—¡En nombre del Todopoderoso! —exclama a cierta distancia—. ¡Dejad en paz a esta gente!
—¡Mira el monje! —dice uno de los bandidos—. No quieres que te quitemos el medio de sustento, ¿eh? ¡Pues ven a recuperarlo, si te atreves!
—¡Banda de golfos! —atruena Román desde lo alto de su montura—. ¡Impíos! ¡Paganos! ¡Es el pan sagrado del Señor lo que robáis, no el mío! ¡Temed al Altísimo, temed por vuestra alma, temblad por las divinas represalias! —añade, intentando pegarles con el palo.
—¡Bah, el Señor puede muy bien compartirlo! —replica un salteador de barba negra, esquivando los golpes—. ¿Represalias, cuando él lo tiene todo y nosotros nada, y no tenemos más que servirnos? Nos perdonará, seguro… Hermanos, ya hemos aguantado bastante, ¡hacedlo callar!
Inmediatamente, los tres perillanes derriban a Román ante los impotentes peregrinos. Mientras el barbudo se apodera de su caballo, ellos lo muelen a estacazos. Boca arriba, el monje alcanza a entrever un trozo de cielo, ese cielo gris como un feliz presagio, antes de que el jefe de la banda se abalance sobre él con su cuchillo de carne. Un dolor atroz en las costillas, en el vientre, los ojos negros del malvado sobre él, y todo empieza a dar vueltas en el color de esa mirada.
El fuego del Infierno es rojo. Despide destellos dorados y broncíneos, y las llamas se enroscan como un mar de bronce. Las olas arden, giran en espiral, desprenden regueros de lava. Una vegetación de color jade, con flores de tilo, crece sobre una estatua de alabastro. Encima de la estatua, un pajarillo sangra batiendo las alas. Y canta.
—Fray Román…, ¿me oís? ¿Me veis?
Román oye. Y ve. Ve las ondas de fuego salir de la estatua de ojos de gema y oye al pajarillo en primavera.
—No os mováis… No tratéis de hablar…
Una sensación de frescor en la frente, en los ojos, en el cuello. Una sábana pasa y aplaca las llamas. Ahí está la criatura, virgen del Diablo, con antorchas rojas revoloteando alrededor de la cabeza, los ojos de un verde transparente, almendrados, en medio de un rostro puro, iluminado por un brillo dorado en la nariz y las mejillas, los labios entreabiertos, sonriendo… El cuello blanco, fino, en el que se ven latir las venas, como si el movimiento de su corazón se difundiera por todo el cuerpo. Román se sobresalta. Y la reconoce.
—Vos… —consigue susurrar.
—Estáis recuperando la memoria, muy bien —dice ella con una sonrisa radiante—. Pero más vale no hablar por el momento… No temáis, el Señor os ha concedido la vida y viviréis. Mi nombre es Moira… Ya nos hemos visto, creo… Un villano, informado por los peregrinos, os encontró hace cinco días después de vuestro acto de valentía. Temiendo que murierais por el camino si os llevaba al monasterio, inundado por el mar, os subió a su carreta y os trajo aquí, a las tierras llanas de Beauvoir. Os estabais desangrando, teníais los ojos cerrados como los de un muerto… Yo os curé las heridas, la fiebre se había apoderado de vuestro espíritu… Vuestros hermanos vinieron, eran cuatro… Fray Osmundo, vuestro enfermero, dijo que no se os podía trasladar mientras Dios no hubiera elegido entre vida y muerte. Fray Osmundo me conoce y, ante la mirada de Cristo, os dejó en mis manos. Todos los días, después de nona, viene a ver cómo estáis acompañado de un monje llamado Bernardo, que sufre por vos. Ayer vinieron otros dos monjes, uno de ellos un anciano de ojos azul cielo, que parecía muy preocupado…
—Hil…
—Chisss… —lo interrumpe Moira, poniendo sus largos dedos sobre su boca crispada—. Veréis a vuestros hermanos muy pronto; mientras tanto, seguiré cuidando de vos.
