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Authors: David Seltzer

La profecía (13 page)

BOOK: La profecía
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Por su devoción a Satán, B’aalam recibió el honor de ser sepultada debajo del altar de Techulca, el dios-demonio etrusco. Los miembros de las sectas de varias regiones asistieron al funeral, en número de cinco mil. Brennan se sintió impresionado por la ceremonia y, a partir de entonces, inició su actividad política en la secta, tratando de promoverse y de demostrar a Spilletto que era digno de confianza.

La primera demostración de la confianza que merecía se produjo en 1968 cuando, con otro sacerdote, Brennan fue enviado por Spilletto al sudeste de Asia. En Camboya, que estaba en manos de los comunistas, organizó un reducido cuerpo de mercenarios con los que hostilizó el frente del Vietnam del Sur, donde se había acordado un cese del fuego. El Norte culpó de ello al Sur, y el Sur al Norte. Pocos días después de la operación de Brennan, se acababa la paz tan duramente conquistada. La secta creía que ello facilitaría la expansión total del comunismo en el sudeste asiático: Camboya, Laos y Vietnam, además de Thailandia y Filipinas. Se esperaba que en unos pocos años la sola mención de la palabra “Dios” se consideraría una herejía en todo el hemisferio sudeste.

En la secta se hicieron grandes celebraciones y, a su regreso, Brennan se había convertido en un líder de su culto. Los fuegos de la rebelión estaban atizándose en África y, teniendo en cuenta su conocimiento de ese continente, Spilletto envió a Brennan a colaborar en la revolución que, finalmente, llevó al poder a Idi Amín, el insano déspota africano. Si bien Amín no confiaba en Brennan, por tratarse de un blanco, el sacerdote estuvo durante más de un año intrigando, con éxito, para que Amín se impusiera políticamente en la Organización de la Unidad Africana.

En buena medida por los logros de Brennan, la secta de Roma llegó a ser considerada, por los satanistas de todo el mundo, como el centro de la dirección política y del poder espiritual. El dinero empezó a llegarle de todas partes, acrecentando su poderío. La misma Roma era un foco de energía: la sede del catolicismo y del comunismo occidental, el núcleo del satanismo del mundo. En la atmósfera parecía restallar el poder de la secta.

Y en esa época, en el apogeo del poder satánico y de la agitación mundial, aparecieron los símbolos bíblicos que anunciaban el momento en que la Historia de la Tierra cambiaría repentina e irrevocablemente. Por tercera vez desde la formación del planeta, el Maligno entregaría su progenie, confiando su crianza, hasta la madurez, a sus discípulos de la Tierra. Se había ya intentado dos veces, sin éxito. Los perros guardianes de Cristo descubrieron a la Bestia y la mataron antes de que alcanzara el poder. Esta vez no se debía fracasar. El concepto era acertado, el plan estaba trazado a la perfección.

No sorprendió que Spilletto eligiera a Brennan como uno de los tres que debían llevar a cabo el trascendental plan. El pequeño y estudioso sacerdote era leal y eficiente. Cumplía las ordenes, sin la menor duda o remordimiento. Por esa razón su misión sería la más cruel: el asesinato del inocente que, por necesidad, debía morir. A Spilletto le correspondía elegir a la familia sustituía y realizar el cambio del niño. La hermana María Teresa (que era como se llamaba ahora B’aalock) vigilaría la fecundación y ayudaría en el nacimiento. Brennan supervisaría la espantosa tarea ulterior, asegurando que la evidencia desapareciera y fuese sepultada en tierra sagrada.

Brennan entró con ansiedad en el pacto porque vio claramente que su vida pasaría a la Historia. Sería recordado y reverenciado. Él, antaño un huérfano rechazado, y ahora uno de los Elegidos, tenía la posibilidad de entrar en una alianza con el demonio mismo. Pero en los días que precedieron al acontecimiento, algo comenzó a ocurrirle a Brennan. Sus fuerzas empezaron a flaquear. Las cicatrices de su espalda volvieron a dolerle y el sufrimiento se tornaba más intenso cada noche, mientras yacía despierto en la cama intentando desesperadamente dormir. Durante cinco noches se agitó febrilmente, combatiendo perturbadoras ilusiones que atravesaban su mente. Luego tomó pociones de hierbas que le hacían dormir, pero que no consiguieron aquietar las pesadillas que lo acosaban.

