Los pasos se interrumpieron de golpe. Alguien llamó a la puerta.
—¿Y quiénes son los espías en esta historia? ¿Quién es el Papa? —susurró Archibugi.
Quadraccia se encogió de hombros.
—Yo me dedico a vejigas y chulos, inspector. Y es por algo. Puestos a tratar con la mierda, prefiero la que no disfrazan de chocolate. Y ahora abre, que han llamado.
—Adelante —dijo Corrado, malhumorado.
Un agente se asomó y saludó con un taconazo. Quadraccia se escabulló por la puerta y se alejó en busca de su asesino, despreocupándose por completo de las noticias que pudiera traer el agente.
—¿Y bien? —espetó Corrado.
Mientras con el rabillo del ojo seguía a aquel viejo espantapájaros que se dirigía hacia la escalera, sin dejar de pensar en la «puerta de atrás», no en la del Vaticano, sino en la del Ministerio del Interior.
El joven, con la cara marcada por el acné, le dio a Corrado una tarjeta de presentación.
—Hace poco se ha presentado en la entrada un empleado de este señor, inspector, el señor que dice aquí… Ha dicho, el empleado, que el señor le esperaba cuando usted tuviera ocasión.
—¿A mí?
—Ha explicado, el empleado, que el señor le había ordenado que le hiciera llegar la invitación al oficial al cargo del caso de la muerte de Tremolaterra. Es decir, usted, inspector…
Corrado Archibugi se quedó inmóvil en la puerta mientras el agente se alejaba. En la mente le giraban como un remolino todos los hilos de aquel asunto, como si con aquel movimiento continuo esperara que acabaran entretejiéndose. En la mano daba vueltas a la tarjeta de visita de un notario.
Un notario que solicitaba hablar «cuando tuviera ocasión» con el oficial de Seguridad Pública al cargo del caso de la muerte de Tremolaterra.
Un minuto más tarde bajaba a paso ligero por las escaleras del Palazzo Braschi, sintiendo a cada paso un pinchazo, aunque no hacía caso, preocupado como estaba por entretejer los hilos. Se cruzó con Scialoja nada más salir del portal y, escuetamente, le ordenó que se fuera en busca del médico del San Giacomo y que se las arreglara para conseguir el informe, aunque fuera preliminar, aquel mismo día.
—Pero ¿qué son estas prisas? ¿Dónde vas?
Archibugi lo miró, casi malhumorado.
—¿Tú conoces la historia de la
porta de reto
?
—Pero ¿de qué hablas? ¿De la puertecita del Vaticano…?
—Exacto. Sólo que la que yo digo no está en el Vaticano. Así que, Oreste, cuanto menos sepas, mejor. Así no podrás responder a según qué preguntas y te evitarás encontrarte en situaciones embarazosas. Ahora me voy, luego te cuento. Tú consigue ese informe. ¡Es importante!
¿Por qué precisamente en miércoles? Y, sobre todo, ¿por qué sólo el miércoles? Lorenza arrastra sus trapos y su bastón desde la Piazza del Popolo por Ripetta hasta algún lugar. Los miércoles. ¿Por qué?
Quadraccia recorría el Corso en el mismo ómnibus que tomaba Lorenza, un carricoche tirado por caballos atormentados por las costras y con las crines enredadas como la barba de un mendigo.
¿Qué narices habría en aquellos sobres amarillos que custodiaba con tanto celo? ¿Sacaría de aquellos sobres el dinero que le pasaba al viejo Pulga para pagar el alquiler?
Onorato Quadraccia había partido de la idea de que aquellos sobres pudieran contener estampas fotográficas. Las fotografías se podían vender. Pero no era más que una idea, una hipótesis de trabajo. Aquella idea le permitía hacer preguntas a los fotógrafos de la zona de Ripetta, y aunque en aquella zona había muchos, siempre era mejor que ir dando vueltas en busca de una vieja mendiga, preguntando a porteros, comerciantes, polis y barrenderos.
