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Authors: José María Latorre

Tags: #Terror

La profecía del abad negro (19 page)

BOOK: La profecía del abad negro
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El silencio nos permitía oír, aparte del sonido creciente del agua, la gutural respiración del abad negro, apostado junto a la boca de la cueva. No costaba mucho imaginarlo suspendido en el aire para evitar que su cuerpo entrara en contacto con el líquido, ni resultaba difícil equiparar aquella bodega con una tumba: ambas estaban en el subsuelo y eran el territorio de la muerte. Camille y Geoffrey habían buscado el apoyo de mis manos y las apretaban con fuerza. Estaban tan heladas como las mías.

Probablemente, el agujero a través del cual seguía expandiéndose el agua permitiría entrar, tarde o temprano, a aquel ser monstruoso, si insistía en conseguirlo; mas para ello haría falta que estuviera seco, ya que, si lo intentaba, el líquido entraría en contacto con sus ropas a causa de lo exiguo del espacio; por ello cambié de opinión y volví a pensar que sería mejor que el agua continuara entrando por allí, aun a riesgo de que eso creara a la larga una situación muy difícil para nosotros.

Por otro lado, la que estábamos viviendo no lo era menos: el abad negro se hallaba suspendido en el aire delante de la boca del agujero, esperando que una debilidad o un descuido por nuestra parte, o la circunstancia de que el agua cesara de afluir, nos pusiera a su alcance, aunque tuviera que arriesgarse. Entretanto, su silbante respiración y el hedor indicaban su apestosa presencia. Llegó un momento en que una y otra se me hicieron tan insoportables que, para lograr que al menos nos llegaran aminoradas, me despojé del abrigo y me aproximé temerariamente a la boca del agujero con el fin de interponer entre aquel ser y nosotros una cortina de separación.

Apenas lo hice, el abrigo desapareció por el otro lado del agujero y noté en el brazo derecho un contacto helado y, al mismo tiempo, ardiente. La llama del encendedor me dejó ver que el abad negro había introducido una de sus manos por el agujero para arañar mi brazo a través de la ropa; todavía llegué a tiempo de ver unas uñas largas emergiendo por los dedos del guante. Dejé escapar un grito, más de sorpresa que de dolor, que fue respondido por otros de Camille y Geoffrey, y por un fuerte rugido del abad negro.

—Vamos más adentro —les pedí a los dos hermanos.

El agua alcanzaba ya nuestras rodillas.

—¡Es nuestra única posibilidad! —les urgí, obligándoles a moverse—. Este demonio no podrá venir a por nosotros mientras siga llegando el agua.

Oí cómo se internaban y, cuando los acompañé, intuí que había algo más en aquella cueva. En ocasiones se habla de la existencia de un sexto sentido que se manifiesta en circunstancias de peligro, y esa fue la expresión que se me ocurrió. Geoffrey y Camille guardaban un silencio que tenía algo de anómalo. Al moverme en busca de la pared para apoyarme en ella, tropecé con algo y mis manos tantearon en la negrura; al tacto identifiqué un bulto que parecía un ser humano. Ahogando un gemido recurrí una vez más al encendedor y vi ante mí un cadáver, cuyas ropas se habían convertido en harapos corroídos por la humedad; su rostro y sus manos eran poco más que huesos recubiertos de una piel acartonada y cenicienta; lo más llamativo eran sus cabellos, largos y rubios, pero ajados, sin brillo.

—Es tía Catherine —balbució Geoffrey—. Murió…, murió hace un año.

Miré fijamente las cuencas vacías del cadáver.

El olor de la sangre

Mientras contemplaba con la vacilante llama del encendedor el cadáver de la mujer, sin poder creer lo que tenía ante mí, una especie de palpitación agitó de repente los harapos a la altura del pecho y vi aparecer entre ellos una rata, que chilló al vernos. El chillido fue contestado al unísono por otras ratas, como si se tratara de una protesta colectiva por nuestra presencia en la cueva, y apagué el encendedor con objeto de evitarme la visión del cadáver. Incluso hice un gesto para arrojarlo al agua, pero uno de los Fenton lo impidió (no me di cuenta de quién) agarrándome por la muñeca.

