La profecía (7 page)

Read La profecía Online

Authors: David Seltzer

BOOK: La profecía
13.86Mb size Format: txt, pdf, ePub

Él la miró y luego desvió los ojos.

—Pero he estado pensando en el asunto y sé que el niño está bien. Es un lindo muchachito sano. Un descendiente sano de dos árboles familiares sanos también.

Incapaz de mirarla, Thorn asintió con la cabeza lentamente.

—Tuvo un susto, eso es todo —agregó Katherine—. Sólo un... mal momento, que todo niño puede tener.

Thorn volvió a asentir con la cabeza y con gran fatiga se frotó la frente. Interiormente, deseaba contarle, descargar su conciencia. Pero era demasiado tarde. El engaño había continuado por demasiado tiempo. Ella lo odiaría por haberla engañado. Hasta podía odiar al niño. Era demasiado tarde. Nunca debía saberlo.

—He estado pensando en la señora Baylock —dijo Katherine.

—¿Sí?

—He pensado que deberíamos conservarla.

—Se mostró muy agradable hoy —repuso Thorn.

—Damien está ansioso. Tal vez porque nos oyó hablar de ella, en el coche.

—Sí —replicó Thorn.

Tenía sentido. Pudo haber sido la causa del temor del niño. Ellos pensaron que no estaba escuchando, pero era evidente que lo había oído todo. La idea de perderla lo había llenado de terror.

—Sí —volvió a decir Thorn y su voz estaba llena de esperanza.

—Me gustaría darle otras tareas; así estaría fuera de la casa parte del día —dijo Katherine—. Tal vez encargarle las compras de la tarde. De esa manera, yo podría dedicarle más tiempo a Damien.

—¿Quién las hace ahora? Las compras.

—La señora Horton.

—¿No le molestará dejar de hacerlas?

—No sé. Pero quiero pasar más tiempo con Damien.

—Eso me parece sensato.

Volvieron a quedar en silencio y Katherine giró la cabeza.

—Creo que eso es bueno —reiteró Thorn—. Me parece sensato.

Por un instante, sintió que todo iba a marchar bien. Entonces vio que Katherine estaba llorando y volvió a acongojarse. La observaba, incapaz de consolarla.

—Tenías razón, Kathy —murmuró—. Damien nos oyó hablar de despedirla. Eso fue todo. Simplemente eso.

—Ruego que así sea —respondió ella con voz temblorosa.

—Por supuesto... eso fue todo.

Ella afirmó con la cabeza y, cuando las lágrimas cesaron, se incorporó, mirando hacia la casa oscura.

—Bien —dijo—, lo mejor que se puede hacer con un mal día es terminarlo. Me voy a la cama.

—Me quedaré sentado aquí un rato. Subiré luego.

Los pasos de Katherine se esfumaron tras él, dejándolo solo con sus pensamientos.

Cuando miró hacia el bosque, vio en cambio el hospital de Roma. Se vio a sí mismo allá, parado frente a un cristal, aceptando al niño. ¿Por qué no había preguntado más sobre la madre? ¿Quién era ella? ¿De dónde venía? ¿Quién era el padre y por qué no estaba presente? Con los años, él se había formado ciertas conjeturas que habían servido para calmar sus temores. La madre real de Damien sería probablemente una muchacha campesina, una muchacha de la iglesia, y por eso dio a luz a su hijo en un hospital católico. Era un hospital caro y no habría podido acudir a esa institución, a menos que tuviera ese tipo de relación. Tal vez ella misma era huérfana, sin familia. Y el niño habría nacido sin estar ella casada, razón por la cual el padre no estaba presente. ¿Qué más había que saber? ¿Qué otra cosa pudo haber importado? El niño era hermoso y despierto, y lo habían descrito como “perfecto en todos sentidos”.

Thorn no estaba acostumbrado a dudar de sí mismo, a acusarse. Su mente luchaba por convencerse de que lo que había hecho estaba bien. Se había sentido turbado, desesperado en aquel momento. Había sido vulnerable, una presa fácil a la sugerencia. ¿Pudo haberse equivocado? ¿Tal vez había otras cosas que él debía saber?

