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Authors: José María Latorre

Tags: #Terror

La profecía del abad negro (20 page)

BOOK: La profecía del abad negro
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—Piense bien lo que va a hacer, miss Boyle —me advirtió Geoffrey.

Entre ambos me ayudaron a salir, luchando contra el agua y la estrechez del agujero, mientras yo trataba de no pensar en sus esfuerzos para introducir por allí el cadáver de su tía. «Olvídate de eso ahora», me dije. La negrura que encontré al salir me pareció aún más impenetrable. En esas condiciones, sólo podía permanecer atenta, con medio cuerpo sumergido y tiritando a causa del frío. A pesar de ello, respiré aliviada cuando comprobé que el abad negro seguía sin manifestarse.

—Creo que podéis salir —animé a los jóvenes.

No fue necesario que les ayudara mucho para salir del agujero porque, si bien soy delgada, ellos lo eran todavía más. Cogidos de la mano, seguimos el camino hacia la escalera abriendo yo la marcha. La oscuridad y el agua nos obligaban a avanzar despacio, y aun así mis piernas tropezaron más de una vez con algún obstáculo. Yo desconfiaba de la aparente quietud y pensaba que eran el frío y la claustrofobia lo que nos había hecho abandonar la protección de la cueva, y no la certidumbre de que estuviéramos fuera de peligro.

Formando una cadena de tres llegamos al inicio de la escalera, donde nos detuvimos en silencio, pendientes de cualquier ruido, hasta que por fin nos decidimos a subir. El agua había inundado los peldaños de la parte baja y seguía cayendo, aunque en menor cantidad, y por ello subimos con dificultad, chapoteando. La rejilla que cerraba la trampilla había desaparecido, dejando el hueco al descubierto.

Vacilé antes de asomarme a la cocina. Aún debía de ser de noche, porque la oscuridad no permitía divisar nada; si ya hubiera amanecido, me dije, habría llegado algo de luz a través de la puerta. Ese descubrimiento, tan inquietante, me hizo pensar que tal vez nos habíamos precipitado al salir del agujero y de la bodega, ya que el abad negro podía encontrarse dentro de la casa. Pero, una vez llegados hasta allí, no teníamos más remedio que decidirnos a salir, sobre todo teniendo en cuenta el agua y el frío. Luchando contra la pesadez de las piernas, entumecidas a causa de la mala circulación de la sangre, me encaramé para salir a la cocina, apoyando las manos en el suelo, y luego ayudé a los dos hermanos.

Camille y Geoffrey callaban, quizá porque habían extraído las mismas conclusiones al ver la oscuridad de la cocina. El agua cubría el suelo, aunque seguía cayendo lentamente al sótano, haciéndolo resbaladizo. Al llegar a la puerta descubrí que, en efecto, era de noche; el abad negro había destrozado las persianas y los cristales de las ventanas del recibidor, y por ellos no entraba ni un pálido asomo de luz.

—Aún puede estar por aquí —se atrevió a decir Camille.

—Si estuviera, ya nos habría atacado —traté de razonar—. Es extraño, no lo entiendo.

Un ruido en el exterior me incitó a prestar atención. Lo reconocí en el acto: estaba lloviendo otra vez. Eso me hizo pensar que aquel ser debía de haberse marchado a su refugio. Por más que la noche estuviera transcurriendo para nosotros con desesperante lentitud, no debía de faltar mucho para el alba, y probablemente el abad negro había considerado que sería mejor ocultarse y posponer nuestra caza hasta la noche siguiente.

A no ser que hubiera encontrado un refugio dentro de la propia casa…

El reloj de péndulo del recibidor marcaba las seis y cuarenta y un minutos. Faltaba un rato para el amanecer, pero mientras durara la lluvia estaríamos protegidos en la casa…, siempre y cuando el abad negro no estuviera allí. Esa posibilidad se insinuaba una y otra vez a mi mente, y llegué a la conclusión de que no podría sentirme mejor hasta que hubiéramos inspeccionado toda la casa encharcada. Y no obstante, ¿cómo hacerle frente si lo encontrábamos?