Dado que Lorenza tomaba aquel ómnibus, Quadraccia había decidido tomarlo también él, aunque sólo fuera para preguntarle por ella al vendedor de billetes, que estaba más ocupado soltando coscorrones con la bolsa de la recaudación en la cabeza a los mocosos que se colgaban de los estribos que distribuyendo billetes.
El vendedor de billetes no recordaba a ninguna Lorenza. De mendigos y pedigüeños Roma está llena, y por tanto también el ómnibus, dijo señalando a la multitud. Después se giró de golpe hacia la ventana sin cristales y asestó un golpe violento con la bolsa que le dio en la cabeza a un chaval, que lanzó un grito, soltó su presa, rodó por la calzada del Corso, se levantó de golpe, buscó a su alrededor como un obseso, recogió una piedra y la lanzó con rabia contra el ómnibus; se oyó un golpe sordo en el techo y los pasajeros protestaron con algún gruñido que otro. Si aquella piedra se hubiera colado en el interior, sin duda le habría abierto la cabeza a alguien. Pero Roma también estaba acostumbrada a las pedradas. Roma estaba acostumbrada a todo.
Quadraccia estuvo pensativo a lo largo de todo el trayecto, zarandeado de aquí para allá, aplastado entre criadas que habían llenado el capazo en Campo de´ Fiori y obreros que aquel día se habían quedado sin jornal y tenían la mirada perdida en el paisaje urbano. Quadraccia miraba la calle que iba quedando tras él, sin verla, mientras el conductor hacía sonar la campanilla para pedir paso o detenía de golpe a los caballos, maldiciendo a una patrulla de
bersaglieri
que pateaba la calzada a paso de marcha, e imaginaba a Lorenza haciendo el mismo recorrido, cada miércoles, en dirección a un lugar desconocido; pensaba en los sobres amarillos que guardaba bajo el catre; y se reía al recordar el cadáver hinchado que alguien había intentado que se tragara el Tíber.
Bajó en la Santissima Trinità, donde el Corso cruza con la Via de´ Condotti, evitando por un pelo la meada de un mulo que pasaba por ahí. Respiró a pleno pulmón el aire tibio y húmedo de lluvia, limpio en comparación con el hedor a establo y a vestidos impregnados de humores corporales que emanaba del ómnibus, y echó una mirada desganada al lugar.
Algunas señoras vestidas a la moda aprovechaban la tregua ofrecida por la lluvia para dar su habitual paseo, acompañadas de amigas o seguidas por sus criadas, y unos señores elegantes las miraban de refilón y, a veces, se acercaban a las pueblerinas que vendían flores para ofrecerles a las señoras un regalo improvisado. Los escaparates de las tiendas presentaban las últimas novedades de la moda inglesa y francesa, muebles antiguos y biombos chinos recién importados, y numerosos turistas cerraban sus guías Baedeker para dedicarse al estudio de aquellas bellezas: «
Très joli
», «
Very fine
». Se oían voces españolas, guturales voces nórdicas, el grito ronco de una frutera ambulante.
Entre aquel punto y la Piazza del Popolo se encontraba la mayor concentración de talleres y laboratorios fotográficos de Roma, y quizá del Reino de Italia. Todo había empezado a mediados de siglo, cuando entre el Antico Caffè Greco y la Trattoria del Lepre, ambos establecimientos sitos en la misma Via de´ Condotti, se había ido formando un pequeño círculo de apasionados que había tomado el nombre de Scuola Romana di Fotografia, y que había acabado desarrollando una floreciente actividad comercial. Quadraccia había conocido personalmente a uno de los miembros del círculo, el francés Flacheron, que había sufrido el robo de varios aparatos que habían acabado misteriosamente en la tienducha de un usurero.
