La promesa del ángel (21 page)

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Authors: Frédéric Lenoir & Violette Cabesos

Tags: #Histórico

BOOK: La promesa del ángel
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Miedo. Un miedo nuevo y brutal ha guiado la reacción del monje. El poder de las entrañas de esa tierra es real. Todo lo que le ha contado Moira ha adquirido en ese instante un significado distinto.

—Bien —dice ella, temblando—. Como quieras.

Moira se levanta. Él mira la cruz del altar, el humo de los cirios le produce picor en los ojos. Le cuesta mantener una respiración regular. Se ahoga. Ella lo coge del brazo sin encontrar resistencia. Lo guía hacia la salida, como un segundo bastón. Mira su destino de cara, escruta el futuro de su historia, que está exclusivamente en manos de ese hombre que roza su costado. Moira entreabre la puerta de la capilla de San Martín. Una ráfaga de viento le azota los cabellos. Todo está oscuro, sometido al golpeteo del aire y del agua, que una vez más, en su pasión guerrera, se ensañan con la montaña. Adivina en lo alto la silueta de la iglesia y nota el calor del cuerpo de Román. Con un ademán desesperado, se vuelve hacia él y lo abraza.

—Román, Román… Quiero decirte que…, decidas lo que decidas, mi amor por ti no disminuirá.

Román la estrecha contra sí, tímidamente al principio, un poco asustado, y luego con más segundad. El bastón cae al suelo cuando la rodea con ambos brazos. Tiene la sensación de que su alma se llena de una tibieza suave, de una ternura nueva, que destierra la violencia de su angustia y la opresión del dilema. No dejar escapar ese instante… Atrapa al vuelo un mechón rojizo azotado por el viento, refugia el rostro en el perfume salado de la abundante cabellera. ¡Que ese momento sea la eternidad! ¡Que las palabras se rompan como las olas contra la montaña, que el viento que los acosa atenúe su diferencia, que la lluvia ahogue la memoria y se la lleve en su torrente de fango!

—Román…, nuestro amor nos hace inmortales —dice Moira.

Él se desase y la observa, intrigado por su observación, pero la noche le impide distinguir la expresión de su rostro. Ella se vuelve y, sin otra fórmula de despedida, se va. Román se queda solo con el viento, con el ruido atronador de los elementos furiosos. Después se dirige cojeando al dormitorio.

Mientras Román renquea en la oscuridad, una forma alargada se mueve en la esquina de un contrafuerte exterior de la capilla.

Con una linterna apagada en la mano, avanza siguiendo el muro del santuario y se dirige al scriptorium. La luz azulada de la luna permite ver la gran cerradura. Una llave gira con dificultad. La silueta entra y cierra la puerta con llave. Una vez en el interior, enciende una vela. La llama ilumina el semblante surcado de arrugas del hombre, su piel amarillenta como un viejo pergamino, sus ojos negros, de los que brotan lágrimas que hunden todavía más su rostro demacrado. Atraviesa la gran estancia de amplias ventanas, vacía de humanos pero abarrotada de pensamientos griegos y latinos que recubren las paredes y destacan sobre las mesas, junto a plumas y tinteros de colores vivos, y presidida por una monumental chimenea. Al fondo de la sala, el monje abre una puerta y entra en un minúsculo despacho, donde los últimos trabajos de los copistas esperan para ser revisados. Deja la vela sobre el pupitre. Almodius se postra de hinojos y rompe a llorar en silencio. El oscuro sayal es deformado por los espasmos. Unas manos grandes y finas, manchadas de tinta, sujetan la cabeza. Finalmente, un sonido escapa del pobre cuerpo, un gemido de animal al que están degollando. El monje se desploma, cae boca abajo al suelo del despacho. Gime, pronuncia palabras ininteligibles. Se arrodilla de nuevo, tiende la mano y saca de una cavidad escondida unas disciplinas, azote de tiras de cuero tachonadas de bolas de plomo. El hábito del subprior cae sobre su cintura. La blancura y la delgadez de su espalda aparecen como una débil luz.

