La profecía del abad negro (14 page)

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Authors: José María Latorre

Tags: #Terror

BOOK: La profecía del abad negro
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Nunca, ni en mis peores días de insomnio, una noche se me había hecho tan larga. Aterida de frío y acurrucada en el suelo junto a la puerta, dejé pasar las horas hasta que vi cómo una débil claridad comenzaba a insinuarse detrás de la ventana. Sólo entonces, con la ayuda de ese pequeño atisbo del nacimiento de un nuevo día, empecé a tomar conciencia del lugar donde me encontraba y de las causas que me habían llevado a él. Y con eso llegó el recuerdo de los hermanos Fenton. Su casa estaba tan cerca de la mía… ¿Les habría sucedido algo? ¿Habrían vivido una noche de terror como yo?

No me atreví a moverme del cuarto de baño hasta que la luz del día se hizo más clara y vi en mi reloj que se acercaba la hora de ir a impartir mis clases, para lo cual no estaba en mi mejor estado de ánimo. Incluso pensé en excusar mi asistencia alegando una indisposición, pero me acordé de que el teléfono no funcionaba; además, ¿qué pensaría Mrs. Gregson de la nueva profesora de Literatura si ésta faltaba a su segundo día de clase?

La luz lechosa del alba, pasada por el filtro de la niebla, volvía a hacer de la casa un lugar familiar, o al menos reconocible. El teléfono siguió mudo por más que golpeé repetidamente la tecla. Aunque era de día, volví a servirme de la mirilla antes de abrir la puerta para echar una mirada temerosa al exterior. A primera vista, el jardín estaba solitario; nada indicaba que hubiera habido intrusos en él: Chris y… ¿el abad negro? De no haber sido por lo que había oído y
presentido
, me habría echado a reír. ¿Cómo podía pensar en serio que había recibido la visita de un ser fallecido tantas décadas atrás, en una época en la que no había ni siquiera luz eléctrica? Sin embargo, mi preocupación por los Fenton no había disminuido a la luz del día, y por ello decidí preguntarles en cuanto los viera.

Después de tomar una ducha rápida y beber un café con leche bien caliente, me vestí, cogí mi cartera con los libros y apuntes y salí, no sin asegurarme de que las ventanas de la casa seguían cerradas. Di doble vuelta a la llave para cerrar la puerta. Iba ya por el sendero cuando me llamó la atención una masa oscura en el suelo, en la parte izquierda del jardín. La niebla me impedía ver nada más, pero no podía marcharme sin comprobar qué era aquello. Eso hizo que me desviara de mi camino. Antes de llegar a su lado me di cuenta de que se trataba de una persona tendida en el lecho de plantas. Con el ánimo encogido, me agaché y reconocí a Chris. Estaba muerto, y lo peor de todo era que tenía un tajo en el cuello y le habían extraído los ojos. Su tez era blanquecina, como si no tuviera ni una gota de sangre en el cuerpo aparte de la que manchaba, ya coagulada, su cuello. Cerca de él había una Biblia abierta y una botella de
whisky
rota.

Horror en el Hampton College

Mis recuerdos de lo que sucedió durante los primeros minutos que siguieron a mi descubrimiento del cadáver son bastante confusos, en correspondencia con mi estado de ánimo. Sólo puedo decir que salí corriendo del jardín para atravesar la carretera, sin cuidado alguno, poniendo en riesgo mi vida a causa del incremento del tráfico a esa hora, y me dirigí al único lugar al que podía acudir en petición de ayuda, el Hampton, donde, con voz entrecortada, le expuse el suceso al portero del turno de día, pidiéndole que avisara cuanto antes a la policía. Los alumnos que pasaban por el
hall
camino de sus aulas miraban sin disimulo mi expresión descompuesta, sin duda preguntándose qué podía sucederle a la nueva profesora de Literatura llegada de Londres. Ante mi desesperación, el portero, en lugar de llamar a la policía, le pidió a Mrs. Gregson que bajara, porque había surgido un problema.

—¿Es que no me entiende? —grité—. El problema no soy yo, el problema es que hay un hombre muerto en mi casa.

El hombre me miraba como si, en efecto, no me entendiera, y fue su actitud lo que me ayudó a recuperar en parte la calma. La directora no tardó en bajar; su expresión era hosca y tenía el ceño fruncido.

—Miss Boyle, ¿a qué se deben esos gritos? —me preguntó, mirando de reojo a los alumnos que se habían detenido cerca de nosotros.

—Al salir de casa he encontrado a alguien muerto en el jardín…, Chris, ese hombre que solía pasear con una Biblia y una botella de
whisky
. Le habían vaciado los ojos.

—Comprendo —dijo; pero estaba claro que no comprendía; por un instante pensé que la gente del colegio y yo hablábamos idiomas diferentes—. Vamos a subir a mi despacho y, ante todo, cálmese, por favor, los alumnos nos están observando… ¿Ha llamado a la policía?

—Mi teléfono no funciona.

—Funcionaba —dijo—. Me encargué en persona de que la casa estuviera en condiciones para que usted pudiera habitarla.

