Bajo el tapiz de san Miguel, los dos hombres se miran. El subprior, solo con el moribundo, lo observa sin pronunciar palabra. El abad intenta moverse, articular unas palabras, apartar el cobertor de sarga, como si de repente fuera a levantarse y a llevar a cabo una misión urgente. Una sangre espesa, que parece coagulada por el intenso frío, le hincha las venas. Con el rostro y el cuello amoratados, jadea mirando hacia el techo de madera. De golpe, su cuerpo se resigna: se incorpora una vez más, en un gesto de última rebelión, después la respiración cesa y Hildeberto se desploma. De su garganta sale un espasmo final, y todo vuelve al silencio.
Dimitri, recibido por una algarabía de comedor escolar, dejó sobre la mesa las dos lubinas que acababa de retirar de la chimenea quemándose los dedos.
—¿Otra vez pescado? —protestó Sébastien—. Empiezo a cansarme… ¿No podríamos comprar unos buenos filetes para variar?
—Pobrecito —intervino Florence—, está harto de degustar exquisitas lubinas recién pescadas aquí mismo. Pues, si no te gustan, no tienes más que ir a consolarte delante de una hamburguesa con
ketchup
. Ah, y la próxima vez, hacer la compra.
—Ya vale, Fio —repuso Sébastien—. No te preocupes, a mí me toca pasado mañana. Y ten por seguro que iré al supermercado a comprar unos buenos entrecots y un montón de salchichas.
Dimitri volvió para coger las patatas asadas a la brasa. Se había esforzado mucho para convencer a uno de los escasos pescadores que quedaban en el Monte de que le vendiera a un precio razonable las dos piezas destinadas al mercado de Rungis para alimentar un restaurante de la capital. Dimitri era un treintañero delgado, excesivamente tímido pero conmovedor, coqueto y delicado, de gestos femeninos y, sobre todo, distante, a causa de las pullas que estaba acostumbrado a oír por parte de sus colegas masculinos.
—En resumen, Séb —concluyó Patrick Fenoy, el ayudante de Johanna—, tú eres como los obreros medievales que venían a trabajar a Mont-Saint-Michel, que ponían como condición no tener que comer lubina, salmón salvaje o esturión todos los días.
—¡Claro, porque con este clima la carne entona el cuerpo! —insistió Sébastien—. Yo no consigo acostumbrarme a esta humedad que te cala hasta los huesos. ¿Os habéis fijado en que las sábanas están siempre mojadas cuando nos acostamos? Y la ropa apesta aunque esté limpia, ¡eso cuando se llega a secar! Huele a algas, ¡puaf!
—Pues imagínate las condiciones de vida de la gente de aquí en la Edad Media, cuando en las casas no había ventanas con cristales sino pequeñas aberturas protegidas con papel, que se ponía mugriento a causa del hollín de las chimeneas y el humo de las velas… Incluso tenían que caldear constantemente el scriptorium, contrariamente a los usos benedictinos, que limitaban la calefacción a la cocina y la enfermería, no porque les preocupara el confort de los monjes copistas, sino porque en esa sala reinaba tal humedad que los preciosos libros se enmohecían —le contestó Patrick.
Otra vez. Como todas las noches desde que las excavaciones habían empezado, hacía tres semanas, Patrick Fenoy les había dado una clase de historia medieval aplicada a Mont-Saint-Michel. Habría sido apasionante si el arqueólogo cuadragenario hubiera puesto más humildad en sus palabras y, sobre todo, en las miradas que le dirigía a Johanna, unas miradas de ser superior obligado a obedecer las órdenes de una mujer más joven que él, menos experimentada, que en su opinión no sabía absolutamente nada del pasado del Monte y había sido catapultada a ese puesto por medios poco confesables pero que a él no se le escapaban. Aún no sabía cómo había sucedido y con qué apoyos contaba Johanna, pero no digería que una pánfila que nunca había trabajado con el gran maestro Roger Calfon lo hubiera desposeído de un puesto que le correspondía por derecho.
Johanna miró con detenimiento el rostro anguloso y demacrado de Patrick Fenoy; observó sus ojos negros detrás de las pequeñas gafas, su barba incipiente, examinó sus cabellos castaños y lisos, ya escasos, su tez cenicienta, sus dedos amarillentos a causa de los cigarrillos que liaba él mismo y su jersey gris agujereado.