—¡Señor todopoderoso, acude en mi ayuda! —suplica con voz quebrada.

Con los ojos cerrados, Almodius empuña las disciplinas y se azota violentamente la espalda mientras murmura una oración. Las bolas de metal trazan en la piel desnuda pequeños surcos granate, finas líneas de sangre desde las caderas hasta los hombros. Almodius respira hondo, se concede una tregua y se aplica de nuevo las disciplinas, con un movimiento regular e ininterrumpido. Un estremecimiento de dolor le sube por los omóplatos, tiene los labios apretados, unas perlas rojas gotean sobre los pliegues del sayal. Su espalda no tarda en estar en carne viva, en convertirse en una herida abierta de un bello color carmín brillante. Doblado sobre sí mismo, reprime gemidos de dolor. Finalmente, suelta una palabra largo tiempo retenida, una rabia que escupe en un susurro. A medida que la sangre chorrea bajo el hierro, el susurro se convierte en grito:

—Moira… Moira… Moira… ¡Moiraaa!

Capítulo 7

—¡Toma, Jo, salchichón con mantequilla y pepinillos! —se oyó, al tiempo que una mano tendía un sándwich por el agujero.

—Hoy no hace calor —dijo Paul, arrodillado al borde del enorme barranco—. ¡Te va a dar algo!

Johanna sonrió al director del yacimiento. Su anorak de plumas de oca estaba manchado de barro, al igual que sus largos cabellos. Con un pincel suave, desprendía una de las piedras del cuadrado de tierra que tenía asignado, de altura desigual y delimitado por cintas, estacas y números.

Paul también sonrió. El eminente profesor de la Universidad de Lyon sentía un gran afecto por su ayudante, la única mujer del yacimiento desde hacía dos años, aun cuando a veces no entendía su comportamiento. Veía con malos ojos la relación de la joven arqueóloga con François, que para él era un mandarín aferrado al poder. Pese a la discreción de los dos amantes, todos comentaban esa relación a espaldas de Johanna. Delante de ella, Paul y los demás fingían no saber nada, puesto que ella no hablaba nunca de su vida privada.

A menudo, Johanna soñaba que su trabajo no era un trabajo de equipo y que un día excavaría sola, donde y como mejor le pareciera, evitando la promiscuidad de los humanos en beneficio de una intimidad total con las piedras. No obstante, apreciaba mucho a Paul, un gran enamorado de Cluny y miembro del jurado que había evaluado su tesis: «Las excavaciones del arquitecto norteamericano Kenneth John Conant en el yacimiento de Cluny III de 1928 a 1950: éxito arquitectónico y esbozo arqueológico», ochocientas páginas en las que había demostrado que, pese a su aportación inestimable al conocimiento de Cluny, la mayor abadía medieval desaparecida, el célebre investigador había pasado por alto ciertas pistas arqueológicas que seguían pendientes de explorar. Cuando, tres años más tarde, le encargaron a Paul dirigir una gran campaña de excavaciones en diferentes lugares del yacimiento, le pareció apasionante tener como ayudante a la autora de esa tesis, que empezaba a aburrirse en su laboratorio del Centro Nacional de Investigación Científica. En esa época, el cuarentón se debatía con los trámites de su divorcio y habría estado encantado de que el reconocimiento profesional de Johanna hacia él se transformara en un sentimiento más personal. Pero la atractiva arqueóloga parecía vivir solo para el trabajo y Paul, que era tímido, no se atrevió a confesarle su interés por ella. Juntos habían hecho centenares de levantamientos piedra a piedra, sondeado el claustro del siglo XVIII donde reposaban el claustro medieval y los restos de Cluny II, tal como llamaban en su jerga a la iglesia de San Pedro el Viejo, la segunda abadía, el triple de grande que la primera, acabada en el siglo XI y derruida en el XII para permitir que el abad Hugo de Semur construyera la tercera abadía, Cluny III, la maior ecclesia, la iglesia más grande de toda la cristiandad medieval, que después de la Revolución tardaron veinticinco años en demoler.

