La puerta de las tinieblas (10 page)

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Authors: Massimo Pietroselli

Tags: #Policiaco

BOOK: La puerta de las tinieblas
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—¡Entra en este portal y dale un ejemplar a la portera, rápido! Dile que es urgente, para el inspector. Toma el dinero.

Lanzó una moneda y volvió a meterse, medio congelado, se golpeó un codo contra la ventana, se quitó la bata, cogió el jarro situado sobre la estufa y vertió el agua en la jofaina con tanto ímpetu que mojó el suelo.

Del periódico
El Eco de Roma
, 4 de noviembre de 1875.

¿HORRIBLE TRAGEDIA INSPIRADA EN BELLACUCCIA?

Momentos antes de mandar este número a imprenta, recibimos de una fuente fiable una noticia que, en caso de confirmarse, de lo que informaremos puntualmente a nuestros lectores, resulta aterradora.

El día de ayer —para nuestros lectores—, es decir, el 3 de noviembre, las fuerzas de Seguridad Pública procedieron a la exhumación de los restos de un pobre muchacho, enterrado en el cementerio de Santa Maria della Morte Desolata, iglesia sita en el exterior de la puerta de San Paolo, sede de la confraternidad del mismo nombre.

Cabe señalar, por cierto, que en este periódico siempre hemos estado decididamente en contra de estas tontas instituciones religiosas que abundan especialmente en Roma, y que esperamos que el Reino de Italia consiga erradicarlas definitivamente: estas supersticiones son indignas de una civilización moderna, como hemos declarado repetidamente. No obstante, reconocemos a los cofrades de la Morte Desolata —que por lo que sabemos se visten con ridículas capas y capuchas negras como si fuera el sábado de carnaval, con una calavera con lágrimas bordada sobre el corazón, y que ataviados de esa guisa van mascullando oraciones en sus procesiones— cierta buena voluntad, al dedicarse a ir por los campos a rescatar a muertos abandonados para darles justa sepultura.

Pues bien, los cofrades encontraron un niño: y parece que en el cuerpo presentaba la marca de una doble W, y que había muerto de forma violenta.

Ahora, a la tragedia de esa muerte, realmente «desolada», se añade el preocupante enigma de estas señales, que traen a la mente esa novelucha llamada
El misterio del doctor Bellacuccia
, escrita por Guido Tremolaterra, autor de sensacionalistas crónicas publicadas en
La Capitale
.

Pensará el avezado lector que la Policía debería pedir explicaciones al tal Tremolaterra, pero para añadir misterio al misterio: ¡el escritor parece estar ilocalizable desde ayer…!

* * *

—¿Entonces? ¿Alguna novedad?

El agente de guardia echó una mirada desconfiada al hombre jadeante que había bajado casi de un salto del coche de caballos, con el sombrero torcido y agitando en la mano un periódico enrollado como un bastón.

—¿Alguna novedad o no? Soy el inspector Archibugi.

El guardia empalideció.

—Disculpe, señor inspector. No, ninguna novedad, Guido Tremolaterra no ha vuelto…

Archibugi golpeó el aire con el periódico y miró a su alrededor en busca de un estanco. Las campanas de Sant'Andrea delle Fratte, a menos de cien metros del portal vigilado de la Via della Mercede, iniciaron un repiqueteo tan potente e improvisado que el curioso campanario borrominiano parecía deformarse con cada tañido.

—Pero… —reaccionó el guardia.

—Pero ¿qué? ¿Jugamos a las adivinanzas?

—No, por favor. Decía que, no obstante, hace poco que ha llegado su secretaria, hará tres cuartos de hora… Una mujer entraba en el portal, ¡a esas horas!, y le he preguntado adónde iba, siguiendo sus instrucciones…

El guardia estuvo a punto de llamar al inspector Archibugi, que había entrado como un rayo en el portal, ya que no había acabado su relato, pero decidió que no valía la pena. Ya se enteraría de lo demás por sí mismo, cuando subiera.

* * *

Una impasible mujer de cuarenta años, de mirada adusta y de cabellos salpicados de blanco recogidos en un moño, con un lunar en el pómulo derecho y el mentón afilado, abrió la puerta a un hombre jadeante, con los ojos grises enrojecidos y duros y el sombrero encajado en la cabeza, la mandíbula apretada y la barba mal afeitada.

—¿Le parecen formas…?

—Apártese.

Archibugi entró como un tren en el piso, y obligó a la mujer a hacerse a un lado para no recibir un portazo en la cara. Al principio miró alrededor, como en busca de algún detalle fuera de lugar con respecto a la tarde anterior. Después, sin siquiera quitarse el sombrero, dio un rápido repaso a la casa y, por fin, se plantó en medio del salón, que desde el primer día le había parecido la estancia más interesante de todo el apartamento.

—¿El señor Tremolaterra fuma?

La mujer, con las manos en el regazo, lo miraba rabiosa ante aquella pregunta; no obstante, le apareció en la frente una arruga de estupor. Casi como si la hubieran pillado en una actitud reprobable, borró inmediatamente toda emoción de su rostro y señaló hacia el escritorio, dispuesto, como el de un maestro de colegio, frente a otros cuatro, más pequeños, colocados en dos filas: y una vez más, por un instante, frunció el ceño.

