La promesa del ángel (29 page)

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Authors: Frédéric Lenoir & Violette Cabesos

Tags: #Histórico

BOOK: La promesa del ángel
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—¿Por ignorancia? Sin embargo, yo he oído decir que había sido profundamente instruida por uno de vuestros hijos, con una abnegación de lo más intensa y robándole horas al sueño.

—La vida, el sueño y las actividades de mis monjes son exclusivamente de mi competencia.

—Como os parezca. Yo no quiero usurparos el cargo, querido abad, tengo el mío y ya me da suficiente trabajo. Me voy a interrogar a ese demonio. Os saludo.

Sin otra despedida, el obispo se levanta y sale de la celda para reunirse con sus vicarios, que esperan pacientemente fuera. Hildeberto se queda solo, abrumado por el giro que han dado los acontecimientos. Después siente abatirse sobre él un cataclismo semejante a los que a veces sacuden la montaña: una furia natural que no conocía hasta entonces, una vehemencia, una impetuosidad rabiosa que le dan miedo por lo ajenas que son a su carácter y a su vocación. El anciano, incapaz de poner un dique a la monstruosa cólera, está hundido. De repente, se levanta dando un salto más propio de un hombre joven y se precipita fuera de la cabaña mientras suena la campana que anuncia la hora sexta. Entra como una exhalación en el refectorio, donde lo esperan en pie sus monjes, hambrientos. El sitio de fray Roberto, el prior, está vacío; el día anterior, Hildeberto lo envió a una importante reunión de dignatarios benedictinos en Anjou, a la que él renunció a ir para recoger personalmente la abjuración dominical de Moira. Detrás de su plato vacío, Román levanta la cabeza para ver entrar al abad. El joven monje tiene la tez cenicienta, del color de sus ojos, pero esa mañana, cuando maese Roger ha ido a la enfermería para confirmarle que había entregado la carta, se ha levantado y, de la misma forma que ha dejado de escapar de Moira y de sí mismo, ha vuelto a asumir sus funciones, pues no quería seguir evitando a sus hermanos y a los trabajadores. El abad lo fulmina con la mirada; Román nota que el dolor del castigo le quema la espalda, pero Hildeberto pasa de largo y avanza hacia el subprior.

—¡Almodius! ¡Venid de inmediato a mi celda! —ordena el abad—. ¡Y vosotros, comed! —añade dirigiéndose a los monjes, estupefactos.

Acto seguido, da media vuelta y sale teatralmente del refectorio con el jefe del
scriptorium
pisándole los talones. Hace entrar a Almodius en su aposento y cierra ruidosamente la puerta. El portazo hace estremecerse al monje, al que se le ponen las orejas rojas. El abad se sienta tras su escritorio y petrifica con la mirada al hijo indigno.

—Padre, yo… —dice Almodius.

—¡Callad! —lo interrumpe Hildeberto con la voz temblando de ira—. ¡Ninguna palabra vuestra manchará la santidad de este lugar! ¡Vos, a quien el abad Maynardo acogió siendo un niño, cuyo cuerpo y espíritu hemos alimentado, cuya alma hemos forjado, a quien he elevado al rango de subprior, en cuyas manos he puesto la llave de esta abadía entregándole la del scriptorium, toda la memoria de los cristianos y el saber de nuestra comunidad, vos nos habéis traicionado a todos, sois un miserable!

—Padre —contesta en voz baja Almodius, espantado por el arrebato del abad—, reconozco haber actuado en contra de lo que vos habíais ordenado… Me he guiado por la fe que vuestro predecesor y vos habéis insuflado en mí desde mi más temprana edad, esa misma fe que es más fuerte que todo y que está al servicio de la santidad de este lugar, cuya integridad he sentido amenazada.

