una peonza por esta historia del niño. Con un frío tremendo y el asiento de un coche más duro que los bancos de piedra de la Via Giulia.

—Ante una situación de emergencia…

—Aún no he entendido dónde estaba la emergencia. Al fin y al cabo, lo más importante ni siquiera estaba ahí, ¿no?

En ocasiones, muy raramente, Archibugi le habría dado un abrazo a Quadraccia. Panicacci se puso en pie y dio un golpetazo sobre la mesa con el informe, en dirección al inspector.

—¡Ya basta, inspector! No puedo tolerar…

—Ni yo tampoco —lo interrumpió Quadraccia, con voz tranquila. Cogió lentamente el informe y se lo puso bajo el brazo—. Así pues, como ya me han metido en el ajo, además de tratar el asunto de la «vejiga», me ocuparé también de la historia del niño —dijo. Y mirando a Archibugi, añadió—: Y tú no te preocupes, inspector. No me meteré por medio.

—No me preocupo en absoluto, inspector —concluyó Archibugi.

Segunda parte

4 de noviembre de 1875, jueves

Capítulo 1

Archibugi se despertó de pronto, con la sensación de una amenaza inminente, de que un problema estaba a punto de estallar. Miró a su alrededor, inquieto, para acostumbrar rápidamente los ojos a la semioscuridad.

Las listas irregulares de las persianas filtraban una luz pálida, anuncio de un día otoñal. Entre la penumbra se distinguían las siluetas de objetos conocidos. La simétrica redondez de los pomos de latón en el cabezal de la cama; las patas sinuosas del trípode que sostenía la jofaina; la superficie de la mesita, bajo la ventana; un montón de libros, en su mayoría en francés, y en lo alto su sombrero.

Oyó el ruido de un carro que subía la calle y algunas voces enfurecidas, quizá por alguna salpicadura de barro provocada por las ruedas.

Nada más. A lo mejor se había equivocado; y sin embargo, seguía sintiendo aquella inquietud, como el retrogusto amargo que le queda a un borracho el día después.

Apartó las sábanas con un suspiro y el frío glacial de la habitación le agredió. Corrió a tientas hacia la puerta, tras la cual colgaba la pesada bata algo vieja que su madre le había hecho llevarse de Turín. Se la ató alrededor de la cintura, soltó la cadena de la puerta y miró afuera, al corredor iluminado por la luz del ventanal. De las escaleras le llegaba el ruido de Pasquina, la portera, que a aquella hora ya bregaba con cubos y escobas.

El baño, al fondo del pasillo, parecía estar libre. A aquella hora tenía muchas probabilidades de ser el primero en usarlo. ¡Cómo odiaba aquel momento!

Estaba a punto de salir de la habitación en dirección al baño, como un buey al matadero, cuando oyó una voz estridente procedente de la calle, la voz que le había penetrado en el cerebro mientras dormía.

—¡Las noticias! ¡Las noticias! ¡En la Madonna Desolata han encontrado un niño asesinado! ¡Las noticias! ¡Bellacuccia podría estar implicado! ¡Bellacuccia ha golpeado! ¡Cuidado, mamas! ¡Compren el periódico, mañana aún les sirve para envolver los huevos!

¡Así que no era un error! Volvió a meterse en la habitación, abrió la ventana, subió la persiana y miró por el callejón, a derecha e izquierda. Un niño con un fajo de periódicos colgado del brazo le devolvía el cambio a un pobre oficinista madrugador. Un carro lleno de sacos de patatas embocaba la Via del Pellegrino, conducido por otro muchacho sucio que cantaba a voz en grito: «El pájaro en la jaula, si canta por la mañana con la niebla, no canta por amor, sino por rabia…».

—¡Eh, tú! ¡El periódico!

El voceador miró a izquierda y derecha y luego hacia arriba, hasta localizar a Corrado, en bata y con el pelo enmarañado, asomado a la ventana.

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