La presencia de los restos humanos en la cueva volvió aún más aterradora la situación. El abad negro, el liento y hediondo subterráneo, el agua que seguía subiendo de nivel amenazando con ahogarnos, las ratas, el cadáver descarnado de la mujer… ¿Qué otros horrores me iba a deparar esa repelente bodega, que podía llegar a convertirse en nuestra tumba? ¿Qué nuevas abominaciones me reservaba la noche, después de lo que había sucedido también en el Hampton? Venciendo la repugnancia que me inspiraban todo ello y el viciado aire, contagiado por el hedor del abad negro, inspiré profundamente para poder hablar.

—Vuestra tía había muerto… —dije en voz baja, más para asegurarme de lo que había visto y oído que por deseo de insistir en ello; aún no podía creerlo, me parecía un mal sueño.

—Fue al final del verano del año pasado, unos días antes de que empezara el curso. Falleció repentinamente por la noche, en la cama —la voz de Camille surgió de la oscuridad, y aunque se había expresado con susurros me pareció que sus palabras despertaban un eco en la bóveda—. Padecía del corazón.

—¿Y por qué no avisasteis de lo que había sucedido? ¿Cómo habéis podido mantenerlo en secreto durante tanto tiempo?

—Al principio nos dio miedo —repuso Geoffrey—. Temíamos la soledad…, y luego pensamos que al no estar ella podríamos tener dificultades a la hora de cobrar el dinero que papá seguía enviando todos los meses para nuestra manutención y educación. Todavía somos menores de edad y en el banco nos consideran insolventes… Tenemos que vivir y no podíamos hacerlo sin contar con ese dinero.

—¡Eso no es una excusa, debíais habérselo dicho a vuestro padre! —alcé la voz; las palabras se me atropellaban en la garganta—. Él habría encontrado una solución al problema y hasta es posible que os hubiera llevado a vivir con él. ¿Acaso no os dais cuenta de la monstruosidad que habéis cometido? ¡Por Dios, se supone que somos personas civilizadas y que vivimos de acuerdo con unas normas de conducta!

—¿Se le ha ocurrido pensar que tal vez no queríamos ir con él? —apuntó Camille.

—La presencia de tía Catherine en la bodega nos daba seguridad, hacía que nos sintiéramos menos solos, aunque estuviera muerta. Usted no sabe lo que es la soledad —se quejó el muchacho.

—Bajasteis el cuerpo aquí, lo ocultasteis en este agujero… Me habéis estado mintiendo todo el tiempo. ¡Claro que habíais bajado a la bodega…, y no solos! Por eso no queríais que nos refugiáramos aquí. ¿Cómo pudisteis introducirlo por un lugar tan estrecho?

—Tuvimos que empujarlo —me aclaró Geoffrey.

—No lo entiendo…, no lo entiendo —murmuré.

—Nadie puede entenderlo…, ni siquiera usted —dijo Camille—. Siempre ha vivido rodeada de amigos, y con sus padres. Nosotros no tenemos padres ni amigos y nuestros compañeros de colegio nos odian porque somos diferentes a ellos.

—Sé lo que es la soledad, Camille, lo sé perfectamente —pero también sabía que la muchacha había acertado: se suele odiar lo diferente, como si fuera una rémora de nuestro primitivo estado tribal.

—Quizá esté mal lo que hemos hecho, pero con ello no hemos perjudicado a nadie; tratábamos de protegernos contra los demás —insistió la muchacha.

—¿Y lo del abad negro?

—Ya se lo hemos explicado. Nos dimos cuenta de que era demasiado tarde para solucionarlo.

