Presa de angustia y de dudas, Román alza los ojos hacia el doble cielo de piedra en forma de escalera. Reza. Quisiera destruir los altares gemelos con sus manos, romper el granito de los pilares, incendiar el lugar sagrado y acabar con ese olor que percibe tan cerca…
—Divino Arcángel —invoca—, guíame. ¿Qué camino debo seguir? ¿Debo guardar este terrible secreto? Yo… yo podría, materialmente, modificar los planos de mi maestro, no destruir esta iglesia desde la que me dirijo a ti y que debía transformar en bosque de pilares apoyados en la roca para sostener la nave de la gran iglesia abacial, que se alzará justo encima de mí. La capilla de San Martín, en la ladera de la montaña, es la que debía servir de contrafuerte exterior a los muros de la nave. La única solución sería derribar la capilla y utilizar esta iglesia, intacta, como cripta de sostenimiento de la nave, una cripta subterránea, oscura… Por supuesto, habría que reforzar esta construcción —dice Román, mirando a su alrededor—, duplicar el muro en el lado sur, hacer más grueso el pilar central, añadir una extensión al oeste de la iglesia para que aguante los tramos de la nave sin venirse abajo… Todo eso no exige excavar la tierra, sino convencer a Hildeberto. Quizá podría persuadirlo gracias a la gruta de Auberto, que ocupaba este emplazamiento y cuyo espíritu sagrado destruiríamos al mismo tiempo que estos muros, pero ¿debo hacerlo? ¿Debo conservar esta iglesia? Mi maestro, Pedro de Nevers, no lo deseaba. Mi maestro, mi querido maestro, cómo os echo de menos…
Román cierra los ojos. Nota el peso de los pergaminos de Pedro de Nevers bajo la cogulla, contra su pecho; tiene la sensación de que los planos le queman la piel, penetran en su sangre, se graban en su corazón. De pronto se levanta, congestionado.
De pie en la iglesia, escruta la imagen de la Virgen negra como si fuera una persona, o un monstruo surgido de las tinieblas contra el que debe luchar solo, con su regla a guisa de espada. Deja caer su vara de constructor, que desde hace varios días ya no le sirve de bastón. Después se arrodilla ante el altar.
—¡Querido maestro! —exclama, con la cara entre las manos—. Soy incapaz de traicionaros. Estad en paz junto al Señor, todo se hará de acuerdo con vuestra voluntad. Amo a esa mujer, sí, siento por ella un amor casto, sin ultraje de la carne. Ese amor me atormenta, pero no puedo luchar, so pena de destruirme a mí mismo. Lo acepto, pues, como una ofrenda del cielo, que me ha puesto a prueba. Sigo amando igual a Dios y a los ángeles, y la amo a ella como a una hermana perdida a la que debo reconciliar con Dios y los ángeles. La incluyo en mi adoración del Todopoderoso. Intento aportarle paz. Ahora, guiada por las cadenas que la mantienen esclavizada, me pide un falso acto de amor que me haría caer también a mí en la servidumbre al traicionar la memoria de mi maestro. ¡No, no puedo! Santa madre —le dice en un murmullo a la imagen—, vos que sois mujer, ayudadme a anunciarle a Moira que su causa está perdida. Esta noche iré a Beauvoir. Dadme fuerzas para no flaquear delante de ella, a quien voy a quitar la razón de vivir…, a quien voy a arrebatar el pasado y el futuro. Ella es huérfana de padres; esta noche se quedará huérfana de todo su pueblo.
El agua tiene el color de la tinta que utilizan los monjes en el scriptorium. El pequeño lago, bordeado por una primavera de verdes estampas, es para Moira un libro de historia sagrada: todas las mañanas va allí a leer la leyenda construida por su pueblo a lo largo de los siglos. El pantano es, pues, sagrado a la manera de un libro, es una puerta: un paso hacia un mundo donde el tiempo ha sido vencido, donde habitan, en palacios de oro y de cristal, seres inmortales que a veces van a buscar a los vivos para conducirlos, en una barca de vidrio, a la paz eterna. Moira escruta durante horas la superficie del agua oscura, esperando que un dios haga aparecer ante ella la entrada a la sociedad de alegría y delicias donde sabe que está su padre. Pero los héroes permanecen escondidos en el fondo del lago; a ella, que es mujer, no la llevarán nunca al Sid.