No quise pensar más en eso y recorrí la planta baja con Geoffrey y Camille. Cada vez notaba más frío, si bien podía andar con mayor seguridad. El agua había encharcado todas las estancias, pero constatamos que el abad negro no estaba en ninguna de ellas. La oscuridad de la escalera por la cual se subía al otro piso constituía al mismo tiempo una tentación —esa fascinación que el peligro despierta en muchas personas— y un recordatorio de que aún faltaba por registrar parte de la vivienda. ¿No sería más probable que si aquel ser buscara un sitio donde esconderse hubiese subido a la parte de la casa que no se hallaba anegada? Por otro lado, me parecía ilógico que lo hubiera hecho en un lugar donde podía ser fácilmente localizado durante el día.

—Arriba tengo mi vara de fresno —me recordó Geoffrey mirando también hacia la escalera.

—Subamos —propuse—. Debemos asegurarnos de que no está dentro de la casa.

—¿
Y si está
? —preguntó Camille con voz temblorosa.

No le contesté, porque no sabía qué decir. Los seres humanos somos a veces bastante extraños: sabíamos que si encontrábamos al abad negro en el primer piso nos veríamos indefensos ante él, pero aun así nos dirigimos hacia la escalera.

—Estaríamos más seguros fuera, bajo la lluvia —comentó la muchacha.

—Pero tenemos que saber adónde ha ido, no podemos perder su rastro —le dije—. Además…, además puede dejar de llover, y sería peor que nos pillara al aire libre.

La parte superior de la casa también se asemejaba a la que yo ocupaba por deferencia del colegio, aunque todo era mucho más grande allí, como sucedía en la planta baja. Sin separarnos, recorrimos una a una las habitaciones y hasta miramos debajo de las camas y dentro de los armarios (una iniciativa comprensible si se considera lo acontecido con el armario de mi dormitorio). No oculto que sentí alivio al comprobar que no estaba en ninguna de ellas ni tampoco en el desván. El registro del dormitorio de la tía de los Fenton me dejó una fuerte impresión: todo estaba igual que si la mujer siguiera viva y fuese a ocuparla en cualquier instante. Incluso había en el aire un olor a perfume rancio, y el camisón se hallaba extendido sobre la cama, como si aún esperara ser utilizado o fuese el único residuo dejado por un cuerpo al desaparecer. El recuerdo del cadáver visto en la bodega me instó a salir de allí rápidamente.

—Todavía quedan por inspeccionar el garaje y el cobertizo donde antes se guardaban las herramientas para el jardín —me comunicó Geoffrey, tosiendo; lo miré con preocupación: los tres estábamos empapados, y la humedad y el frío podían empeorar su estado, ya que parecía ser de constitución débil.

—Bien, vamos a mirar ahí y luego os cambiaréis de ropa…, Geoffrey podría recaer —dije.

Cuando abrimos la puerta para salir, una fuerte ráfaga de viento nos salpicó de lluvia. Visto desde el umbral, el jardín, sumido en la oscuridad, ofrecía un aspecto inquietante. La lluvia arrancaba una primitiva, disonante música de las plantas, las flores y los árboles, y el suelo se hallaba sembrado de hojas secas.

—El garaje está al lado, junto al cobertizo —indicó Geoffrey.

El muchacho había cogido la vara de fresno en el dormitorio y la empuñaba con la mano derecha, apuntando decididamente a la oscuridad, si bien me di cuenta de que temblaba y de que cambiaba de actitud, apretándola contra su pecho. Me extrañaba que no hubiera en el jardín un camino para la entrada y salida de los coches, pero comprendí que tantos meses sin usar el vehículo y los frecuentes temporales de lluvia lo habían hecho desaparecer debajo de las piedras, el barro y las hojas. Un recuerdo más de otra época…

Inspeccionamos primero el garaje; en él había un antiguo Rolls cubierto de polvo y, dentro de éste, sólo telarañas espesas como sudarios y más suciedad, que había penetrado a través de los cristales rotos, formando en el suelo y en los asientos una capa de barro. El lugar apestaba a gasolina, y la falta de uso y la erosión provocada por el paso del tiempo habían dejado el automóvil inutilizable. Tampoco hallamos al abad negro en el cobertizo, que en realidad no era más que un depósito de viejas herramientas herrumbrosas. Resultaba incomprensible que aquel ser hubiera desaparecido de repente, después del largo asedio al que nos había sometido.