Aunque no podían verme, moví la cabeza asintiendo en silencio, incapaz de hablar. ¿Qué más podía decir ante aquel horror?

El macabro descubrimiento me había hecho olvidar por unos minutos la presencia del abad negro en el subterráneo, pero él mismo se encargó de recordarlo con un rugido. Me sentía cansada, al borde de la derrota, e ignoro qué habría hecho si no hubiera sido porque uno de los hermanos me pasó el encendedor a tientas en la negrura. En ese momento no supe si se trataba de Geoffrey o de Camille, pero el roce de mi mano con la suya, el único contacto humano en aquel mundo de horror y de tinieblas, me produjo una sensación de alivio y mis ojos se humedecieron de lágrimas.

—Tenga, miss Boyle —oí la voz del muchacho.

—Gracias, Geoffrey, gracias… Hablaremos de todo eso, y no os preocupéis, conseguiremos salir de aquí —musité.

Pero sabía que iba a resultar difícil. El agua, que cubría parcialmente la boca de la cueva, impedía entrar al abad negro y, sin embargo, éste no cesaba en su asedio. ¿Sería capaz de permanecer apostado allí toda la noche? Me extrañaba que no hubiera desistido ya para ir en busca de otras presas más fáciles que nosotros. ¿Cuánto faltaría para la llegada del alba? Hice girar la ruedecilla del encendedor con la intención de consultar el reloj y, ante mi desánimo, vi que la esfera se había roto a causa de algún golpe recibido durante nuestra huida y las manecillas se habían detenido a las tres y media, lo cual nos condenaba a afrontar el asedio sin saber la hora exacta. Tardé en pensar que probablemente Geoffrey y Camille llevarían reloj.

—Se ha roto mi reloj, ¿sabéis la hora? —pregunté con un hilo de voz.

—Sólo lo utilizamos cuando vamos al colegio…, los relojes están en nuestros dormitorios —repuso Camille.

El agua alcanzaba mis muslos y no había señal alguna de que fuera a dejar de afluir. Para colmo, el arañazo del brazo empezaba a dolerme. Le entregué el encendedor a Geoffrey, pidiéndole que se hiciera cargo de él para que yo pudiera examinar la herida. Allí donde las largas uñas del abad negro habían traspasado la ropa se había formado una mancha de sangre. ¿Podría suceder que fuera el olor de la sangre lo que mantuviera a aquel ser delante de la boca de la cueva, como un cazador implacable?

Ante la duda, sumergí el brazo en el agua y, al sacarlo, desgarré la tela para dejar la herida al descubierto; las uñas habían hecho unos surcos bien visibles en la piel y era más profunda de lo que había creído. Volví a sumergirlo, esta vez como si se tratara de un baño purificador, porque aquellos arañazos del abad negro habían hecho que me sintiera sucia, contaminada, y luego cubrí la herida con un pañuelo, anudándolo.

Estaba tan ocupada con mi brazo que no hice caso a algo que decía Camille, y la muchacha tuvo que repetirlo:

—Me parece que está llegando menos agua, hace rato que la noto al mismo nivel.

—¿Tú crees? —le pregunté.

—Yo no me he dado cuenta —comentó Geoffrey.

Les pedí que guardaran silencio para prestar atención a los sonidos que nos rodeaban. No se oía ningún rumor y ni siquiera percibí el jadeante respirar de aquel ser. ¿Sería posible que hubiese desistido de atraparnos cuando el agua dejaba de afluir?

—Es verdad, el agua no sube de nivel —corroboró el muchacho—. La lluvia ha debido de provocar una avería y han interrumpido el suministro; ya le he dicho que todo funciona mal por esta zona de Stoney…

Con el encendedor examiné de nuevo a distancia la boca de la cueva y no vi más que oscuridad; no había ninguna señal de que el abad negro siguiera allí. Por otro lado, una parte de ella estaba cubierta por el agua, y el espacio que había quedado libre tras el providencial corte del suministro no bastaba para que aquel ser pudiera entrar sin mojarse y sin la ayuda de alguien. ¿Sería eso lo que le había hecho renunciar a nosotros? ¿O habría llegado el amanecer? Lo terrible era que no me atrevía a asomarme para comprobarlo, por temor a estar equivocada. ¿Cuánto tiempo tendríamos que permanecer ocultos antes de atrevernos a abandonar nuestro refugio?