La joven se levanta y le da la espalda para ponerse a trajinar junto a la enorme chimenea, donde humea un caldero. La larga cabellera roja no le cae sobre los hombros, sino que se separa libremente de la cabeza en aureolas entrelazadas. Sus ropas tienen la sencillez de las prendas de las campesinas, pero la tela púrpura posee la finura de los vestidos de las grandes damas. Lleva un magnífico cinturón, no de piel, sino de metal labrado. Sin embargo, el interior de la casa es como el de los campesinos de la región: paredes de esquisto, suelo de tierra cubierto de espigas, de verbena y de menta; una artesa para la colada, algunos muebles y, por todas partes, remedios. La ensalmadora…, la curandera de Beauvoir…, Moira… Román sonríe al pensar que, después de haber tomado a la joven por un espectro, la ha confundido con un ángel del Infierno cuando parece ser que lo ha sacado de las llamas de la tierra. Le duele mucho el costado, no puede pensar con claridad y siente una terrible pesadez en la cabeza. Un sudor ardiente le gotea en los ojos, y sin embargo, tiene el cuerpo frío como el de un cadáver. Intenta mover una pierna, pero no consigue levantarla. Cinco días y cinco noches… Recuerda su visita a maese Roger, recuerda a los bandidos… Piensa entonces en el abad Hildeberto, que después de la fiesta de octubre se desplazó personalmente para ver cómo avanzaban los trabajos, en su tarea, en el retraso… Mira a Moira, que está machacando hierbas en un mortero. Mira las bolsas de flores y de raíces que se amontonan sobre una gran mesa de madera; mira a la muchacha, recuerda su primer encuentro en la capilla de San Martín…, no le había visto nunca el cabello, porque aquel día lo llevaba oculto bajo un velo. Recuerda el mechón rebelde que tanto lo había turbado. Habría reconocido ese rostro entre una multitud, su memoria no lo había borrado. Esos ojos, ese cuello, esos labios, esa asombrosa cabellera que ya no le oculta, el fuego… Tiene mucho calor, siente un extraño estremecimiento en su cuerpo molido. Piensa en las aulagas amarillas de la capilla de San Martín y el dolor físico se vuelve menos punzante. Moira se acerca y, tras levantarle la cabeza, le hace beber una poción caliente que tiene un sabor amargo.
—No temáis —dice con dulzura—, pero tengo que cambiar las sábanas.
Levanta la manta y la retira hacia los pies del monje.
Para acceder a las heridas, el sayal ha sido cortado desde abajo hasta el muslo y a la altura del pecho, dejando al descubierto un horrible espectáculo: la pierna derecha de Román, inmovilizada con una tablilla de madera, está amoratada; la izquierda está cubierta de costras de sangre seca; el lado izquierdo del vientre está cubierto de compresas de lino del color de la podredumbre; los brazos están vendados y las manos, sus pobres manos, yacen sobre la estera, amarillas e hinchadas, inertes. Al ver ese cuerpo irreconocible, a Román le da un vuelco el corazón. Dirige una mirada de desesperación a su enfermera y, haciendo un esfuerzo sobrehumano, logra reprimir las lágrimas que pugnan por saltársele de los ojos.
—Lo sé, fray Román —dice ella acariciándolo con la mirada—. Pero la fiebre que os ha habitado está remitiendo. Las pequeñas heridas, los tolondros y las moraduras no son nada. La pierna está rota, y el cuchillo pasó cerca del corazón, aunque gracias a Dios no lo tocó. El corte es bastante profundo, pero el tiempo y mis hierbas lo borrarán todo…, con la ayuda de la Santa Madre, por supuesto. Se ha hecho su voluntad, estáis vivo. Lo que hay que evitar es la podredumbre de la carne. Ahora cerrad los ojos, es mejor que no miréis.