Al igual que su madre, Moira regresará a la humanidad en otro cuerpo, y todo cuanto puede desear es que un día su alma se reencarne en un hombre y sus proezas le abran la puerta de los dioses. Ella no los ve, pero los siente agazapados bajo el agua, mirándola. A veces le envían señales. Cuando murió su padre, un perro, su mensajero, entró en la cabaña de Beauvoir y los condujo a su hermano y a ella allí. Un cuervo planeaba sobre el lago; Morigan, la diosa madre, el hada de la muerte y de la fertilidad, la que sobrevuela los campos de batalla para escoger a los futuros difuntos y aparearse con los héroes. Brewen y Moira comprendieron que había escogido a su padre, que lo había acompañado al Sid y que había que hacer una ofrenda a los espíritus de la marisma para darles las gracias. Moira también se preguntó si la profetisa de la desgracia no había ido también a ponerlos en guardia contra un peligro. Desde su última entrevista con Román, está convencida de ello, convicción reforzada por el hecho de que el cuervo ha vuelto, graznando, al borde de la charca. Brewen le ha dicho, por gestos, que si la muerte merodea a su alrededor es que se encuentra expuesta a un grave peligro, pero la joven solo piensa en el secreto revelado a Román. Esa mañana se ha teñido las cejas de negro, se ha coloreado las mejillas y se ha recogido el cabello en largas trenzas que caen sobre sus hombros como adornos. Va envuelta en una gran capa de lana rojo vivo, el color del saber, pero también el de la guerra. Esa capa pertenecía a su padre. Jamás se habría permitido ponérsela, pero hoy todo es diferente; para poder dirigirse a los dioses y pedir su ayuda, Moira debe ser el símbolo encarnado de las dos cualidades más importantes que posee su pueblo, debe representar el conocimiento y la energía combativa.
De pie en la orilla, contemplando la oscuridad del estanque, se pasa las manos por detrás del cuello y se quita la cruz bautismal, un pequeño crucifijo de madera que cuelga de un cordoncillo. Alarga el brazo con el crucifijo en la mano y, de repente, lo arroja al agua. Tiempo atrás, sus antepasados daban en ofrenda las espadas curvas del enemigo derrotado, o el cuerpo vivo y atado del rival, mientras que los vencedores de la batalla se dedicaban a decapitar a los adversarios muertos y ataban la cabeza al cuello del caballo, a modo de trofeo. Ella quisiera abrazar la cabeza y el cuerpo de su enemigo, que tal vez sea su salvador si suelta su arma, ese símbolo cristiano que los dioses del Sid pueden vencer. Moira extrae del bolsillo un minúsculo objeto que le había dado su padre y que la noche anterior sacó de su escondrijo.
Es una cruz de oro y hueso que resume todos los conocimientos cosmogónicos y metafísicos de los druidas, una cruz en cuyos cuatro brazos, de oro e iguales, hay grabados pequeños signos geométricos pertenecientes a la escritura de los druidas y del dios Ogmios: los ogams. Esos símbolos representan los cuatro elementos: el agua abajo, el fuego arriba, el aire a la derecha y la tierra a la izquierda. Los brazos nacen de cuatro círculos centrales: el más pequeño es el círculo de Gwenved, que representa la ascensión del alma junto a los dioses; el segundo es el círculo de Anuim, el círculo del abismo; el tercero, el círculo de Abred, representa el destino dividido equitativamente entre el bien y el mal; por último, el círculo de Keugan, el más grande, es aquel del que salen las almas, en forma de chispas, para emprender la migración hacia otros cuerpos. Esos cuatro círculos están trazados sobre un trozo de hueso de forma circular insertado en la cruz, un amuleto que se remonta a los orígenes de su pueblo, a la época en que los druidas practicaban en el cráneo de los guerreros fallecidos la trepanación ritual, para extraer un opérculo que daba fuerza y valor a los combatientes que lo llevaban encima, mientras que a los muertos con el cráneo perforado los enterraban con muestras de júbilo. Moira besa la cruz druídica y se la pone alrededor del cuello.
