* * *
La Via Capo Le Case: donde acababan las casas, porque allí acababa Roma. Más allá, sólo había campos y viñas, aparte de Villa Ludovisi, donde el sol jugaba en el jardín entre un laberinto de cándida escarcha, despertando suavemente a los cipreses, laureles y alerces, albercas, surtidores, urnas, bustos, bajorrelieves, estatuas y edificios. Tendrían que pasar aún unos años para que la villa, con sus senderos flanqueados de árboles, sus laberintos, sus estatuas y su regio casino, acabara demolida. Archibugi detectó de pronto una ráfaga de aire gélido pero perfumado, miró a su derecha, hacia la villa: no podía saber que era el suspiro de un moribundo.
Ahora ya todo estaba tranquilo y silencioso en villa Ludovisi, mientras Archibugi embocaba la Via Capo Le Case pensando en la intromisión de Quadraccia. ¡Porque seguro que había sido él quien se había presentado en el estudio de Tremolaterra!
Se detuvo frente a la pollería Fabio y Armida Petrocchi y se masajeó la pierna dolorida (con las prisas se había olvidado incluso del bastón). Miraba a una mujer pequeña y regordeta que, con mirada hosca, traía al local una caja de la que sobresalían cabezas de pollo que se balanceaban con el trajín. Junto a la puerta había otras cajas similares.
La mujer, quizás Armida, volvió a salir, cogió otra caja y miró a Archibugi con unos ojos verdes y duros.
—Hoy llevamos retraso. Pase dentro de un rato —gruñó, y desapareció en la tienda.
Pasó un cabrero con su pequeño rebaño en dirección a la Piazza San Silvestro, donde vendería la leche recién ordeñada a los niños que se dirigían al colegio.
Archibugi se acercó al escaparate y en el interior de la tienda vio un par de balanzas, un mostrador de mármol, ganchos de los que colgaban gallinas por las patas, cestos de huevos y, en las paredes, curiosas composiciones de plumas de colores. Entró, observó a derecha e izquierda ante la mirada de fastidio de la mujer, y vio la velita de la que le había hablado De Matteis. Se acercó y leyó la estampa que había sobre una cajita de madera para las ofrendas: «Para una pobre alma inocente, hallada por los cofrades de la Morte Desolata el 24 de octubre de 1875». Metió una moneda en la ranura.
Armida daba golpes secos con un cuchillo sobre una tabla: con cada golpe decapitaba un pollo. Tenía el rostro duro de quien sabe que la vida no es un paseo y que, en cualquier caso, nunca se lleva el calzado adecuado.
—Ya le he dicho que…
—Soy inspector de Seguridad Pública —dijo Archibugi, que ya se esperaba la respuesta de Armida.
Ésta levantó inmediatamente el tono de voz, estridente de por sí.
—¡Lo que nos faltaba! Pero ¿no les basta con haberse llevado a mi marido y haberme dejado tirada, con la tienda a mi cargo? ¿Qué más quieren? ¡Malditos sean, maldito mi marido y esos pordioseros de cofrades de mis…!
Archibugi salió unos minutos más tarde con un huevo en la mano, que se bebió por el camino, ya que no había siquiera tocado la leche caliente y el pan duro que le había traído Pasquina. Meditó sobre la sumaria descripción del colega que se había llevado a Petrocchi antes siquiera de que pudiera poner en marcha el negocio: «Un muerto de hambre con la nariz torcida y un chirlo en la cara, ¡seguro que merecido!, y unos modales…, estaba por plantarle el cuchillo carnicero en la frente…».
Quadraccia se estaba convirtiendo en un buen problema.
Archibugi llegó al Palazzo Braschi con los gritos de los voceadores metidos en el tímpano: el terrible doctor Bellacuccia asolaba realmente Roma, como en una de las ilustraciones de la novela; sólo faltaban las madres tirándose de los cabellos. La noticia de que había muerto un niño pasaba casi a segundo plano, frente al hecho de que un loco creado por la pluma del «celebérrimo Tremolaterra» fuera el asesino. Y en el coche que le llevaba a comisaría, mientras leía el
Eco de Roma
, se dio cuenta de que no era la única noticia que había quedado relegada.
De lejos vio a Panicacci saliendo del portal del Palazzo Braschi a paso ligero, con aire de preocupación. A su lado, dos personas: una era un perfecto desconocido, pero el otro era un señor peripuesto de unos treinta y cinco años, con largas patillas y una ostentosa perilla, que miraba a su alrededor como para asegurarse de que todos lo reconocieran, y que efectivamente Corrado conocía de vista. La mirada del hombre se cruzó con la de Archibugi, interrumpió por un momento lo que estaba diciendo al superintendente, inclinó ligeramente la cabeza, como para saludar, y los tres se alejaron.
Corrado se mordió el labio mientras reflexionaba: Enrico Mezzasalma, director del
Eco de Roma
. No hacía falta ser un lince para entender lo que había pasado: parecía que se dirigían al tribunal, a unos cientos de metros. El juez Tosetti quería saber cómo era que sólo Mezzasalma o sus colaboradores se habían enterado del asunto de la Morte Desolata.
