La práctica de la Inteligencia Emocional (32 page)

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Authors: Daniel Goleman

Tags: #Autoayuda, Ciencia

BOOK: La práctica de la Inteligencia Emocional
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En opinión de Loehr, «la fusión entre Lehman y Shearson fue un gran fracaso, pero cuando Smith Barney se fundió con Shearson las cosas fueron muy diferentes. Y la principal diferencia radicó en el modo en que trató a sus trabajadores inmediatamente después de la fusión, algo que fomentó la confianza de éstos, favoreciendo una integración rápida entre ambas empresas».

El arte de la influencia consiste en tener adecuadamente en cuenta las emociones de los demás.
En este sentido, los jefes de las dos empresas consideradas eran influyentes pero en sentido opuesto. Los trabajadores "estrella" son muy diestros en la transmisión de señales emocionales, lo cual les convierte en comunicadores capaces de influir en las personas que les rodean, en suma, en líderes natos.

Las emociones son contagiosas

Todas estas capacidades se apoyan en el hecho primordial de que cada uno de nosotros influye en el estado de ánimo de los demás,
influir positiva o negativamente en el estado emocional de otra persona es algo perfectamente natural, algo que ocurre continuamente, "captando" las emociones de los demás como si se tratara de una especie de virus social, un intercambio emocional que forma parte de la economía interpersonal invisible que subyace a toda interacción humana.

Pero, aunque normalmente se trate de algo demasiado sutil como para advertirlo, la transmisión del estado de ánimo es algo muy poderoso. Cuando tres personas desconocidas, todas ellas voluntarias de una investigación acerca del estado de ánimo, se sentaron tranquilamente en círculo durante un par de minutos, la persona emocionalmente más expresiva contagió su estado de ánimo —ya fuera alegría, aburrimiento, ansiedad o enojo— a los otros dos.

Dicho de otro modo: las emociones son contagiosas. Como dijo el psicoanalista suizo C. G. Jung: «Aun en el caso de que el terapeuta se halle completamente desidentificado de los contenidos emocionales de su paciente, las emociones de éste terminan afectándole. Y es un gran error creer que uno es ajeno a todo eso. Lo único que podemos hacer es tomar conciencia del hecho de que los estados de ánimo de los demás nos afectan. Y, si no lo hacemos, es que estamos demasiado distantes de nuestros pacientes y no comprendemos lo que ocurre».

Y lo mismo que sucede en el intercambio íntimo de la consulta del terapeuta pasa también en el taller, la sala de juntas o el invernadero emocional de la oficina. Nuestros estados de ánimo se transmiten con mucha facilidad porque portan señales vitales para la supervivencia.
Son las emociones las que nos dicen a qué tenemos que atender y cuándo debemos disponernos a actuar.
Las emociones representan los ganchos de la atención y funcionan a modo de advertencias, invitaciones, señales de alarma etcétera, son mensajes muy poderosos que transmiten información vital que no necesariamente se halla articulada en palabras. En este sentido, las emociones constituyen un tipo de comunicación sumamente eficaz.

Es muy probable que, en la primitiva horda humana, el contagio emocional cumpliera con la función de transmitir el miedo de una persona a otra y actuara a modo de señal de alarma para centrar rápidamente la atención del grupo en un peligro inminente, como, por ejemplo, la proximidad de un tigre.

Es precisamente este mecanismo defensivo grupal el que se pone en marcha hoy en día cuando se escucha el rumor de un descenso alarmante de las ventas, una flexibilización de plantilla o la amenaza de un nuevo competidor, en donde cada una de las personas integrantes de la cadena activa el estado emocional de la siguiente y transmite así el mensaje de que hay que permanecer alerta.

El sistema de señales basado en las emociones no necesita palabras, una singularidad evolutiva con la que los teóricos tratan de explicar el hecho de que las emociones puedan haber desempeñado un papel fundamental en el desarrollo del cerebro humano mucho antes de que las palabras se convirtieran en una herramienta simbólica.
Este legado evolutivo significa que nuestro radar emocional se sintoniza con el de quienes nos rodean, fomentando una interacción más fluida y eficaz.

La economía emocional es la suma total de los intercambios de sentimientos que tienen lugar entre las personas.
De forma sutil —y no tan sutil— cada uno de nosotros contribuye a que los demás se sientan un poco mejor —o un poco peor— en una escala que va desde lo emocionalmente tóxico a lo nutritivo. Y aunque esta operación tenga lugar de un modo invisible, no deja por ello de ser sumamente beneficiosa para el funcionamiento de una organización.

El corazón del grupo

Un grupo de jefes está negociando el modo de repartir un sobresueldo entre sus empleados y cada uno de ellos trata de justificar los méritos de su candidato.

