El viejo sacó de debajo de la almohada un gorrito de noche y se lo caló hasta los ojos, mientras Quadraccia reflexionaba. Un secreto en Ripetta… Demasiado lejos del lugar donde apareció como para que la mataran allí, pero el único modo de llegar hasta el asesino era descubrir cómo vivía Lorenza. Un secreto en Ripetta. Los miércoles. Quadraccia se llevó un dedo a la nariz, reflexionando.
Podía hacer dos cosas: la primera, pedir información por los alrededores de aquel tugurio en el que vivían; pero si Lorenza se mostraba tan poco comunicativa con su compañero de piso, era probable que lo fuera con todos; la segunda, pedir información por Ripetta y seguir el rastro de la mujer como si fuera un caracol, hasta llegar a su secreto. Decidió que optaría por lo segundo.
—Una cosa más.
Al fin y al cabo, aquel viejo sólo le había revelado que su compañera de piso había desaparecido el mismo día en que probablemente habían matado y arrojado al río a la «vejiga», cuya descripción correspondía más o menos… Pero podía ser una simple coincidencia; quedaba bien poco que reconocer en el cadáver. Con una sonrisa, Quadraccia decidió que le mostraría las fotografías al hombrecillo. Quizá podría reconocer los trapos. Se sacó del bolsillo el sobre amarillo, regodeándose por adelantado ante la impresión de infarto que le daría al Pulga.
—Quiero que veas estas fotografías…
La impresión de infarto se la llevó Onorato Quadraccia.
El viejo se irguió y señaló con ojos como platos el sobre amarillo, como si fuera un cadáver que se levantara de la tumba para condenar a su asesino.
—¡Ah, pero entonces lo sabían!
Quadraccia frunció el ceño, mirando el índice del viejo y luego el sobre amarillo.
—¿Saber qué, viejo idiota?
—Pero… el sobre, ¿no? Es como los que tenía ella.
Quadraccia hizo una mueca de hastío y le dio una patada tan violenta al catre que el viejo cayó por el suelo con un grito. De la maraña de sábanas y mantas salió una peste que le penetró al inspector hasta la garganta.
—Bueno, atontado, ¿a qué jugamos? ¿A las adivinanzas? ¿Qué es eso de los sobres? ¡Ten —le echó el sobre al regazo—, mírala bien y habla!
El viejo volvió a sentarse en la cama con cierto esfuerzo. Examinó el sobre que sostenía con manos temblorosas y luego volvió a mirar con ojos alarmados al inspector, que se cernía sobre él.
—Pero ¿qué he hecho yo, excelencia? ¿Qué he dicho? ¡Espere, espere! ¡Qué maneras! Decía que Lorenza a veces salía con sobres como éste… Yo la he visto varias veces sacárselos de debajo del jergón, antes de salir, y esconderlos entre todos los trapos que se ponía encima; parecía una cebolla…
Quadraccia se lanzó inmediatamente hacia el catre de Lorenza, pero el viejo lo detuvo.
—¡Espere, excelencia! No hace falta que mire; ahí abajo no hay nada, ya he mirado yo… Cuando Lorenza tenía sobres de esos en la cama, se sabía enseguida, porque no se movía de allí, los empollaba como una clueca. Los traía vete tú a saber de dónde, se los sacaba de debajo de la ropa y los metía bajo la cama. Después volvía a llevárselos. No es que quisiera escondérselo, es que no me acordaba… Luego, cuando usted ha sacado éste…
—¿Eran sobres amarillos como éste?
—Sí, así es. ¿Qué hay dentro?
—Espera a abrirlo y verás. Pero antes dime: la última vez que Lorenza salió de casa, el día en que ya no volvió, ¿no llevaría por casualidad alguno de esos sobres?
—Sí, me acuerdo muy bien, ahora que lo pregunta. En un primer momento…
—Iba a Ripetta los miércoles. ¿No volvería también los miércoles con esos sobres escondidos bajo la ropa?