También Corrado habría querido saberlo.
Entró en el edificio y, en las escaleras, se encontró a Terenzio Sabbatini, que bajaba rápidamente con su traje de señoritingo.
—Ah, Terenzio, ¿qué hay?
El inspector Sabbatini iba con la cabeza pegada al pecho y la mirada gacha, actitud bastante inhabitual en un hombre de mirada al menos tan brillante como sus zapatos; por no hablar del hecho de que estuviera en el trabajo a una hora tan normal para otros, pero tan rara para él.
—El jefe, que está furibundo, va arriba y abajo como la loba del Campidoglio —masculló—. ¿Has leído los periódicos?
Por toda respuesta, Archibugi le mostró el diario que llevaba en el bolsillo del abrigo.
—Entonces ya habrás visto por dónde van los tiros. Ahora discúlpame; tengo prisa.
Sabbatini estaba a punto de seguir bajando cuando una duda le invadió. Le puso una mano en el hombro a Archibugi, hizo ademán de hablar, sacudió la cabeza y se limitó a decir:
—No, nada… Si acaso luego te cuento algo. Hasta luego.
Los ligeros botines siguieron repiqueteando escaleras abajo y un instante después el inspector desaparecía por el portal, dejando tras él a un Corrado perplejo y un rastro de loción de categoría.
—¡Corrado!
Archibugi levantó la vista: el rostro barbudo de Scialoja lo miraba desde lo alto de las escaleras.
—Buenos días, Oreste. ¿Cómo…?
Scialoja lo cogió por debajo del brazo y lo escoltó a paso rápido hacia el pasillo que daba a los despachos de la Presidencia del Gobierno. Ujieres y empleados los miraron con cara de pocos amigos: la cohabitación entre aquellos altos funcionarios ministeriales y el pequeño núcleo de la comisaría era más bien difícil. Por el parqué desfilaba una sucesión de zapatos elegantes. Pliegos y dosieres viajaban de un despacho a otro como platos de alta cocina transportados por altivos camareros.
—Pero ¿qué hacemos aquí? —preguntó Archibugi susurrando.
—Pregúntaselo al Homilías.
—¿Quadraccia?
—No levantes la voz. Buenos días, señor secretario… El Homilías ha tomado declaración a Petrocchi, esta mañana…
—¡Lo sé muy bien! Nunca me había puesto en un compromiso así. Y ayer me había dicho que no me preocupara, que no se entrometería.
—… y ahora lo está interrogando.
—Me lo imaginaba —dijo entre dientes Corrado, lívido.
—Eso no es todo. Me ha dicho que te espere en la puerta y que te traiga con él, pero no contábamos con que pasaría el jefe. Que por cierto está al borde del infarto. Acaba de salir, con el director…
—Sí, ya lo sé. —Archibugi se detuvo y se quedó mirando fijamente a Scialoja—. ¿Llevarme con él? ¿Qué quiere decir?
—Venga, vamos, cuando menos llamemos la atención, mejor. Lo has entendido perfectamente. Quadraccia está interrogando a Petrocchi, sólo que ha querido hacerlo sin que le molesten… Ya sabes cómo es.
—¿Y lo está interrogando… en los despachos de la Presidencia del Gobierno?
Archibugi siguió a Scialoja hasta un lugar tranquilo de aquellas dependencias, la última planta, que tenía unos frescos en el techo.
—Esa puerta da a un despacho en fase de rehabilitación… No sé para qué servirá, seguro que es algo muy delicado. Las paredes están acolchadas. Quadraccia lo descubrió, no sé cómo, y desde entonces lo usa de vez en cuando para sus interrogatorios…
Scialoja estaba a punto de llamar a la puerta cuando Archibugi lo detuvo.
—Espera, Oreste, tenemos un trabajo de narices por delante, pero es importante y urgente… Tremolaterra aún no ha dado señales de vida, he…, hemos ido allí esta mañana. Había una secretaria, una especie de gallina clueca malcarada, ya a las seis y media. Eso es muy raro: debe de saber o temerse algo, ya lo veremos. Pero sobre todo hay que encontrar a ese desgraciado. Ésta es la agenda de direcciones de Tremolaterra. Mira si hay algún sitio donde pueda haberse escondido… Después, pide en las sucursales que comprueben si hay en algún hotel alguien que corresponda con la descripción de Tremolaterra… A propósito, ¿lo conoces personalmente?
—Lo conozco, sí. Solía presentarse en comisaría, antes de dedicarse a la literatura, en busca de alguna crónica sensacionalista.
—Bueno. Pues entonces obtén una descripción y veamos si ayer se metió en algún hotel. A ver si conseguimos descubrir algo antes de que acabe el día. Habría querido hablar con esos señores del
Eco de Roma
, pero el asunto está en manos de Panicacci y Tosetti.
—De todos modos, ésos no abren la boca.
—Lo sé bien —dijo Archibugi, que emitió un suspiro y luego se despidió con una sonrisa.
Apoyó la mano en la manilla de la puerta.
—Corra…
Archibugi se giró hacia Scialoja, que parecía violento.
