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Authors: José María Latorre

Tags: #Terror

La profecía del abad negro (21 page)

BOOK: La profecía del abad negro
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Después de que hubo desaparecido, todavía me quedé mirando hacia allí, como hipnotizada, sin acabar de creerlo. Todo había acontecido de tal forma que un sólo minuto de diferencia nos habría costado la vida.

—Menos mal que hemos tardado en salir del agujero de la bodega —pensé en voz alta, porque tenía ganas de expresar mi alivio—. También ha sido una suerte que hayamos perdido unos minutos cambiándonos de ropa; si hubiera sido un rato antes nos habría atrapado.

Geoffrey y Camille no hicieron comentario alguno y me di cuenta de que respiraban agitadamente y tenían la frente perlada de sudor. Aunque traté de poner de nuevo en marcha el vehículo, el motor no respondió a ninguno de mis sucesivos intentos. El cielo se iba abriendo por encima de nosotros en un amanecer lívido, espectral.

—Tendremos que seguir a pie hasta la abadía —dije.

Los dos hermanos siguieron guardando silencio, pero bajaron del vehículo. Geoffrey no había soltado la vara de fresno y seguía estrechándola contra su pecho, como si se tratara de una preciada posesión.

—Si pretendemos acabar para siempre con el abad negro, se nos olvida un detalle importante: hace falta agua bendita —dijo—. Lo leí en el cuaderno de nuestro antepasado. El agua es una buena arma y en la abadía sólo hay un pozo seco… No podemos ir sin llevar agua.

Sus rasgos habían adquirido una repentina dureza.

—¿Y se te ocurre algún sitio donde conseguirla? —inquirí, reconociendo en mi fuero interno que hasta entonces no había pensado en ello.

—En el colegio —repuso triunfalmente, señalando el sombrío edificio, cuya fachada parecía estar todavía sometida a la tutela de la negrura de la noche—. Hay agua en el bar y en los lavabos y agua bendita en la capilla… Y también habrá botellas.

Entonces me acordé de que la puerta del Hampton College estaba cerrada con llave. Abrumada por los hechos, no había tenido ocasión de contar a los dos hermanos lo acontecido en el colegio, y la sola idea de que tuvieran que ver alguno de los dos cadáveres me resultaba insoportable, excesivo para una sola noche. Incluso lo era para mí misma; y sin embargo, la sugerencia del muchacho no podía ser más acertada.

—Solamente podemos entrar por la ventana de la portería, porque la puerta está cerrada. Aún no he tenido ocasión de explicároslo, pero el abad negro ha matado a Mrs. Gregson y a Dick Higgins, y ha estado a punto de matarme a mí. Los cuerpos están dentro… Es largo de contar… —les dije.

—No me costará hacerlo —repuso Geoffrey mirando calculadoramente la cristalera rota de la ventana.

—Iré yo también. No podemos separarnos…, no me fío. ¿Quién nos asegura que ese ser no ha buscado refugio dentro del propio colegio?

Una sombra de pánico nubló por unos instantes la mirada del joven, pero se sobrepuso enseguida. Camille permanecía muda, como si el miedo la hubiera enmudecido.

—Si quieres, espéranos fuera —le dije—. El abad negro no se expondrá a la luz del día ahora que ya ha amanecido.

La muchacha asintió con la cabeza y, apoyada contra el taxi inutilizado, nos siguió con la mirada mientras subíamos por la escalera. Dejé de mirarla en el momento en que saltamos por el ventanal para entrar en la portería. Aunque habían transcurrido muchas horas desde mi odisea y la luz había sustituido a la tiniebla, el doble recuerdo del acoso del abad negro y las cuencas vacías de los dos cadáveres me pusieron un nudo en el pecho. Es lo primero que me vino a la mente cuando nos asomamos al oscuro vestíbulo, en el que no quise utilizar la linterna.

Como Geoffrey conocía mejor que yo las instalaciones del colegio, me dejé llevar por él a la capilla, donde descubrimos que la pila del agua bendita se hallaba semivacía. Expresé mi contrariedad con un chasquido de la lengua.