Thorn nunca conocería las respuestas a esas preguntas. Sólo unas pocas personas las conocían y ahora estaban dispersas por el mundo. Estaba la hermana Teresa, el padre Spilletto y el padre Brennan. Sólo ellos sabían. Sólo sus conciencias conocían la verdad. En la oscuridad de aquella lejana noche habían trabajado en febril silencio, con la tensión que derivaba del honor de haber sido elegidos. En toda la Historia de la Tierra sólo se había intentado dos veces antes y ellos sabían que esta vez no debía fracasar. Todo estaba en manos de ellos, sólo de ellos tres. Todo había marchado a la perfección y nadie se había enterado. Después del nacimiento fue la hermana Teresa la que preparó al impostor, depilándole los brazos y la frente, empolvándolo para que estuviese seco y presentable cuando Thorn fuera llevado a verlo. El cabello de la cabeza era abundante, como habían deseado. Ella había utilizado un secador para esponjárselo, examinando primero el cuero cabelludo, para asegurarse de que el estigma estaba allí. Thorn nunca vería a la hermana Teresa y tampoco al pequeño padre Brennan, que trabajaba en el sótano cerrando en cajones dos cuerpos que se despacharían inmediatamente. El primer cuerpo era el del hijo de Thorn, silenciado antes de que pudiera emitir su primer llanto. El segundo era el del animal, la madre transitoria del que había sobrevivido. Afuera un camión esperaba para llevar los cuerpos a Cerveteri, donde en el silencio del Cimitero di Sant’Angelo los sepultureros esperaban en la capilla.

El plan había nacido de la comunión diabólica y era Spilletto quien lo llevó a efecto. Había elegido a sus cómplices, con el mayor cuidado. Estaba satisfecho con la hermana Teresa, pero en los momentos finales había llegado a preocuparle Brennan. El diminuto estudioso era aplicado, pero su creencia era el producto del temor y el último día había demostrado una inestabilidad que inquietó a Spilletto. Brennan estaba ansioso, pero su ansiedad tenía que ver consigo mismo, era su ardiente deseo de demostrar que estaba a la altura de la tarea. Había perdido de vista el significado de lo que estaban haciendo, preocupado por la importancia de su propio papel. Esa preocupación por sí mismo lo llevó a la ansiedad y Spilletto estuvo a punto de desprenderse de Brennan. Si uno de ellos fallaba, los tres serían considerados responsables. Y, más importante, no podría volver a intentarse durante otros mil años.

Al final, Brennan, se había superado, realizando su tarea con dedicación y eficiencia, llegando a manejar una crisis que ninguno de los tres había previsto. El niño no había muerto aún y emitió un sonido dentro del cajón cuando lo estaban cargando en el camión. Brennan retiró rápidamente el cajón, volvió al sótano del hospital y se aseguró de que no volvería a oírse ningún sonido. Eso lo había afectado mucho, profundamente, pero lo había hecho y eso era todo lo que importaba.

Esa noche, en el hospital todo parecía normal en torno a ellos. Los médicos y las enfermeras realizaban su rutina sin ningún conocimiento de lo que estaba sucediendo. Todo se había hecho con discreción y exactitud y nadie, en especial Thorn, había tenido jamás sospecha alguna...

Ahora, mientras se hallaba sentado en el patio mirando la noche, Thorn se dio cuenta de que el bosque de Pereford ya no le resultaba ominoso. No tenía la sensación, como antes, de que alguien lo estaba observando entre la fronda. Ahora resultaba apacible, con el sonido de los grillos y los sapos. Le parecía agradable, de alguna manera tranquilizador, que la vida fuera normal a su alrededor. Sus ojos se elevaron hacia la casa, desplazándose hasta la ventana de Damien. Estaba iluminada por una luz tenue y Thorn pensó en el rostro del niño en la paz del sueño. Sería la visión adecuada para terminar ese terrible día y se incorporó, apagando una lámpara y entrando en la oscura casa.