Tenía visiones de Tobu, el muchacho africano, que le imploraba ayuda. Vio la forma, sin piel, de un hombre, con las cuencas de los ojos abiertas sobre ligamentos y músculos desnudos, y una boca sin labios que lloraba pidiendo piedad. Brennan se veía a sí mismo como un niño esperando en la costa el regreso de su padre. Luego veía a su madre en su lecho de muerte, pidiendo perdón por morir, por dejarlo tan pequeño y abandonado a su destino. Esa noche despertó gritando, como si fuera su propia madre, pidiendo que lo perdonaran. Y cuando volvió a entrar en el sueño, a su lado apareció la figura de Cristo, asegurándole que sería perdonado. Cristo se veía en toda su belleza juvenil, con su delgado cuerpo lleno aún de cicatrices. Se arrodilló junto a Brennan y le dijo que todavía podía ser bien recibido en el Reino del Cielo. Todo lo que debía hacer era arrepentirse.

Las pesadillas habían conmovido a Brennan. Spilletto percibió la tensión y lo llamó para pedirle explicaciones de su estado. Pero Brennan estaba demasiado implicado ya y sabía que su vida corría peligro si dejaba entrever alguna duda. Por eso aseguró a Spilletto, que seguía ansioso de hacer lo que fuera necesario. Era el dolor de su espalda lo que le molestaba, dijo, y Spilletto le ofreció un frasco con pastillas que lo aliviarían. Desde entonces, hasta que llegó el momento, Brennan descansaba en un estado de tranquilidad producido por la droga, y las inquietantes visiones de Cristo no volvieron a perseguirlo.

La noche del seis de junio. El sexto mes, el sexto día, la hora sexta. Ocurrieron cosas que acompañarían a Brennan hasta el fin de sus días. En medio del parto, la madre transitoria había empezado a aullar. La hermana Teresa la silenció con éter, cuando su monstruosa progenie emergió del vientre. Brennan completó la tarea de la hermana, con la piedra que Spilletto le había dado. Destrozó la cabeza del animal hasta convertirla en papilla. Lo que le sirvió de ensayo para lo que habría que hacerle al niño humano. Pero cuando le trajeron a la criatura humana recién nacida, Brennan dudó porque se trataba de un niño de belleza poco común. Miró fijamente a los dos niños que estaban uno junto al otro: uno cubierto de sangre y lleno de pelo. El otro blanco, suave, hermoso, con sus ojos vueltos hacia arriba en una mirada de absoluta confianza. Brennan sabía lo que había que hacer y lo hizo, pero no bien. Hubo que hacerlo de nuevo y el sacerdote sollozaba mientras abría la caja, para volver a golpear al hijo de Thorn. Por un instante tuvo el impulso de aferrar al niño entre sus brazos, y salir corriendo en busca de un lugar seguro. Pero vio que el niño ya estaba herido, irreparablemente mutilado, y la piedra volvió a golpear con fuerza. Repetidamente. Hasta que no hubo ningún sonido y el cuerpo quedó inmóvil.

En la oscuridad de esa noche nadie vio las lágrimas que corrieron por el rostro de Brennan. En realidad, a partir de esa noche nadie de la secta volvió a verlo nunca. Huyó de Roma a la mañana siguiente y vivió, en la oscuridad, durante cuatro años. Fue a Bélgica, donde trabajó entre los pobres y consiguió emplearse en una clínica, donde tuvo acceso a las drogas que necesitaba no sólo para mitigar el dolor de su espalda sino para combatir los recuerdos de lo que había hecho, que lo acosaban constantemente. Vivía solo, sin hablar con nadie y, poco a poco, fue enfermando. Cuando, finalmente, ingresó en un hospital, muy pronto se confirmó el diagnóstico. El dolor de su espalda lo causaba un tumor maligno, imposible de operar por su posición en la espina dorsal.