—¡Ogmios! —exclama, alzando los brazos hacia el cielo y observando el agua— ¡Dios de la guerra, maestro de la elocuencia, de la escritura y de la magia, señor del reino de los muertos, guía del alma de los difuntos, tu dominio está en peligro! Ogmios, anciano con pelo de león, nuestro enemigo no lleva espada, es un guerrero del lenguaje, lucha por amor, y su campo de batalla es un castillo de piedra que se alzará hasta el cielo… excavando la tierra del Monte. Esa ofrenda que te he hecho, esa cruz, es su arma. Ogmios, no lo destruyas, pues yo amo su amor, pero inspírale, dale las palabras mágicas que le impidan excavar. ¡Que deje de combatir! ¡Que sea vencido sin ser nuestro enemigo!
Unos pasos por detrás de Moira, una respiración roza la corteza de un árbol. Una mano ahuyenta a una abeja que celebra ruidosamente el renacer de sus flores preferidas. Unos ojos redondos y negros espían a la joven con avidez. Al oír su plegaria a Ogmios, el cuerpo que palpita bajo el sayal se apoya en el tronco y ahoga un grito.
Se enamoró cuando ella estuvo al cuidado de fray Román, pero esa mañana es cuando la conoce realmente. Ese descubrimiento lo deja anonadado, aunque no tanto como el del amor entre Román y ella, sorprendido la otra noche en el umbral de la capilla de San Martín. Almodius siempre se ha mostrado indiferente a las mujeres.
Entregado por sus padres a la abadía cuando tenía tres años —con una dote considerable—, no conservaba, como es natural, ningún recuerdo de su madre, y su familia se resumía en una sola palabra: el monasterio. Como la única mujer a la que tenía acceso —y un acceso muy discreto en el siglo XI— era la Virgen, Almodius había crecido con el corazón totalmente volcado en su vocación forzada y rodeado de hombres. Al alcanzar la mayoría de edad, el abad le había preguntado, como hacía a todos los oblatos, si deseaba regresar al mundo. Sin embargo, apasionado por los libros y por la fe, Almodius había decidido quedarse en la abadía como novicio, antes de pronunciar los votos y hacerse monje. Los libros que leía y copiaba con tanta aplicación le revelaron la existencia de María Magdalena y de algunas mártires de los comienzos del cristianismo que perecieron en el circo, devoradas por los leones por no haber renegado de su fe en Jesús, pero no comprendió su poder místico. En las fieles presentes en la misa, el maestro del
scriptorium
solo veía senos maternos, e incluso llegaba a preguntarse, como muchos en su tiempo, si Dios había dotado de alma a esas criaturas. Al ver por primera vez a Moira, en la cabaña de Beauvoir, Almodius había sufrido una conmoción: el desprecio que sentía su mente por las mujeres no había experimentado ninguna variación, pero una sensación fulgurante y desconocida se había apoderado de su cuerpo, una violenta atracción física, un instinto salvaje, un deseo de posesión que se había convertido en una obsesión. El cuerpo del subprior parecía poseído por el Maligno, y la causa era esa mujer a la que odiaba, por naturaleza y por las circunstancias. Cada visita al constructor constituía una tortura insoportable: dividido entre sus pulsiones sensuales por la joven y sus deberes morales para con el enfermo, movilizaba todas sus fuerzas para ocultar su inclinación malsana. Hubiera querido arrancar en el acto a su infortunado hermano de las garras de ese demonio, al tiempo que había deseado estar en su lugar, agonizando en ese lecho, al alcance de Moira. Sí, pese a las heridas de Román, había envidiado su suerte, y en cuanto este había dado muestras de que iba a vivir, Almodius se había apresurado a trasladarlo