—Lucrezia te envía saludos. Ayer no diste señales de vida…
Corrado sintió un arranque de afecto por aquel hombre, padre huraño y buen amigo. Un hombre dividido, un hombre bueno que de pronto se encontraba con que no sabía cómo repartir la bondad que llevaba en su interior.
—Acabé tarde de trabajar… Panicacci quiso que le ayudara a escribir un informe para el juez; ya sabes cómo es cuando trata con los tribunales.
Se miraron un momento, sin decirse nada. Al final, Scialoja apoyó una mano sobre el brazo de Archibugi y se lo apretó.
—Yo me voy. No te despistes con el Homilías.
* * *
Contra el acolchado de color burdeos de la habitación aparecieron, de pie, uno frente al otro, Petrocchi y Quadraccia. La habitación estaba vacía, a excepción de los dos hombres, y en un rincón había una simple mesa y dos sillas de respaldo alto y aspecto antiguo, recuperadas quizá de algún almacén.
Fabio Petrocchi era un hombretón alto con el estómago prominente, una gran barba oscura y los cabellos desaliñados: y no obstante, allí de pie, con la frente sudada y los hombros contra el acolchado, en mangas de camisa y con los ojos desorbitados mirando hacia Archibugi, parecía un condenado a fusilamiento viendo llegar en el último momento a un mensajero con la orden de absolución.
Archibugi escrutó a Petrocchi sin decir nada, entró y cerró la puerta a sus espaldas. El pollero volvió a suspirar: su última esperanza se había esfumado.
—¿Se ha caído de la cama esta mañana, Quadraccia?
El inspector estaba de pie, con aire tranquilo. Hacía girar alrededor del dedo un cordón que llevaba atado a la barriga y que acababa en un manojo de llaves. La masa de hierro giraba a gran velocidad, y su silbido hacía de contrapunto al tenso jadeo de Petrocchi.
—A quien madruga Dios le ayuda, querido inspector Archibugi.
Archibugi tenía la mirada fija en aquel manojo de llaves. Conocía las costumbres del inspector Quadraccia: no era la primera vez que, en pleno interrogatorio, aquella masa de hierro salía disparada hacia el rostro del interrogado, con efectos devastadores. Quadraccia normalmente sabía a quién debía y no debía aplicar el «método de la llave», como lo definía él, siempre con una sonrisa; en su mayoría, a chulos de barrio o navajeros de profesión. Gente que nunca lo denunciaría, que en todo caso podría esperarle en un callejón oscuro; y alguien debía de haberlo hecho, dada la fractura de la nariz y la cicatriz sobre el rostro del inspector. Pero el método era eficaz incluso como simple amenaza. ¿Se habrían acercado ya peligrosamente las llaves al rostro de Petrocchi? ¿Por eso utilizaba el Homilías aquella cámara acolchada en plenas dependencias de la Presidencia del Gobierno?
¿Y para qué le servía aquel lugar tan aislado y silencioso?
—¡Yo soy inocente! ¿Por qué me tratan así? ¿Qué he hecho? Mi mujer…
Era un espectáculo lamentable, oír a aquel hombre de aspecto fuerte, poderoso, a punto de estallar en lágrimas. Archibugi se acercó a Quadraccia.
—¿Qué dice? —le preguntó, sin dignarse a mirar a Petrocchi.
¡Llegados a aquel punto, más valía seguir así!
—No le he preguntado nada. Lo he cogido y lo he traído aquí. Ya te lo he dicho, ¿no? No quería estorbarte.
—Y, entonces, ¿por qué se declara inocente? ¿Inocente de qué? —prosiguió, dirigiéndose en todo momento a Quadraccia.
—¡Eh, no, perdonen! Vienen a buscarme a la tienda de madrugada, me meten aquí… Y mi mujer, pobrecilla…
A Archibugi le vino a la mente la imagen de aquel brazo que lanzaba el cuchillo carnicero contra los pollos con la fuerza de un verdugo: «pobrecilla» no era el adjetivo más indicado.
—No se preocupe por su mujer —intervino, sacando el otro medio toscano requisado en el estudio de Tremolaterra—. ¿Ha leído los periódicos?
—Perdone, no es por ofender, pero yo por la mañana trabajo.
—Pero Bellacuccia lo lee, ¿no? Es más, lo devora.
Los ojos redondos de Petrocchi miraron a los dos inspectores que, como si ejecutaran una figura de danza, se alejaban el uno del otro, acercándose al pollero en un movimiento de tenaza, mientras el cordón tenso, seguía cortando el aire.
—¿Usted conoce a Guido Tremolaterra? Personalmente, quiero decir.
—Sí, lo conozco, claro. Vive cerca de nosotros, en la Via delle Mercede…
—¿Es amigo suyo?
—Es un cliente, como tantos. Oiga, ¿puede decirle por favor a este señor que vaya con cuidado con esas llaves?
—No se preocupe, es sólo un pasatiempo, como el puro en mi caso. Usted ha declarado que vio señales sobre el cuerpo de aquel niño…
Petrocchi se acercó a Archibugi en busca de protección, sin dejar de mirar con el rabillo del ojo el torbellino que creaban las llaves.