La promesa del ángel (19 page)

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Authors: Frédéric Lenoir & Violette Cabesos

Tags: #Histórico

BOOK: La promesa del ángel
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Esa noche, cuando tocan a vigilias, se separan sin cruzar palabra, igual que se habían encontrado. Durante un rato, su torso ha permanecido pegado uno a otro, la cabeza de Moira apoyada en el cuello de Román. Se han aspirado sin moverse, sin decir nada, simplemente respirando juntos. La campana ha sonado como si tocara a muerto y ella ha aflojado el abrazo. Él se ha marchado lentamente, ella se ha apoyado detrás de una columna y la piedra estaba helada.

Antes de incorporarse al ejército negro, los ángeles que viven mirando el cielo, él se ha vuelto y le ha dado otra cita, la noche del segundo domingo de Cuaresma.

El ayuno es duro para los pobres. Comienza el miércoles de Ceniza. En la iglesia, el sacerdote dibuja en su frente la cruz de polvo indicativa de su condición de hombres. Seguros de su fin último, se alimentarán de arenques y guisantes, de ballena curada y de oración. En cuanto a los monjes, empezaron la penitencia en las calendas de septiembre. Desde entonces, solo han hecho una comida al día, el prandium, después del oficio de nona; la cena ha quedado suprimida hasta Cuaresma. En cambio, durante esos cuarenta días y cuarenta noches, esa comida única es la cena y se sirve después de vísperas. Así pues, los frailes permanecen en ayunas desde medianoche, en que se levantan para vigilias, hasta vísperas, al final del día, sin dejar de consagrarse a sus tareas habituales, a la lectura, obligatoria durante ese período, y en ocasiones a mortificaciones suplementarias. Se trata de una prueba edificante y agotadora incluso para un monje. Para un convaleciente como Román, responsable, por añadidura, de trabajos tan importantes, es un martirio. Extenuado desde vigilias, arrastra su cuerpo como un peso muerto, luchando para que esa inercia mórbida no contamine a su espíritu. Sin embargo, el ayuno no es la causa de semejante estado. Se trata de un remordimiento moral y de un deseo orgánico que han tomado posesión de él y luchan uno contra otro, destrozándolo: su cabeza se siente culpable del abrazo con Moira, pero su cuerpo está dominado por una tentación, por un apetito desconocido que no lo deja en paz. ¿Por qué no la rechazó? Aspiró su alma, semejante a la de una flor frágil y olorosa… ¿Su alma? ¡Pamplinas! ¡Se ha dejado tocar por su piel, por su aliento, por su carne totalmente entregada! Esa mujer no es mala, simplemente está descarriada, y él es su pastor… ¿Pastor él? ¡Porquerizo sí, manchado de apestoso fango de los animales! El aliento de esa mujer es como el olor que desprende la inmundicia. Es una impía que quiere apartarlo de su camino…, sus brazos eran tan suaves, tan distintos de los de las nodrizas… Ese pensamiento le hace estremecerse. ¡Disoluto, corrupto, traidor de Dios! Román moviliza todas sus fuerzas contra esa emoción, cercana a la enfermedad, que no debe infectar su razón. Debe combatirla sin descanso para extirparla de ese cuerpo vil que se alimenta de ella a todas horas del día y, sobre todo, de la noche. Su cabeza ha llamado «lujuria» a esa diabólica pasión, y él le contrapone el poder purificador de la pasión de Cristo.

La Cuaresma del año 1023 lleva la marca de ese combate singular; fray Román la vive por primera vez como una compunción y una fuente de redención individuales: su carne abyecta debe ser castigada y, pese a la benevolente desaprobación de Os-mundo, a menudo rechaza la única comida del día para no interrumpir la oración.

