La profecía (17 page)

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Authors: David Seltzer

BOOK: La profecía
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Thorn estaba aturdido, observando la extraña fotografía.

—Y también muchas cruces. Sólo en la puerta de entrada había clavadas cuarenta y siete.

—¿Estaba... loco...? —murmuró Thorn.

Jennings lo miró directamente a los ojos.

—Usted sabe muy bien qué le ocurría.

Jennings giró con su silla y abrió un cajón, extrayendo una carpeta muy deteriorada.

—La policía lo catalogó como un excéntrico —dijo—. Me permitieron revolver sus cosas y llevarme lo que quisiera. Así es como conseguí esto.

Jennings se incorporó y fue hacia la sala de estar, seguido por Thorn. Allí el fotógrafo levantó la carpeta, dejando caer su contenido sobre la mesa.

—El primer elemento es un diario —dijo, tomando un librito, muy manoseado, del montón—. No habla de
él,
sino de
usted. Sus
movimientos. Cuándo salía de su oficina, los escenarios de sus conferencias...

—¿Puedo verlo?

—Adelante.

Thorn cogió con manos temblorosas el librito y lentamente hojeó las páginas.

—La última anotación indica que usted debía encontrarse con él —siguió Jennings—. En Kew Gardens. Eso está fechado el mismo día en que murió. Me parece que la policía podría haber demostrado más interés de haber sabido eso.

Thorn levantó sus ojos, que se encontraron con los de Jennings.

—Era un loco —dijo Thorn.

—¿Un loco?

El tono de Jennings era amenazador y Thorn se puso en guardia.

—¿Qué quiere usted?

—¿Se encontró con él?

—No.

—Poseo más información, señor embajador, pero usted no se enterará, a menos que me diga la verdad.

—¿Cuál es su interés en este asunto? —preguntó Thorn en un murmullo.

—Deseo ayudarle —contestó Jennings—. Soy su amigo.

Thorn siguió rígido, con sus ojos fijos en Jennings.

—Los elementos realmente importantes están aquí —dijo Jennings señalando la mesa—. ¿Prefiere conversar o prefiere marcharse?

Thorn apretó los dientes.

—¿Qué quiere saber?

—¿Lo vio en el parque?

—Sí.

—¿Qué le dijo?

—Me avisó.

—¿Qué cosa?

—Dijo que mi esposa estaba en peligro.

—¿Qué clase de peligro?

—No fue claro.

—No trate de engañarme.

—No le estoy engañando. No tenían sentido sus palabras.

Jennings retrocedió, observando, con mirada de duda, a Thorn.

—Era algo de la Biblia —agregó Thorn—. Era un versículo, pero no lo recuerdo. Pensé que estaba loco, porque no pude entenderlo. Le estoy diciendo la verdad. No lo recuerdo y no pude entenderlo.

Jennings parecía escéptico, mientras Thorn se inquietaba bajo su mirada.

—Creo que debería confiar en mí —dijo Jennings.

—Dijo que tenía más información.

—No, hasta que usted hable más.

—No tengo nada más que decir.

Jennings asintió con la cabeza, aceptando, y buscó entre las cosas que había sobre la mesa. Encendió una lamparita que pendía desnuda del cielorraso y encontró el recorte de un periódico, que le pasó a Thorn.

—Es de una revista que se llama
Astrologer’s Monthly.
Un informe, redactado por un astrólogo, sobre lo que él considera un “fenómeno inusual”. Un cometa que tomó la forma de una estrella brillante. Como la estrella de Belén, hace dos mil años.

Thorn estudió el artículo, enjugándose el sudor de su labio superior.

—Sólo que esto ocurrió en el otro lado del mundo —continuó Jennings—. El continente europeo. Hace cuatro años. El
6 de junio,
para ser exactos. ¿No le dice nada esa fecha?

—Sí —respondió Thorn con voz ronca.