¿De qué depende el hecho de que la discusión se desarrolle armónicamente o acabe estancándose? Fundamentalmente, del estado de ánimo de los participantes. Porque el estado de ánimo constituye un ingrediente esencial —y a menudo inadvertido— del funcionamiento de los grupos.

Sigal Barsade, profesor de la School of Management de la Universidad de Yale llevó a cabo una investigación que demuestra palpablemente el modo en que las emociones terminan incidiendo sobre el rendimiento. Para ello organizó una reunión en la que los participantes —voluntarios de la escuela de gestión empresarial— debían repartir los beneficios de una supuesta empresa sin perder de vista dos objetivos fundamentales: conseguir el mayor dividendo posible para su candidato y, al mismo tiempo, hacer el uso más adecuado posible de los fondos de la empresa.

Lo que no sabían era que entre ellos se hallaba un actor profesional entrenado por el mismo Barsade que, si bien siempre exponía los mismos argumentos, lo hacía en cuatro claves emocionales diferentes (entusiasmo, cordialidad, depresión y enojo) con la intención de contagiar al grupo de uno u otro de esos estados emocionales, como si tratara de expandir un virus.

Porque el hecho es que las emociones se contagian como los virus. Cuando el actor manifestaba su opinión con alegría y cordialidad, estos sentimientos se transmitían a través de todo el grupo haciendo que la gente se hallara más positiva. Cuando, por el contrario, se mostraba irritable, la gente iba malhumorándose con el paso del tiempo. (Hay que decir, en este sentido, que
la depresión resulta menos contagiosa, tal vez porque conlleve una especie de aislamiento social —que se patentiza, por ejemplo, por la disminución del contacto ocular— y, en consecuencia, se ve muy poco amplificada.)

Los sentimientos positivos se difunden más fácilmente que los negativos y sus efectos son muy saludables, alentando la
cooperación,
la
equidad,
la
colaboración
y el
rendimiento
global del grupo, una mejora profunda que. en el caso con el que abríamos la sección, se reflejaba en la valoración objetiva que terminó demostrando que estos grupos eran más eficaces y distribuían más adecuadamente los beneficios.

Así pues, los factores emocionales desempeñan un papel fundamental en el mundo laboral sin importar el trabajo concreto de que se trate.
Y la

competencia emocional exige la capacidad de aprovechar las corrientes emocionales subyacentes sin verse arrastrado por ellas.

La capacidad de mover las emociones ajenas

Al final de día un largo, caluroso y agotador en Walt Disney World, un autobús cargado de padres e hijos comienza el camino de veinte minutos que les trae de vuelta al hotel. Los niños están sobreestimulados y extenuados, y lo mismo ocurre con los padres.

En un determinado momento, el conductor entona la canción «Bajo el mar», de la película La sirenita, y el rumor de las quejas empieza a disminuir. Al poco se le agrega una niña y luego lo hacen otros más. Luego canta «El ciclo sin fin», de la película El rey león, transformando así un viaje infernal en autobús en el agradable punto final de un hermoso día.

Aquel conductor sabía perfectamente lo que estaba haciendo. En realidad, las canciones de los conductores forman parte de los recursos con los que cuentan para mantener la actitud positiva de sus clientes. Todavía recuerdo — encantado, por cierto— al conductor de aquel autobús del ratón Mickey cantando el tema del entonces popular programa de televisión Mickey Mouse Club, cuando visité Disneylandia durante la década de los cincuenta. Éste sigue siendo, hasta hoy en día, el recuerdo más vivido que tengo de aquel día.

Se trata de una estrategia que se sirve con inteligencia del contagio emocional. Porque el hecho de que cada uno de nosotros forme parte del equipo emocional con el que cuentan los demás y de que, en consecuencia,
nos sintamos afectados por su estado de ánimo, nos brinda un poderoso argumento en contra de la expresión abierta de las emociones tóxicas que no hacen más que emponzoñar las relaciones.
En este sentido hay que decir que los sentimientos positivos que experimentamos hacia una determinada empresa dependen en gran medida del modo como nos hacen sentir las personas que la representan.

Y esto es algo que saben de manera innata las personas más eficaces de la empresa, personas que utilizan naturalmente su radar emocional para percatarse de la forma en que reaccionan los demás y saben adaptar su respuesta para orientar la relación en la mejor dirección posible. Como me dijo Tom Pritzker, presidente de Hyatt Hotels: «resulta imposible valorar el trabajo de la recepcionista cuya sola sonrisa se gana al cliente, pero sus ventajas son bien patentes». (Hay que decir, en este sentido, que la sonrisa es la más contagiosa de las señales emocionales y que tiene un poder casi irresistible para despertar la sonrisa de los demás. Por otra parte, el hecho de sonreír alienta los sentimientos positivos.)

