La puerta de las tinieblas (24 page)

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Authors: Massimo Pietroselli

Tags: #Policiaco

BOOK: La puerta de las tinieblas
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Caminó casi un kilómetro, sin prisa, atento adonde metía los pies. El campo estaba desierto, como alisado a cepillo; sólo alguna corneja rompía el silencio con sus graznidos. No vio a nadie. No era época de temporeros, de «deambulantes» en busca de trabajo en los campos de los terratenientes, como los que se reunían en la Piazza Montanara, llenando las aceras, a la espera de algún capataz que los contratara para la jornada. No había vendimia, recogida de castañas ni de avellanas, ni siquiera los pastores iban en trashumancia; todo aquello quedaba atrás, el campo estaba muerto y las gotas de agua que caían de las ramas secas parecían lágrimas.

¿De dónde vendría aquel niño? Recordó el brazo azulado que colgaba de la camilla.

Quadraccia sintió un escalofrío y se refugió en el abrigo, ajustándose el viejo sombrero azotado por el viento. Los zapatos le pesaban del fango que arrastraban. Remontó una loma cubierta de hierba alta y desde allí miró hacia abajo, en dirección al tugurio que había visto en mayo, a la luz del sol.

La otra vez había llegado hasta allá arriba y había dado marcha atrás. Le había bastado con quedarse un momento a mirar, hasta verla a ella, tan vieja como él, quizás aún más estropeada, porque no debía de haber llevado una buena vida. Quizá, con un poco de suerte, podría quitarse de encima aquellos malditos piojos sin hablar con ella, únicamente analizando la situación, pero no confiaba en ello.

A pesar de la camisa y el suéter de lana, el anillo en el bolsillo del chaleco parecía presionarle contra el costado como si estuviera al rojo vivo. Sentía claramente el contacto sobre la piel: era lo único que conservaba de ella, aparte de un retrato que tenía en la habitación.

Sin embargo, algo más debía de conservar, en algún lugar, si nada más salir del hospital, después de meses de pesadillas y recuerdos provocados por la fiebre, el dolor y la soledad, había partido en su busca.

Después de todos aquellos años. Patrizia. Sacudió la cabeza y se dijo: «De locos».

Sin embargo, estaba allí de nuevo. En la loma, mirando. Y esta vez tendría que seguir adelante: lo comprendió enseguida, después de escrutar la llanura a sus pies con los ojos entrecerrados por el viento. La última y débil esperanza de librarse de la responsabilidad de encontrarla se desvaneció. Tenía que ir y hablarle.

Suspiró y emprendió el descenso con cuidado, con los pies hundiéndosele en el terreno húmedo y los ojos fijos en la mujer que trasteaba alrededor de un caldero, de espaldas a él.

La mujer tenía los cabellos grises al viento; estaba envuelta en un chal negro y llevaba botas de hombre en los pies. Daba la impresión de que estaba intentando encender el fuego. Parecía casi un animal, un ser pagano, sin alma. A su lado, en un soporte que chirriaba peligrosamente, había ropa tendida: «Habrá esperado a que acabara la tormenta para tender», pensó. Allí cerca, una barraca construida con tablones, ladrillos, paja, todo lo que hubiera podido encontrar. Una especie de chimenea escupía un humo negruzco, madera mojada, pero él estaba seguro de que la mayor parte debía de quedarse en el interior de la casa, apestándolo todo y a todos. Luego había un cercado con tres o cuatro cabras en su interior, que emitían tristes balidos y, alrededor del cercado, botes para recoger agua. Por el suelo, aquí y allá, azadas, podadoras, palas, trozos de cuerda.

Mejor que las cabañas de los temporeros o que los carros de los nómadas, pero aun así no dejaba de ser una ratonera, un lugar donde había que ganarse la vida con uñas y dientes, día tras día. Y ella llevaba allí años.

Ella, Patrizia, la mujer. El único ser vivo a la vista: por eso Quadraccia tenía que hablarle. Habría podido ver lo que le interesaba, habría podido rascarse aquel picor como deseaba, con gusto habría dado media vuelta y habría vuelto corriendo a su «vejiga», liberado finalmente.