En cuanto salimos del cobertizo descubrimos que había dejado de llover. Todos los músculos de mi cuerpo se tensaron en un acto reflejo, sentí nacer una aguda aprensión y miré con inquietud en torno. La lluvia parecía complacerse en entablar con nosotros un juego macabro. Sin embargo, no había señales de que el abad negro estuviera en el jardín, y los movimientos de las hojas de los árboles y de las plantas parecían deberse al viento. ¿Dónde estaría oculto? Una franja de luz, todavía incierta, se dibujaba entre las nubes, indicando que no tardaría mucho en amanecer, y una idea se fue abriendo paso poco a poco en mi mente: debíamos buscar el escondrijo de aquel ser para concluir la tarea que Stanley Fenton había dejado inacabada más de siglo y medio atrás; se lo debíamos a sus víctimas, pero también al resto de la población de Stoney y a nuestra propia seguridad.

—Sospecho que la intuición de la llegada del día le ha hecho ir a ocultarse —les dije a los dos hermanos—. Es nuestro momento… Vais a acompañarme a la antigua abadía, estoy segura de que se ha escondido en ella.

—No lo dirá en serio —protestó Camille.

—Si habéis sido arriesgados para devolverle la vida, tendréis que serlo para quitársela —repuse con severidad—. Escuchad, sé que os estoy pidiendo algo muy serio, pero no podemos dejar que vuelva la próxima noche. Y vosotros sabéis mejor que yo dónde puede refugiarse.

—No podemos ir por ahí, mojados, pillaremos una pulmonía —arguyó el muchacho.

—Os concedo cinco minutos para cambiaros de ropa —dije, resuelta.

—¿Y usted?

—Nos detendremos un momento en mi casa, justo el tiempo necesario para cambiarme también. Y traed la linterna, nos será útil.

—Como quiera, pero no servirá de mucho porque la pila está casi agotada y en casa no tenemos otra de recambio —me advirtió.

Geoffrey me entregó la vara de fresno que había estado apretando contra su pecho, y entró con Camille en la casa para hacer lo que les había ordenado. Se tomaron al pie de la letra mis palabras, pues apenas tardaron cinco minutos en reaparecer vestidos con otras ropas. Los esperé sin moverme del porche, mirando con recelo la agitación de las oscuras copas de los árboles; en cada estremecimiento suyo me parecía interpretar una amenaza. No acababa de entender el porqué de la repentina desaparición del abad negro y, aunque el amanecer parecía cada vez más próximo, sentía que seguíamos estando en peligro.

Después de hacerme cargo de la linterna fuimos hacia la puerta del jardín y, cuando la abrimos para salir a la carretera, una náusea revolvió mi estómago vacío al ver el cadáver del taxista tendido entre los charcos formados por la lluvia, sin ojos, con las ropas desgarradas y el cuello manchado de sangre. Era un hombre de unos cincuenta o cincuenta y cinco años, corpulento. El taxi se hallaba parado delante de la puerta del jardín y mostraba visiblemente las huellas de la agresión del abad negro: el techo estaba abollado, los cristales de las ventanillas rotos y la portezuela del conductor, arrancada de cuajo, yacía unos metros más allá.

—A este pobre hombre no le importará que utilicemos su vehículo para ir a la abadía… Espero que el motor funcione —dije.