El segundo domingo de Cuaresma, Román tiene las mejillas hundidas, y su cuerpo enflaquecido, sobre el que baila el sayal, se apoya permanentemente en el bastón. La piel amarillenta de su rostro está reseca y arrugada como la de fray Almodius, pero el monje lleva sus estigmas físicos como el estandarte de su victoria espiritual sobre la impureza; sus ojos grises brillan como espadas, su boca parece congelada en un rictus guerrero. Está impaciente por enfrentarse esa noche a Moira, convencido de que esta vez conseguirá despertar en ella el deseo de convertirse. Pero, después de completas, Hildeberto lo convoca en su cabaña para pedirle que vuelva a negociar el precio de la mano de obra. Harto de ese asunto recurrente que él creía resuelto e irritado por el hecho de que le hagan llegar con retraso a la capilla de San Martín, mientras escucha a Hildeberto, Román imagina al padre abad en el lugar de san Miguel en la sicostasia del tapiz, con sus monedas de oro en un plato de la balanza y los robustos trabajadores en el otro. Pese a su estatura y sus músculos, los jornaleros son ligerísimos en comparación con el peso del dinero de un padre abad y un duque de Normandía. De repente, Moira, que estaba escondida detrás de Hildeberto-san Miguel, vuelca el contenido de la balanza de una patada furiosa, dejando entrever un muslo desnudo bajo la falda, arremangada hasta la cintura… La muchacha desdeña las monedas y se aleja riendo, sujetando de la mano a un porteador de piedra de ojos azules como el cielo.

—¡Fray Román! —dice secamente el abad.

—Perdonadme, padre —contesta Román mirando al abad—, estaba distraído. Debe de ser el cansancio, pero he entendido lo que os preocupa y mañana mismo hablaré de ello con…

—Debería haberos eximido de la Cuaresma este año, hijo mío —lo corta el abad frunciendo el entrecejo—. Vuestro cuerpo todavía está frágil y estas obras consumen vuestras escasas fuerzas. Estas privaciones son devastadoras para vos.

—¡En absoluto, padre! —exclama Román, con los ojos desorbitados.

—San Benito, con su gran sabiduría, asimilaba a ciertos mártires voluntarios con orgullosos exaltados más llenos de pecado que el más pecador de los paganos. A partir de hoy, os dispenso de la Cuaresma. Romperéis el ayuno por la mañana y por la noche, me parece más prudente —dice en un tono paternal—. Necesito un constructor lúcido y fuerte —añade con firmeza—, no un viejo con cara de espectro. Ahora, id a dormir.

—Obraré de acuerdo con vuestra voluntad, padre —contesta Román bajando la cabeza.

Sale de la celda del abad y se dirige, pegado a las paredes, a la capilla de San Martín. Esa noche hay marejada y la borrasca es más violenta que de costumbre. Además, hace frío. Ligeramente encorvado sobre el bastón de madera, se detiene un instante. Apoyado en la puerta de la capilla, escucha cómo el oscuro mar trata de tomar por la fuerza la augusta montaña en un apareamiento demoníaco. La cólera asciende en su interior como las olas. Ha cometido una falta frotando su cuerpo con el cuerpo de esa mujer, pero ¿por qué el abad lo priva de la expiación? Ha cometido una falta no confesándose ante sus hermanos en el capítulo de culpas, protegiendo a esa criatura con la que continúa soñando, pero reconoce continuamente sus pecados ante el Señor. ¿Por qué Hildeberto le prohíbe la vía de la redención? ¿Por qué alimentar esa carne culpable y distinguirlo de sus hermanos de clausura, que practican la abstinencia? Para su mente febril, tratarlo así equivale a señalarlo con el dedo sin darle una posibilidad de redimirse. La borrasca le irrita los ojos como si fuera un ácido y lo penetra, insuflándole su furor. Tiene que convertir a la joven celta. Ahora, la salvación de él también depende de ello. Rabioso, empuja la puerta con el bastón. Aparentemente no hay nadie, aparte de las tinieblas. Un olor fresco combate el viejo incienso de las piedras, en el coro. Román enciende los cirios y distingue en el altar un haz de grandes flores. Coge el ramo y lo arroja sobre las tumbas bretonas.