—¿Y bien? —repitió Corrado.

—Quizás en los cajones —dijo ella, sin inflexión alguna en la voz.

Archibugi se dirigió al escritorio indicado, echó un vistazo a las hojas sobre la mesa y después se puso a abrir los cajones.

—¡Pero esto es intolerable! ¿Cómo se…?

—Por favor, señora Ortolani, estese callada. Hay otras cosas que sí son intolerables. ¡Ah, aquí está!

La mujer se acercó a Archibugi, curiosa, pero, en las manos, el inspector no tenía más que un puro toscano entero. Hizo una mueca:

—Está un poco seco; debe de estar aquí desde hace tiempo.

—El señor Tremolaterra suele fumar cigarrillos caros.

—Mejor para mí.

Rompió con las manos el cigarro, se metió una mitad en la boca y la otra en el bolsillo.

—¿Cómo es que ha venido usted esta mañana?

—Yo trabajo aquí.

—Ayer me dijo que en esta «forja de ideas» nunca se empieza antes de las once.

El humo del puro se extendía por el aire, junto a la tensión.

—Tengo llaves. Dado lo extraño de la tensión, he considerado que quizá valiera la pena estar localizable.

—¿Ha recibido noticias de su jefe?

—No. No lo he visto ni he sabido nada de él desde ayer, cuando acabó un episodio de su novela por entregas y me comunicó que se ausentaría durante un tiempo.

—¿Y no le ha dicho dónde estaría?

—Ayer ya le dije que no.

—¿No sabe dónde encontrarlo?

—No.

—¿No tiene amigos, conocidos…?

—Qué pregunta. Pero nunca ha dormido en casa de ninguno de ellos.

—¿Tampoco de ellas?

La mujer se encogió de hombros ante aquella provocación.

—¿El señor Tremolaterra tiene una agenda de direcciones?

Un suspiro.

—Sí, naturalmente.

—Démela.

Mientras la secretaria se alejaba en dirección a una librería, el inspector se puso a mirar los escritorios donde, según acababa de saber, Tremolaterra dictaba al misino tiempo varias historias de su querido Bellacuccia, saltando de una historia a la otra según la inspiración. Sobre una de las mesas había unas figuritas dibujadas en cartón y recortadas, hombres y mujeres con nombre y apellido y, en algunos casos, profesión. El día anterior la propia Adele Ortolani le había explicado que Tremolaterra dibujaba aquellas figuras y las colocaba sobre los escritorios para acordarse de los personajes de las diferentes historias que contaba. Un truco también usado por el célebre Ponson du Terrail, tal como había dicho él mismo con orgullo y veneración, para evitar que el personaje muerto en un episodio apareciera de pronto en otro, vivito y coleando.

En uno de los escritorios había un borrador. Archibugi cogió una hoja y leyó.

—¡Por todos los Santos! —exclamó el inspector Sperelli—. Parece que este hombre ha sido estrangulado para impedirle masticar algo: la laringe está aplastada casi del todo.

El inspector consiguió abrir a duras penas la boca del muerto, a causa de la rigidez cadavérica que le contraía los músculos de la mandíbula en un espasmo. A sus espaldas, el doctor Bellacuccia seguía cada gesto con la máxima atención y el corazón palpitándole: su identidad secreta nunca había estado tan cerca de quedar en evidencia.

—¡Tenía razón yo! —dijo el inspector con un acento triunfante que le heló la sangre al criminal—. Veo un objeto blanco en el fondo de la garganta, un trozo de tela o de papel.

—Espere, déjeme a mí —intervino el doctor Bellacuccia, haciendo un esfuerzo por dominar la voz.

Extrajo de su estuche unas pincitas, las introdujo prudentemente en la boca del cadáver y, poco a poco, extrajo un minúsculo objeto.

—¡Un trozo de papel! —exclamó el inspector cogiéndolo de entre las pinzas, mientras Bellacuccia sudaba frío. ¿Habría cometido un trágico error?

Rápidamente Sperelli alisó el húmedo papel y los dientes le rechinaron de la rabia.

—Desgraciadamente no es más que un residuo. ¡Quién sabe cuánto habrá engullido el pobre infeliz!

Bellacuccia se acercó al policía para ver mejor, conteniendo su nerviosismo: ¡bien podía ser que lo detuvieran al cabo de un minuto, que su peligroso juego quedara truncado en el momento culminante, ahora que su sutil trama de perfidias se había extendido por toda la Ciudad Eterna!

Las únicas palabras inteligibles eran: «Mi… conoce… espero también… Maldición… el que considera…».

El inspector lanzó una imprecación, mientras Bellacuccia recuperaba lentamente la sangre fría. El peligro no había desaparecido del todo, pero, por lo menos, se había alejado.

—¡Doctor Bellacuccia, cuando seccione el cadáver tenga el máximo cuidado con los trocitos de papel que encuentre en el estómago y en el esófago, y tráigamelos inmediatamente, por favor!