Los Fenton parecían reticentes a subir al taxi, mas debían de sentirse tan culpables por lo que estaba sucediendo que no tuve necesidad de repetirlo. Se acomodaron en la parte trasera y me senté ante el volante. En contra de lo que temía, todo funcionaba a pesar de los brutales golpes que había recibido el vehículo, lo hice arrancar en cuestión de unos pocos segundos y me detuve ante mi casa. Hasta entonces nunca había conducido un automóvil sin puerta y tuve una sensación extraña. Me proponía decir a los Fenton que esperaran dentro del taxi mientras me cambiaba de ropa, pero lo pensé mejor y les pedí que me acompañaran: como todavía era de noche, no me parecía seguro ni conveniente dejarlos solos en el automóvil.

Atravesamos corriendo el jardín, dejé a los dos hermanos en el recibidor y entré en el dormitorio para secarme y ponerme unos tejanos y un jersey, aunque sintiéndome un tanto recelosa por el hedor que saturaba la atmósfera, el cual no presagiaba nada bueno. Ni siquiera me detuve a desinfectar y vendar la herida del brazo y salí inmediatamente para reunirme con ellos. Estaban mirando todo con curiosidad, como si se dieran cuenta de que se encontraban ante una réplica a escala reducida de su propia vivienda, y no parecían prestar atención al mal olor.

Me disponía a añadir algo a propósito de las diferencias de clases sociales y de la arquitectura que imitaba los modelos estéticos del Poder como forma de consolación para quienes no lo detentaban, cuando un ruido procedente de la escalera me hizo guardar silencio. Recordé que los peldaños crujían al pisarlos.

Alguien acababa de hacerlo…

Y el hedor era tan intenso…

Con un gesto les pedí que se acercaran a la puerta sin hacer ruido, y fui despacio tras ellos. El crujido de la madera se repitió en el momento en que puse una mano sobre el pomo para abrir, cosa que hice sin perder tiempo, invitando a salir a Geoffrey y a Camille. Antes de cerrar la puerta detrás de nosotros vi, entre la oscuridad del recibidor, la figura del abad negro al pie de la escalera. Otra vez pensé en los antiguos grabados de la muerte…

—¡Corred hacia el taxi! —grité, cerrando de golpe.

Por fortuna, el hecho de que el jardín fuera bastante más pequeño que el de los Fenton nos permitió cruzarlo con mayor rapidez. Pero, en cuanto subimos al vehículo, el abad negro surgió por encima de la puerta, como una siniestra ave nocturna, y saltó. Hice girar la llave de contacto y el ruido del motor al ponerse en marcha no pudo acallar los gritos de pánico de los dos hermanos. Cuando el taxi arrancó, noté que algo pesado se posaba de golpe sobre el techo aplastado del vehículo, lo cual me hizo temer que aquel monstruo se hallara encima de nosotros, y por ello conduje haciendo eses, tratando de que los bruscos movimientos le hicieran perder el equilibrio y caer al asfalto. De ese modo pasé al otro lado de la carretera, sin apercibirme de que lo hacía por delante de un camión que circulaba en dirección a la ciudad. ¡Precisamente tenía que pasar un camión en ese momento!

Fue casi milagroso que no chocáramos con él. No sé si el chófer se daría cuenta de que llevábamos encima a alguien; lo único que recuerdo es el ruido de un violento y estridente frenazo, seguido por unos sonidos de claxon.

El edificio del colegio surgía ante nosotros cuando vi aparecer al abad negro en la portezuela rota, agarrado con una mano a la parte superior del vehículo. Su otra mano se dirigió hacia mí tratando de aferrarme y, sin dudarlo, di un brusco volantazo que lo hizo salir despedido, pero el taxi fue a chocar contra uno de los árboles que flanqueaban la escalera del Hampton, acompañado por los gritos de los Fenton. El golpe me dejó aturdida por unos segundos. Tras asegurarme de que no les había sucedido nada a los dos hermanos, vi al abad negro de pie, interpuesto entre el taxi y el camino a la abadía; pero no nos miraba a nosotros sino al cielo, en el cual ya se hacía más visible la luz del amanecer. Lanzó un rugido y, elevándose del suelo, se volvió de espaldas y desapareció por el lateral del edificio, sin duda para buscar en la abadía el refugio contra la luz solar.

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