—No importa…, tal vez baste con la que hay, si la mezclamos —opinó el muchacho—. Cogeremos un par de botellas en el bar.

Para mi tranquilidad, no debíamos atravesar la puerta por la cual se accedía a las otras plantas del colegio, y eso nos evitó ver el cadáver de Higgins a un lado de la escalera. Geoffrey tuvo que forzar con un cortaplumas la sencilla cerradura de la puerta del bar, tarea que ejecutó con rapidez sorprendente, mientras yo permanecía atenta a la negrura que ocluía el fondo del pasillo. El hecho de que estuviera cerrada me hizo pensar que la encargada no debía de fiarse demasiado del portero de noche, y por ello mantenía a buen recaudo las botellas y las latas. Sin desprenderse de la vara, Geoffrey se hizo con dos botellas grandes de agua mineral, abrió una de ellas para verter en el suelo un poco de su contenido y, después de apoderarse de unas pajitas de un bote de plástico que había en el mostrador, regresó a mi lado.

No dejaba de sorprenderme la seguridad con que actuaba: en el transcurso de unos pocos minutos ya no quedaba en él nada del asustado muchacho que había tenido esa noche junto a mí. Había en su actitud algo —una forma de mirar y de moverse— propio de una persona adulta. En cuanto volvimos a la capilla, se encargó de trasvasar con una de las pajitas el escaso contenido de la pila a la botella que había abierto. Antes de entrar en la portería miré una vez más, con la misma aprensión, el oscuro vestíbulo. Detectaba algo en la atmósfera que me seguía provocando un fuerte rechazo, tal vez el recuerdo de mi aventura, o la visión —todavía presente— de los cadáveres sin ojos. Tenía la sensación de estar viviendo dentro de una terrible pesadilla. Ya no tardarían en llegar el portero de día, algunos profesores y los primeros alumnos, y me pregunté cómo reaccionarían ante el cuadro que les esperaba, qué sucedería cuando encontraran ante la puerta del jardín de mi casa el cadáver del taxista y descubrieran que yo no estaba allí ni en el Hampton.

A la hora de saltar por la ventana, Geoffrey me pasó una de las botellas para que me hiciera cargo de ella. Su hermana seguía en el mismo lugar donde la habíamos dejado, mirando fijamente la escalera. Parecía ensimismada, ajena a la realidad, como si estuviera bajo el efecto de un fuerte choque, pero enseguida descubrí que no sólo no era así, sino que había dado una vuelta alrededor del colegio.

—He pensado que podríamos utilizar el coche de Dick Higgins para ir a la abadía…, está al otro lado —apuntó.

—¿Y las llaves? —le pregunté.

—Supongo que las llevará encima…, es cuestión de registrar los bolsillos del cadáver.

—Es la última cosa que haría en estos momentos —repuse con gravedad—. Tampoco hay tanta distancia, podemos ir a pie.

—No era más que una sugerencia —dijo, restándole importancia; pero daba la impresión de que se sentía decepcionada por mi rechazo.

Bajo la luz pálida del nuevo día, que desparramaba una claridad enfermiza sobre el paisaje, cruzamos a buen paso el sector abandonado, el cementerio y el claro tras el cual se alzaba la abadía. Disponíamos de varias horas para dar con el lugar de reposo del abad negro y me decía continuamente a mí misma, casi de una manera obsesiva, que no podíamos fallar.