Román hace lo que le ha pedido. Curioso personaje, que le cuenta la verdad sobre su estado y exige a continuación que no vea… Con los ojos cerrados, Román tiene de pronto miedo de la oscuridad, como un chiquillo, miedo de irse de nuevo y esta vez no regresar. Sin embargo, se obliga a mantener los ojos cerrados y a respirar. Nota la tela del costado, que es retirada con suavidad, las entrañas infectadas de ese cuerpo extraño, luego una sábana limpia y tibia… Percibe el olor de ella cuando sus cabellos le rozan la nariz… Moira retira los vendajes de los brazos, pone otros, el dolor…, Román respira…, no se acuerda de la piel de su madre, madre de cuatro varones, recuerda el olor de sus nodrizas, las únicas mujeres que lo han tocado, pero no era el olor presente, el olor de Moira: un perfume de hojas otoñales, quizá, de tierra ardiendo, de lluvia salada. Moira desprende una atmósfera de bosque, parece un árbol.
—Ya está —anuncia, subiendo la manta de lana—. Podéis abrir los ojos. He terminado… de momento.
Él los abre y su terror infantil se esfuma. Ella está allí y es hermosa. Para Román, su belleza no es la de un ser humano, refleja una esencia sagrada: la esencia de la Virgen María.
En silencio, Román da las gracias al Señor por haberlo salvado y alaba a ese ángel divino que el Altísimo le ha enviado.
Tal como ella había anunciado, unos monjes van a visitar a Román después de nona. Moira se provee de un saco para recolectar y de un cuchillo y deja a su paciente con Osmundo, el hermano laico encargado de la enfermería del monasterio, y fray Almodius, el subprior. Una sonrisa jovial ilumina el rostro rubicundo de Osmundo, un hombre bajo y rechoncho. Al igual que los otros monjes, Osmundo lleva sayal y tonsura, pero, como todos los hermanos laicos, lleva barba, lo que constituye una muestra de su analfabetismo: el pelo sigue siendo un símbolo de la incultura, de la barbarie incluso, en vista de los largos cabellos y los grandes bigotes de los vikingos. Como ingresó en el monasterio a una edad avanzada, no tiene la obligación de asistir a todos los oficios y, dado que no es sacerdote, le está vedado el acceso al coro de la iglesia, pero forma parte de la comunidad. Reparte su existencia entre la oración, el respeto a la regla y la dedicación a tareas manuales. De este modo permite a sus hermanos instruidos, y por lo tanto cuidadosamente afeitados, consagrarse a la copia y la iluminación de manuscritos antiguos que dan fama a la abadía. Osmundo, descendiente de los invasores vikingos, era el jefe de los escuderos de un noble de Caen. El día que cumplió veinte años, una fuerte coz le rasgó las entrañas. En el lecho del dolor, rogó al conductor de almas que no se llevara la suya y le prometió que consagraría el resto de su vida al Arcángel si no moría. Una vez recuperado, Osmundo cumplió su promesa y, unos meses más tarde, llamó a la puerta de la abadía de San Miguel, cuyo abad lo acogió. Como después de lo sucedido miraba a los caballos con un amor receloso, Osmundo prefirió aprender el arte de las plantas a servir en el establo del monasterio. Durante doce años, ejercitó sus ojos y su memoria con el anciano monje enfermero, y desde que este murió hace unos años, dirige solo la enfermería y dispensa sus cuidados a los monjes, a los peregrinos y, a veces, a la gente del pueblo.
—¡Fray Román, alabado sea el Todopoderoso, por fin has vuelto con nosotros! —exclama, levantando los brazos hacia el cielo—. ¡El Arcángel ha escuchado nuestras plegarias! Nuestro padre ha estado muy abatido por la noticia de tu agresión…, fuiste muy valiente… ¡Mira que atacar a un monje! —dice, apretando los dientes y los puños—. Esos brutos impíos no solo desvalijan a los fieles, sino que desean matar a los servidores del Señor. Miserable país… Ayer —añade más calmado—, Hildeberto vino a administrarte la unción de los enfermos. Estabas lejos de nuestro mundo… Te ungió con el santo óleo mientras pedía perdón por tus pecados y encargó que un sacerdote me acompañara todos los días para confesarte si no despertabas…
—¿Podéis hablar, fray Román? —pregunta Almodius, acercándose—. La mujer dice que no, pero debes hacer un esfuerzo y poner tus pecados en manos de Dios para partir en paz si te llama.