Un perrillo se levantó de golpe y empezó a ladrar, ronco: una cuerda lo retenía atado a un palo. Estaba agazapado y Quadraccia no lo había visto. Sin embargo, la otra vez también estaba ahí; habría debido recordarlo.

La mujer se giró de pronto, aún inclinada sobre el fuego. Vio al inspector y se puso en pie, se llevó una mano a la frente, protegiéndose los ojos de la pálida luz. Quadraccia se detuvo y sintió que el corazón se le paraba por un instante.

El viento silbaba y el perro ladraba, dando furiosos tirones a la cuerda. El balido de las cabras fue en aumento. Tres o cuatro gotas de lluvia le cayeron sobre la cara.

Fue la mujer la que reaccionó primero. Corrió a la casa arrastrando torpemente sus enormes botas y salió un minuto más tarde con un viejo fusil que empuñó con decisión. El cañón apuntaba directamente a Quadraccia, que se había detenido a unos metros de distancia con las manos en el bolsillo y el sombrero pegado a la cabeza.

—Baja esa escopeta, Patrizia —dijo—. Ya tengo todos los agujeros que necesito.

El perro seguía ladrando. A la nariz de Quadraccia llegó un olor a establo. El humo de la chimenea descendía hacia ellos y se le pegaba a la garganta.

La mujer lo miraba con el ceño fruncido. Parecía esculpida en madera, rugosa pero sólida, enérgica, inamovible. El cañón del fusil no se movió un milímetro. Se preguntaba por qué aquel forastero sabía su nombre. Cuando alguien te busca, mala señal: Quadraccia casi podía leerle el pensamiento.

—En primavera estuve a punto de estirar la pata… —prosiguió.

¿Por qué le habría dado por ahí? ¿Por asociación de ideas con los agujeros de los que había hablado antes? ¿O esperaba quizá que Patrizia se interesara por su salud? ¡Cómo detestaba aquellos momentos en los que no se explicaba su propio comportamiento!

Los ojos de la mujer escrutaban a un hombre que la conocía y que la llamaba por su nombre, sin conseguir encontrar en la memoria los recuerdos necesarios. Tenía los labios apretados como si estuviera a punto de encender un fuego y el viento le apagara cada vez la cerilla entre los dedos.

«Aún no me ha reconocido», pensó él. Así que sacó una mano del bolsillo, lentamente, con el cañón del fusil siguiendo cada uno de sus movimientos, y con un gesto indolente se pasó el dedo por la cicatriz excavada en la mejilla enrojecida por el viento y por el paseo.

Los ojos de la mujer primero hicieron un guiño; luego se entrecerraron y por fin se abrieron como platos. El cañón del fusil bajó, incierto. Hizo un gesto al perro, que dejó de aullar y se puso a agitar el rabo como un poseso. Ella abrió la boca dos o tres veces antes de emitir palabra alguna.

—¿Qué quieres? —le espetó.

—Tengo que saber una cosa.

Al grano, sin perder tiempo, sin tonterías: Quadraccia se sintió casi aliviado. Habían pasado tantos años, tantos, que ella lo había reconocido por lo único que no podía cambiar: una cicatriz. Y hablaban como si hubiera pasado una hora.

Patrizia no respondió de inmediato. Le dio la espalda, volvió a la casucha y salió de ella sin el fusil. Le tiró una caja de fósforos que él agarró al vuelo, sin mostrar sorpresa, y dijo:

—Pues haz algo e intenta encender ese maldito fuego.

Quadraccia se la quedó mirando un buen rato.

—¿Se puede saber qué miras?

—Has envejecido.

—Ha hablado el muchachito. Lo único que te ha quedado intacto es ese chirlo.

No parecía inmutarse: lo único bueno que tenía Patrizia es que nunca hablaba demasiado. Quadraccia asintió, se acercó al caldero y se agachó: las rodillas protestaron con un crujido. Tocó los papeles colocados sobre las ramitas: estaban secos. El viento soplaba con fuerza.