—Espere. Veamos… Ahora no me acuerdo si era todos los miércoles o sólo los miércoles, pero me parece que… Tengo una cabeza, excelencia, yo creo que depende del pipí, por eso lo miro bien antes de tirarlo… ¡Y qué maneras, espere! Sí, en fin, podría ser como usted dice…
—¿Y cómo digo yo? —repitió Quadraccia, que no necesitaba estudiar el orinal del viejo para saber que tenía la cabeza en las nubes.
—Bueno, que esos sobres, la pobre Lorenza los traía de algún lugar de Ripetta, los miércoles…
Quadraccia se pasó el índice por la cicatriz un buen rato, con la mirada perdida. Por fin dijo:
—Ahora sí, abre el sobre.
—¿Qué haces, viejo? ¿Le calientas la silla al inspector Archibugi?
Quadraccia había vuelto a la oficina y había visto a Scialoja sentado en el despacho de Corrado, mesándose la barba con aspecto pensativo, enfundado en su abrigo y con el sombrero puesto.
—Al menos podías encender la estufa —prosiguió Quadraccia.
Renunció a quitarse las prendas húmedas y encendió la lámpara de petróleo de su escritorio: con la luz, aparecieron sobre la mesa unas cuantas medias lunas blanquecinas, las uñas que el inspector se igualaba con la navaja en los momentos de aburrimiento. Después sacó del cajón una botella de vino y un vaso de taberna, probablemente propiedad del Pepp'er Tosto.
—¿Quieres un dedo?
—No, ahora me voy a casa. ¿Ya sabes que Panicacci te está buscando?
—No.
Quadraccia se sirvió el vino y le dio un largo trago; luego se pasó la manga del abrigo por la boca. El cristal de la ventana estaba surcado por la lluvia.
—Bueno, eso está mejor. Y además, hoy me lo he ganado. ¿Y por qué dices que me busca?
Scialoja sonrió.
—A lo mejor porque te lo has ganado.
—¿Y él qué sabe? Si todo va como creo, quizá mañana mismo atrape al que ha matado a la vieja. Se trata de patearse la zona de Ripetta. —Entrecerró los ojos y se quedó mirando a Scialoja—. Pero, obviamente, a Panicacci mi «vejiga» no le importa un bledo. ¿Así pues?
—El niño de la Morte Desolata.
—No me digas que los
carabinieri
han conseguido atrapar…
—Lo han conseguido, sí. Un vagabundo, una especie de animal. Aún no han entendido cómo se llama, sin duda acabará en el manicomio de Santa Maria della Pietà; ni siquiera se sabe si el niño era hijo suyo o sólo un compañero de desgracias…
Quadraccia sacudió la cabeza y esbozó una sonrisa. Se dio cuenta de que con los dedos estaba dando vueltas al anillo en el bolsillo del chaleco, retiró la mano y miró a Scialoja como para asegurarse de que el delegado no hubiera intuido algo. Pero el otro seguía explicando.
—… No se entiende cómo ha sucedido. Quizás este desgraciado haya querido aprovecharse de él una vez más, se hayan peleado y el niño se haya golpeado la cabeza. O a lo mejor ha sido él mismo el que le ha dado una pedrada, quién sabe, ese tipo habla a trompicones, confunde los días… Sin embargo, una cosa sí que la ha dicho, yo estaba presente y te digo que es verdad: que lo echa de menos, al niño, quiero decir, y que después de huir ha vuelto allí abajo, a aquella zona, como para sentirlo cerca. Decía que no podía moverse de allí, como si estuviera encadenado. Ni siquiera él sabe por qué.
—Nadie lo sabe, casi nunca.
Scialoja fijó la mirada por un momento en Quadraccia, que, tras emitir aquella sentencia, bebía un nuevo trago de vino. Después siguió con su exposición.
—¿Sabes qué se le ha ocurrido al toscano? Ahora está hablando con cinco o seis periodistas. En su despacho. Los ha hecho subir; ellos están siempre aquí abajo tocando las narices, y él les está informando, o eso ha dicho. Una reunión con periodistas.