Pronto descubrí que no podía ser mucho. Hacía rato que notaba las piernas heladas, lo cual también debían de experimentar los hermanos, y sabía que no podríamos seguir mucho tiempo así, porque el frío llegaba hasta la carne como el filo de un cuchillo. La visión del cadáver de la mujer me provocó otro estremecimiento cuando me volví hacia los jóvenes. Cerré involuntariamente los ojos y apagué el encendedor. El hedor que impregnaba la atmósfera no me servía como respuesta a mis preguntas sobre la presencia del abad negro, porque éste había permanecido durante tanto tiempo en la bodega que había dejado el aire saturado de su olor.

—No veo a ese ser, pero todavía no me atrevo a salir… ¿Notáis mucho frío en las piernas? —inquirí.

—No creo que pueda ser capaz de moverlas —respondió Geoffrey, quizá en nombre de los dos.

—Además, no sabemos ni qué hora es —añadí—. Hay que esperar para salir de este agujero; procurad aguantar un rato más.

No ignoraba que lo que les pedía no era sólo una cuestión de voluntad, sino que hacía falta una gran fortaleza física, pero no podía decirles otra cosa, y yo misma notaba las piernas agarrotadas. A falta de reloj, y para distraer la tensa espera, me dediqué a contar en voz alta, y cuando llegué a mil ochocientos supe, por un rápido cálculo mental, que habían transcurrido treinta minutos; treinta minutos durante los cuales no había sucedido nada. Después de una vacilación, empecé a contar de nuevo.

—¿Es necesario que siga contando y contando? Con eso nos está poniendo más nerviosos —protestó Camille.

—No está mal disponer de una referencia para controlar el paso del tiempo —dije.

—¿Una referencia en relación con qué hora? Vamos, miss Boyle, cuando ha empezado a contar no sabíamos si eran las cuatro, las cinco o las seis, y por mucho que cuente seguiremos sin saberlo —razonó su hermano.

Reconocí que era cierto, pero no quise admitir ante ellos que lo había hecho por nerviosismo: se suponía que era yo quien debía conservar la calma. Al interrumpir mi recuento de segundos, el silencio volvió a adueñarse de la bodega; no se oía ni el chillido de las ratas, lo cual, si bien por un lado era un alivio, por otro resultaba poco tranquilizador. Quizá, pensé, había llegado el momento de intentar salir de la cueva. El ruido del agua al ser removida por mis piernas cuando eché a andar en dirección a la boca del agujero sonó casi con estridencia.

—¿Adónde va? —me preguntó Geoffrey.

—Tenemos que saber si se ha marchado, no podemos seguir más tiempo en el agua —expliqué.

—Vaya con cuidado —me pidió Camille.

Su recomendación no habría hecho falta. Avancé lentamente hasta llegar al agujero y, una vez ante él, dudé. ¿No me estaría arriesgando demasiado? Como no disponía de un objeto o una prenda para asomarlos al exterior por encima del nivel del agua, saqué con cautela la mano izquierda y esperé con los dientes tan apretados que casi noté dolor en las sienes. No hubo respuesta por parte del abad negro, lo cual parecía indicar que el monstruoso ser se había marchado, pero también podía tratarse de una trampa.

La única cosa que podía hacer para asegurarme de que estábamos solos era bucear hasta alcanzar el otro lado de la gruta, mas la estrechez del agujero me impedía salir por debajo del agua. Así, pues, tenía que arriesgarme, y pedí a los Fenton que acudieran a ayudarme.

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