La oscuridad era total adentro y el aire parecía reverberar con el silencio. Thorn buscó a tientas el camino hacia las escaleras. Allí se detuvo, buscando un interruptor de la luz, pero como no lo encontró empezó a subir silenciosamente hasta que llegó al rellano. Nunca había visto la casa tan oscura y se dio cuenta de que debió haberse quedado afuera por un tiempo considerable, perdido en sus pensamientos. Podía oír a su alrededor el sonido de la respiración de los que dormían y caminó sin hacer ruido, tanteando las paredes. Su mano tocó un interruptor y lo hizo girar, pero no funcionó. Siguió caminando, girando en un recodo del hall largo y anguloso. Delante podía ver el cuarto de Damien, por cuya puerta se filtraba una débil franja de luz. Pero de pronto se sintió helado porque creyó haber oído un sonido. Era una especie de vibración, un rumor apagado que desapareció antes de que pudiera identificarlo, reemplazado sólo por la silenciosa atmósfera del hall. Se preparó para seguir caminando, pero el sonido volvió, más fuerte ahora, sobresaltándolo. Entonces miró hacia abajo y vio los ojos. Conteniendo la respiración, se arrimó todo lo posible a la pared. El rumor creció en intensidad mientras un perro surgió de las sombras y se paró, como en guardia, frente al cuarto del niño. Respirando apenas, Thorn se quedó petrificado mientras el sonido se hacía más intenso y los ojos lo miraban fijamente.

—Fuera... fuera... —exclamó Thorn respirando entrecortadamente.

El animal se puso más tenso, como si se dispusiera a saltar.

—Tranquilo ahora —dijo la señora Baylock, que salía de su habitación—. Éste es el amo de la casa.

El perro quedó silencioso. La señora Baylock manipuló un interruptor y el hall se iluminó instantáneamente, dejando a Thorn sin aliento, mirando fijamente al perro.

—¿Qué... es esto? —logró articular.

—¿Señor? —preguntó la mujer en tono indiferente.

—Este perro.

—Ovejero, creo. ¿No es hermoso? Lo encontramos en el bosque.

El perro se había echado a los pies de ella, repentinamente despreocupado.

—¿Quién le dio permiso...?

—Pensé que podíamos aprovechar un buen perro guardián. Además el niño lo adora.

Thorn se sentía aún alarmado y seguía parado y tieso contra la pared. La señora Baylock no pudo ocultar que la actitud de Thorn le causaba gracia.

—Le dio un susto, ¿verdad?

—Sí.

—¿Ve qué bueno es? Como perro guardián, quiero decir. Créame, estará agradecido de que el animal se encuentre en la casa cuando usted se marche.

—¿Cuando me marche? —preguntó Thorn.

—De viaje. ¿No se va a Arabia Saudita?

—¿Cómo sabe lo de Arabia Saudita? —preguntó.

La mujer se encogió de hombros.

—No sabía que era un secreto.

—No se lo he dicho a nadie aquí.

—La señora Horton me lo dijo.

Thorn asintió con la cabeza, desviando sus ojos hacia el perro.

—No va a causar ningún problema —aseguró la mujer—. Sólo le vamos a dar las sobras...

—No lo quiero aquí —replicó Thorn, secamente.

Ella lo miró con sorpresa.

—¿No le gustan los perros?

—Cuando desee un perro, lo elegiré.

—El niño le ha tomado afecto, señor, y creo que lo necesita.

—Yo decidiré cuándo necesita un perro.

—Los niños pueden confiar en los animales, señor. No importa cuál.

Ella lo miró como si estuviera tratando de darle a entender algo más.

—¿Está... tratando de decirme algo?

—No me atrevería, señor.

Pero por el modo en que lo miraba era evidente.

—Si tiene algo que decir, señora Baylock, me gustaría oírlo.

—No debería, señor. Usted tiene demasiadas preocupaciones en la mente...

—Le dije que me gustaría oírlo.

—El niño parece sentirse solo.

