La promesa del ángel (59 page)

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Authors: Frédéric Lenoir & Violette Cabesos

Tags: #Histórico

BOOK: La promesa del ángel
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—Me acuerdo, era… monstruoso, indescriptible.

—Sí, lo sé… Pero prefiero que no me cuentes nada.

—Florence, por favor, tráeme un litro de café.

—Deberías comer algo.

—No, no quiero nada.

—De acuerdo, voy a preparártelo. Por cierto, un inspector está interrogando a Patrick.

Johanna se sienta en la cama y la atroz escena se apodera de su mente. No, aquello no era una obra de teatro, no era una película, era la realidad… Es la realidad. Jacques, pobre Jacques. Finalmente puede llorar. A través de sus sollozos, se da cuenta de que la teoría según la cual su subordinado ha sido asesinado por el ladrón del cuaderno de dom Larose es absurda, irracional…, la elucubración de una mente novelesca que no da la talla ante el cadáver de Jacques. Esa visión la ha devuelto a tierra firme, en una súbita caída que, en su caso, no es mortal. Es preciso que deje de mirarlo todo a través del prisma legendario de Román y de su historia del monje decapitado; la realidad de los demás humanos es diferente. Y sin duda esa realidad es la que ha matado a Jacques, es decir, su desesperación por estar solo, la amargura, el peso de vivir, que él intentaba aligerar bebiendo…, sí, su embriaguez es lo que ha provocado el suicidio o el accidente, que en el caso de Jacques tal vez eran lo mismo.

Durante todo el día, la policía interroga a los miembros del equipo y a la dirección montesina de Monumentos Históricos. El cuerpo de Jacques ha sido trasladado a Saint-Lô, donde el médico forense debe practicarle la autopsia. La velada en casa de los arqueólogos es un velatorio sin cadáver; algunos lugareños, por curiosidad o por compasión, van a dar el pésame a la familia profesional de Jacques. La presencia de Guillaume Kelenn reconforta a Johanna y hace que Patrick se vaya a su habitación; el ayudante no ha abandonado su habitual actitud taciturna.

A la mañana siguiente se reanudan las excavaciones en la Virgen Soterraña, pero nadie excava. Dimitri llora en un rincón, Patrick está apático, Sébastien y Florence mantienen un conciliábulo bebiendo café de un termo. Johanna observa el altar de la Santísima Trinidad y el lienzo de pared de Auberto descubierto por Froidevaux, detrás del pedestal. Se pregunta si oculta una estancia secreta donde yacen separados el cráneo y el esqueleto de su monje. Está impaciente por retirar una a una las piedras toscamente colocadas de la muralla, pero, en vista del ambiente que reina en el seno del equipo, no se atreve. Una religiosa de las hermandades de Jerusalén pone fin a su postración. A mediodía, una silueta que se diría envuelta en un sudario blanco va a proponerles que recen con ellos por el alma de su amigo y que asistan a la misa mayor en la iglesia. Con excepción de Dimitri, todos son ateos, agnósticos en el mejor de los casos, pero aceptan con alivio. Toman asiento junto al coro gótico flamígero, en unos bancos, entre una multitud de turistas y de peregrinos provistos de venera y bastón, como en la Edad Media. Johanna alza los ojos hacia el azul evanescente que forma una aureola celeste alrededor de las vidrieras, creando una atmósfera casi sobrenatural. Piensa en el coro románico que se derrumbó sobre los benedictinos en 1421, durante la guerra de los Cien Años, en el caballero que poco después vio al monje decapitado en la cripta, en su cadáver, en su boca y su garganta llenas de tierra… Se obliga a apartar esos pensamientos y se concentra en el oficio de los hermanos y las hermanas blancos. Se sorprende dirigiendo una plegaria silenciosa a san Miguel para pedirle que acompañe al alma de Jacques hasta el cielo. El cielo está allí, delante de ella, asciende en bandadas de piedras gráciles, en líneas finas y majestuosas que dan una irresistible sensación de elevación, de verticalidad piadosa. Un zumbido arranca a Johanna de su arquitectónica oración: unos turistas con bermudas, cámara de fotos colgada al cuello y auriculares pegados a las orejas, revolotean en torno a los fieles como grandes abejas curiosas. El murmullo de sus aparatos comentando la visita de la iglesia llega a cubrir la voz del oficiante. Acostumbrados a este ultraje cotidiano, los monjes y las monjas continúan cantando como si tal cosa.