—Pareces muy contrariado —dice ella a su espalda.

El se vuelve con una expresión en los ojos y en la boca marcada por la agresividad. Moira profiere un grito apagado al verlo.

—¡Román! —exclama—. ¡Estás enfermo! ¡Te has quedado en los huesos!

—Estoy de maravilla —contesta él—. Y si mi carne impura desaparece, no es sino un acto de justicia.

—No lo entiendo. ¿Por qué maltratas así tu cuerpo? ¿Qué ha hecho para merecer semejante castigo?

—Vos deberíais saberlo, puesto que vos sois la causa —le espeta Román con una mirada sombría—. Nuestras intimidades carnales…

Ahora es a ella a quien invade la cólera. El hecho de que ya no la tutee la subleva tanto como sus palabras de fanático y su mirada de demente. La absurda ofensa la empuja a huir, pero la visión de ese cuerpo descarnado y de ese semblante moribundo la conmueve. Román sigue luchando contra la verdad de su amor, flagelándose con una fuerza y un encarnizamiento inusitados. Su violencia se transforma en tristeza. «No, no puedo abandonarlo a sus extravíos, aunque tenga que pagar el tributo de su conflicto interior.» En primer lugar, es preciso calmar la ira de Román. Moira levanta lentamente la barbilla.

—Fray Román —murmura, sentándose en el banco de piedra donde él se ha dejado caer, serena frente al desasosiego del monje—, perdonad mi audacia de la otra noche. Pese a todos vuestros esfuerzos, ya veis que sigo siendo una lamentable cristiana. Pero creo que adivino vuestros tormentos.

Román suspira, al límite de sus fuerzas.

—Al principio —articula trabajosamente, con la mirada ausente y la voz apagada—, los cristianos eran mártires a su pesar, perseguidos por los romanos, mártires testigos de que Dios estaba por encima del emperador de Roma. Pero cuando Constantino se convirtió, el cristianismo ya no fue rechazado sino que, por el contrario, se volvió preponderante. A partir de entonces, los mártires lo fueron por voluntad propia: en Egipto, se marcharon al desierto para atestiguar que Dios era superior a todo. Esos anacoretas totalmente consagrados a Dios, le prometieron pobreza y castidad para demostrar al mundo que solo se podía vivir de Él. Cuando esos eremitas se reagruparon en comunidades nacieron los monjes. San Benito, en la regla que organiza nuestra vida, moderó las mortificaciones que se infligían los Padres del Desierto, pero un benedictino no puede casarse, contrariamente a los sacerdotes del bajo clero secular, a los que sí les está permitido, porque un benedictino hace voto de castidad. Mira —añade, volviéndose hacia Moira—, un monje vive fuera del mundo de los hombres, pues orienta todos esos deseos y su energía hacia Dios. Actualmente, nosotros somos los testigos ante los hombres de que lo más importante es Dios.

Román hace una pausa.

—Si dejo que me invadas —prosigue, mirando a la joven—, si mi corazón, mi cuerpo y mi espíritu tienden hacia ti, aunque solo sea un instante, entonces ya no soy digno de ser monje, porque dejaré de estar totalmente consagrado a Dios.

—Pero… ¡pero tú eres ante todo constructor! —replica ella—. ¡Estás obsesionado con las piedras para tu proyecto!

—Son las piedras de una iglesia, Moira. Es una obra consagrada a Dios. Así es como cumplo mi deber de monje.