—¿Por qué iba a sentirse solo?

—Su madre no parece aceptarlo.

Thorn quedó tenso, agraviado por la observación.

—¿Ve? —agregó la mujer—. No debí haber hablado.

—¿No lo acepta?

—No parece que le guste el niño, y él lo siente.

Thorn estaba mudo, sin saber qué decir.

—A veces pienso que yo soy todo lo que él tiene —agregó la mujer.

—Creo que se equivoca.

—Y ahora tiene a este perro. Lo adora. Por el niño, no eche al animal.

Thorn miró al enorme animal y sacudió la cabeza.

—No me gusta este perro —dijo—. Llévelo mañana a la perrera municipal.

—¿A la perrera? —preguntó alarmada.

—A la Sociedad Protectora de Animales.

—¡Los matan allí!

—Sáquelo de la casa, entonces. No quiero que siga aquí mañana.

El rostro de la señora Baylock se endureció y entonces Thorn se marchó. La mujer y el perro lo observaron alejarse por el largo hall y sus ojos ardieron de odio.

5

Thorn había pasado la noche sin dormir. Estuvo sentado en la terraza del dormitorio, fumando cigarrillos cuyo sabor le resultaba desagradable. De la habitación que estaba a sus espaldas le llegaban los gemidos de Katherine y se preguntó con qué demonio estaría ella luchando en el sueño. ¿Era el antiguo demonio de la depresión que había vuelto a rondarla? ¿O simplemente estaría reviviendo los horribles sucesos del día?

Para no pensar en la realidad empezó a especular, imaginando las preocupaciones inmediatas. Pensó en los sueños, en la posibilidad de que un hombre vea los sueños de otro. Se sabía que la actividad cerebral era eléctrica. También lo son los impulsos que crean las imágenes en las pantallas de los televisores. Seguramente debía haber un método para combinar ambas cosas. Imaginaba el adelanto terapéutico que ello podía ofrecer. Hasta se podría guardar los sueños en
videotape,
para que la persona que los había soñado pudiera volver a verlos en detalle. Thorn mismo se había sentido a menudo rondado por la vaga sensación de haber tenido un sueño inquietante. Pero durante la mañana los detalles se perdían, dejándole sólo la sensación de inquietud. Además de terapéuticos, pensaba, ¡que entretenidos podrían ser esos sueños grabados en cinta! ¡Y qué peligrosos, también! Los sueños de los grandes hombres se podrían guardar en archivos para que los vieran las generaciones futuras. ¿Cuáles habrían sido los sueños de Napoleón? O los de Hitler, o los de Lee Harvey Oswald. Tal vez el asesinato de Kennedy pudo haberse evitado si alguien hubiera podido ver los sueños de Oswald. Seguramente, debía haber un modo para lograrlo. Sumido en esas especulaciones, Thorn pasó las horas hasta que llegó la mañana.

Cuando Katherine se despertó, su ojo lastimado estaba cerrado por la hinchazón. Al marcharse, Thorn le sugirió que viese a un médico. Fue de lo único que conversaron. Katherine se mostraba poco comunicativa y Thorn estaba preocupado por el día que le aguardaba. Debía hacer los arreglos finales para su viaje a Arabia Saudita, pero tenía la sensación de que no debía ir. Estaba asustado. Por Katherine, por Damien y por sí mismo, aunque no sabía por qué. Había incertidumbre en el aire, una sensación de que la vida se había vuelto repentinamente frágil. Hasta ahora no se había sentido nunca preocupado por la muerte, que siempre le había parecido lejana. Pero
ésa
era la esencia de lo que sentía ahora, que su vida estaba, de alguna manera, en peligro.

Other books

Dead Zero by Hunter, Stephen
Forbidden Sanctuary by Richard Bowker
The Atlantic Abomination by John Brunner
Goat Mountain by David Vann
A Stallion's Touch by Deborah Fletcher Mello
Lest We Forget by jenkins, leo
Sleeping Beauty by Ross Macdonald
Infringement by Benjamin Westbrook