A pesar de que había estado lloviendo durante buena parte de la noche, ni la tierra olía a mojada ni los raquíticos matorrales a vegetación humedecida; se podría decir que era un lugar muerto…, tan muerto como las casas que habíamos dejado atrás. En el claustro, volvió a asaltarme la impresión de que el tiempo había retrocedido hasta los días de Stanley Fenton; allí sí olía, a antigüedad, a aire viciado, como si el viento nunca hubiera soplado por esos corredores y estuviéramos respirando el mismo aire de siglo y medio atrás, cuando aquel ser iniciaba su demoníaco proceso de transformación. Pasamos por el agujero en el que iban a morir los corredores del claustro y, siempre en silencio, atravesamos la parte reservada a las celdas, derruidas en su mayor parte, por cuyos techos asomaba la blanquecina luz de la mañana, que hacía pensar en un gusano que jamás hubiera visto los rayos del sol, hasta llegar al hueco donde nacía la escalera de caracol por la cual se bajaba a la bodega. Al asomarnos, fuimos recibidos por una vaharada de olor pestilente.

—Está por ahí…, tiene que estar por ahí abajo, lo intuyo —dijo la muchacha, señalando a los primeros peldaños.

—Es casi seguro que estará en el mismo lugar donde lo descubrimos…, es lo más familiar para él…, ha estado allí todo el tiempo sin que nadie lo supiera —observó su hermano.

Conteniendo el asco que me inspiraba el hedor a putrefacción, fui la primera en bajar, sin soltar la linterna ni la botella, como si se tratara de un preciado talismán protector. Geoffrey le había entregado a Camille la otra botella y él continuaba empuñando la vara. En sus ojos se advertía el brillo de una absoluta determinación. Así, la ondulada escalera me llevó otra vez hasta el frío de tumba de la bodega de la abadía. Bajamos a oscuras, agarrándonos a la pared, pese a la repugnancia que hacía sentir el contacto con las viscosas telarañas, con objeto de reservar lo que quedara de la pila para un momento de necesidad o para ejecutar nuestro ritual de exterminio, pero en cuanto llegamos abajo tuve que recurrir a ella para orientarnos y, sobre todo, evitar caer por uno de los agujeros del suelo. Contuve la respiración durante unos segundos, asqueada por el olor.

Los Fenton me indicaron que era necesario ir más allá del recodo donde los había encontrado la noche anterior; después de hacerlo, sentí un escalofrío, al advertir que la bodega que tenía ante mí era aún más extensa por aquella parte, hasta el punto de que la linterna no bastaba para alumbrar su final, y también al reparar en que había numerosas tumbas sin lápida, en las que sólo figuraba la escueta inscripción de un nombre y un año: el de la persona allí enterrada y la fecha de su fallecimiento.

—Es aquí donde los enterraban antes de…, antes de que llegara ese hombre —balbució Camille.

—¿Está lejos el lugar al que vamos? —pregunté.

—Es en el fondo, hay dos agujeros…, lo descubrimos en uno de ellos; pero le advierto que no resulta fácil bajar…, hay que arrastrarse un buen trecho —me advirtió Geoffrey.

—¿Bajar? ¿Todavía es más profundo este lugar?

—Muchísimo más, y el más ancho lleva a otro grupo de tumbas —repuso el muchacho—. Parecía que se habían propuesto alcanzar el centro de la Tierra…

A medida que nos íbamos aproximando al fondo de la bodega, la sensación de frío fue en aumento, igual que la intensidad del hedor. La presencia de las tumbas alimentaba la idea de que nos hallábamos dentro de una inmensa cripta. Los Fenton habían dicho la verdad: allí había dos agujeros, uno grande como una puerta, y el otro, más estrecho, y cuando observé con la linterna la negrura que se abría tras ellos no recibí a cambio más que la mirada de la oscuridad.

—Es por éste —indicó Geoffrey, apuntando con la vara de fresno a la boca estrecha.

—Sin embargo, que lo encontráramos por ahí no implica forzosamente que haya tenido que volver al mismo lugar… Puede haberse escondido en una de las viejas tumbas que hay en el otro camino. Lo mejor que podríamos hacer es separarnos y registrar ambos a fondo —sugirió Camille.

—No pienso consentirlo. Sería muy arriesgado y, además, sólo disponemos de una vara de fresno —les recordé—. Iremos por el camino que ha apuntado Geoffrey.

—Pues yo creo que se oculta entre las tumbas del otro camino —insistió la muchacha.