—¡Yo soy el garante de la integridad de esta montaña! —replica el abad, fuera de sí—. ¡Sois vos, con vuestro acto, quien la ponéis en peligro frente al obispo y el príncipe. «La obediencia que rendimos a los superiores la dirigimos a Dios», escribió Benito. Desobedeciendo, es al Señor a quien escarnecéis. Habéis renegado de todo: de vuestra familia de sangre, que os dejó en manos de Dios, de vuestros hermanos del monasterio, de vuestro padre espiritual y de la familia de los ángeles.

—Mi pecado no es nada en comparación con el de mi hermano Román, que se ha dejado conquistar por la voluptuosidad del Maligno —replica el subprior, levantando la cabeza con aire desafiante—. He desobedecido, es verdad, pero para salvar el alma de nuestra abadía, infectada por esa hembra infernal y por vuestro buen corazón de anciano.

Al oír estas palabras, Hildeberto está a punto de ahogarse de rabia. Congestionado, se pone a toser violentamente y debe recuperar el aliento antes de poder contestar:

—Hace ya algún tiempo… —el abad se interrumpe para expectorar en un pañuelo— que vuestra actitud me producía cierta inquietud… Vuestra mirada se tornaba cada vez menos humilde. Vuestras ausencias del dormitorio durante la noche y vuestras salidas del recinto del claustro durante el día sin una finalidad declarada… Un súbito alejamiento de nuestras disposiciones temporales, que no pensaba que fuese una ruptura tan grande con nuestras convicciones profundas… Ahora lo veo y comprendo. Este corazón viejo que me reprocháis recibe la arrogancia, la ingratitud de vuestra boca, y la pasión mortal de vuestro corazón, que os corroe por entero… Sí, comprendo el odio que sentís por vuestro hermano Román, por esa mujer, por nuestra clemencia hacia los pecadores que pecan por ingenuidad e impotencia frente al mundo, y no por vanidad. Eso es lo que la fe ha hecho de vos —concluye en un susurro—. Almodius, os depongo en el acto de todas vuestras funciones. Voy a reunir inmediatamente a la comunidad en consejo para el procedimiento de exclusión. Cuando Roberto vuelva de Anjou, designaré un nuevo subprior y elegiré a otro hermano para el scriptorium… Vos nos habéis dejado ya, yo me limito a ratificar vuestra decisión; solo espero que no estéis totalmente perdido y que podáis volver atrás.

Hildeberto se coge la cabeza entre las manos, destrozado como un padre a quien su hijo preferido fuera a asesinar.

—¡Decididamente, no entendéis nada! —exclama de repente Almodius, acercándose al abad—. ¡Preferís perdonar al débil y al infiel, y censurarme a mí por no haber sucumbido! ¡Vuestra justicia arbitraria solo está destinada a los inválidos, y no lamento en absoluto haberlo denunciado al obispo, pues él sí sabrá erradicar el mal! —vocifera, con los puños apretados, a unos milímetros de Hildeberto, que respira cada vez más ruidosamente—. ¡Vuestra presunta clemencia no es sino cobardía, y vuestra fe es la coartada de esa cobardía!

El monje se queda inmóvil frente al abad. El patriarca, repentinamente lívido, tiene los ojos desorbitados y abre la boca sin que de ella salga ningún sonido. Un hilillo de espuma blanca corre por las comisuras de sus labios. Hildeberto se lleva una mano al corazón y se desploma violentamente sobre la mesa emitiendo un ronquido. Almodius está estupefacto. Permanece unos instantes desconcertado, sin saber qué hacer; luego se acerca, despacio e incorpora tímidamente al abad. Hildeberto está blanco y rígido como un cadáver. Almodius se inclina sobre él. Una ínfima respiración parece salir de la boca. El joven monje aparta la mano paralizada del padre y coloca la suya a la altura del corazón: se diría que todavía late, aunque muy débilmente y de manera irregular. Hildeberto no está muerto. Almodius sale corriendo de la celda.

Unos instantes más tarde, Hildeberto está tendido en su camastro, mudo, con el cuerpo yerto y los ojos extraviados. El fuego de la chimenea llena la habitación de sombras rojizas. Fray Osmundo está inclinado sobre él, tratando, con muchos esfuerzos, de hacerle ingerir una poción.