Los mismos mecanismos neuraies de la empatía que permiten la sintonización emocional con los demás son los que facilitan el camino para el contagio emocional.
Además de las vías nerviosas que se originan en la amígdala, también se hallan implicadas las regiones basales (incluyendo el tallo cerebral), que regulan las funciones automáticas y reflejas, y operan estableciendo un estrecho vínculo biológico, recreando en una persona el estado fisiológico de otra.

Éste es, a fin de cuentas, el sistema que ponen en funcionamiento las personas expertas en el arte de influir en los demás. Como señala Howard Friedman, psicólogo de la Universidad de California, de Irvine: «/a
esencia de la
comunicación elocuente,
apasionada y animosa parece involucrar el uso de expresiones faciales, voces, gestos y movimientos corporales para transmitir emociones».
La investigación llevada a cabo por Friedman muestra que las personas que poseen esta aptitud son más capaces de mover e inspirar a los demás, y cautivar también su imaginación.

Bien podríamos decir que el despliegue emocional es como el teatro. Todos nosotros nos movemos en una especie de camerino (una zona oculta en la que experimentamos las emociones) y en un escenario (el entorno social en el que las mostramos a los demás). Y la diferencia existente entre nuestra vida emocional pública y nuestra vida emocional privada es semejante a la que hay entre el escaparate y el almacén. En este sentido cuidamos mucho más el despliegue de nuestras emociones cuando nos relacionamos con clientes que cuando estamos en el almacén, una discrepancia que, en el caso de ser desproporcionada, puede llegar a ocasionar problemas. Como me dijo cierto asesor de empresas, "muchos jefes que parecen carismáticos fuera de la oficina son verdaderos tiranos con sus subordinados». O como me dijo el director de una importante escuela dominical que se quejaba de su catequista: «Es impasible e inexpresivo. Es tan difícil de entender que no sé cómo interpretar lo que me dice. Resulta casi imposible trabajar con él». Así pues, el pobre dominio de la expresión de las emociones apropiadas puede suponer una gran desventaja.

La habilidad social de movilizar adecuadamente las emociones de los demás necesita de varias competencias, entre las que cabe destacar las siguientes:

• Influencia:
Esgrimir tácticas eficaces de persuasión

• Comunicación:
Enviar mensajes claros y convincentes

• Gestión de los conflictos:
Negociar y resolver los desacuerdos

• Liderazgo:
Inspirar y orientar

• Catalizadores del cambio:
Iniciar, promover o controlar los cambios

INFLUENCIA

Poseer herramientas eficaces de persuasión

Las personas dotadas de esta competencia

• Son muy persuasivas_

• Recurren a presentaciones muy precisas para captar la atención de
A
su auditorio_

• Utilizan estrategias indirectas para recabar el consenso y el apoyo de los demás_

• Orquestan adecuadamente los hechos más sobresalientes para exponer más eficazmente sus opiniones_

El don de la persuasión

El delegado de una empresa norteamericana en Tokio estaba acompañando a su jefe a una serie de reuniones con sus colegas japoneses. Cuando se hallaban de camino hacia la primera cita, el representante —que hablaba japonés fluidamente— le pidió a su jefe que no solicitara sus servicios como intérprete y confiara simplemente en lo que le decía su traductor.

—¿Porqué razón? —preguntó aquél.

—Porque, en tal caso, pensarían que yo no soy más que el vocero de Nueva York. Quiero asegurarme de que me ven como una persona real que tiene el poder de tomar decisiones, la persona que habla con ellos y puede responderles sin necesidad de tener que consultar la opinión de Nueva York.

Esa sensibilidad al impacto de una cuestión aparentemente tan trivial expresa claramente la competencia de la influencia. En el nivel más básico, la influencia y la persuasión consisten en la capacidad de despertar ciertas emociones en los demás, ya sea en lo que respecta a nuestro poder, nuestra pasión por un proyecto, nuestro entusiasmo por superar a un competidor o el malestar que nos provoca una determinada injusticia.

La gente experta en el arte de la influencia es capaz de sentir las reacciones de quienes escuchan su mensaje e incluso de anticiparse a ellas y puede conducir adecuadamente a alguien hacia la meta deseada.

Por ejemplo, los trabajadores "estrella" de Deloitte and Touche Consulting, por ejemplo, saben que, en ciertas ocasiones, las buenas razones resultan insuficientes para convencer a los clientes y son capaces de advertir cuáles serán las cuestiones que acabarán persuadiendo a las personas encargadas de tomar las decisiones.
En este sentido resulta fundamental saber captar el momento en que hay que renunciar a los argumentos lógicos y apelar a cuestiones más emocionales.

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