—¡Pues ahora no funciona! —repuse, exasperada.

Mientras hablábamos, habíamos subido a su despacho, sin hacer ningún caso de las miradas de los alumnos, y una vez dentro de él se sentó, indicándome que hiciera lo mismo. Sin embargo, no había en ella ni el menor asomo de cordialidad.

—Voy a pedir a cafetería que suban una tila —dijo, descolgando el teléfono para marcar un número interior—. Eso le ayudará a tranquilizarse.

Casi como en sueños la oí pedir la infusión con voz autoritaria. Al colgar, las arrugas de su entrecejo se habían hecho más profundas.

—Ahora ya debe contármelo todo, no están presentes las chicas y los chicos —me ordenó.

Así lo hice, exponiendo brevemente mis temores acerca del abad negro y de los hermanos Fenton —tuve que hacerlo así, aunque me resultara demasiado complicado resumirlo en tan poco tiempo—, y sólo me interrumpí cuando entró la encargada de la cafetería llevando consigo la infusión. Se quedó mirándonos, como si esperara una explicación, pero Mrs. Gregson le ordenó que nos dejara solas.

—Hay que llamar inmediatamente a la policía —dijo cuando acabé—. Pero, por todos los santos del cielo, ni se le ocurra comentarles nada sobre ese abad negro…, es una locura, se reirían de usted y, de paso, del Hampton College y de todos nosotros.

—¿Por qué iban a reírse?

—No es más que una estúpida leyenda, cuyo sentido algunas gentes han ido deformando con el paso del tiempo —me pareció que estaba oyendo hablar al profesor Angus Craig—. Siempre sucede así. ¿El abad negro? ¿Vampirismo? ¿Pactos demoníacos? ¿Vida eterna? No, no, será mejor para todos que no diga nada.

—¿Quién ha podido matar a ese hombre? ¿Por qué la atrocidad de extraerle los ojos y por qué parecía no tener sangre en el cuerpo? No puedo imaginar a un ser humano capaz de hacer eso —inquirí.

—Eso es competencia de la policía, limítese a explicarles lo sucedido, lo que usted ha visto; no invente nada ni dé vía libre a su imaginación, eso tampoco les ayudaría a investigar —repuso con frialdad Mrs. Gregson.

Me pidió que guardara silencio y, sin alterar su hosca expresión, ella misma telefoneó a la policía. Oyéndola, tuve la impresión de que no estaba hablando de mí sino de otra persona.

—Algo más, miss Boyle —añadió luego de colgar—. Le pido que no mezcle en esto a esos dos alumnos…, me refiero a los Fenton; no les conviene, tienen un carácter difícil y podría hacerles daño verse involucrados en una historia así; de hecho, es malo hasta para el propio colegio.

—¿Han venido hoy?

—No lo sé, todavía es temprano, no me han pasado la lista de ausencias.

Yo no sólo estaba segura de que habían faltado sino que temía sinceramente por sus vidas, y cada vez me sentía más inquieta.

—Permítame utilizar el teléfono, se lo ruego —le dije buscando mi agenda en el abrigo—. Tengo que saber si están en su casa y cómo se encuentran…

A juzgar por su expresión, me pareció que no accedía muy a gusto, pero no me importó. Marqué el número de los Fenton y esperé impaciente mientras oía la señal de llamada. Ya creía que no iban a responder, cuando reconocí la voz de Camille.

—Hola, Camille, soy miss Boyle.

Se hizo un silencio al otro lado de la línea.

—Camille…, ¿sigues ahí? —carraspeé, nerviosa—. Sólo llamo para saber si Geoffrey ya se encuentra bien. No os he visto por el colegio y he pensado que quizá podía seguir enfermo.

—Geoffrey y yo estamos bien, ¿por qué no íbamos a estarlo? —el tono de la muchacha era distante.

—Dime, ¿no habéis visto u oído nada extraño esta noche? —me interesé; vi que la directora me miraba con reprobación—. No ha sido una noche normal.

—¿Es que debíamos haber visto u oído algo? —inquirió Camille, altanera—. Nos acostamos temprano y hemos dormido de un tirón, si es eso lo que desea saber.

A pesar de su tono cortante y de su negativa, creí detectar cierto temor en sus palabras.

—¿No vais a venir al colegio? —le pregunté.

—El médico le recomendó a mi hermano que guardara dos días de reposo y hoy es el segundo; si es necesario, llevaré un justificante firmado por nuestra tía.

Cuando colgué me sentía casi tan preocupada como antes de llamar. Mrs. Gregson continuaba mirándome con aire reprobador, como si esperara que me justificase por haber telefoneado sin necesidad a los Fenton o por haberles insinuado algo de lo que estaba sucediendo. Por supuesto, no lo hice. Ella también guardó silencio y permanecimos ensimismadas hasta que, minutos después, se presentaron dos policías en compañía del portero del colegio.