—Entonces reconocerá este segundo recorte —replicó Jennings, cogiendo otro papel del montón—. Corresponde a la última página de un periódico de Roma.

Thorn lo cogió y lo reconoció de inmediato. Katherine lo tenía en su cuaderno de recortes.

—Es el anuncio del nacimiento de su hijo. Eso
también
ocurrió el 6 de junio, hace cuatro años. Yo llamaría a eso una coincidencia, ¿verdad?

Las manos de Thorn temblaban ahora. Los papeles se agitaban tanto que no podía leerlos.

—¿Su hijo nació a las seis de la mañana?

Thorn se volvió hacia Jennings, con los ojos llenos de angustia.

—Estoy tratando de descifrar la marca que aparece en el muslo del sacerdote. Los tres 6. Creo que tiene relación con su hijo. El sexto mes, el sexto día...

—Mi hijo ha muerto —estalló Thorn—. ¡Mi hijo está muerto! ¡No sé de quién es hijo el niño que estoy criando!

Se llevó las manos a la cabeza y giró hacia la oscuridad, respirando en forma anhelante, mientras Jennings lo observaba.

—Si no le molesta, señor Thorn —dijo Jennings con calma—, me gustaría ayudarlo a investigar.

—No —gruñó Thorn—. Éste es
mi
problema.

—Se equivoca, señor —replicó Jennings con tristeza—. Es mi problema, también.

Thorn se volvió hacia el fotógrafo y sus ojos se encontraron. Jennings fue lentamente hacia el cuarto oscuro y reapareció con una última foto en las manos. Se la pasó a Thorn.

—Había un pequeño espejo en un rincón del cuarto del sacerdote —dijo Jennings con dificultad—. Ocurrió que capté mi propia reflexión en él cuando tomé una de las fotos.

Los ojos de Thorn se posaron en la foto y su rostro denotó alarma.

—Un efecto poco frecuente —dijo Jennings—. ¿No le parece?

Acercó la lamparita a Thorn, para que éste pudiera ver mejor. Allí, en la fotografía del cuarto de Brennan, había un pequeño espejo, en un rincón apartado, que reflejaba a Jennings con la cámara frente al rostro. No había nada de extraño en el hecho de que un fotógrafo tome su propia reflexión en un espejo, pero en este caso había algo que faltaba. Era el cuello de Jennings. La cabeza estaba separada del cuerpo por una mancha brumosa.

10

A la mañana siguiente, la noticia del accidente de Katherine facilitó a Thorn excusarse de sus obligaciones por unos días. Comunicó, a su personal, que se marcharía a Roma, a buscar un especialista traumatólogo para su esposa. En realidad, se marchaba con una misión diferente. Después de contarle toda la historia a Jennings, éste lo convenció de que comenzara por el principio, que volviera al hospital donde Damien había nacido. Allí comenzarían a reconstruir el rompecabezas.

El viaje se arregló rápidamente y se consiguió que fuese reservado. Thorn alquiló un avión privado para partir de Londres y llegar a Roma, aterrizando en pistas bloqueadas al acceso público. En las horas que precedieron a la partida, Jennings se ocupó de buscar material de investigación: varias versiones de la Biblia y tres libros sobre ocultismo. Thorn volvió a Pereford a preparar su equipaje, incluido un sombrero para ocultar su identidad.

En Pereford las cosas estaban extrañamente tranquilas. Mientras Thorn deambulaba por la casa desierta notó que la señora Horton no se veía por ninguna parte. Tampoco su marido. Los automóviles estaban estacionados en el garaje.

—Los dos se fueron —dijo la señora Baylock cuando Thorn entró en la cocina.

La mujer estaba trabajando junto al fregadero, cortando verduras tal como hacía siempre la señora Horton.

—¿Salieron? —preguntó Thorn.

—Se marcharon. Para siempre. Dejaron una dirección para que usted les envíe los salarios del último mes.

Thorn quedó sorprendido.

—¿Dijeron por qué se marchaban? —preguntó.