Johanna hace un esfuerzo para concentrarse en el sermón del sacerdote. Observa la cruz que cuelga como un péndulo sobre las vestiduras inmaculadas. Poco a poco, ve que un sayal y un escapulario sustituyen la toga clara y que el hábito se cubre de tinieblas. De pronto, el oficiante ya no tiene cabeza. Después aparece la del padre Placide, con el semblante arrugado y descarnado, y repite tres veces: «¿Hay alguien para responder a mi misa?», y Johanna responde muy bajito: «
Ad accedendum ad caelum, terram fodere opportet
». Un codazo de Florence le hace abrir los ojos. Cuando levanta la mirada, el sacerdote de blanco, con los brazos levantados hacia el cielo, está entonando el Padre Nuestro. Mira a su alrededor: los arqueólogos, de pie, recitan la oración con una fe inédita. Johanna se levanta, pero a duras penas se mantiene en posición vertical. Por suerte, aparte de Florence, nadie parece haber reparado en su adormilamiento. La misa termina. Johanna se precipita al exterior, a la terraza. El cielo no acaba de decidirse entre el azul y el gris tirando a negro: desgarrada por franjas oscuras, la sofocante bóveda desciende sobre la cabeza de la joven como la lápida de una tumba de granito. Johanna da la tarde libre a su equipo. Necesita estar sola para recuperarse. Cierra tras de sí la puerta de la Virgen Soterraña. Retira del altar de la Santísima Trinidad los instrumentos de sondeo dejados negligentemente sobre él. Enciende unos cirios y apaga todas las luces eléctricas. Flota en el ambiente una extraña emoción: las piedras blancas de la cripta son atravesadas por sombras que parecen mucho más antiguas que la llama de las velas que hoy las hacen nacer. Johanna roza con la mano sus inestables contornos. Quiere ver las huellas de otra mano bajo la suya…, unos dedos afilados y negros como las patas de una araña paseándose sobre su piel. Apoya la frente en las piedras embrujadas, luego acerca la boca. Siente palpitar el corazón de los muros. Recoge su memoria y sus recuerdos afligidos se deslizan por sus mejillas.

—Román… —susurra—, si te libero, te irás de aquí… Te reunirás con Moira y me abandonarás tú también… ¡Hace tanto tiempo que me acompañas! A medida que me acerco a ti, cada vez temo más que te alejes. Ya lo ves, te necesito… Los dos somos como esta cripta…, dobles y gemelos. Me has dado mucho de ti mismo: el amor por tu arte, el diálogo incesante con el pasado, más vivo que el presente, la soledad y el consuelo de las almas muertas… Pero me has condenado al silencio. No puedo hablarle de ti a nadie, a excepción de tu viejo cómplice, el padre Placide… Simón existía de verdad y tú me lo has quitado, pero sé que no tienes nada que ver en la muerte de Jacques. Ha muerto porque estaba solo consigo mismo, mientras que nosotros estamos solos el uno con el otro, nos mantenemos vivos… Dos vidas paralelas. Estamos muertos en el mundo, Román. Tú no tienes cielo y mi cielo eres tú. Lo sé, Román… Debo tenerte todavía más, debo abrazar tu cuerpo para que alcances la estrella que te espera desde hace casi mil años…, pero, entonces, ¿quién será mi astro?