Desde hacía seis meses, el amor de Paul y de Johanna, aunque seguía sin ser recíproco, iba encaminado en la misma dirección: la mítica tumba de Hugo de Semur, sexto abad de Cluny y promotor de la gran iglesia Cluny III, que había dirigido la abadía durante sesenta años, de 1049 a 1109, y fallecido a la venerable edad de ochenta y cinco años. En su tesis, Johanna había recordado que, en la Edad Media, los monjes de Cluny eran especialistas en conmemorar a los muertos. Inventores de la fiesta de los difuntos, el 2 de noviembre, crearon para estos una liturgia riquísima que contribuyó ampliamente a su riqueza material. Eran muchos —laicos y religiosos, pobres y, sobre todo, adinerados— los que, mediante una donación, se hacían inhumar en la tierra de Cluny, garantía de su salvación. Actualmente, la abadía no existía y, no obstante las sepulturas descubiertas, sus entrañas continuaban conservando la mayoría de las tumbas, entre ellas la de Hugo, que estaba en el coro de Cluny III y fue descrita en textos antiguos como la joya del arte funerario cluniacense. En 1928, el norteamericano Conant exhumó unos fragmentos, pero no prosiguió sus excavaciones. Hace unos años, el predecesor de Paul descubrió por casualidad, en un muro alejado del emplazamiento de la iglesia y que databa del siglo XIX, un trozo de friso y de cornisa del mausoleo. Esto había, llevado a algunos especialistas a concluir que el monumento había sido destruido junto con la abadía y que, al igual que la iglesia, sus piedras habían encontrado otro uso. Otros, entre los que se hallaban Johanna y Paul, querían seguir creyendo y reanudar los trabajos inacabados de Conant.

En cuanto llegó Johanna, Paul y ella prepararon juntos un informe para solicitar excavaciones en el lugar donde se encontraba el coro de Cluny III. Pero el emplazamiento del sanctasanctórum de la maior ecclesia ya no formaba parte del terreno de la abadía que administraba Monumentos Históricos, pues se había convertido en… un establo. Se trataba de unos acaballaderos públicos, sí, con sementales, yeguas y potros de pura raza subvencionados por el Estado, pero unos acaballaderos que estaban bajo la tutela del Ministerio de Agricultura, departamento que tradicionalmente no tenía como misión los estudios de arqueología medieval.

—¿Se puede saber en qué piensas, querida ayudante? —preguntó Paul.

El arqueólogo era bajito y regordete, llevaba gafas de cristales gruesos y unos cabellos rubios le crecían como una diadema alrededor de la calva.

—Empiezo a dudar de que la encontremos —dijo ella mirando hacia otro lado, avergonzada de su confesión—. ¡Llevamos seis meses aquí y nada! ¡Mira, Paul! ¡Otra piedra sin ningún interés! No puede ser… ¿Y si nos hubiéramos equivocado? ¿Y si hubiera sido destruida en el siglo XIX?

Las negociaciones entre el Ministerio de Cultura, representado por François, y el Ministerio de Agricultura habían durado más de un año: ridículo a escala del tiempo cluniacense, pero agotador para unos contemporáneos.

Por fin, tras ímprobos esfuerzos, un jueves de noviembre François había conseguido el acuerdo de Agricultura: ocho meses de excavaciones en el jardín de los acaballaderos el año siguiente, de junio a enero. La euforia había barrido entonces sus últimos escrúpulos de hombre casado: esa noche, los sentimientos que cada uno de ellos despertaba en el otro desde hacía un año finalmente se concretaron.