—Primero se inventa la reunión semanal con los inspectores, luego con los periodistas… Vete con cuidado; dentro de poco os tocará a los delegados. Así pues, ¿cómo está el asunto Doble W? Por lo que dices, ese tipo ni siquiera sabe qué es una W.
—Por una parte se simplifica; por la otra, se enreda. Tremolaterra sigue desaparecido; en cambio hemos encontrado su ropa.
—Entonces dentro de poco le encontraremos a él también. Tieso.
—Sí, pero eso no creo que se lo diga Panicacci a los periodistas. Lo que sí les está diciendo es que Tremolaterra había convencido al pollero de que se inventara la patraña de la doble W marcada en el cuerpo del niño. Le había convencido de que nadie sabría nunca que no era verdad, al haber pasado tanto tiempo desde la muerte. Bellacuccia habría obtenido una gran publicidad, sobre todo porque el periodista pensaba desaparecer unos días, para evitar preguntas incómodas y aumentar la curiosidad. Cuanta más publicidad, más ingresos: y parece ser que Tremolaterra los necesitaba; tenía la costumbre de gastar más de lo que tenía. Y a Patrocchi un dinerito extra tampoco le iría mal. Así que, sin decírselo a la arpía de la mujer (lo habrá repetido doscientas veces; ¡no se entiende qué es lo que tendrá ese hombre en la sesera!), se deja engatusar por Tremolaterra. Se inventan una doble W sobre el cuerpo de un niño muerto a manos de un energúmeno, y creen que les lloverá el dinero sin ningún problema porque, al fin y al cabo, ¿cómo se demuestra una cosa así? Y en todo caso, ¿qué es lo que han hecho? Sólo dejar volar la fantasía, ellos no tienen nada que ver con la muerte del pobre niño. Pero Petrocchi es medio tonto: un buen interrogatorio en tu salita insonorizada, una noche al baño María…
—Enseguida me di cuenta de que era un calzonazos.
Scialoja se levantó con un gruñido y se dirigió a la puerta.
—En fin, que casi todo queda claro. Pero, entonces, ¿dónde está Tremolaterra?
—Alguien lo habrá mondado como una mandarina. Se trata sólo de ir a ver dónde ha escupido las semillas: la piel ya la tenemos.
—Desde luego eres un poeta, Homilías. Bueno, yo me voy a casa.
—Espera. Sólo por curiosidad: ¿quién se lo ha dicho, a Tremolaterra, lo de la doble W? ¿Cómo es que conocía la historia? Ese bocazas de Sabbatini, supongo.
—Qué va, pobre Sabbatini. Ahora vaga por el segundo piso como un alma en pena; espera que Panicacci lo readmita. No, Sabbatini no tiene nada que ver. En cierto modo, a Tremolaterra la historia se la contó Barrington, el inglés. En cierto modo. —Se detuvo por un momento y luego prosiguió, con expresión de fastidio—: Parece ser que eso lo ha descubierto De Matteis. Ahora él y Corrado van de camino a casa de Barrington.
Quadraccia miró al delegado de arriba abajo, con un ojo entrecerrado, como si estudiara la calidad de una piedra preciosa.
—¿Qué pasa, viejo? ¿Ahora también tienes celos de De Matteis?
—Cuidadito, Homilías —le advirtió Scialoja sin abrir apenas la boca.
—Diantres, primero tienes celos de Corrado, que se compromete con tu hija, luego tienes celos de De Matteis, que le da en parte la solución del problema a Corrado… Lo próximo será que tengas celos de mí, si me llevo una palmadita en el hombro del jefe… Venga, no te cabrees, que hoy vengo contento.
Scialoja estaba encendido. Aquello podía aguantárselo a su mujer y a su hija, pero desde luego no a Quadraccia. Sobre todo, no soportaba que sus emociones estuvieran tan a la vista, tan claras. Y no obstante, la extraña ligereza en la actitud del inspector, absolutamente inédita, hizo que su rabia se desvaneciera. De modo que, cuando puso la mano sobre el pomo de la puerta, su ira se había convertido en simple irritación.