Permanece largo rato pegada al muro que bordea el altar. Luego mira los bloques toscos e irregulares del oratorio de Auberto, el mismo Auberto cuyo cráneo perforado se exhibe en la iglesia de Saint-Gervais de Avranches. Está convencida de que la cabeza y el cuerpo que debe exhumar se encuentran detrás de esas piedras. Pero es imposible separarlas sin la ayuda de los demás. Los bloques son enormes, están superpuestos y pesan muchísimo. A media altura de la muralla hay una piedra impresionante que requiere incluso un torno elevador. Exhala un suspiro… ¡A Johanna le gustaría tanto descubrirlo, verlo, tocarlo sola! Paul ha desenterrado el manuscrito que le estaba destinado a ella, el padre Placide recibió un precioso cuaderno que no supo conservar…, pero ella ha conseguido reunir todos los indicios, y la liberación, el desenlace final le pertenece. Fenoy, Dimitri, Florence, Sébastien e incluso Guillaume no tienen nada que hacer de un esqueleto y una cabeza perdidos en el tiempo y las piedras; las angustias de esa alma infortunada no les conciernen en absoluto. Desgraciadamente, sus brazos deben inmiscuirse en esa historia íntima para que la mano de Johanna pueda escribir en ella el final. Suspira de nuevo, palpando el muro de Auberto. El fundador de la montaña trató de imitar la roca natural, la gruta, como la del monte Gargano; ningún bloque está tallado, las sujeciones son mínimas. En el santuario circular, san Auberto y sus canónigos debían de tener la impresión de estar en el centro de una caverna, la morada de Dios, una cámara secreta y cerrada como un vientre. Johanna sopla para apagar los cirios, cierra la cripta y vuelve a casa. No encuentra a nadie salvo a Dimitri, que se aburre en el salón intentando leer.

—Simón Le Meur ha llamado —dice en un tono indiferente—. Se ha enterado de… de lo de Jacques y quería tener noticias tuyas. Por cierto, ¿alguna novedad sobre Jacques?

—No lo sé… Es verdad, voy a llamar a Brard ahora mismo.

El administrador le dice que espera los primeros resultados del forense por la noche y que la mantendrá informada. El entierro será dos días más tarde en París. Cree que sería conveniente interrumpir las excavaciones una semana y dar vacaciones a todos. Johanna desbarata la tentativa de Brard de acortar la duración de las excavaciones: acaba de conceder la tarde libre al equipo y el entierro de Jacques es la víspera del 8 de mayo, así que harán el puente, pero no más. No llama a Simón, pero se las arregla para convencer a François de que le dedique el fin de semana del 8 de mayo. Dadas las circunstancias, él no se hace de rogar… Cena a solas con Dimitri, a quien el drama no hace sino agudizar la depresión.

A las nueve de la noche, Brard va a informarla de que se trata de un accidente que tuvo lugar alrededor de las dos de la mañana: ningún rastro de lucha en el cuerpo de Jacques ni alrededor del potro, ninguna sustancia extraña en su organismo, aparte del asombroso índice de alcohol. Cayó solo, debido a la embriaguez y a la mala suerte. Ella lo presentía, pero se siente aliviada por la noticia. Abre el armario para ofrecerle una copa a su jefe y ve la botella de calvados que le regaló a Jacques y a la que le faltan tres cuartos. Se queda pálida, como si se tratara de un revólver y ella hubiera disparado con sus propias manos contra el arqueólogo.

Al día siguiente, el equipo, al que se ha unido Guillaume, empieza a trabajar con el muro de Auberto. Lentamente, con gestos precisos, separan las piedras de arriba del lugar que ocupan desde el año 708. Ese granito no procede de las islas Chausey, sino que fue extraído del mismo Monte. Según la leyenda transcrita por los canónigos y más tarde por los benedictinos, Auberto fue finalmente al monte Tombe después de la tercera aparición del Arcángel y descubrió que el emplazamiento del futuro santuario había sido señalado por san Miguel, tal como el Ángel se lo había anunciado en sueños; un toro robado por un ladrón y escondido allí en espera de ser vendido aguardaba al obispo en el centro de un gran círculo dibujado por el rocío de la mañana, en el lugar donde se alzaban dos grandes piedras. Allí debía ser erigido el oratorio dedicado al primero de los ángeles. Allí lo erigió san Auberto.