—No se preocupe, inspector, pondré la máxima atención. Yo deseo tanto como usted que este maldito asesino caiga y sea condenado —respondió el doctor Bellacuccia, que esbozó una sonrisa inefable en el rostro, mientras, en su alma negra, una vez más se consolidaba su convicción de ser invencible.

—Aquí tiene. Querría un recibo, si no le molesta.

Archibugi apoyó la hoja en la mesa, se metió el cuaderno en el bolsillo y miró a la mujer.

—Usted confunde a policías y ladrones. No se preocupe por la agenda y dígame: ¿cuándo ha sabido del asesinato del niño de la Morte Desolata el señor Tremolaterra?

Adele Ortolani parecía esculpida en mármol: no movió una ceja, ni siquiera ante la noticia del asesinato de un niño. Se quedó mirando a Archibugi como miraría a una mosca en la sopa. No pidió explicaciones. Se limitó a declarar:

—Yo no sé qué sabe y qué no sabe el señor Tremolaterra.

—¿Y usted no ha leído los periódicos esta mañana? ¿No ha oído a los voceadores?

—No.

—¿Así que no sabe que Bellacuccia realmente asola Roma con su trama de perfidias?

—¡Tonterías!

—Pero a las seis y media usted ya estaba aquí, por si la necesitaban. ¿Intuía que pudiera volver Tremolaterra?

—Antes o después tendrá que volver, ¿no cree?

—Y, entonces, ¿por qué está aquí, tan pronto?

—He considerado que era mi deber, como ya le he dicho.

—¿Su deber como secretaria?

—Yo no soy una secretaria, señor inspector —dijo ella, hinchándose como un pavo—. Se lo expliqué ayer.

Pero Archibugi se había puesto a reflexionar por su cuenta, dando vueltas por aquel salón convertido en fábrica de sueños por entregas. Mirando los escritorios con aquellas figuritas estilizadas, se preguntó si Tremolaterra habría dibujado también la silueta del misterioso Doble W. En la nuca sentía la mirada asesina de Adele Ortolani, ángel custodio de aquel apartamento y del señor Tremolaterra.

Se acercó a una pared con unos pequeños cuadros colgados. Dio unas caladas al puro, que efectivamente estaba demasiado seco: le quemaba la lengua.

—¿El señor Tremolaterra no está casado?

—Es viudo.

Un cuadro mostraba una imagen de Roma, quizá desde el Ponte Sisto. Archibugi buscó la firma, pero no la encontró: enseguida le vino a la mente Barrington, pero el estilo era muy diferente. Después dejó vagar la vista por el marco, que tenía extraños signos labrados en las cuatro esquinas.

—¿Hijos?

—Precisamente la mujer murió en el parto, junto a su único hijo.

—¿Y usted?

—No estoy casada y, naturalmente, no tengo hijos.

Archibugi se giró de pronto, miró a la mujer, al otro lado de la sala, y luego se dirigió a la ventana, la abrió y llamó:

—¡Agente! Suba, rápido.

Abrió también la puerta él mismo, a propósito, para darle a entender a la mujer que era él quien mandaba. El agente llegó jadeando, con cierto aire de culpabilidad: enseguida miró a Adele.

—La señora Ortolani te dará el nombre y la dirección de las secretarias que trabajan para Tremolaterra —le explicó, mirando a la mujer—. Inmediatamente después la llevas al Palazzo Braschi, donde firmará una declaración. Después de acompañarla, tú vuelves enseguida aquí. Dale instrucciones al portero para qué tome nota de la hora si reapareciera Tremolaterra. ¿Queda claro?

—Sí, señor inspector.

—No hay nada más… Bueno, sí, una cosa: la Via Capo Le Case está por aquí, ¿no?

—Sí, señor inspector. No hay más que seguir por la Via della Mercede y pasar Sant'Andrea delle Fratte. Está a un paso.

—Fíjate qué coincidencia. Bueno, hasta luego, señora Ortolani.

Archibugi tuvo la impresión de que el agente soltaba un suspiro de alivio, como si no le hubieran pillado en una travesura, pero no le dio importancia: se encogió de hombros y salió. Pero enseguida retrocedió y asomó la oscura frente por la puerta.

—¿Decía? —le desafió.

El agente se puso amarillo.

—Estaba diciendo, querido inspector —subrayó Adele—, que los policías son todos iguales: entran, dan órdenes y ni siquiera se quitan el sombrero. Eso es lo que estaba diciendo.

Aquellas palabras golpearon a Archibugi como una bofetada. Echó una mirada vengativa al agente, muerto de vergüenza, se aclaró la voz e hizo una pregunta tonta, ya que era inútil, y bajó las escaleras a toda prisa sin esperar siquiera la respuesta de Ortolani:

—Un cuarto de hora antes que usted, esta mañana… Otro de los suyos…, mucho más burdo que usted, eso sí. ¿Es posible que ni ustedes mismos sepan lo que hace uno u otro?

Salió y se sumergió en el aire helado, mientras la carcajada de ella aún retumbaba por la caja de las escaleras; se fue con la sensación de que le habían tomado el pelo, de que había perdido el tiempo: precisamente en un momento en el que menos tiempo tenía que perder.

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