Almodius reza, arrodillado junto al lecho. En el exterior de la celda, todos los hermanos del monasterio, sacerdotes y laicos, han acudido nada más oír los primeros toques de matraca y cantan a media voz el Credo in unum Deum. Osmundo se incorpora y cruza una mirada sombría con Almodius. Este último lo interroga con los ojos.

—No sé, fray Almodius —responde el hermano laico—. Está encerrado en sí mismo, ajeno al mundo…, tiene los músculos y la lengua paralizados. Es el corazón, parece cansado de latir. No tiene fiebre, sino un intenso cansancio interior: la edad, las preocupaciones de las obras de construcción, los recientes acontecimientos… —dice, bajando la cabeza—. La ira siempre es nefasta para el alma. Hay que rezar por él, yo me encargo del resto, con la ayuda del Señor.

—Y la mía, fray Osmundo —dice Almodius en un tono que no admite réplica—. En ausencia de fray Roberto, yo soy el responsable de la abadía… y de los cuidados de nuestro padre hasta que se restablezca.

—Bien, fray Almodius. Voy a la enfermería a preparar los ungüentos y a hervir las hierbas. Tal vez una sangría lo libere de humores perniciosos. Oh, padre —dice, con el ancho rostro barbudo súbitamente bañado en lágrimas—, querido padre… ¿No creéis que habría que ir a buscar al prior y llamar al obispo para la unción? —pregunta a Almodius.

Este ase con mano firme por los hombros al enfermero.

—Vamos, hermano, la aflicción de todos es infinita, pero no ayudará a nuestro padre. Rezar, todos debemos rezar al Arcángel a fin de que socorra a su alma. Fray Roberto estará muy pronto de vuelta para unir su oración a la nuestra, es inútil precipitar el tiempo. En cambio, me parece más prudente llamar al obispo para la unción del enfermo. Voy a enviar a fray Guillermo a Avranches. Nuestro padre debe reposar en la quietud y la serenidad; me ocuparé también de que los hermanos no lo perturben. Vos y yo nos relevaremos para acompañarlo, mientras nuestros hermanos dirigen al Señor sus ardientes plegarias. Cuento con vos, fray Osmundo.

Almodius se vuelve y observa, a través de la única ventana de la celda, los rostros interrogadores e inquietos de los monjes. Sale para informarlos del estado del enfermo e impartir órdenes. Mientras habla en un tono de semiduelo, su mirada se cruza con la de Román, dura como una piedra y que parece desafiarlo con una acusación sin palabras. Pero el constructor permanece en silencio y se suma a sus hermanos, que se dirigen a la iglesia para implorar a san Miguel con sus lágrimas puras y su ardiente plegaria.

Esa noche, una gran calma se apodera de la montaña, una calma que no es la paz sino la espera sumisa de la decisión suprema. El propio cielo contiene sus accesos vespertinos: las nubes grises desaparecen, el temeroso sol se difumina poco a poco y la noche mate se abre paso como si nada, ligera y delicada como el pétalo de un cáliz lunar. El mar ha ido a adular a la tierra con una dulce canción, a balbucir a la roca un murmullo escurridizo. Arriba, todo está en suspenso. La obra parece abandonada y los pescantes erigidos parecen acunar a ahorcados imaginarios. No hay estrellas en la oscuridad. No hay luz en la iglesia, que la noche despuebla de humanos e invade de espíritus. Tan solo brillan las ventanas semicirculares de la capilla de San Martín, en un halo amarillo.