Los historiadores y los arqueólogos creen que esas dos piedras, que fueron abatidas para aplanar el suelo, podían ser dos losas verticales de un antiguo dolmen en ruinas, y la huella circular, la del túmulo del monumento megalítico. Los celtas construían sus templos en lugares especiales, allí donde percibían el poder de la tierra; así pues, se admitió que la caverna —artificial— de Auberto había ocupado el sitio de un dolmen secularizado, al igual que la religión cristiana suplantó la fe celta. Las antiguas creencias fueron cristianizadas, pero los templos paganos fueron destruidos: del dolmen montesino no queda ningún rastro, pero las murallas de Auberto, al adaptarse a la forma exacta de aquel santuario precristiano, conservan una reminiscencia de aquel. En cuanto Patrick, Séb y la pequeña grúa han retirado las primeras piedras del muro de Auberto, Guillaume Kelenn se precipita con una linterna. Johanna le cierra el paso de un salto.

—¿Me permites? —dice en un tono agresivo—. ¡Ya mirarás después!

Kelenn retrocede, confuso. Con una sonrisa de satisfacción, Patrick coloca una escala delante del muro. Johanna, con el corazón a punto de estallarle, sube y pasa la linterna por la abertura que acaban de practicar: frente a ella ve la roca, muralla natural e infranqueable, idéntica al muro de roca construido por Auberto. Ningún pasadizo secreto ni estancia oculta. Con todo, se dice que, más abajo, la roca pudo ser perforada unos centímetros cuadrados a fin de hacer un nicho suficientemente grande para albergar una cabeza humana y un cuerpo tendido. Se dobla en dos para tratar de ver algo entre las piedras de Auberto y la roca, pero solo distingue un reducidísimo espacio, aparentemente sin ningún escondrijo. Se agarra a los bloques de granito para no llorar. ¿Dónde está Román entonces, si no está ahí? En la posición en la que se encuentra, siente que una arcada le sube a la garganta.

—¿Qué hay, Johanna, qué hay? ¿Ves algo? —preguntan febrilmente los otros.

Lentamente, baja la escalera. Se quita las gafas y se frota los ojos. Ellos creen que es el polvo lo que provoca las lágrimas de su jefa.

—Nada —dice esta con una voz inexpresiva—. Aparentemente, no hay nada. La pared de roca, eso es todo… Pero vamos a desmontar todo el lienzo de pared; hay que estar seguros. Vamos.

—¿Crees que es necesario? —interviene Dimitri—. Esta muralla es el vestigio más antiguo de toda la abadía, tiene casi mil trescientos años… Si no has visto nada, ¿por qué vamos a destruirla?

Ella le dirige una mirada glacial.

—Porque somos científicos —responde ella secamente—, y un científico no se conforma con un vistazo rápido para abandonar su tesis; necesita pruebas que la invaliden. Así que vamos a echar abajo ese muro para estar seguros de que no nos oculta nada. Y si es preciso, echaremos abajo todos los demás, uno por uno.

Dimitri baja los ojos con tristeza: Johanna está, pues, dispuesta a destruir la Virgen Soterraña… Ese descubrimiento lo deja estupefacto. Johanna, a la que admira, ha cambiado: ¡ella, que hablaba de las piedras de la cripta con tanta pasión, ahora quiere abatirlas! Tal vez la muerte de Jacques la ha afectado más de lo que aparenta…, o sus amores difuntos con el anticuario de Saint-Malo. Ella también debe de sentirse muy mal, como él, Dimitri, que a menudo tiene la sensación de respirar un olor a muerto a su alrededor.

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