—Acércate; así me tapas el viento y además me ahorro tener que gritar para hablarte.

La sombra de ella le cubrió. Tuvo que encender un par de fósforos antes de conseguir que el papel prendiera. La llama se extendió rápidamente con el viento y las ramitas empezaron a crepitar. Quadraccia volvió a ponerse en pie con un lamento y se la encontró enfrente.

Los mismos ojos descarados de tantos años atrás: Quadraccia recordó de pronto que había habido un tiempo en que ella lo miraba de otro modo. Aunque a decir verdad había durado poco.

—Espabila y dime qué buscas aquí, que no tardará en volver —dijo ella, con las manos sobre las caderas. El recuerdo se desvaneció.

—Estuve aquí hace unos meses.

—¿Aquí? ¿Y cuándo? ¿Para qué?

¿Realmente pensaba que estaba allí por algún otro motivo que no fuera volver a verla? No, ahora sabía que cuando había estado allí, en la colina, hacía unos meses, era sólo para tomar medidas, para preparar el terreno. Había esperado a tener la excusa ideal, y hasta ahora no la había encontrado. Pero ¿porqué sentía la necesidad de volver a ver a aquella vieja bruja? «No tardará en volver…».

—¿Qué quieres, Onorato? No me digas que te has puesto nostálgico.

Esa era Patrizia, la maldita arpía de siempre, que siempre sabía cómo hacerte perder los estribos.

—¿O es que al hacerte viejo has descubierto que necesitas una mujer? —prosiguió—. ¿Necesitas a alguien que te lleve la comida a la cama?

Quadraccia resopló.

—Mira, ya es bastante difícil sin que te emplees a fondo conmigo.

—Pues date prisa.

—La otra vez que vine…

—Aún no me has dicho por qué.

—… la otra vez que vine esto no estaba desierto como ahora. Me detuve en aquella loma de ahí arriba. Alrededor de esta ratonera pululaban varias personas: tú, un jovencito y un niño. —Los ojos de la mujer ahora eran dos aguijones con unas ganas locas de atravesarlo de parte a parte—. ¿El jovencito es…?

—Mi hijo —respondió ella, subrayando el «mi».

—Tu hijo, sí —respondió él, subrayando el «tu»—. ¿Y ese mocoso?

—Pero ¿se puede saber qué coño quieres de mí?

—¿Por qué no intentas responder, por una vez?

—Si realmente te interesa, ese mocoso es mi nieto. El hijo de mi hijo. Soy abuela. ¿Lo has entendido ahora? ¡Soy abuela, Onora!

—¿Cuántos años tiene?

—Nueve.

«Demasiado pequeño», pensó Quadraccia. El corazón se le paró de nuevo por un momento, pero esta vez era de alivio. Asintió en silencio. No podía ser el niño muerto en Lo Sprofondo.

—¿Y cómo es que hoy no hay nadie por aquí? ¿Dónde están todos? ¿Recogiendo achicoria?

Patrizia no respondió. Lo miraba de refilón, y él estaba seguro de que intuía algo, quizás había percibido su alivio, a pesar del comentario irónico con el que había intentado ocultarlo inmediatamente. Pero Patrizia conocía sus jueguecitos, sus tácticas: «Tú empleas la maldad para protegerte», le había dicho una vez. «¿Para protegerme de qué?», había replicado él. Y ella se había encogido de hombros. ¡Aquella desgraciada también sabía usar los silencios!

—A ti te pasa algo, Onorato.

—No me ves desde hace un siglo. Tú que sabes lo que me pasa…

—Uno como tú no cambia: sólo empeora. A ti te pasa algo, hay algo que te reconcome. Estás preocupado. Sí, estás preocupado. Pero ¿por qué?

—¿No has sabido nada de lo que ha pasado por aquí?

No se quitaba de encima aquellos aguijones, que buscaban, hurgaban, horadaban.

—¿Por qué viniste a espiarme aquella otra vez?