al monasterio, a alejarlo de esa hembra, como él mismo había creído alejarse también. Pero la diablesa no lo había dejado en paz; lo atormentaba día y noche, le insuflaba un veneno de fuego que paralizaba su voluntad, excitaba su imaginación, se adueñaba de su carne como un animal carnicero. En el límite de sus fuerzas, y no sabiendo cómo liberarse de la carcelera de su cuerpo, había empezado a espiarla en secreto. Dado que su rango de subprior lo liberaba de la clausura de la abadía, en cuanto las obligaciones de su cargo se lo permitían, montaba en un caballo y se dirigía al galope a Beauvoir, donde, agazapado entre la maleza como un vulgar bandido, vigilaba las idas y venidas de la perversa criatura. Así es como había descubierto el paseo diario de Moira al lago. Esperaba verla bañarse desnuda, pero ella nunca se sumergía en aquellas aguas; las miraba como Narciso frente a su espejo, contemplando durante horas su demoníaca belleza. Solo su hermano, el sordomudo, se había mojado un día las manos y había emitido unos sonidos odiosos que parecían graznidos de cuervo. Almodius había sido infortunado testigo de la relación entre Moira y Román por casualidad; esa noche, presa de visiones infernales, como le sucedía a menudo desde su más temprana edad, se había despertado antes de vigilias y se había levantado para alejarse del inocente sueño de sus hermanos. La tormenta desatada en el exterior coincidía con su estado de ánimo, de modo que había encontrado refugio en el desencadenamiento de la naturaleza, insensible al frío nocturno y a la lluvia, en armonía con la furia del mar y la exaltación del viento. Luego, decidido a expiar sus pesadillas, iba a confesar sus faltas a Dios y a purificar su carne del deseo de esa mujer con ayuda de las disciplinas, tal como hacía desde que la tentación le hacía sufrir demasiado. Hildeberto prohibía a sus hijos que recurrieran a la mortificación; para él, al igual que para la mayoría de los hombres de su tiempo, la Pasión era ante todo un acto de amor, no de tortura, y los religiosos que se infligían suplicios voluntariamente eran unos orgullosos y unos exaltados, que se vanagloriaban de un sufrimiento egoísta e inútil en lugar de servir a Dios a través del amor a los hombres, quienes sufrían involuntariamente. Así pues, Almodius tenía un escondrijo en su despacho de jefe del scriptorium, donde guardaba las disciplinas. Para llegar a su guarida clandestina, no tenía más remedio que pasar por delante de la capilla de San Martín. Primero le había parecido ver la sombra de un espectro y había tenido el tiempo justo de esconderse detrás de un contrafuerte de la capilla. Habría preferido ver a un fantasma del abismo, al propio rey de los ángeles caídos, antes que asistir, aterrado e impotente, a esa escena infecta entre aquellos a los que inmediatamente tomó por amantes.
Ha sido más ingenuo que un novicio: esa criatura ha acogido a su hermano semanas enteras en su seno, en su antro, sin testigos… Un enfermo postrado en la cama, ¡qué presa tan fácil! El Demonio no tiene escrúpulos, se apodera de su víctima… Román… ¿Cómo se las ha arreglado para seducirlo? Román es un aristócrata, como él, pero no un oblato normando encerrado en un monasterio desde los tres años; él nació lejos de allí, ha visto mundo con su maestro, Pedro de Nevers, recorrido valles, mares…, quizá hasta ha conocido mujeres. Ha debido de hablarle a Moira de otras tierras y ella le ha ofrecido la suya, que apesta a pecado y corrupción; de noche, despliega sus encantos sulfúreos hasta el corazón de la montaña sagrada, hasta la morada del Altísimo.