Flacheron había querido hacerle un retrato al inspector Quadraccia, «Un rostro tan particular, tan vivo, profundo, ¡en sus ojos podría retratar todas las sombras de esta ciudad!», pero él no había resistido mantener la pose más de tres minutos. No obstante, se había sacado del bolsillo el daguerrotipo de Patrizia, que en aquel tiempo aún llevaba consigo (ella ya se había ido), y se lo había enseñado; y mientras miraba la línea recta que llevaba a Trinità dei Monti se preguntó, una vez más, por qué había sido tan imbécil. Por otra parte, nadie lo sabe, casi nunca.
Quadraccia giró la cabeza a izquierda y derecha, como olisqueando un rastro, con la alianza de boda entre los dedos (hacía ya tiempo que el daguerrotipo lo dejaba en casa). A su alrededor veía el fantasma de Lorenza, que cada miércoles recorría aquellas mismas calles y entraba en la tienda de uno de aquellos fotógrafos, estaba seguro, hasta el día en que un tipo le había abierto la cabeza y le había atado una piedra al tobillo.
Enseguida eliminó de la lista los fotógrafos de prestigio, porque pensaba que una mujer como Lorenza nunca habría podido ser cliente suya; así que quedaban fuera Alinari y Cook, Cuccioni, Altobelli y Molins. Aun así, quedaban una docena de direcciones. Siempre que su razonamiento fuera correcto.
Echó un vistazo al cuaderno y se dirigió hacia la tienda más próxima de la lista, preparado para soltar su rosario de preguntas.
En ocasiones, Onorato Quadraccia pensaba que tenía el peor trabajo del mundo.
En ocasiones, Corrado Archibugi pensaba que tenía el mejor trabajo del mundo.
En aquel momento, por ejemplo, nada más salir de un portal que a la derecha presentaba una placa brillantísima: «Camillo Policastro. Notario. 2.° piso»; el cansancio y la depresión habían quedado olvidados y la Fontana de Trevi lanzaba espumarajos bajo el pálido sol que se había abierto paso entre las nubes.
Y todo aquello porque la situación estaba mucho más clara, aunque, precisamente por eso, muy delicada. El «problemón», como decía Quadraccia, la maraña tejida alrededor del pobre Tremolaterra, estaba deshaciéndose, pero había que controlar el proceso, o todo volvería a enmarañarse, y quizá para siempre.
* * *
—Señor Policastro, ¿cuándo vino a verle Guido Tremolaterra con esta extraña petición? —preguntó Corrado Archibugi.
—Está anotado en mis registros y también sobre el sobre, ¿lo ve? Ahí arriba.
El notario Camillo Policastro tenía unas muñecas finísimas, que bailaban en el interior de las mangas de una camisa decorada con gemelos de oro. El largo dedo rozó el sobre que Archibugi no había abierto aún, cerrado con lacre y con la firma del notario en toda su amplitud. 10 de febrero de 1875.
Febrero de 1875. No podía ser otra coincidencia, tras lo de la pitillera de plata.
—¿No le pareció extraña la petición de Tremolaterra?
—Señor inspector, a los notarios nos confían muchas cosas raras. Las últimas voluntades de un cliente son en muchos casos, como usted ha dicho, extrañas…
—De acuerdo, pero en las últimas voluntades no suele especificarse «si muriera asesinado» o cosas parecidas…
—En eso puedo darle la razón. Se trata, no obstante, de un deseo expresado por una persona en posesión de sus facultades.
Las manos del notario estaban ahora cruzadas entre sí, y con los dos índices se acariciaba los labios. Tenía los codos apoyados en el escritorio, y sólo sus ojos revelaban su curiosidad.
—¿Usted conocía a Tremolaterra?
—No.
—¿Por qué le eligió precisamente a usted? ¿Se lo dijo?
—No.
—¿Se ha enterado de la muerte de Tremolaterra esta mañana?