Brennan sabía ahora que iba a morir y era eso lo que lo inducía a buscar el perdón del Señor. Cristo era misericordioso. Cristo lo perdonaría y Brennan se mostraría digno de su perdón, intentando reparar lo que había hecho.

Reunió las pocas fuerzas que le quedaban y viajó a Israel, llevando consigo cinco ampollas de morfina para paliar el dolor de su espalda. Buscaba a un hombre llamado Bugenhagen, un nombre vinculado con el de Satán casi desde el comienzo del tiempo. Fue un Bugenhagen quien, en el año 1092, descubrió la primera progenie de Satán e ideó un método para matarla. Fue también un Bugenhagen, en 1710, quien encontró la segunda y la combatió, impidiéndole la obtención de todo poder terrenal. Eran unos fanáticos religiosos los perros guardianes de Cristo, que tenían como misión impedir al Maligno caminar por la superficie de la Tierra.

Brennan necesitó siete meses para encontrar al último descendiente de los Bugenhagen, porque vivía en la oscuridad, oculto en una fortaleza bajo la superficie de la tierra. Allí, Bugenhagen, como Brennan, esperaba la muerte, atormentado por los achaques de la edad y el dolor de haber fracasado. Como muchos otros, había comprendido que el momento había llegado, pero no consiguió impedir que el hijo de Satán se presentara en la Tierra.

Brennan pasó seis horas con el anciano, narrándole la historia y su intervención en el nacimiento. Bugenhagen escuchaba con desesperación, mientras el sacerdote le rogaba que interviniera, porque él no podía hacerlo. Estaba recluido en su fortaleza y no se atrevía a salir al exterior. Alguien que tuviera acceso directo al niño debía ser llevado ante él.

Temiendo que el tiempo que le quedaba era muy corto, Brennan fue a Londres, para encontrarse con Thorn y convencerlo de lo que se debía hacer. Rogaba que Dios lo estuviera observando, pero temía que Satán estuviera haciendo otro tanto. Mas no ignoraba los manejos del Demonio y tomó todas las precauciones para conservar vida y aliento hasta que pudiera encontrar a Thorn y contarle la historia. Si lograba eso, sabía que sería absuelto de sus pecados y admitido en el Reino del Cielo.

Alquiló un apartamento en el Soho y lo convirtió en una fortaleza tan segura como una iglesia. Su armamento fueron las Escrituras. Cubrió cada centímetro de las paredes, e incluso de las ventanas, con páginas arrancadas de la Biblia. Y necesitó setenta ejemplares para completar el trabajo. Colgó cruces en todas partes, en todos los ángulos. Brennan no salía nunca, a menos que su crucifijo, recubierto con partículas de espejo, pudiera reflejar la luz del sol, cuando pendía de su cuello.

Pero advertía que su objetivo era difícil de alcanzar y, entretanto, el dolor de su espalda lo iba consumiendo. El único encuentro con Thorn, en la oficina de éste, fue un fracaso. Había atemorizado al embajador y fue despedido rápidamente. Ahora lo seguía a todas partes y su desesperación crecía. Un día, Brennan estaba parado observando al embajador, desde el otro lado del acordonamiento de protección, mientras Thorn y un grupo de dignatarios inauguraban un emplazamiento para viviendas en una zona pobre de Chelsea.

—Estoy orgulloso de inaugurar este proyecto... —gritaba Thorn al centenar de personas congregadas— ya que representa la voluntad, de la comunidad, de mejorar la calidad de vida.

Y, después de esas palabras, hundió una pala en la tierra. Una pequeña banda de músicos atacó una polca, mientras Thorn y el grupo de dignatarios se acercaron a la cadena que servía de protección, para estrechar las manos de las personas que estaban del otro lado y que se esforzaban por tener ese honor. Thorn era un hábil político, un hombre que gustaba de la adulación. Mientras caminaba a lo largo de la cadena hizo lo posible por estrechar cada una de las ansiosas manos, e incluso se inclinó para recibir un beso. Pero de pronto se sobresaltó. Una mano lo alcanzó con repentina violencia y lo aferró con fuerza de la pechera de la camisa, atrayéndolo hacia sí.