Ella no iba mucho más elegante con su gruesa chaqueta de lana, pero estaba harta de ese personaje arrogante, despreciativo y presuntuoso. En conjunto, las cosas no iban demasiado mal: Dimitri era un ángel asexuado; Sébastien, un eterno adolescente de treinta años como algún otro que había conocido en Cluny; Jacques, un hombre discreto y acomplejado por su gordura, pero enormemente eficaz en su trabajo; Florence, una chica alegre y simpática que a Johanna le caía muy bien, aun cuando no se hubieran hecho íntimas. Tan solo Patrick le resultaba problemático: no podía confiar en la persona que le era más indispensable, su ayudante. Comprendía su hostilidad, desde luego, pero había creído que a la larga su rencor se aplacaría. Sin embargo, no solo persistía, sino que Johanna estaba convencida de que aumentaba de día en día. Una noche lo había sorprendido por casualidad hablando por teléfono con su antiguo director y objeto de devoción: Roger Calfon. La llamada no tenía en sí nada de anormal; la propia Johanna llamaba de vez en cuando a Paul para ver cómo le iban las cosas y para pedirle consejo. Pero en este caso había asistido, escondida en la cocina, a un combate sin adversario: su ayudante hacía un detallado relato de todos los sucesos profesionales y extraprofesionales del grupo, exagerando los pequeños errores de Johanna, denunciando sus vacilaciones como muestras de incompetencia e incluso atacándola personalmente, para acabar diciéndole a Calfon que le hiciera el favor de pedir informes sobre ella en las altas instancias. Si llegara a enterarse de la verdad… Johanna se había quedado pálida y había terminado por encogerse de hombros. ¡Después de todo, no había matado a nadie, qué demonios! Delante de los demás, y sobre todo delante de Patrick, había reprimido su cólera, pero esa noche su exasperación iba en aumento.
—Por cierto —dijo Patrick—, ¿qué opinas de nuestro descubrimiento de hoy?
—Creo que es fascinante —respondió Johanna después de tragar un trozo de lubina—, aunque muy posterior al período que nos interesa y sin relación aparente con el objeto de nuestra excavación, la tumba de Judith.
Esa tarde habían exhumado un trocito de piedra, los restos de un arco apuntado, probablemente un vestigio de la construcción de la abadía gótica.
—Comparto tu fascinación por el arco apuntado —dijo Patrick en un tono meloso—, pero yo no sería tan categórico como tú en lo que se refiere al período y su ausencia de relación con lo que nos ocupa. Si bien fue empleado sistemáticamente en la época gótica, no olvidemos que se generalizó en el siglo XII, y fue inventado en los últimos años del XI, en pleno arte románico, del que constituye la cumbre, el final perfecto, antes de su declive. Imaginemos por un instante que su presencia en el Monte sea anterior… La capilla de San Martín fue destruida para construir la nave y los edificios conventuales, entre 1060 y 1084, y se coincide en datar la conclusión de las obras románicas en 1084. ¿Y si, por extraordinario que parezca, el arquitecto románico ya había descubierto en esa época el arco apuntado? Eso lo pondría todo en tela de juicio y nos encontraríamos ante un hallazgo de primerísimo orden, ante una revolución arqueológica y arquitectónica. Eso significaría que el arco apuntado fue creado aquí, en el Monte.
Johanna bajó los ojos. ¿De verdad creía lo que decía o estaba poniéndola a prueba? En cualquier caso, había conseguido picarla en su amor propio. Alrededor de la mesa se había hecho un desacostumbrado silencio, denso y eléctrico, mientras ella dejaba los cubiertos a ambos lados del plato. Se iba a enterar…
—Te responderé en dos partes, querido Patrick —comenzó, con una sonrisa socarrona—. Ya sabes, deformación doctoral. En primer lugar, la teoría histórica y su ejemplo práctico: todo el mundo sabe que el arco apuntado se inventó en Oriente en el siglo X, más exactamente en Siria y en Armenia, y que lo trajeron a Europa los primeros cruzados alrededor de 1099 o 1100. El primer ejemplo conocido del empleo del arco apuntado se sitúa en Cluny, abadía que no me es totalmente desconocida, durante la construcción de Cluny III, que se inició a fines del siglo XI. En segundo lugar, la aplicación de esta teoría a la abadía de Mont-Saint-Michel: la abadía románica, con arcos estrictamente románicos, es decir, de medio punto, fue acabada de construir en 1084, efectivamente, pero has olvidado que en 1103 la pared norte de la nave se desmoronó sobre los edificios conventuales, cuyas bóvedas, de medio punto, se vinieron abajo. Hubo que reconstruir, y fue entonces, alrededor de 1106, o sea, después de Cluny y después del regreso de los cruzados, cuando repararon los edificios dañados empleando por primera vez en el Monte el arco apuntado, sobre todo en la sala del Aquilón. Expondré la conclusión también en dos puntos, si me lo permites. Uno: en lo referente a nuestro descubrimiento, me inclino más bien a pensar que se trata de un vestigio de las construcciones emprendidas por el abad Roberto de Thorigny, las arcadas del osario, la capilla de San Esteban o los edificios del lado sur, es decir, de la segunda mitad del siglo XII, construcciones con arco y bóveda apuntados. Dos: eso no significa que los constructores que edificaron el Monte no tuvieran talento, ante todo el de 1023, que ideó un sistema muy sofisticado de localización de las cargas y de apuntalamiento de los empujes, pero también muchos más, especialmente el de principios del siglo XII, que reconstruyó los edificios conventuales que se habían derrumbado en 1103 introduciendo un auténtico invento normando, el crucero de ojivas. Se dice, de forma poética, que es un homenaje al drakkar de sus antepasados vikingos, y es cierto que cuando vemos un crucero de ojivas, como el que se conserva en la sala de la Galería, pensamos en los extraños barcos de esos hombres procedentes del norte.