—Sí. El vendedor de periódicos le ha dado una gran publicidad.
—Y entonces ha decidido inmediatamente llevar a término estas voluntades… Es decir, que el oficial de Seguridad Pública que estuviera al cargo de la investigación recibiera…
Archibugi señaló el sobre que había en la mesa.
—Inmediatamente. Precisamente a causa de la naturaleza del deceso. He pensado que podría ser de interés para la investigación.
—¿Y no pensó en dirigirse a las fuerzas de seguridad cuando los voceadores anunciaron su desaparición?
—Señor inspector, las últimas voluntades, que por algo son «últimas», especificaban: «en caso de muerte violenta». El señor Tremolaterra no me había autorizado a comportarme de otro modo. Confieso que he estado un poco intranquilo en estos últimos días, oyendo continuamente esas noticias sobre la desaparición del escritor…, pero no podía hacer otra cosa.
Corrado asintió y abrió el sobre en presencia del notario, que había hecho ademán de salir y al que él había indicado que se quedara. Por un momento esperó leer un nombre, como si Tremolaterra, desde el más allá, le hubiera podido transmitir un mensaje revelador.
Lo que encontró, en cambio, fue una nota escrita sobre un cartoncito, por lo que frunció el ceño, y otro sobre, el que ahora llevaba en el bolsillo de la chaqueta. Esparció el contenido sobre una mesa, como si se tratara de piezas de un rompecabezas. El notario Policastro alargó el cuello para ver mejor, y esta vez fueron los dos los que fruncieron el ceño. ¿Qué significaba aquello?
—He hecho bien en pedirle que se quedara, señor notario. Necesitaré su firma para un inventario —dijo Corrado, sin levantar la vista de la mesa.
El notario hizo sonar una campanilla para que acudiera un pasante.
Corrado reflexionó. El dilema estaba claro: Tremolaterra deja un mensaje a la Policía, para que lo abran en caso de muerte violenta. Es evidente que el mensaje tiene que ver con el nombre del asesino o con el móvil; y dado que el sobre procede del mes de febrero, también el móvil tiene que estar relacionado con esa época. Y sin embargo, el mensaje es ambiguo, o incluso aparentemente inconsistente, hasta el punto de que podría no parecer un mensaje en absoluto… ¿Por qué? ¿Qué sentido tiene mandar un mensaje ilegible?
Después, durante el inventario, Corrado se dio cuenta de un detalle que tendría que verificar en una sucursal bancaria; o mejor dicho, en dos.
* * *
Archibugi apagó el puro aplastándolo con fuerza contra una pared.
Tenía que aclarar enseguida algunas cosas: conocer un poco mejor la dinámica del caso Sonzogno; conocer el contenido del informe de la autopsia de Tremolaterra, porque intuía que le daría claros indicios sobre el asesino; pero, sobre todo, tenía que dirigirse a una sucursal bancaria. Y realizar una consulta.
Se encaminó ayudándose del bastón a un banco cercano, una agencia del Banco di Napoli. Preguntó por el director y, una vez en su despacho, dijo:
—Buenos días. Soy inspector de Seguridad Pública. Necesito hacerle una pregunta.
—¿Una pregunta? Dígame.
—Es un asunto un poco raro…
—Usted dirá. Ya verá como estamos en disposición de satisfacer cualquier petición. ¿El retratado será usted?
—¿Retratado? ¿Qué retratado?
Quadraccia se quedó mirando al fotógrafo al otro lado del mostrador, en aquella tienda más bien oscura, como si estuviera loco. Este le señaló algunas fotografías enmarcadas a sus espaldas, con curas, cardenales, garibaldinos sonrientes con una pierna sola o con un parche en el ojo, viudas sentadas en un sofá, hombres de negocios apoyados en columnas y hermanitos que se daban un tierno abrazo, como si aquellas obras de arte hablaran por él. Por algo en el escaparate ponía «Taller del retrato».