—Mañana —jadeó Brennan, ante los ojos atemorizados del embajador—. A la una en punto, en Kew Gardens...

—¡Suélteme! —exigió Thorn con un hilo de voz.

—Cinco minutos. No volverá a verme.

—Suélteme...

—Su esposa está en peligro. Morirá, a menos que usted acuda mañana.

Mientras Thorn se incorporaba, el sacerdote se marchó rápidamente. El embajador quedó aturdido, mirando rostros extraños, mientras las cámaras fotográficas tomaban su imagen.

Thorn había estado planteándose qué debía hacer con el sacerdote. Podía simplemente enviar, en su lugar, a la policía, que llevaría a Brennan a la cárcel. Pero el cargo sería el de persecución, y Thorn, como querellante debería comparecer. Se interrogaría al sacerdote y el asunto cobraría carácter público. Los periódicos se congratularían y explotarían los desvaríos de un loco. Thorn no podía permitírselo. Ni ahora ni nunca. No había manera de saber lo que el sacerdote tenía que decirle. Su obsesión era el nacimiento del niño. Resultaba una lamentable coincidencia el hecho de que se tratara de un asunto en el que Thorn tenía algo que ocultar. Como alternativa a la policía, tal vez Thorn podría enviar un emisario para que llegara a un acuerdo con el sacerdote o para conminarlo a desaparecer. Pero eso también implicaba la participación de otra persona.

Pensó en Jennings, el fotógrafo, y estuvo a punto de llamarlo para decirle que había encontrado al hombre que él, Jennings, estaba buscando. Pero tampoco eso serviría. Nada podía ser más peligroso que implicar en el asunto a un hombre de la prensa. Sin embargo, necesitaba encontrar alguien a quien recurrir. Alguien con quien pudiera compartir el asunto. Porque, en verdad, se sentía asustado. Le inquietaba lo que el sacerdote podía decirle.

Thorn condujo su automóvil esa mañana, explicándole a Horton que deseaba estar un rato a solas. Estuvo dando vueltas toda la mañana y evitó la embajada, por temor de que le preguntaran dónde almorzaría. Se le ocurrió que simplemente podría
ignorar
la petición del sacerdote y que su desaire terminaría por hacerle perder interés en el asunto y desaparecer. Pero eso tampoco lo satisfacía, porque Thorn mismo deseaba el encuentro. Necesitaba encarar al hombre y escuchar todo lo que tuviera que decirle. Había dicho que Katherine estaba en peligro, que moriría a menos que él acudiera a la cita. No era posible que Katherine estuviera en peligro, pero le dolía a Thorn que también ella se hubiese convertido en un punto focal en la mente de aquel loco.

Thorn llegó a las doce treinta, estacionó al borde de la calle y esperó tenso en su coche. El tiempo pasó con lentitud, mientras escuchaba las noticias. Se dio una lista de países en los que se habían producido disturbios. España, Laos, Irlanda, Angola, Zaire, Israel, Thailandia. Se podía cerrar los ojos, poner un dedo en el mapa y tener la seguridad de hallarse a algunos centímetros, a lo sumo, de una zona efervescente. Parecía que cuanto más largo se hacía el tiempo del hombre sobre la Tierra, menores eran las perspectivas de habitarla. Las bombas superdestructoras eran una realidad y el día menos pensado podían estallar. El plutonio, subproducto de la energía nuclear, estaba ahora al alcance de todos y, con él, incluso los países más pequeños podrían armarse para la guerra atómica. Algunos se inclinaban por la destrucción suicida. No perderían nada si en su atrocidad eliminaban al resto del mundo. Thorn pensó en el Desierto del Sinaí, la Tierra Prometida. Se preguntaba si Dios sabía, cuando se la prometió a Abraham, que era allí donde estallaría la bomba apocalíptica.

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