Almodius, alto y delgado, aunque tiene la misma edad que Román parece mayor. Unos ojos negros, como manchas de tinta, brillan en medio de una piel lampiña, seca y amarillenta como los pergaminos que copia con tanto amor. Confiado muy pronto al monasterio por sus padres, ricos y nobles normandos, el niño oblato concentró todas sus fuerzas en el fervor religioso y su inteligencia en el estudio. Desde entonces, su universo sería el monasterio, para toda la vida, y decidió ocupar en él un lugar importante. Bien dotado, apasionado y tenaz, de oblato pasó a novicio y más tarde fue ordenado sacerdote, al tiempo que se convertía en el mejor copista de la abadía. Hildeberto lo ha escogido recientemente para ayudar al prior.
—Sí… De… debo… confesar mis faltas —articula Román con dificultad.
Fray Osmundo frunce el entrecejo.
Sabe que el cuerpo de Román necesita que no se agote hablando, pero su alma exige la confesión; la fiebre puede apoderarse de nuevo del monje y llevárselo, con el alma errante por el peso de sus pecados. Tal como hizo Bernardo algún tiempo antes, cuando el abad anunció el accidente de Pedro de Nevers, Osmundo apoya una mano reconfortadora en el hombro de Román. Luego sale en busca de Moira para preguntarle su opinión sobre la evolución del enfermo. La joven está a dos pasos, acariciando los caballos de los monjes. Almodius se queda solo con Román.
Cuando fray Osmundo y Moira entran de nuevo en casa de la curandera, Román está inánime. De rodillas en el suelo cubierto de flores, Almodius reza a su lado.
—¿Qué ha pasado? —pregunta Moira, precipitándose hacia el lecho.
Almodius se levanta y, con una mirada, detiene el avance de la muchacha.
—Se trata de un simple desvanecimiento —responde, mirándola de hito en hito—. Su cuerpo está exhausto, pero su alma está libre y purificada. Si el Altísimo así lo ha decidido, ahora puede llevárselo. Mi hermano irá, guiado por el Arcángel, al reino de los cielos.
Moira comprende que Román se ha confesado y que, a causa de su extrema debilidad, se ha desmayado, exponiéndose a no recuperar el conocimiento. La muchacha no se atreve a replicar al hombre de Dios, de pie junto a la cabecera de su hermano, cual guardián de las puertas del Paraíso, y se limita a observar los ojos del subprior, que miran fijamente, con dureza y determinación.
—Ahora vamos a dejaros —interviene Osmundo—. Falta poco para vísperas y las aguas van a subir. Continuad cuidando de él, nosotros rezaremos… Volveremos mañana. Estoy seguro de que se encontrará mejor. Gracias por vuestra abnegación y por la ayuda que le ofrecéis.
Cuando los monjes se han ido, Moira se sienta en el borde de la cama y toca con una mano la frente de Román. No tiene fiebre. Pero solo Dios sabe por dónde vaga su espíritu. La joven atizó el fuego de la chimenea, trajina un buen rato con sus morteros y sus calderos, y regresa junto a él. Le retira la verbena seca de la herida purulenta del vientre y la sustituye por verbena fresca recién hervida. Sobre las fracturas de la pierna, aplica una cataplasma caliente de hojas verdes de malva, cocidas en una olla nueva con una cantidad de raíces de llantén equivalente a cinco veces su peso. Embadurna las pequeñas heridas y los tolondros con una pasta maloliente compuesta de bulbos de azucena majados con grasa de cerdo. Por último, le envuelve el pecho con hiedra terrestre, le pone salvia en la frente, le abre la boca y le coloca unas hojas de albahaca bajo la lengua. Lo mira unos instantes; parece dormir plácidamente. Entonces se levanta y va a preparar una sopa para cenar su hermano y ella.