—No lo sé —respondió él, con una mueca de desgana—. Quizá quería saber si estabas viva. Yo mismo estoy vivo de milagro, me dispararon, hacía poco que había salido del Santo Spirito. Quizá se me pasara por la cabeza que tú también podías estar muerta…

Ella agitó los dedos frente a la cara a modo de cuernos, para ahuyentar la mala suerte, y dijo:

—¡Mira por dónde! Ya lo digo yo: tú has salido del lazareto con la idea de que no te iría mal una enfermera. ¿Tú te has visto? Tienes una nariz que da asco: alguien te ha marcado a conciencia.

—Dime dónde están todos.

—Pero ¿a ti qué te importa? Están por ahí. ¿No ves cómo vivimos? Habrá que comer, ¿no? Y yo soy la única mujer de la familia que sigue viva. Ya lo has dicho tú: estarán recogiendo achicoria. ¡Ojalá la encontraran!

No había nada más que decir. O mejor dicho, habría mucho que decir, pero aquella vieja fulana no había cambiado en absoluto: el mismo pellejo de siempre, sólo que más vieja y más fea. A Quadraccia le venían ganas de darle un bofetón. Lo había hecho un montón de veces, cuando vivían juntos, pero, por otra parte, ella tampoco estaba de broma: la cicatriz de la cara, que todos creían obra de algún chulo callejero, se la había hecho ella, con una cuchillada que, si hubiera ido a parar dos o tres centímetros más hacia el centro, le habría dejado con dos agujeros en lugar de nariz.

—Me voy, Patri. Y vigila al pequeñajo de tu nieto. Por aquí se mueve mala gente.

—Espera, espera…, que yo lo entienda… ¡No! —gritó ella, sorprendida—. Ahora lo veo. ¡Tú hablas de la Morte Desolata! No es posible. ¿Has venido hasta aquí para ver si mi nieto estaba vivo? ¿Si el muerto era él? ¿Para avisarnos? ¡Vaya, ésta sí que es buena!

Patrizia estalló en una carcajada burda y forzada. Quadraccia se dio media vuelta y se puso en marcha: la tormenta se acercaba. La voz de ella chirriaba como una tiza sobre una pizarra y él ahora la recordaba perfectamente, aquella voz. ¡Mira que venir a mezclarse con aquellos ovejeros! Sintió la tentación de coger el anillo y tirárselo, pero no lo hizo. Siguió alejándose. El viento le traía sus palabras, alterándolas: a veces claras y fuertes; otras, débiles, lejanas.

—¿Ahora te viene el instinto del abuelo, cuando nunca has tenido el de padre?

El se giró de golpe y le gritó, mientras el perro le volvía aladrar:

—¡No me la colaste entonces y no me la colarás ahora, puta! ¡Yo no tengo hijos ni tampoco tengo nietos!

Escupió al suelo y reemprendió la subida a la loma, a paso ligero, jadeando, sintiendo la hierba alta que le mojaba los pantalones, trastabillando e imprecando, mientras Patrizia le tiraba una piedra que, sin embargo, cayó lejos, y seguía vociferando.

—Fuera de aquí, viejo idiota, o vuelvo a buscar la escopeta. ¡Santo Dios, qué chocho estás! ¿Para qué habrás venido aquí, tullido asqueroso? ¡Ahora te da por hacer de abuelito preocupado! Tienes suerte de que mi hijo no haya vuelto; si no, te llevabas una somanta de palos…

Quadraccia llegó a la calesa y se dejó caer en el asiento, ante la mirada de asombro del cochero. Jadeaba como un fuelle y tenía la frente cubierta de sudor frío. Miraba el cielo gris y se preguntaba por qué habría ido hasta allí, a dejarse pisotear de aquella manera por su mujer; sin embargo, a pesar de la rabia, el estómago encogido, el dolor en los pulmones y el fango que le recubría los zapatos; a pesar de la humillación que había soportado voluntariamente; a pesar de todo, entre aquella maraña de sensaciones, de algún modo se sentía aliviado.

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