—¿Cómo puedes dudar? —preguntó Paul—. Sabes que es real y que está aquí, te has pasado años preparando una tesis para demostrarlo. Debemos tener paciencia y trabajar más, la encontraremos, estoy seguro.

—Paul, solo nos quedan dos meses por delante para descubrirla. Piensa un poco. Calculamos que medía por lo menos dos metros y medio sin el pedestal. Un monumento de ese calibre no pasa inadvertido, y dentro de nada vamos a llegar a la capa freática. No, yo creo… que quizá hemos escogido mal la zona de excavación…

—¿Cómo? —exclamó Paul, rojo como la grana—. ¡El ábside estaba aquí, en este jardín, bajo este césped! ¡Se ve gracias al brazo del transepto que queda, todo el mundo lo sabe, hasta los más ignorantes!… ¡Tú desvarías, Johanna!

—¡No me grites, Paul! —replicó ella—. ¡Lo que quiero decir es que pudieron trasladarlo a la capilla axial, o a una radial, detrás del deambulatorio, allí! —dijo, señalando un punto imaginario frente a ella—. ¡Y allí no estamos excavando!

Paul suspiró antes de sentarse sobre el lodo.

—Tienes razón, allí no estamos excavando… Somos unos idiotas, porque, total, bastaría con alquilar un bulldozer y derribar el edificio de oficinas de los acaballaderos. En realidad, si pusiéramos dinamita en el hipódromo de al lado sería más rápido. Y ya que nos ponemos, podríamos volar también los establos.

—¡Bestia! ¡Los caballos no!

Johanna sonrió y se sentó al lado de Paul, apoyando una mano en su carnoso hombro.

—Perdona —dijo—. Me he pasado…, como siempre.

Él puso su manaza sobre la mano de la joven.

—No pasa nada, Jo —la tranquilizó—. Estás más enamorada que yo, eso es todo…, quiero decir de san Hugo. No te preocupes. No es muy científico, pero siempre he tenido olfato para esto, ya que no para otras cosas, y aquí presiento algo importante… Aquí, no bajo el despacho del director de los acaballaderos. Confía en mí, está aquí, en algún sitio, vamos a encontrarlo los dos, y se hablará de esto hasta… ¡hasta en Luxor!

Paul había acabado por dejarla sola con sus arrebatos y su sándwich. Como de costumbre, volvería una hora más tarde con un café caliente y el resto del equipo. Johanna había salido de la cavidad para comer y desentumecer las piernas, anquilosadas por estar mucho rato de rodillas dentro del agujero. A veces iba a darle un trozo de bocadillo a Firmamento, un semental nervioso de pelaje negro, brillante y suave como la seda. Los caballos le gustaban, la serenaban. Sus finas patas los hacían parecer muy frágiles, y sin embargo eran muy fuertes. Unos auténticos atletas.

Al salir del establo, se dio de bruces con François.

—¿Tú por aquí? ¡Cómo me alegro de verte!

Desaparecieron en los míseros restos de Cluny III, lejos de la zona de excavaciones. A François le gustaba tratar de recrear con la imaginación la gran iglesia abacial, aunque la tarea era imposible. Desde lo que era la antenave, de la que solo quedaba un trozo de portada, miró a lo lejos abrazando a Johanna por debajo de su largo abrigo de cachemira.

—No consigo imaginar que llegara hasta los árboles, allá… —dijo—. Es prodigioso.

—Pues sí. Ciento ochenta y siete metros de largo, con una nave de treinta metros de alto. Solo San Pedro de Roma la igualó en esto, pero cinco siglos más tarde —explicó Johanna—. François, estaría más tranquila en nuestra capilla; aquí estamos a la vista, temo que nos vean al salir del restaurante…

—¡Vaya! Esta sí que es buena… Normalmente soy yo quien siente ese tipo de temores —confesó—. ¿Ahora es a ti a quien le angustia que nos vean juntos?

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