—No importa, señor. Yo puedo arreglarme.

—Deben haber dado una razón.

—A mí no, señor. Pero ellos no hablaban demasiado conmigo. Fue el marido el que insistió en marcharse. Creo que la señora Horton quería quedarse.

Thorn la miró con ojos preocupados. Le preocupaba mucho, en efecto, dejarla sola en la casa, con Damien. Pero no había otra solución. Debía irse.

—¿Puede hacerse cargo de la casa, si me voy por unos pocos días?

—Creo que sí, señor. Tenemos alimentos suficientes para un par de semanas y creo que al niño va a encantarle la tranquilidad en la casa.

Thorn asintió con la cabeza y ya se retiraba cuando dijo:

—¿Señora Baylock?

—¿Señor?

—Ese perro.

—Oh, lo sé, señor, hoy mismo me lo llevaré.

—¿Por qué está aún aquí?

—Lo llevamos al campo y lo soltamos, pero encontró el camino de regreso. Estaba en la puerta, anoche, después de... bien, después del “accidente”, y el niño estaba muy conmovido y preguntó si podía tenerlo en su cuarto. Le dije que a usted no le iba a gustar, pero en estas circunstancias pensé...

—Quiero que lo saque de aquí.

—Sí, señor. Llamaré hoy mismo a la Sociedad Protectora de Animales.

Thorn dio media vuelta para marcharse.

—¿Señor Thorn?

—Sí.

—¿Cómo está su esposa?

—Reacciona bien.

—Mientras usted no esté, ¿puedo llevar al niño a verla?

Thorn se quedó estudiando a la mujer, mientras ella cogía una toalla de la cocina y empezaba a secarse las manos. Era el cuadro mismo de la domesticidad y Thorn, de pronto, no pudo comprender por qué le disgustaba tanto.

—Prefiero que no. Yo mismo lo llevaré cuando vuelva.

—Muy bien, señor.

Se saludaron mutuamente con un gesto de la cabeza y Thorn partió, conduciendo su propio automóvil hasta el hospital. Allí conversó con el doctor Becker. El doctor le informó de que Katherine estaba despierta y se sentía tranquila. Preguntó si daba su autorización para que la viera un psiquiatra y Thorn le dio el número de teléfono de Charles Greer. Luego fue al cuarto de Katherine. Ella sonrió débilmente cuando lo vio.

—Hola —dijo él.

—Hola —murmuró ella.

—¿Te sientes mejor?

—Algo.

—Dicen que te vas a poner muy bien.

—Estoy segura.

Thorn acercó una silla y se sentó junto a su mujer. Estaba impresionado por la belleza de Katherine, aun en ese estado. El sol entraba por la ventana, iluminando suavemente su cabello.

—Se te ve bien —dijo ella.

—Estaba pensando en ti —replicó él.

—Debo parecer una visión —sonrió ella.

Él le cogió una mano y la sostuvo. Los dos se miraban a los ojos.

—Tiempos extraños —dijo ella suavemente.

—Sí.

—¿Se irá a arreglar todo alguna vez?

—Creo que sí.

Katherine sonrió con tristeza y Thorn echó hacia atrás un mechón de pelo que caía sobre uno de los ojos de ella.

—Somos buena gente, ¿verdad, Robert? —preguntó Katherine.

—Creo que sí.

—¿Entonces por qué todo anda mal?

Él sacudió la cabeza, incapaz de contestar.

—Si fuéramos gente mala —dijo ella serenamente—, entonces yo diría: “Está bien. Tal vez esto sea lo que merecemos.” Pero ¿qué mal hemos hecho? ¿Qué mal hemos hecho nunca?

—No sé —respondió él con tono ronco.

Ella parecía tan vulnerable e inocente que Thorn se sintió invadido por la emoción.

—Estarás segura aquí —murmuró—. Me voy a ir por unos pocos días.

Ella no mostró ninguna reacción, ni siquiera le preguntó adónde se marchaba.