Eran dos hombres de mediana edad, delgados, de escasos cabellos y rasgos duros, vestidos con gabardinas blancas que se asemejaban a uniformes. Uno de ellos llevaba en la boca una pipa apagada. Mrs. Gregson me presentó, sin ocultar su tensión, indicándoles que yo era quien había descubierto el cuerpo, y se quedaron mirándome, pendientes de mis palabras. Traté de exponer con coherencia lo que había sucedido a lo largo de la noche y mi hallazgo del cadáver, eludiendo lo concerniente a mis sospechas sobre la posible vuelta a la vida del abad negro, no sólo porque así me lo había ordenado la directora sino porque —me di cuenta en esos momentos— no habría sabido explicarlo, y tuve que remontarme hasta el día de mi llegada a la ciudad. Mrs. Gregson escuchaba mis explicaciones sin parpadear apenas. Al concluir, me vi en la necesidad de responder a las preguntas de uno de los policías, ya que el de la pipa se retiró a un rincón de la estancia para telefonear.

—¿No había vuelto a ver a Christopher Newton desde aquella noche en la estación?

—Ha sido la segunda vez que lo he visto desde que vine.

—¿Se le ocurre alguna razón para que estuviese por la noche en el jardín de su casa? Conocíamos a ese hombre desde hacía años y hasta ahora nunca se había metido en ninguna casa ajena.

—Desde luego que no, la noche de mi llegada apenas intercambiamos unas palabras; era un desconocido para mí.

—En tal caso…, ¿por qué cree que llamó a su puerta para dejarle una Biblia? No parece una conducta coherente.

Mrs. Gregson entornó los ojos hasta formar con ellos una fina línea; en ese momento nadie habría sabido de qué color eran.

—No tengo ni idea —repuse mordiéndome los labios—, pero, por lo que sé, ese hombre no se distinguía por su coherencia.

El policía me hizo repetir algunas declaraciones, sobre todo aquellas en las cuales su compañero no había estado presente a causa del teléfono, y ambos me pidieron que los acompañara a mi casa. Mrs. Gregson vino con nosotros hasta la puerta del colegio. Por sus titubeos era evidente que no sabía si sus responsabilidades terminaban allí. Fue uno de los policías quien la ayudó a salir de dudas diciéndole que de momento habían terminado su labor.

—Aunque el Hampton se encuentra bastante cerca de la casa, el suceso no ha tenido lugar aquí —comentó.

—Hágame un favor —le dije a Mrs. Gregson como despedida—. Avise para que reparen la línea de mi teléfono.

—Supongo que después de lo sucedido no podremos contar con usted para las clases de hoy —dijo ella.

—Supone bien; no estoy en condiciones —repuse con sequedad.

La directora nos vio subir al coche de la policía, aparcado en la entrada del colegio, sin variar su expresión preocupada. Aunque no dijo nada, se notaba que habría venido a gusto con nosotros, probablemente con la intención de cerciorarse de que yo no comprometía el nombre del Hampton, pero no pudo hacer más que asentir y quedarse mirando nuestra marcha desde la puerta. El inspector que conducía el coche no se molestó en dar la vuelta por la carretera para tomar la dirección correcta hacia la casa sino que, aprovechando que no venía ningún vehículo, cometió dos infracciones, pasando directamente de un carril a otro y haciéndolo ir en dirección contraria. Se detuvo junto a la casa, donde había aparcado otro coche policial con un par de agentes uniformados esperando fuera, y no hizo falta que nadie me indicara lo que debía hacer. Controlando como pude el temblor de las manos, abrí la puerta y dejé entrar a los policías y a sus compañeros, quienes miraron pensativamente la niebla que seguía cubriendo el jardín.

—El cuerpo está por ahí —les indiqué, señalando el lugar donde lo había encontrado.

Desde lejos distinguí el bulto caído en tierra. Me había hecho el propósito de cerrar los ojos para no verlo, pero no pude: aquella alteración del color del jardín ejercía sobre mí un atractivo morboso, igual que si un objeto extraño se hubiera introducido fantásticamente en un cuadro conocido, alterándolo para siempre, dejándolo irreconocible para los expertos y aficionados del futuro. Los policías se agacharon a examinarlo y pude oír algunos comentarios, los cuales no hicieron sino confirmar lo que sabía: le habían extraído los ojos y el cuerpo parecía desangrado. Uno de los inspectores que había ido al Hampton volvió a hacer uso del teléfono. El resto de lo que hicieron allí pasó a formar parte de la misma pesadilla: llegaron otros hombres, entre ellos el forense, y el jardín quedó invadido de extraños. Observé cómo ejecutaban el ritual de cubrir el cadáver y buscar huellas a su alrededor, por el suelo, y poco después levantaron el cuerpo.

—¿No tiene nada más que contarnos? —preguntó el mismo que me había interrogado—. ¿Algo que anoche le llamara especialmente la atención, alguna cosa diferente a otras noches?

—Le he dicho todo lo que sé, inspector —repuse evitando mirarle a los ojos.

—Bien. Me temo que tendremos que molestarla más de una vez; es posible que deba venir mañana o pasado a la comisaría. ¿Quiere que deje a un agente vigilando esta noche la casa?

—¿Por qué lo dice? —inquirí tras un titubeo.

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