—¿Y qué te pasa para estar tan contento?
—Nadie lo sabe, viejo —dijo Quadraccia, y añadió—: Casi nunca.
—¡Espera, mamá, ya lo hago yo!
Lucrezia cogió la olla y el cazo de manos de la señora Cleofe, que se sentó a la mesa, entre Oreste y Corrado, repasando a ambos hombres con una mirada escrutadora que la dejó tranquila. Sobre todo cuando vio que se relajaba el ceño de Scialoja, satisfecho porque le había servido a él primero.
El aroma de la sopa llenó el salón, al igual que la charla.
—Te veo contento, Corrado —dijo Cleofe—. ¿Es que la investigación va por buen camino?
—Estoy contento, pero no por la investigación. —Oreste estudiaba con atención la sopa de su cuchara: sabía que, si levantaba la vista, se encontraría con la habitual mirada empalagosa entre Corrado y su hija, y no quería que se le atravesara la cena—. Hacía dos días que no tenía un momento para pasar por aquí, a ver a la que es casi mi familia, si me permiten. Y además, la pasta con brécol y caldo de raya es mi plato romano preferido. Nunca lo había comido en otra parte.
—¿Y dónde ibas a encontrar «en otra parte» el brécol romanesco? —dijo Scialoja, sorbiendo ruidosamente una cucharada de sopa—. Curiosamente, Quadraccia hoy se ha puesto filósofo y me ha dicho que nadie sabe nunca por qué está contento. Eso ha dicho.
—Sin embargo, Corrado sí lo sabe —protestó Lucrezia.
—Sí, por la raya —proclamó Scialoja.
Lucrezia hizo ademán de abrir la boca, pero la señora Cleofe se le adelantó.
—¿Y el inglés? ¿No ibas hoy a ver a ese inglés misterioso?
Corrado habría querido darle un abrazo.
—Arthur Barrington —dijo al vuelo—. He ido esta tarde. Pensábamos que así descubriríamos por fin de dónde venía todo el asunto del tal Doble W… Quiero decir, que tanto en la novela de Bellacuccia como en la mente de Barrington…
—¿Y lo habéis descubierto? —preguntó Scialoja, haciendo hincapié en el «habéis».
Pero sólo por incordiar, no porque estuviera realmente enfadado. Al menos, eso esperaba Archibugi.
El que lo había descubierto había sido De Matteis, aparentemente tan ingenuo. Cuando le contó a Archibugi lo que se le había ocurrido al escrutar mentalmente las vitrinas polvorientas de la imprenta de Campo de´ Fiori, el inspector casi se dio de bofetadas por no haberlo pensado él. Pero, en realidad, en aquel momento, Corrado estaba buscando en otra dirección: le interesaba el contenido de la novela, no la publicidad que le habían hecho.
* * *
—¡Santo Cielo, otra vez!
El posadero estaba esparciendo serrín por el pasillo de entrada a Il Tre Re y miró mal a los dos policías que iban mojándolo todo. En el hogar del comedor ardía un gran fuego. La Via dell'Arco di San Marco, que de por sí solía encontrarse en una penumbra perenne, tan estrecha, flanqueada de edificios y atravesada por el arco en cuestión, se había convertido en un callejón tenebroso, negro como el interior de un ataúd.
—No serán muchas más —se disculpó Archibugi.
—¡Esperemos! ¡Si esto sigue así, yo al inglés lo echo!
—¿Por qué? ¿Qué hace? —preguntó De Matteis.
—¡Porque trae mala suerte, eso es lo que hace! Siempre encerrado con llave, siempre moviendo muebles, grita en sueños… Y cuando baja a comer, parece la muerte en vacaciones. Yo gano dinero, pero no puedo mantener un buen cliente y perder a todos los demás, ¿qué dicen ustedes? Y además, basta que un hotel adquiera mala fama, y ya puede cerrar: y entonces, no me queda más que mirarme el culo en el espejo.