Al día siguiente, viernes, Rolando de Aubigny llega a galope tendido, con marea baja. El abad continúa entre la vida y la muerte, mudo y paralizado, a caballo entre los dos mundos. Almodius no se ha separado de él ni un instante; ha pronunciado las tres oraciones que habitualmente recita el prior a los enfermos cuyo estado es crítico, ha entonado el Confíteor por Hildeberto, que no puede hablar, y le ha administrado él mismo los remedios, mientras que Osmundo se ha unido a sus hermanos, que han rezado toda la noche en la capilla. Poco después del rojo amanecer, al salir del santuario cuyas piedras le hablaban de Moira, Román ha intentado ver a Hildeberto, pero el subprior se lo ha impedido cerrándole la puerta de la celda en las narices. Román no ha insistido para no provocar otro conflicto y se ha encaminado hacia la obra mientras llegaban los escasos jornaleros que no habían dormido allí. El alma de Román oscila entre Hildeberto y Moira, los dos seres amados de suerte desconocida, que puede dar un giro radical en cualquier momento, y por los que solo puede rezar. Román suplica al Altísimo sin amargura, con ardor y esperanza, seguro de que el cielo acudirá en su ayuda. Esa noche, de pie en la capilla de San Martín, todo su ser se ha dirigido al Arcángel con un amor nuevo que nunca había sentido antes: un amor sin inquietud, sin aflicción, sin arrepentimiento, totalmente de cara al futuro, que él sitúa con confianza en la boca del primero de los ángeles, cuya respiración ha notado que le acariciaba. Sí, en lo más profundo de las tinieblas nocturnas, el invisible lo ha envuelto en su aliento azulado.

Al ver al obispo y su séquito, una absurda esperanza, que le recuerda el momento místico de la última noche, se adueña de Román. Sale al paso del prelado y espera.

Pero Rolando de Aubigny pasa por delante de él sin detenerse, sin siquiera verlo, y entra en la celda de Hildeberto. Fray Osmundo es despachado de inmediato. Almodius y Rolando se quedan solos con el abad para ungirle los ojos, las orejas, la nariz, los labios, las manos, los pies y la zona lumbar, vías de acceso a los pecados, y redimir sus faltas, que han irrumpido por los cinco sentidos, lavando un crucifijo con agua y vino, un modo de representar las cinco llagas de Cristo que borran los pecados de los hombres. Mientras tanto, Román interroga a su amigo Osmundo, que no le dice nada nuevo sobre el estado del paciente. Hay que seguir esperando y rezar.

Sábado. Segunda noche de oración. Esta vez, el efluvio azul tenía un olor extraño, fuerte, repugnante, de plumas de pájaro devoradas por el fuego. A Román le habría gustado decírselo a Hildeberto, pero el padre abad sigue inconsciente, ha dicho Osmundo, y estrictamente vigilado por Almodius el cancerbero, ha pensado Román. El día anterior no trascendió nada de la conversación que el obispo y el subprior habían mantenido después de que el prelado administrara los últimos sacramentos al abad. Nada sobre Moira. Sin embargo, una voz que posee la suavidad de la exhalación celeste ordena a Román no perder la fe en ella, en él, en su protector alado, que permanece vigilante. En el secreto de una súplica silenciosa a san Miguel, incluso le ha perdonado a Almodius su infamia hacia la joven: la total abnegación del subprior hacia el anciano abad enfermo, ¿no es la prueba de su remordimiento y de su voluntad de redimirse?

En el transcurso del día, el semblante del padre abad se ha tensado en un rictus semejante a una sonrisa, y el anciano ha abierto los ojos antes de precipitarse de nuevo entre los dos mundos. Han enviado a un mensajero para informar al duque Ricardo, mientras que Osmundo y Almodius han extendido un cilicio en el suelo, han trazado una cruz de ceniza y han depositado encima el cuerpo petrificado de Hildeberto.

Tercera noche en la capilla de San Martín, entre el sábado y el domingo, entre la luz y la sombra, entre ángeles y demonios. El vapor celeste no llega para reconfortar a Román. Siente un frío húmedo y glacial entre las costillas, junto al corazón, y le cuesta respirar. Cuando el cielo dominical empieza a clarear, Hildeberto despierta de su largo sopor. Almodius levanta la cabeza.

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