Johanna se quedó pensativa. Sorprendió la mirada admirativa de Jacques y el gesto de satisfacción de Florence. Pero el ayudante no había dicho su última palabra.
—Sea cual sea su datación —repuso—, esa ojiva equilátera es un símbolo capital y un avance tecnológico considerable con relación al de medio punto: se pueden abrir ventanas en las iglesias y por fin entra la luz. Además de eso, se aminoran las fuerzas de separación y se gana eficacia en el traslado del peso sobre los soportes… En resumen, el arco apuntado es el punto culminante del románico, su perfección absoluta.
Johanna iba a contradecirlo una vez más, pues había tocado un punto muy sensible para ella: su amor incondicional por el románico puro, el medio punto.
—Lo siento, Patrick, pero no comparto tu opinión sobre el simbolismo. Estoy de acuerdo en que el arco apuntado supuso un progreso técnico, pero en lo demás creo, por el contrario, que la ojiva equilátera consagra el declive del románico y de la concepción románica del mundo, no su ideal. Me explico: por su forma, el medio punto, curvatura perfecta a imagen y semejanza de la bóveda celeste, que deja entrar poca luz del exterior, obliga al hombre a descender al interior de sí mismo, a mostrarse humilde, a replegarse en sí mismo al igual que está replegada en sí misma la iglesia románica, para sondear sus profundidades y elevarse a continuación por encima del mundo terrestre, imperfecto por naturaleza, hacia el reino celestial, que es la única finalidad de la vida en la tierra. Al cortar el medio punto por el centro, el arco apuntado parte en dos la bóveda celeste y eleva el arco en el espacio, por encima del arco románico puro, dejando entrar la luz: es una ruptura filosófica capital, el advenimiento de la dualidad. Se parten los arcos del cielo y el mundo profano, terrestre, temporal, penetra en la iglesia y en el hombre, lo que significa un cambio radical de punto de vista. Un ejemplo histórico: ese período es también el del inicio del declive de la orden monástica que había dirigido hasta entonces el mundo occidental, la de los benedictinos. A finales del siglo XI ya no se observa la regla de san Benito al pie de la letra, las costumbres, la vida terrenal y temporal triunfan sobre el texto, y eso es lo que provoca la escisión en 1098: la marcha de la abadía benedictina de Molesmes de algunos monjes que quieren regresar a la pureza de la regla original, a la pobreza, al trabajo manual, y se van a fundar Cíteaux…
Así era como había conquistado a François. Esa noche, sus palabras también atrajeron la atención de los comensales, que estaban pendientes de sus labios. Patrick, sin embargo, no pudo evitar romper el encanto.
—Lo que dices es interesante —se vio obligado a reconocer—, pero parece que tienes nostalgia del románico puro… Además, debes admitir que explicar la historia a través de la arquitectura, por muy poético que sea, es reduccionista.
—Sería esquemático y reduccionista —repuso ella— olvidar el símbolo y la influencia de la religión. En el siglo XI, todo es símbolo, todo está cargado de sentido, pues estamos en un siglo de fe: si admitimos que el mejor criterio para juzgar el arte de este período es el de la fe, lo que hacemos es estudiar a los teólogos de la alta Edad Media, según los cuales el primer atributo de Dios es la sencillez. Para los monjes de aquella época, que trataban de acercarse a Dios, la sencillez es el objetivo de la vida espiritual: purificarse, abandonar las pasiones, las contradicciones humanas, las presiones de la carne. ¿Y qué es el arte románico sino renuncia y sencillez? El gótico, en cambio, traduce una preocupación estética y práctica que implica que la vida espiritual ya no es el único objetivo de la existencia. Sí —añadió, pensativa—, el gótico se eleva hacia el sol, es eréctil, conquistador y masculino, mientras que el románico, con sus redondeces, parece de naturaleza femenina… El románico desciende hacia la tierra para acceder al cielo…
—Insisto en que te encuentro nostálgica —repitió Patrick—, y por si fuera poco mística. Es extraño en una arqueóloga del siglo XXI. Y dado lo que sabemos de los monjes de Cluny, no creo que sean sus fantasmas los que te hacen ver con melancolía a los benedictinos del siglo XI y su medio punto.
Al oír esto, Johanna palideció. En su cabeza sonaron como un eco sus últimas palabras: «El románico desciende hacia la tierra para acceder al cielo», y las de Patrick sobre los fantasmas. «Hay que excavar la tierra para acceder al cielo», se dijo. De repente, se levantó y salió de la habitación, dejando a Patrick satisfecho por haberla, según creía él, humillado. Sébastien sacó otro tema de conversación para aligerar el ambiente: