El cochero se giró y dijo:
—Los caballos son animales muy inteligentes.
Quadraccia se dio aire agitando una mano frente a la cara.
—Date la vuelta —protestó con una mueca—. No bebo por las mañanas.
El cochero se quedó mirando la cicatriz y la nariz torcida del inspector vestido de muerto y se giró. Pero para darle en las narices sacó una botella de debajo del pescante y le dio un buen trago.
—No es mi yerno —precisó Scialoja.
Quadraccia miró al delegado con ostentación. El aire gélido daba al rostro del inspector un semblante aún más cetrino, sobre el que destacaba la cicatriz como una señal lívida, azulada.
—¿Qué te roe por dentro, viejo? ¿No estás de acuerdo con los gustos de tu hija?
—¿Por qué no lo dejas? Yo te he preguntado por el inglés.
Por un momento se oyó únicamente el traqueteo del coche y el repiqueteo de los cascos de los caballos. Después Quadraccia se encogió de hombros y volvió a mirar afuera, hacia Santa Maria Egiziaca. Unos bueyes bebían de un abrevadero junto a la fuente de los Tritones, moviendo perezosamente el rabo, ajenos al hecho de que muy pronto llegaría el matarife.
Scialoja caviló unos instantes sobre lo que le había dicho Quadraccia, mesándose la barba, para luego interrogarlo casi con desgana, para ahuyentar otros pensamientos.
—Y así, ¿por qué dices que está loco?
Pero Quadraccia no estaba muy locuaz. No lo estaba nunca, y aquella mañana menos aún: parecía que esperara algo demasiado desagradable incluso para él.
—No hay más que verlo: lo lleva escrito en la frente —se limitó a decir, y le ordenó al cochero que se parara.
—¿Y ahora? —preguntó Scialoja.
Quadraccia bajó y se dirigió hacia la tienda de un fotógrafo, bajo la mirada curiosa del médico. «FOTOGRAFÍA HERMANOS DE BONO», decía el rótulo, que indicaba también que los precios eran fijos y que los hermanos De Bono hacían «vistas, retratos, panoramas, dibujos de Rafael, Miguel Ángel, etc.». Pocos minutos después, salió con un sobre amarillo en la mano mientras un hombrecillo vestido con camisa y chaleco y el rostro congestionado intentaba retenerlo.
—Se aprovecha porque… —lloriqueaba uno de los hermanos De Bono, que, a la intemperie, empezaba a sentir el frío en los brazos y se los masajeaba.
Quadraccia se alojo y lo dejó, resignado, en lo puerta. Subió al coche, lanzó el sobre entre los brazos de Scialoja y le dijo al hombrecillo en voz alta:
—Te he dicho que te pagaré…, pero sólo cuando el informe del forense hable de investigación. Si no te parece bien, vete a comisaría y dile a Lorenzo Panicacci que te pague. ¿Has entendido? Y tú, pon en marcha este pollino.
—¿Y esto qué es? —preguntó Scialoja, mientras pensaba que, con tipos como Quadraccia, la «nueva» policía se haría odiar en la capital al menos tanto como la vieja.
—Mi «vejiga».
Scialoja abrió el sobre. Había tres impresiones fotográficas sobre papel a la albúmina, de unos veinte por veintiséis, cada una de ellas pegada sobre una cartulina rígida ocre con una raya verde alrededor, lista, para enmarcar. Le bastó echar un vistazo rápido para comprender que nadie, ni siquiera Quadraccia, colgaría aquello de una pared: no obstante, intentó no mostrar ninguna expresión, porque sabía que Quadraccia lo miraba por el rabillo del ojo, buscando el mínimo rastro de una mueca de asco. Se limitó a emitir un suspiro, volvió a meterlas en el sobre y se las pasó al inspector, que las examinó a su vez atentamente.
—Ha hecho un buen trabajo, ese viejo achacoso —comentaba—. Cuando ha visto el cadáver, un poco más y cae fulminado. ¡Mira, aquí también estoy yo! Este pie es mío. Bastaba con tocarla con la punta del zapato y se ponía a soltar pedos por todas partes, como un odre lleno de gas.
—¿Y éste es el muerto de Ripa Grande?
—Pues sí. Aunque debe de tratarse de una muerta. El forense trabaja en esto desde ayer…, no le envidio en absoluto. Esta idea de las fotografías, me la ha dado tu… Archibugi, quería decir.
Scialoja asintió, sin dar importancia a la alusión ahogada entre los labios del inspector. Había visto a Archibugi en acción en otras ocasiones, frente a los cadáveres. A menudo mandaba que tomaran «fotografías de conjunto», como decía él, y a veces resultaban de una importancia capital, pues permitían conservar detalles que de momento podían pasar desapercibidos, por si, por el momento, se careciera de los elementos necesarios para darles su justo valor. Al principio, aquel
modus operandi
había provocado un pequeño escándalo en comisaría, y Panicacci incluso había sentenciado que le parecía de un gusto dudoso, si no ya blasfemo, fotografiar al cadáver de una persona asesinada. Alguien había incluso susurrado que el inspector
buzzurro
traía mal fario. Después se recordaría únicamente como una rareza de un hombre meticuloso y forastero, en general querido por sus colegas y en tregua armada con su superior.
—Sí, ya sé que Corrado tiene esa costumbre. Pero tú no tienes su mentalidad cuadrada, Homilías. Así que…
—Es verdad. A mí estas fotografías me sirven para poner incómoda a la gente, para que se agiten, para ver cómo reaccionan, para meterles miedo… Funcionan estupendamente.
Scialoja no replicó. Prefirió respirar a pleno pulmón el aire cargado del olor a tierra húmeda y a hojas muertas procedente del campo que estaban atravesando, en ruta hacia San Paolo y la Morte Desolata. La hierba cubierta de escarcha daba una imagen de candor y pureza que desentonaba con lo que eran ellos, y con lo que encontrarían en breve.
La acuarela representaba el Campidoglio, bajo un cielo de juicio universal, color antracita, con apenas un temblor amarillento en el horizonte, como si fuera el último ocaso (¿o alba?). De la escalinata bajaban dos raíles que discurrían hacia abajo para rodear luego un armazón de hierro que emitía destellos de hoja cortante. Aquella estructura de barras se elevaba por encima de los palacios que rodeaban el Campidoglio, y un tren que discurría por encima. Unas largas chimeneas, parecidas a las de los altos hornos, punteaban el horizonte de la ciudad y escupían hilos de humo que se confundían con las nubes, o que quizá las producían. Ningún rastro de seres humanos. Sólo la ciudad, las chimeneas y la estructura de hierro sobre la que corría el tren.
—Inspector Archibugi —dijo una voz de elegante acento inglés, una voz débil que procedía de un viejo sillón de respaldo alto y tapicería gastada y manchada—, ¿puedo saber, entonces, cómo es que ha venido a verme otra vez, después de todos estos meses?
De Matteis levantó los ojos de la carpeta llena de acuarelas, las acuarelas «secretas», que estaba mirando con creciente estupor, de pie junto a la mesa de trabajo, cubierta de hojas, pinceles, colores, bocetos, lápices e incluso un muñeco desmontable de madera. Por la ventana entraba una luz tenue, porque aquel lado del albergue Il Tre Re estaba a la sombra, una sombra que cubría los muebles con una pátina difusa, que al delegado le recordó la luz mortecina de la acuarela.
Archibugi fumaba un puro, de pie frente al sillón del que De Matteis solo veía sobresalir un par de finas piernas cruzadas, con sendas pantuflas a los pies. Semiescondidos tras el humo azulado, los ojos de Archibugi estaban concentrados en su habitual valoración de una personalidad.
—¿Se encuentra bien, señor Barrington? —preguntó a su vez Corrado, con una voz sin inflexiones.
Echó una mirada a De Matteis, como si quisiera entender qué pensaba el delegado de aquellos dibujos.
—Lo suficiente para poder afrontar un interrogatorio, inspector.
—Pero no tanto como para salir de aquí, desde hace días.
Eso le había dicho el dueño de aquella histórica pensión, justo bajo el arco de San Marco, tan histórica que el rótulo era una viga de madera tan mellada y desgastada que de los tres reyes del nombre, quizá los Reyes Magos, no quedaban más que unas sombras con corona; tan histórica que las habitaciones no estaban indicadas con números, sino con cartas de juego fijadas a las puertas, ya que hacía tiempo que costaba encontrar clientes —así como mozos o camareros— que supieran leer.
—El As de Bastos no saca la nariz de la puerta al menos desde hace un par de días —dijo el posadero, mientras colocaba los cubiertos sobre la mesa del pequeño y oscuro comedor de la planta baja—. Y come en la habitación; siempre pide que le lleven algo.
—¿Está mal?
—¿Y yo qué sé?
—Se nota, si alguien está mal. Y alguien limpiará las habitaciones, ¿no?
Porque el inglés tenía un apartamento formado por dos habitaciones: una le servía de dormitorio; la otra, de salón y de estudio de pintura.
De Matteis siguió hojeando los dibujos del inglés, pero sin perderse una palabra del diálogo.
—¿Usted conoce la Home Agency del señor Shea, en la Piazza di Spagna? —siguió preguntando Corrado.
—De nombre.
—Parece ser que es la mejor agencia para extranjeros de Roma… Da información sobre alojamientos, tiene una pequeña oficina de envíos y recados, y, naturalmente, un registro de llegadas y direcciones…
—El señor Shea debe de ser un hombre muy meticuloso.
—Y sin embargo, no ha oído nunca hablar de usted. Otro punto de referencia es la pensión Angloamericana de la Via Frattina. Pero allí también es desconocido usted.
—¿Es delito el ser discreto, señor inspector?
—Su pasaporte dice que usted lleva en esta ciudad más de tres años. ¿Es posible que no haya tenido nunca ocasión de hacer saber a la comunidad inglesa que reside aquí, en esta dirección?
Ninguna respuesta.
—¿Por qué escogió precisamente esta pensión, cuando en Roma existe un barrio ya conocido como el Barrio de los Extranjeros, donde viven muchos de sus compatriotas y donde sin duda se sentiría más como en casa?
De Matteis comprendió que aquellas preguntas estaban destinadas a hacerle a él un resumen del personaje en cuestión. Archibugi quería que viera al inglés como lo veía él, un hombre que se había escondido voluntariamente y que vivía como un recluso.
—Usted sabe bien el motivo, señor inspector —dijo la voz, tras un largo silencio.
Archibugi asintió, soltó una bocanada de humo y se dirigió hacia una pequeña estantería llena de libros. Se puso a recorrer con la mirada los lomos de los libros.
—¿Qué busca?
—¿Usted conoce —preguntó girándose hacia Barrington— una novela por entregas que se está publicando estos días en Roma, una novela de Guido Tremolaterra?
De Matteis no perdía de vista lo poco de Barrington que veía desde su posición.
—No.
—Ha tenido mucha publicidad. Una publicidad muy eficaz, parece, en vista de las ventas que ha tenido desde la primera entrega. La novela se titula
El misterio del doctor Bellacuccia
: es un folletín al estilo de los ingleses y franceses… Es la historia de un enigmático médico que llega a Roma, quién sabe de dónde, y que teje una trama de intrigas y chantajes con el fin de hacerse rico y poderoso; para cometer sus delitos se sirve de un mono amaestrado…, mientras la Policía —es decir, nosotros— va dando palos de ciego…
—Nunca lo he leído.
De Matteis casi dio un respingo: del sillón emergió el inglés, alto y delgado, abriendo los brazos para estirar los músculos. Frente a la ventana destacaba su silueta, fina y flexible como una mantis a punto de lanzarse sobre Archibugi. Después el hombre se dirigió a la mesa próxima a De Matteis, y el delegado vio sus ojos negros y la córnea grisácea, el rostro descolorido, la frente amplia y el cabello oscuro peinado hacia atrás, dos labios finos y violáceos: la imagen de un hombre enfermo. Barrington le dedicó una débil sonrisa al delegado, echó una mirada a sus acuarelas y sacó un cigarrillo de una petaca sobre la mesa, lo encendió y soltó una gran bocanada. El olor a tabaco oriental se extendió por toda la sala.
—No lo he leído —repitió el inglés, girándose hacia Archibugi— y no entiendo qué puede tener que ver esa novela por entregas con…
—¿Con su declaración de entonces? A eso voy señor Barrington. ¿Sabe? En una de las entregas se descubre que el doctor Bellacuccia está de algún modo relacionado, por así decirlo, con un inglés…
Archibugi exhaló humo del puro. Por el rabillo del ojo mantenía controlado a Barrington, que estaba de pie, con su viejo batín puesto. De Matteis observó que le temblaba la mano con que sostenía el cigarrillo.
—Entonces, ¿no conoce usted de nada a Guido Tremolaterra?
—¡No!
—Sin embargo, Tremolaterra, en un episodio de Bellacuccia, parece conocer el contenido de su declaración, al menos en parte. Admitirá que es una coincidencia singular. De acuerdo, Tremolaterra es periodista, pero la historia que usted me contó el pasado mes de mayo no ha salido de Inglaterra y se remonta a hace cuatro años…
La verdad es que no había habido tiempo para estudiar la novela por entregas: los inspectores prácticamente se habían enterado aquel mismo día, en el momento de la declaración de Petrocchi, y Archibugi había tenido que obtener algunos datos rápidos del agente de guardia, al que había visto con una de las entregas en la mano. Agostino se había mostrado encantado de contarle la trama de la novela: es más, a Corrado le había costado llegar al punto que le interesaba y seleccionar la información necesaria en aquel momento.
—De hecho —prosiguió Archibugi, recordando el meollo de la historia y añadiendo de su cosecha—, el episodio en cuestión habla de un señor inglés que ofrece alojamiento a niños…
Barrington tenía los labios entrecerrados, el cigarrillo le temblaba en la mano. Tenía los ojos fijos en Archibugi, que se esforzaba por mantener un tono indiferente mientras hablaba. De Matteis se temió que el inglés se encontrara mal de pronto.
—Usted, señor Barrington, me había contado en su tiempo que esta práctica es común en Inglaterra: personas que se ofrecen como sustitutos de los padres a cambio de un pago diario, y que ofrecen a los niños alimento, alojamiento y afecto…, o que incluso, en la práctica, adoptan a los niños: se los compran a madres sin posibilidades…
El inglés había torcido la boca en una mueca al oír la palabra «afecto».
—
Baby farmers
, se llaman, inspector. Pero en cuanto al afecto…
—Eso es, exacto. Bueno, pues este
baby farmer
, que firma sus anuncios en los periódicos con las iniciales W. W…