—Trabajo profesional —dijo él—. Algo que no puedo evitar.

—¿Cuánto tiempo?

—Tres días. Te llamaré a diario.

Ella asintió con la cabeza y él se incorporó lentamente, inclinándose para besar suavemente la mejilla lastimada y pálida de Katherine.

—¿Robby?

—¿Sí?

—Dicen que salté.

Ella lo miró con fijeza, con sus ojos animados por una expresión infantil.

—¿Es eso lo que te dijeron? —preguntó.

—Sí.

—¿Por qué iba a hacer eso?

—No sé —murmuró Thorn—. Eso es lo que tenemos que descubrir.

—¿Estoy loca? —preguntó ella, simplemente.

Thorn la miró y luego sacudió la cabeza lentamente.

—Tal vez todos lo estemos —replicó.

Ella se incorporó un poco en la cama y él volvió a inclinarse para acercar su rostro al de ella.

—Yo no salté —murmuró ella—. Damien me empujó.

Se produjo un largo silencio y Thorn salió lentamente del cuarto.

El Lear Jet de seis plazas estaba ocupado únicamente por Thorn y Jennings, y mientras atravesaba el oscuro cielo hacia Roma el ambiente dentro del aparato era silencioso y tenso. Jennings tenía todos sus libros dispersos a su alrededor e incitaba a Thorn a recordar todo lo que Brennan le había dicho.

—No puedo —replicó Thorn con angustia—. Todo es un recuerdo vago.

—Empiece por el principio. Dígame todo lo que pueda.

Thorn volvió a narrar su primer encuentro con el sacerdote y cómo éste lo había seguido, consiguiendo por último acorralarlo y pedirle la cita en el parque. Y en ese encuentro, el segundo, había recitado el versículo.

—Dijo... algo que surge del mar... —Thorn balbuceaba mientras se esforzaba por recordar—. Acerca de la muerte... y ejércitos... y el Imperio Romano...

—Tiene que esforzarse y recordar mejor.

—Yo estaba perturbado. ¡Pensé que él estaba loco! No lo escuché realmente.

—Sí que lo escuchó. Lo oyó. ¡Tiene la clave de esto, así que dígamela!

—¡No puedo!

—Esfuércese.

Thorn se sentía muy confuso y cerró los ojos, forzando su mente en una dirección que se negaba a seguir.

—Recuerdo... que me pidió que tomara la comunión. Beba la sangre de Cristo. Eso es lo que dijo. Beba la sangre de Cristo...

—¿Para qué?

—Para derrotar al hijo del Demonio. Me dijo que bebiera la sangre de Cristo, para derrotar al hijo del Demonio.

—¿Qué más? —lo urgió Jennings.

—Un anciano. Algo acerca de un anciano...

—¿Qué anciano?

—Dijo que debía ver a un anciano.

—Siga...

—No puedo recordar...

—¿Le dio un nombre?

—M... Megdo. Megdo. Meguido. No, ése era el pueblo.

—¿Qué pueblo? —insistió Jennings.

—El pueblo al que dijo que yo debía ir. Meguido. Estoy seguro de que es ése el nombre. Allí es donde dijo que debía ir.

Jennings buscó ansiosamente en su portafolios y sacó un mapa.

—Meguido —balbuceaba—. Meguido...

—¿Lo oyó mencionar? —preguntó Thorn.

—Apostaría a que es en Italia.

No era así. Tampoco aparecía en ninguna lista de otros países europeos. Jennings estudió su mapa por más de media hora, antes de cerrarlo y sacudir la cabeza con desaliento. Miró a Thorn y vio que el embajador se había quedado dormido. No lo despertó, sino que se dedicó a sus libros de ocultismo. Mientras el pequeño avión atravesaba el cielo de medianoche, Jennings se enfrascó en las profecías de la segunda venida de Cristo. Estaba vinculada con la venida del Anticristo, el Maligno, la Bestia, el Mesías Salvaje:

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