Desvié hacia ellos la linterna, haciendo pasar sucesivamente el haz de un rostro a otro, lo cual les hizo parpadear y cerrar los ojos.

—Estaba bien pensado, buscaremos primero por el camino estrecho —dije.

—Déjeme ir delante…, soy yo quien lleva la vara y conozco bien el pasadizo —propuso Geoffrey.

—No, iré yo, debo velar por vuestra seguridad.

El muchacho me tendió de mala gana la vara de fresno y, con ella en una mano y la linterna en la otra, me agaché para entrar por el agujero, seguida por los hermanos, pero tuve que seguir avanzando así hasta que, al cabo de un trecho, debí arrastrarme por el suelo.

—Estoy pensando algo, aunque sé que es inoportuno —oí la voz de Camille detrás de mí—. El abad negro debe protegerse de la luz del día y, por tanto, reposar en la oscuridad; sin embargo, eso no quiere decir que esté dormido y ni siquiera aletargado…, puede estar oculto por aquí, bien despierto. Si es así, nos agredirá. No es la misma situación que la de la otra noche.
Entonces estaba muerto…

—No digas eso ahora, por favor —dije con voz ronca; era algo que no se me había ocurrido, pero que podía ser factible.

—Le bastará con estar lo más apartado posible de la luz del día —insistió la muchacha.

La posibilidad de que así fuera, unida a lo angosto del espacio por el cual estábamos avanzando, ralentizó mis movimientos.

—Luego llegaremos a una especie de estancia más amplia. Estaba allí —dijo Geoffrey, sin opinar de lo que había apuntado su hermana.

Sus palabras aún sonaban en mis oídos cuando un rugido se propagó por el aire y vi surgir al abad negro del fondo de la oscuridad, cortándonos el paso como si se tratara del proceloso guardián de un mundo de tinieblas. Mejor dicho, vi su cabeza, oculta como siempre bajo la capucha. También se arrastraba en dirección a nosotros y el haz de la linterna cayó sobre él y mostró unos grandes ojos negros como el azabache en los que no se detectaba ni el menor asomo de vida. Cerré los míos al ver sus largos y afilados dientes, y la impresión me hizo dejar caer la linterna, que rodó hasta quedarse iluminando el techo tras haber provocado unos juegos de luz en las paredes. La semioscuridad no me impidió ver que aquel ser seguía viniendo hacia nosotros, emitiendo un sonido gutural. Camille y Geoffrey debieron de quedarse tan asustados como yo porque no fueron capaces de emitir ni un grito. Apreté con fuerza la vara, pero no me moví, fascinada a mi pesar por la figura que tenía ante mí.

—¡Coja la botella…, deprisa! —gritó Geoffrey.

Esas palabras me hicieron reaccionar y, con un rápido movimiento, me hice cargo de ella y derramé su contenido delante de mí, esperando detener con ello el avance de aquel ser, pero ante mi consternación descubrí que la porosa tierra engullía el líquido sin dejar otra huella de su paso que una leve capa de barrillo. El abad negro se hallaba cada vez más cerca de nosotros, y su aliento era tan frío y pútrido que producía náuseas.

No sé de dónde saqué el coraje suficiente para hacer lo que hice: en lugar de esperar su llegada, y sin hacer caso a los gritos con que Geoffrey me pedía que cogiera la otra botella, que entretanto le había pasado su hermana, tomé impulso y, empuñando la vara, fui directamente hacia el abad negro, mientras le pedía al muchacho que se hiciera cargo de la linterna caída e iluminara con ella. Me moví con tanta rapidez que debí de sorprenderlo y, tras apartarle la capucha del rostro, clavé la vara de fresno en su ojo derecho guiándome por lo que permitía ver la luz de la linterna. Lanzó un rugido tanto de dolor como de furia. Sin darle tiempo a reaccionar, extraje la vara y se la clavé en el otro ojo. Esta vez, su rugido fue acompañado por un violento manotazo y noté en la mejilla un contacto como de fuego.

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