Ella no dice nada, tan afligida como llena de conmiseración. Siente de nuevo la tentación de la huida definitiva y del abandono: ¡no puede luchar contra un rival como El! ¡Qué gran error ha sido unir su corazón al de un monje, semejante a la piedra seca y fría de una iglesia! Pero las lamentaciones no sirven para romper su singular vínculo, que se fortalece incluso en la ausencia. Sus ojos contemplan el sayal oscuro, pesado y tosco, que envuelve su cuerpo como un sudario de plomo: ese es el enemigo… Él lo ha dicho: los vicarios se casan. ¿Cómo cambiar ese hábito por una sotana? Vuelve la cabeza hacia las bóvedas de granito. Vana esperanza: un cura de parroquia no construye su catedral. Ella sabe desde hace tiempo que, para Román, la arquitectura sacra no es un deber de monje sino una vocación de hombre, una pasión vital que lo une a Dios, desde luego, pero sobre todo a sí mismo. Ese sol absoluto es el que ha iluminado a Moira y moldeado su amor por él. No, ella no quiere segar esa luz angélica para recoger una nada humana, una sombra sin misterio. Si se marcha ahora, si desaparece de la realidad, sufrirá la pena de la separación física, pero no sentirá remordimientos por haber roto algo mágico que vivirá en ella como una gracia eterna. Continúa mirándolo, graba en su memoria los ojos de crepúsculo y se levanta.

Román sabe desde el principio que ella renuncia. Y sabe que no lo hace ni por respeto a su condición de religioso ni por miedo a luchar contra Dios, sino por amor hacia él. Sin pronunciar palabra, ella lo deja en el banco y le da la espalda. No, no es la criatura que él se ha convencido de que era, lo supo desde el primer instante, allí mismo, y lo ha intentado todo para olvidarla.

Lentamente, Moira se aleja. Román no sabe qué ha hecho. Observa sus manos, trémulas de inanición o de emoción, y la vara de medir que sostiene su cuerpo destrozado. A los treinta años, la edad en que la mayoría de los hombres de su época mueren, él se deja perecer. Después de haber sido salvado, desafía la santa voluntad y se deja dominar por la desesperanza, por la furia del desprecio. Hildeberto tenía razón. Ella avanza por la nave. La puerta de la capilla está a unos pasos. Román ha renegado de sí mismo, hechizado por sus demonios ocultos, que él, equivocadamente, creía vencidos. Incluso ha descuidado las obras de la abadía.

Ella se va, la que le devolvió la vida lo abandona para que viva en paz consigo mismo, se consagre por entero a la obra para la que ha nacido y todo suceda como estaba escrito. Desaparece, va a abrir la puerta en medio de la noche y a volver a su noche.

—¡Moira! —grita—. ¡Espera!

Ella se vuelve. El está de pie en el coro, sin bastón.

—Cuando te hablo de la fe y del Libro —dice en voz más baja—, también es por fidelidad a mi deber de monje. No hemos terminado, falta el final, el templo de Salomón, el advenimiento del Salvador, que redime todas las faltas, la última promesa, y el fin, sí, el fin del mundo terrestre.

De pronto, se tambalea y se agarra a las piedras del banco. Ella vuelve corriendo y lo ayuda a sentarse.

—Escucharé el final de tu historia con una condición, fray Román —susurra a unos centímetros de su cara, con una voz tan vacilante como el cuerpo del monje—. Es la última vez que nos vemos —constata, con un nudo en la garganta—, lo sabemos los dos, y quiero que me hagas un juramento: que no cederás nunca a la mortificación egoísta de la desesperación, que siempre lucharás por lo que te anima, las sagradas piedras…, y sobre todo que no deshonrarás el amor de los vivos —añade, sollozando— por el hecho de no ser Dios ni bloque de granito destinado a Dios. Ellos lo saben de sobra —dice, obligándose a sonreír—, pero eso no hace que sean despreciables. No los ames si no puedes, pero pide su ayuda cuando la necesites, porque están aquí por ti y te desean lo mejor.

Román lucha para no ceder también a las lágrimas. Mirando la llama de los cirios del altar, le coge la mano.

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